XI

Pasé en vela casi toda la noche preguntándome si la conferencia de la señorita Langdon-Miles tendría que retrasarse. ¿Estaría en condiciones de pronunciarla? Cuando la vi al día siguiente no me sentí muy tranquila. Se hallaba pálida y llorosa, enteramente desesperada y en un terrible estado de agitación. Por espacio de unos minutos trató de concentrarse en la lectura de su libro de oraciones; luego, en los poemas de la señora Meynell; después fue presa de ataques histéricos, quedó reclinada en un sillón, con los ojos cerrados. Fue una mañana angustiosa para ella, pero no quiso oír hablar de suspender la conferencia por estimar que eran muchos los que se sentirían defraudados. Yo había prometido a mis colegas del Easton Knoyle comprarles varias cosas en los almacenes de la calle Oxford, pero los encargos quedaron para mejor ocasión: la señorita Langdon-Miles se aferraba a mí y me era imposible abandonada.

Hacia mediodía comenzó a sentir unos desgarradores dolores de cabeza y yo la persuadí de que se acostara hasta que llegara el momento de ir al Cranmer Hall. Almorcé a solas en el vasto salón comedor y me sentí entristecida y desgraciada. Después del almuerzo preparé mi valiosísimo infiernillo de alcohol y le serví una taza de té bien cargado. Le hice tomar un par de tabletas de aspirina y di gracias al cielo al verla dormitar.

La dejé dormir durante un ratito. El Cranmer Hall estaba cerca, justamente en la calle Victoria, pero el tránsito era muy denso y llegamos con unos minutos de retraso. Mientras se hallaba reclinada en el taxi, con los ojos cerrados, me dijo que confiaba en que todo saldría bien. Cuando repaso los acontecimientos de aquella tarde advierto que éstas fueron las últimas palabras que me dijo.

Al entrar en el salón de conferencias estaba pálida como una muerta. Su tema era "El lugar de la mujer en el Estado", y yo sabía que pensaba formular algunas observaciones rudamente sinceras respecto a determinadas herejías modernas. La concurrencia era de lo más distinguida. Lord Huddersfield, el más ardiente ritualista de la Cámara, presidía el acto, y Dame Primrose era quien pediría el voto de aplauso. Había también, por lo menos, dos pares y un obispo; aun cuando yo no era nadie, me sentí muy orgullosa al ocupar un asiento en el estrado.

Tras una breve pero elogiosísima presentación de Lord Huddersfield, la señorita Langdon-Miles se puso de pie y con paso resuelto fue a colocarse delante del estrado. Como siempre, habló sin leer nota alguna. Tras unas pocas palabras preliminares acerca del declinar alarmante de los valores espirituales en la educación, pasó a condenar, con términos que no dejaban lugar a dudas, a los que insisten en que la mujer debe tener una carrera. Ella, Felipa Langdon-Miles, se sentía orgullosa de empuñar el estandarte de lo que nuestros amigos bolcheviques llaman reacción. No cedía el puesto a nadie en el deseo de ver a la mujer ocupar el lugar que le correspondía en el mundo, pero era precisamente en el campo religioso y en el encanto del hogar desde donde la mujer podía y debía influir en la historia, con tanto vigor como si se sentara en el Parlamento mismo. Siguió explicando cuál era su ideal de la dama inglesa cristiana, cuya esfera de acción era el hogar. Dame Primrose y Lord Huddersfield aprobaron con visible entusiasmo sus palabras. Todos aquellos argumentos eran familiares para mí, pero yo la vigilaba muy estrechamente porque había advertido que además de su palidez mortal se hallaba temblando desde el instante en que subió al estrado, y pensaba que tal vez no pudiera continuar.

De pronto se detuvo en la mitad de un párrafo; sus manos trataron de aferrarse a un algo invisible en el vacío. Lord Huddersfield, apresuradamente, trató de coger un vaso de agua, pero lo derramó sobre la mesa. Entonces, mi pobre señorita Langdon-Miles lanzó un grito que debió oírse en todo el edificio; un terrible grito de agonía. Vaciló, trató de tenerse en pie apoyándose en la mesa que estaba tras ella y se desplomó en el suelo, produciendo un ruido siniestro al chocar su cabeza contra la tarima.

Por espacio de unos segundos reinó un silencio sepulcral; todos nos habíamos quedado petrificados. Después, el auditorio se puso de pie y Lord Huddersfield intentó calmarlo. Mas yo apenas me dí cuenta de nada; me importaba un comino lo que pensara la gente. Sólo me preocupaba la idea de llegar hasta mi querida señorita Langdon-Miles. Me abrí paso frenéticamente hasta ella, a codazos y empujones, entre todos los que estaban en el estrado; al fin, la rodeé con mis brazos y creo que me reconoció. Había entrado en una espantosa agonía; su rostro se hallaba crispado y su cuerpo se retorcía de dolor mientras sus uñas arañaban la tarima. Aunque yo estaba como enloquecida, recordé de pronto, con terrible claridad, aquella vez en que yo misma arañaba y me contraía en la tétrica habitación de la posada de Nether Fordington.

Lord Huddersfield, a Dios gracias, fue el único que conservó la calma. Pidió que si había algún médico entre la concurrencia se adelantara inmediatamente, pero se dio la trágica desdicha de que no hubiera ninguno presente.

—¿Quiere alguien telefonear pidiendo una ambulancia? —dijo—. Lamento decir que la señorita Langdon-Miles parece hallarse gravemente enferma. Ruego a los espectadores que tengan la amabilidad de retirarse del salón.

Me pareció una eternidad el tiempo que tardaron en llegar los hombres de la ambulancia para llevar a la pobre señorita Langdon-Miles hasta la calle. Yo la seguí, ayudada por Lord Huddersfield —tan amable— y Dame Primrose —tan eficiente—. No me hallaba en estado de saber ni lo que hacía ni lo que me decían; sólo sé que alguien me ayudó a meterme en un coche y dijo al chófer que siguiera a la ambulancia hasta el hospital de Westminster. Y nuevamente sentí una extraña sensación de lucidez. Algunos automóviles circulaban todavía frente al lugar de la conferencia cuando, al levantar la vista, estoy segura, perfectamente segura, de que vi deslizarse rápidamente, entre ellos, en dirección a la calle Victoria, un espléndido Rolls de color amarillo.

Sollocé durante todo el trayecto, mientras trataban de consolarme asegurándome que todo iría bien, mas al ver cómo en traban la camilla en el hospital tuve la absoluta certidumbre de que Felipa Langdon-Miles ya estaba muerta.