III

Me hallaba en manos del Sumo Hacedor, y en verdad, sólo un milagro salvó mi vida. ¡Cuán inescrutables son los designios de la Providencia! Si el doctor Plummett no se hubiera embarcado en su cuarto whisky y la motocicleta de Trevor no se hubiese hallado frente a la puerta de la posada, probablemente no habría vivido más allá de una hora.

Cuando entré en la convalecencia la señorita Trubshawe me contó todo lo ocurrido. El doctor Plummett me revisó y, en seguida, como un relámpago, cruzó la calle hasta Correos y Telégrafos y telefoneó a la enfermera de su sanatorio. Trevor, aterrorizado pero obediente, salió disparado sobre su motocicleta; en menos de diez minutos estaba de vuelta de Fordington Court con el maletín del doctor. Lo que ocurrió mientras tanto abajo, en la taberna, la señorita Trubshawe apenas llegó a saberlo. Al dar mi primer alarido se produjo un terrible silencio y todos ellos se pusieron de pie aguzando el oído para percibir con asombro mis gemidos y mis gritos. Cuando se enteraron de que sólo estaba enferma y de que no me habían cortado el cuello —como creyeron en un principio—, el interés de la concurrencia se desvaneció, dirigiendo su atención hacia Yvonne. La muchacha había sufrido un violento ataque de histeria que, según la señorita Trubshawe, se repitió en forma intermitente hasta muy avanzadas horas de la noche.

Lo que me hizo el doctor Plummett constituyó parte de mi pesadilla. De nada sirve jamás extenderse en la descripción de detalles nauseabundos; aborrezco la moderna escuela literaria. De cualquier modo, diré que por espacio de una hora estuve tan enferma que no cabía esperar resultado satisfactorio del emético que me administraron. Estoy convencida de que mis lectores, uno por uno, preferirían la muerte antes que soportar un lavado de estómago. No obstante, yo no estaba en condiciones de elegir —me hallaba en estado de coma— y fue precisamente aquello lo que salvó mi vida.

Repasando mi relato, advierto que figuran en él algunas observaciones hirientes sobre la señorita Trubshawe. Espero que no se tendrán en cuenta. Durante las semanas que siguieron fue como una torre de fortaleza, una verdadera cristiana. Me cuidó día y noche, durmiendo poco y cuando podía, sin abandonarme un solo instante a los tiernos cuidados del "personal" de la La Trilla. Puedo decir que, con la ayuda del doctor Plummett, punto menos que se hizo cargo de todos los asuntos domésticos de la posada. Tanto las "horquillas rizadoras", como Yvonne, jamás aparecieron en mi habitación. La señorita Trubshawe hizo por mí todo cuanto se puede hacer. Sólo Dios sabe cuántas veces por día su cuerpo vigoroso subía y bajaba incansablemente por la resbaladiza escalera.

Desde luego, la habitación seguía presentando un desolado aspecto, pero la estufa de petróleo fue traída al cuarto y lo mismo ocurrió con un par de muebles más. Por otra parte, la señorita Trubshawe se encargaba de que siempre hubiera un jarrón con flores sobre la mesa. Al cabo de algunos días, cuando comencé a comer de nuevo, empezaron a llegar desde la cocina apetitosos platos que, como era obvio, no fueron concebidos por la muy limitada imaginación de la gente de La Trilla. La señorita Trubshawe me dijo con su curioso estilo modernista que yo le estaba proporcionando un escape para sus instintos maternales reprimidos. Sea como fuere, todo aquello debió de ser una dura temporada para ella —el vivir como vivía en aquella repugnante taberna—, aparte del hecho importante de que sus vacaciones habían quedado completamente desquiciadas. Jamás me dio oportunidad de darle las gracias, por lo que deseo manifestar aquí que le estaré agradecida hasta el fin de mis días.

El médico del poblado, doctor Parker, se "había hecho cargo" oficialmente de mi caso, en substitución del doctor Plummett. Era un hombre muy amable, pero no estaba a la altura de la tarea que debía desempeñar. Recuerdo que se hallaba muy preocupado e hizo gran alharaca acerca de lo misterioso de mi enfermedad; no logró descifrar las causas, pero fue lo suficientemente honrado como para admitirlo. El doctor Plummett se mantuvo interesado en la cuestión e intervino frecuentemente. Como médico resultaba un tanto rudo y campechano, mas al cabo de poco tiempo comenzó a agradarme su manera de ser. Irrumpía como una tromba en mi habitación con sus botas y pantalones de montar —atavío nada profesional—, saludándome de la manera más familiar del mundo. Como hablaba a gritos, su voz resultaba una tortura, pero era un hombre extremadamente gentil, pese a que los whiskies teñían de rojo su rostro. Pienso que su corazón se inclinaba más por la caza que por su profesión. Según me dijo, si había aceptado el destino en el sanatorio de Fordington Court era para poder cazar a sus anchas. Sin embargo, me atrevo a asegurar que sus pobres lunáticos hallaban agradable y confortante su espontánea manera de ser.

Una mañana, transcurridos unos diez días de mi enfermedad, me hallaba sentada en el lecho sorbiendo una taza de caldo que la señorita Trubshawe había preparado para mí —algo delicioso y sustancioso—, cuando escuché el rumor de las voces de ambos doctores que hablaban con ella en el piso bajo. Me fue imposible entender lo que decían —tuve la impresión de que deliberadamente hablaban en voz baja—, pero sin duda se trataba de una laboriosa consulta. Luego, para sorpresa mía, subió a mi cuarto la señorita Trubshawe.

—Coppock querida —comenzó diciendo—, voy a formularle una pregunta extraña e íntima. Por favor, no se enfade conmigo. Quiero preguntarle si, por casualidad, no tiene alguna pena secreta o se siente desdichada.

Como ustedes pueden imaginar, me quedé punto menos que estupefacta.

—¿Qué quiere decir, Trubby? Desde luego que no. Soy la más feliz y satisfecha de las mujeres; me siento a veces un poco sola, pero, en realidad, soy muy dichosa...

—Eso es lo que yo pensaba, querida. Pero... tengo que preguntarle una cosa. Y no se irrite conmigo. ¿La otra noche no intentó... suicidarse?

—¡Vaya ¡Qué idea tan extraordinaria! No, desde luego que no me puedo enfadar con usted, Trubby, pero en realidad... en fin, siempre he considerado el suicidio como la cosa más reprobable y perversa. Estoy convencida de que no debemos esforzarnos por escapar a nuestros pesares terrenales, que Dios nos los envía para ponernos a prueba. Pero ¿cómo ha podido pensar...?

—Está bien, querida. Sabía lo que me iba a contestar; pero tenía que hacerle esta pregunta.

Luego, ante mi estupor, me dio un beso y se deslizó fuera de la habitación antes de que yo pudiera decir palabra alguna.

"Bueno —me dije—, he aquí algo extraordinario." Me sentía desconcertada por completo, y cuando aún no había tenido tiempo de ordenar mis dispersos pensamientos, reapareció la señorita Trubshawe con los doctores Parker y Plummett. Entonces se organizó una especie de pequeña asamblea. Yo seguí tomando mi delicioso caldo; mi amiga se sentó a los pies de la cama; el viejo doctor Parker se sentó en una silla y el doctor Plummett lo hizo sobre el lecho, desgarrando la colcha con sus espuelas. En realidad, más parecía un veterinario que un médico, pero su rostro vivo y simpático confortaba.

—Y ahora, vieja damita —comenzó a decir (siempre me llamaba así y lo curioso es que no me importaba)—, queremos que nos cuente todo acerca del martes de la semana pasada, el día en que usted se puso enferma. A decir verdad, el doctor Parker y yo no logramos saber muy bien qué es lo que le causó tan feroces trastornos. Cuéntenos qué comió ese día.

—Bien —comencé a decir—. Me levanté muy temprano para tomar mi tren de Torquay a Worcester y... a ver... sí, como era el primer día de vacación escolar, Parkinson me trajo el desayuno a mi dormitorio. Lo de costumbre: un huevo pasado por agua, muy ligeramente hervido, y dos pedacitos de pan con manteca. Y, naturalmente, una taza de té chino.

—No importa el desayuno, señorita Coppock —dijo el doctor Parker—; era demasiado temprano para que pudiera ser la causa... Demasiado temprano. ¿Nada más hasta la hora del almuerzo?

—No... —dije—, o déjeme ver... Sí, tomé una taza de café en el coche restaurante, poco después de haber pasado por Taunton. Un café muy malo, por cierto. Y luego no comí nada hasta que la señorita Trubshawe sacó los emparedados.

—Los emparedados estaban bien —interrumpió el doctor Plummett—; la señorita Trubshawe envió el resto de ellos a Wolverhampton y el análisis demostró que eran innocuos...

—¡Análisis! —grité—. ¡Oh Dios mío! Pero ¿qué es lo que ocurre? ¡Yo pensé que sólo se trataba de un terrible ataque gástrico! No querrán ustedes decirme que es un caso de envenenamiento. ¿Es así?

—Querida señora —intervino el doctor Parker—, no se alarme. El doctor Plummett y yo queremos estar seguros; eso es todo. Y ahora dígame: ¿está usted absolutamente segura de que no tocó el cordero frío ni los pepinillos en vinagre?

—Completamente segura. En cuanto vi la comida me vine corriendo hasta aquí, ya enferma.

El doctor Plummett se dirigió a su colega:

—No sé qué está usted pensando, Parker, pero todo esto me desconcierta. Tenemos una paciente que se pone gravemente enferma y a la cual una hora y media más tarde tenemos que hacer un lavado de estómago para salvarle la vida.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Dígame qué es lo que están ustedes hablando!

A esa altura de la conversación me sentía realmente nerviosa. El simple vocablo "veneno" es algo aterrador. El doctor Plummett, con su acostumbrada campechanía, trató de calmarme:

—Vamos, vieja damita, ¡no hay de qué espantarse! Otra semana más y estará usted más erguida que un pino, y lo demás no importa nada.

—Es posible —admití—, pero preferiría saber la verdad. Cuéntenme todo, por favor.

—¡Muy bien! —dijo el doctor Plummett—, supongo que alguna vez tiene que saberlo. Vea, remitimos los resultados del emético y todo lo demás a Cheltenham, para su análisis. Sucede, vieja damita, que las muchachas solitarias como usted a veces tienen la rara ocurrencia de atentar contra su vida; quiero decir que por ese motivo siempre tenemos los aparatos precisos para practicar un buen lavado de estómago. De cualquier manera, en su caso fue una suerte que se da una vez en cada millón. ¿No es cierto, Parker? Otro cuarto de hora y usted hubiera... Bueno, lo importante es que ahora no tiene por qué preocuparse ya, señorita Coppock.

—Pero ¿el análisis...? —inquirí.

—Pues tanto el doctor Parker como yo no logramos descifrar el enigma. Es algo muy extraño, pero es así. Lo evidente es que en el hospital de Cheltenham descubrieron dos granos de estricnina que habían ido a parar a su estómago. Y puedo asegurarle que es una dosis más que mortal. He ahí, vieja damita, lo que yo llamo un "milagro". Y no me equivoco al calificarlo así.

—¡Vaya! —exclamé—. ¡He aquí algo extraordinario!