IV

Easton Knoyle se hallaba integrado, aparte de la capilla y de la Biblioteca Brownlow, por cuatro grandes casas de campo señoriales de frentes estucados, construidas hace un siglo, precisamente cuando Torquay comenzaba a convertirse en un lugar de moda. Las habitaciones eran todas amplias y ventiladas —inmejorables para instalar un colegio—, y muchas de ellas daban sobre los grandes invernaderos existentes en el interior de los edificios, que operaban como enormes claraboyas. Debo decir que, de acuerdo con los gustos actuales, nuestros edificios eran feos y destartalados, pero a mí me parecían excelentes en todos los órdenes.

La más pequeña de nuestras cuatro casas era la denominada The Firs. Dedicada a colegio de las más jóvenes de nuestras alumnas, estaba bajo la admirable jurisdicción de la señorita Wheelwright. La señorita Wheelwright se nos unía a veces en la sala central; pero, en general, The Firs tenía muy poco que ver con el resto del colegio.

Luego teníamos los edificios de Saint Mary y Torrington House, que habían quedado enlazados merced a la construcción de una serie de habitaciones y que se hallaban a cargo de la señorita Buchanan. No quiero decir nada contra la señorita Buchanan, pero es evidente que en ambas casas se advertía una falta de disciplina lamentable, y uno no puede menos que extraer las adecuadas conclusiones. Finalmente estaba la School HouseJ a cargo de la señorita Langdon-Miles en persona.

Los jardines de las cuatro casas los habíamos convertido en uno solo, y estábamos muy orgullosas de nuestro extenso vergel, con sus prados ondulantes, quebrados aquí y allá por grandes sotos de rododendros y laureles. Las clases de botánica salieron ciertamente beneficiadas con el estudio de diversos ejemplares de coníferas plantadas por los inquilinos que precedieron al colegio. A todo esto la señorita Langdon-Miles agregó algo verdaderamente artístico y sublime: El Jardín del Poeta. En el cada flor ostentaba un verso de los mejores vates ingleses. ¿Es posible concebir una idea más cautivadora ni más original?

La mayor parte de las clases se efectuaban en la School House y todas las muchachas —con excepción de las pequeñas, las que se alojaban en The Firs— podían quedar acomodadas en el Salón de Fiestas, ya que, pese a su fama, el Easton Knoyle no era un colegio enorme ni mucho menos. Naturalmente, esta disposición exigía a las niñas y a nosotras mismas mucho ir o venir y un considerable uso de impermeables, abrigos, paraguas y chanclos. Pero, gracias a Dios, todas nos manteníamos excepcionalmente libres de resfriados. En un ala aparte, sobre el primer piso de la School House, la señorita Langdon-Miles y yo compartíamos un salón contiguo a nuestros respectivos dormitorios, próximos al cuarto de baño. Todo muy alegre y asoleado, pues nuestras ventanas daban sobre el campo de tenis y El jardín del Poeta, frente a Torbay.

La capilla no fue terminada hasta 1926; fue éste el más ferviente deseo de la señorita Langdon-Miles a partir del día en que Easton Knoyle se trasladó a Torquay desde Eastbourne, poco antes de la guerra pasada. Recuerdo que la construcción de la capilla constituyó un gran alivio para su mente sensitiva, particularmente cuando uno de los altercados periódicos que se producían en el seno de la familia Langdon-Miles alcanzó su máxima intensidad. La construcción de la capilla se hizo posible merced a dinero norteamericano en su mayor parte, aunque las donaciones procedían de fuentes muy diversas. La señorita Langdon-Miles fue infatigable en sus esfuerzos para obtener fondos; en cierta ocasión, el canónigo Fish la calificó de "verdadera princesa de los pedigüeños". Y cuando uno de los directores se refirió a ella en un discurso como "perfecto viajante de comercio", yo pensé que era una forma cruda y grosera de decir lo mismo que el canónigo.

La capilla era un edificio separado, y como se advirtió —muy acertadamente, a mi entender— que el estilo victoriano de las casas no era adecuado para un edificio religioso, no se llevó a cabo ningún intento para armonizarlo con las restantes construcciones. Era de ladrillo rosado y estilo casi gótico. Las enredaderas y laureles, hábilmente plantados bajo la dirección de la señorita Langdon-Miles, llegaron a ocultarla casi por completo, y aminoraron así el rudo contraste arquitectónico.

No es totalmente cierta mi afirmación de que la capilla constituía un edificio separado. Desde la sacristía, al norte del presbiterio, se había construido un breve pasadizo que la unía con la School House. Este pasaje era simplemente un paseo cubierto, con ventanales de vidrio a ambos lados, pero había sido bautizado pomposamente con el título de "el claustro". El canónigo Fish aseguraba, con su habitual sentido del humor, que el término eclesiástico más correcto era el de "crujía". Sin embargo, las muchachas no adoptaron jamás ese nombre.

La capilla se alzaba en un terreno bastante más elevado que el de la School House y, consecuentemente, el pasadizo, aunque por un extremo concluía en la sacristía, por el otro terminaba en el primer piso de la School House, o sea en el corredor donde se hallaban el cuarto de la señorita Langdon-Miles y el mío. Esta circunstancia siempre agradó sobremanera a la señorita Langdon-Miles, pues así, tanto ella como yo, teníamos virtualmente una entrada particular a la capilla, ya que a las muchachas les estaba estrictamente prohibido circular por el pasillo en donde se hallaban nuestras habitaciones. Ambas podíamos, en cuanto sonaba el gong anunciando la hora del rezo, ir directamente de nuestros dormitorios a la capilla por el pasadizo. Debo confesar que en más de una oportunidad nos dejamos llevar de la tentación que suponía utilizar el "claustro" y la capilla como atajo para llegar más rápidamente a los restantes edificios del Easton Knoyle, ahorrándonos una respetable distancia. Sin embargo, el principal placer que el pasadizo le procuraba a la señorita Langdon-Miles era, como me lo dijo repetidas veces, la facilidad con que podía escapar de las tareas y fatigas cotidianas para refugiarse en la serenidad de la capilla. Era mujer muy devota, y desprecio a quienes pongan en duda su sinceridad.

En la capilla se guardaban las mejores obras de arte. La ventana de Burne-Jones, traída del viejo edificio de Eastbourne, lucía bellamente en su nuevo lugar. Burne-Jones es mi artista favorito. La señorita Langdon-Miles se hallaba siempre muy preocupada acerca de la mejor manera para proteger nuestros tesoros artísticos. No era para menos; allí teníamos las vestiduras y ornamentos del altar, exquisitamente bordados para nosotras por las Hermanas de Santa Ana —orden anglicana, por supuesto— en su convento de Dartmoor. Se hallaban guardados, lógicamente, en los armarios de roble de la sacristía. Si bien el aguamanil de Denvers para el altar y el pequeño cáliz del siglo XIV que la señorita Langdon-Miles trajo de Nuremberg se hallaban a buen recaudo en la caja de caudales de la oficina de la señorita Bussey, siempre quedaba allí el Bellini.

Enrejada y frente al presbiterio, en la parte norte, se hallaba la adorable capillita erigida en memoria del señor Lavers, que en realidad no era más que una hornacina con bóveda azul, decorada con estrellas de plata. Allí se hallaba el máximo tesoro del Easton Knoyle: una Asunción de la Virgen de Giovanni Bellini. El orgullo que tanto la señorita Langdon-Miles como todo el colegio sentían por este cuadro, es fácil de imaginar. Creo que el señor Lavers pagó una suma fabulosa por la obra, en la famosa Sala de Ventas de Filadelfia, Su autenticidad jamás fue discutida.

Tan pronto como el señor Lavers nos entregó su costoso donativo interpelé a un oficial de policía, al que hice entrar en la capilla para que nos aconsejase sobre las precauciones que debíamos adoptar contra cualquier posible ladrón. Advertí que cumplía con su obligación de manera muy frívola. Era evidente que aquel oficial jamás había oído hablar del dulce Giovanni y que nos consideraba unas simples alarmistas. No obstante, la señorita Langdon-Miles, recordando la suerte sufrida por la Mona Lisa, no quería correr riesgos. Sólo cuando yo mencioné la conveniencia de asegurar el cuadro en una compañía, el policía comenzó a ver claro y a sernos más útil. Se decidió colocar una cerradura especial contra ladrones, que ponía en acción un timbre de alarma eléctrico, en la gran puerta del Oeste, que daba al prado. Lo arreglamos de forma que la alarma sonara únicamente en la oficina de la señorita Bussey y frente a mi cuarto. Todas las ventanas de la capilla eran vidrieras artísticas, con armazón de hierro, que impedía que alguien se introdujera por ellas. En cuanto a la puerta de la sacristía no se consideró necesario adoptar ninguna precaución especial, ya que sólo conducía, como ya expliqué, al pasadizo que desembocaba en el primer piso de la School House. Pero, a pesar de nuestras precauciones, siempre sentimos profundamente la enorme responsabilidad que nos incumbía como guardianas de un tesoro que era visitado por los entendidos del mundo entero.

Hubiera sido fácil mantener la capilla cerrada, salvo en las horas de los oficios religiosos, pero esto habría constituido para la señorita Langdon-Miles la frustración de su principal deseo, esto es, el convertida en un lugar de meditación y reposo, ajeno al tráfago de la vida escolar. El canónigo Fish apoyaba esta actitud y el resultado fue ver siempre abierta durante toda la jornada la puerta del Oeste; además con las muchachas y las maestras yendo y viniendo constantemente por el prado de la iglesia, el riesgo de que algún extraño penetrase en nuestro santuario era muy remoto. Totterdell, nuestro muy fiel criado, tenía la obligación de cerrar la puerta al obscurecer, conectar el timbre de alarma contra los ladrones y colgar las llaves en la oficina de la señorita Bussey. Era un hombre excelente y cumplía sus obligaciones con una regularidad cronométrica. Desgraciadamente vivía en la ciudad; lástima grande, pues hubiera sido muy reconfortante contar con un hombre para afrontar cualquier eventualidad nocturna.