II
Recuerdo que en el año trágico a que hago referencia llegué a Coquet Hall ya muy avanzada la noche. ¡Y qué noche oscura! En años anteriores la señora de Soutar enviaba a la estación de Rothbury su coche de caza, pero Juana y yo, después de largas deliberaciones, habíamos adquirido un automóvil en aquel año de 1931.
Por la mañana, después de haber cerrado la casa, llevé a mi hermana hasta Edimburgo, donde yo debía clasificar unos documentos, y luego seguimos hasta Newcastle. Este recorrido resultó más bien una jornada fatigosa, pero representaba una notable economía en el pasaje de Juana. Ya en Newcastle, la instalé en el tren nocturno que partió con destino a King's Cross. Hecho esto, seguí viaje hacia Coquet Hall.
La noche era muy oscura y no se veía titilar una estrella, pero yo gozaba guiando el automóvil y tenía la grata impresión de iniciar en ese instante mis vacaciones. El coche marchaba velozmente y al pasar por la desierta carretera que atraviesa Morpeth los postes de telégrafo reflejaban alegremente la luz de los faros. Me sentía poseído por una alegría inagotable y recuerdo que me puse a cantar mientras dejaba que la brisa nocturna me acariciara el rostro y alborotara mis cabellos. Morpeth y Rothbury estaban solitarios y lóbregos, pues era casi medianoche. Conocía palmo a palmo el camino y pronto comencé a escalar la ruta del valle del Coquet, dejando atrás a Rothbury y penetrando en el corazón de la montaña. El río ya no era más que un arroyo en aquella época del año. Cerca de Linbridge tuve que detenerme para apartar a una oveja que se había quedado dormida con sus corderitos en la mitad del camino. En la serenidad de la noche sólo se escuchaba el murmullo del agua al golpear sobre las peñas. Y seguí ascendiendo hacia lo más alto de los Cheviots.
Estábamos aun en el mes de mayo y el aire era todavía bastante frío. Me pareció advertir un vestigio de escarcha en los campos y entre el ramoneo del motor escuché el estruendo del agua que surte al Coquet durante el deshielo. Las flores silvestres perfumaban el aire y a lo lejos se adivinaban las curvas de las lomas.
Súbitamente, a mi derecha brilló una luz en la cumbre. Una luz diminuta y lejana. De haber sucedido eso en una noche clara yo hubiera creído que se trataba de una estrella brillante o de algún planeta errabundo. Pero no había estrellas, por lo que pensé que en algún dormitorio del Coquet Hall se hallaba una luz encendida a pesar de ser la una de la mañana.
A esta altura del camino debía hallar la piedra en que se encuentra el buzón de la señora de Soutar y que marca el comienzo del camino que lleva al hotel. De no advertirla, mi camino terminaría entre las hondonadas y cumbres graníticas de aquel macizo montañoso. Tenía que prestar mucha atención para no atropellar al ganado suelto. Por fortuna mis faros eran buenos, de modo que encontré el camino sin dificultad. El coche saltaba sobre los baches, ascendiendo a veces penosamente para precipitarse luego cuesta abajo con gran rapidez. Debía vadear dos arroyos, cuyos nombres eran Trow y Usway. El camino rodeado por toda clase de arbustos, con sus bruscas curvas, me hacía perder de vista ocasionalmente la pequeña luz que me guiaba y a la cual me iba acercando. Parecía como si la luz subiera y bajara, pero elevándose cada vez más.
Al fin divisé, delgados y extraños a la luz de mis faros, los tres árboles que marcan el comienzo del último kilómetro. Sabía que me encontraba en la cumbre del Cheviot, desde donde, a ser de día, hubiera contemplado la más hermosa vista de Escocia. Otra bajada y nuevamente desapareció la luz de mi vista. De pronto, al llegar a la siguiente loma, medio kilómetro más allá, quedé sorprendido: la luz que vi entonces fue otra. Se balanceaba y venía hacia mí. Luego se detuvo y siguió bajando por la barranca opuesta. "¿Qué puede significar esto a tales horas de la noche?" A juzgar por la velocidad y la intensidad de la luz debía tratarse de una bicicleta, y cuando el ciclista estuvo al alcance de mis faros se apartó de repente, sin duela para dejarme paso. En realidad no llegué a ver a nadie; pensé que sería alguien que buscaba una oveja o algo por el estilo, por lo que saqué la cabeza por la ventanilla y grité:
—¡Buenas noches!
Si hubo respuesta, el silbido del viento entre los matorrales debió de apagarla, pues nada oí.
Por fin, sentí con gran placer que el automóvil corría suavemente por el camino pavimentado de Coquet Hall. Llegué al antepatio que daba al Este y que a aquella hora y dada la altitud del lugar soportaba un viento terriblemente frío, procedente del Mar del Norte, cargado de una fina llovizna que lo envolvía todo como una nube de vapor. Allí dejé el automóvil hasta la mañana siguiente. Mientras esperaba que me abrieran observé cómo aquella luz del dormitorio hacía resaltar los bordes mohosos del gran escudo de piedra esculpida que campeaba sobre el dintel de la puerta de entrada. La ventana iluminada —cosa rara por lo avanzado de la hora— era como una promesa de calor, un anticipo de las grandes chimeneas, de las gruesas alfombras, de todos los encantos de la amable vida hogareña en aquella altura solitaria y fría. El contraste resultaba indescriptible.
Con sus modales encantadores, me dio la bienvenida la señorita Amata Carlyle, sobrina de la señora de Soutar.
Le pedí perdón por molestarla a tales horas de la noche, y me respondió:
—No tiene la menor importancia, señor Muir. Mi tía se ha retirado a descansar y le ruega la excuse por no recibirle personalmente. En la biblioteca, junto al fuego, encontrará un pequeño refrigerio que le hemos preparado pensando que llegaría cansado y con frío después del largo viaje. Crowe está aún levantada y se ocupará de sus cosas. La chimenea de su cuarto está encendida.
No me sorprendió que fuese la señorita Amata y no su tía quien me recibiese. Los que conocen bien Coquet Hall saben que la señora de Soutar es casi un mito; a veces pasan muchos días sin que nadie la vea, lo cual no impide que entre bastidores y con mano firme lo dirija todo eficazmente. Esas periódicas desapariciones tal vez tuvieran su origen en la duda de si la hija de un ministro protestante puede convertirse en hotelera.
Con lo dicho no quiero expresar que los huéspedes se olvidaran de la existencia de la señora de Soutar. La señorita Amata se ocupaba de los visitantes, pero cuando hablaba invariablemente se expresaba así: "Dice mi tía..." o "Mi tía desea..." La señorita Bunting la había bautizado con el remoquete de "el Gran Visir".
Amata Carlyle me acompañó a la biblioteca. Pese a su gran pobreza, el doctor Carlyle llegó a tener en su rectoría de Corstophine una excelente colección de libros, los cuales, encuadernados luego en cuero de color castaño, se encontraban en el cuarto que quedaba junto a la gran sala del Coquet Hall. En este mismo cuarto Graham Lacacheur, durante muchos años, recopiló cuidadosamente miles de datos para escribir sus dos desagradables volúmenes sobre Herencia y crimen; y allí mismo también, durante un lluvioso verano, corregí las pruebas de mi obra El pastor de Ettrick.
El fuego seguía ardiendo y frente a él estaban mis emparedados, mi jerez favorito y una bebida caliente para antes de acostarme, que era una de las especialidades de la casa.
Entonces percibí en el ambiente un perfume familiar... el inconfundible aroma de tabaco turco, que no me era extraño.
—¿Lacacheur está por aquí tan a principios de estación? —pregunté a la señorita Amata.
—Llegó poco después de Pascua, señor Muir. Aún no ha salido de su habitación.
—¿Y los demás? —inquirí—. ¿Marcos ha llegado ya?
—El señor Fanshawe y su secretario (el antipático, señor Smith) están aquí desde la semana pasada.
Siempre pensé que tanto la señorita Amata como su tía encontraban intolerable a Juan Smith, lo cual me parece muy justo. Marcos no debía haber elegido para secretario a hombre tan desagradable y muchas veces me pregunté qué motivos habría tenido para hacerla.
—El señor Fanshawe esperaba la llegada de usted para reiniciar las partidas de ajedrez. Ahora bien, quien está por aquí desde hace un mes es la señorita Bunting.
Asentí, dando a entender que ya me había percatado. En un rincón de la sala se hallaba el bastidor para bordar.
—Ya lo sé. Todavía no habrá habido ninguna rabieta, supongo.
—Todavía no, a Dios gracias, pero se ha producido un sinnúmero de estupideces, señor Muir. Por de pronto, se ha imaginado que el señor Lacacheur es un ex príncipe ruso y le ha puesto cerco. ¡Dése cuenta, al cabo de tantos años! Supongo que no estará... o, ¿o lo estará?
Y la señorita Amata se llevó un dedo a la sien significativamente. Me reí de buena gana.
—No creo que le falte mucho para estar loca —dije—, pero la verdad es que el señor Lacacheur se presta a que cualquiera teja en su derredor teorías románticas, ¿no le parece? ¡Tan elegante y misterioso! ¡Tan callado! Por lo demás, presumo que por lo menos tiene ella cincuenta años.
—De cualquier modo, señor Muir, los líos subsisten. Recordará que el verano pasado Crowe tuvo que pasar dos noches en vela por culpa de esa mujer.
—Sí, lo que sucede es que todavía no está madura para ir a una casa de orates. ¿Quiénes más han venido?
—Sir Enrique Mac Queen...
—¡Dios mío! ¿Y los "chicos" también?
—Sí. Es una lástima. Hemos resuelto no admitirlos el año que viene. Su presencia molesta a los demás y después de todo ellos se sentirían mucho más felices en Gleneagles. Además, el canónigo Fish y su mujer han de llegar el lunes. Espero que todo saldrá bien, pues nos sería muy molesto tener que rechazarlos. Constituiría un golpe doloroso para la señorita. Por cierto que, poco después de partir usted el año pasado, el canónigo y el señor Fanshawe tuvieron una terrible discusión.
—¿Sobre teología?
—Transubstanciación y demás... Como es natural, yo, por presbiteriana, tenía que estar de acuerdo con el señor Fanshawe, aunque no dejo de reconocer que no tenía necesidad de decir algunas cosas que resultaban verdaderas blasfemias. Mi tía Elena se enfadó muchísimo, y esa extraña y sensible criatura, la señora de Fish, tuvo un ataque de nervios. ¡Pobrecita! En cuanto a los demás, gozaron intensamente con el espectáculo.
—¿Y la señora de Bradford?
—Vino hace un mes con su servidumbre, es decir, con el chófer y la sirvienta. No ha salido de su cuarto en toda la semana. Crowe me ha dicho que siente dolores en la espalda; naturalmente eso no hay ni que mencionarlo. La señora de Bradford no está enferma nunca, aunque lo esté. Este año ha cumplido los ochenta.
—¿Y vendrá más adelante su sobrina?
—La señorita Coppock llegará cuando finalicen los cursos de la escuela de Torquay. ¡Pobre Sofía! Le diré, entre nosotros, señor Muir, que en aquel colegio abusan de ella. Por cierto que al hablar de Sofía me acuerdo de que, aunque no pensaba molestarlo a usted esta noche, nos hallamos ante una situación harto difícil con la llegada de los nuevos huéspedes.
—¡Nuevos huéspedes!
La noticia me sorprendió sobremanera, pues hacía muchos años que la señora de Soutar no aceptaba a ningún nuevo cliente sin efectuar antes una minuciosísima investigación. Si alguno de mis lectores concibió la idea de que le sería fácil visitar Coquet Hall y alojarse allí como en cualquier otro hotel, se equivoca de medio a medio. La señora de Soutar jamás procedía así, por entender que la presencia de un extraño podía molestar a sus otros clientes.
—Bueno, en realidad no son totalmente desconocidos. ¡Pobre Sofía, siempre tan bien intencionada! Siempre nos manda sus amistades y relaciones... Primero su tía, luego el canónigo y ahora el matrimonio Warburton. En realidad la señora de Warburton se llamaba de soltera Langdon-Miles.
—¿Cómo? ¿Es la misma mujer de Torquay?
—No, es su hermana mayor. La que usted dice acaba de morir repentinamente.
—¡Qué golpe para la señorita Coppock! —exclamé—. Toda su vida giraba en torno a la señorita Langdon-Miles.
—Sí, esto le causará gran pena, pese a que en el colegio de Torquay todos abusaron siempre de Sofía, como decía muy bien su tía Berta. Se afirmaba también que el colegio perdía prestigio a causa del snobismo de la señorita Langdon-Miles. Claro que Sofía jamás permitiría que se dijera tal cosa en su presencia...
—¿Y el matrimonio Warburton? Por supuesto, habrá postergado su visita al Coquet Hall.
—Nada de eso, señor Muir, ahí está lo grave. La señorita Langdon-Miles murió repentinamente el martes por la tarde. Estamos a jueves..., mejor dicho a viernes —dijo la señorita Amata mirando el reloj—. Y hasta ahora parece que ignoran lo ocurrido. Tal vez lo hayan leído en The Times... ¡Vaya manera de recibir una noticia semejante! Pero si lo supieran, sin duda se hubieran comunicado con nosotros para anular su pedido de habitaciones. Es una enojosa complicación; Sofía les ha telegrafiado aquí, mas como están haciendo un viaje de placer, sin prisa alguna, no sabemos dónde puedan hallarse. No lo sabemos nosotros y, al parecer, no lo sabe nadie.
—Es sin duda lamentable, señorita Amata; pero usted no tiene por qué afligirse. Nada puede hacer y probablemente ya lo habrán leído en los diarios.
—En tal caso, insisto en que se habrían puesto en comunicación con nosotros.
—No sé qué decirle. Hace tiempo que me enteré, por medio de la señorita Coppock, de que la familia Langdon-Miles estaba constituida por gentes muy raras. A lo mejor la señora de Warburton no quiere que la muerte de su hermana estropee su luna de miel.
Esto pareció escandalizar a la señorita Amata.
—Pero yo no puedo con mi genio, señor Muir. Ese telegrama está sobre la mesa hace casi cuarenta y ocho horas y no sabemos qué hacer. No esperamos al matrimonio Warburton antes del sábado por la tarde y mientras tanto..., en fin, perdóneme por darle la lata a estas horas. Me retiraré con su permiso. Buenas noches. Su cuarto es el de siempre, el verde y oro... Crowe se ocupará de todos los detalles. Buenas noches, señor Muir.
—Buenas noches, señorita Amata.
Placenteramente me dejé caer en una butaca de cuero de color castaño. ¡Qué tranquila parecía la casa en ese instante! Mientras conversábamos di buena cuenta del jerez y los emparedados. Después inicié el ataque contra el ponche. Tras el viaje a través del viento frío, el jerez provocó en mí una especie de sopor; apenas lograba mantener los ojos abiertos, y repantigado en el sillón, a pesar mío no podía dejar de contemplar a los desvergonzados chicuelos y a las diosas opulentas pintados en el techo. Estas pinturas entusiasmaban al señor Lacacheur. Pensé que si no me acostaba rápidamente me quedaría dormido en la butaca, por lo que crucé la sala sumida en tenue penumbra y comencé a subir. En lo alto de la escalera encontré a Crowe, sombría, pálida, trágico el mirar. Su delantal almidonado y las cintas de su tocado se destacaban en aquella semioscuridad con extraña blancura. La sirvienta había recogido la pesada cortina y contemplaba la noche oscura a través del ventanal. Se había levantado viento y la lluvia chocaba contra los cristales. Era evidente que no podía haber oído mis pasos amortiguados por la mullida alfombra que cubría la escalera, por lo que, al darle las buenas noches, se sobresaltó y dio un grito ahogado; soltó precipitadamente el cortinón.
—¡Oh señor Muir! Discúlpeme usted, pero me he asustado tanto... ¿Puedo servir en algo al señor?
—En nada, Crowe, muchas gracias. Se acuesta usted muy tarde.
—Siempre es así, señor, no puedo dormir... No puedo dormir. ¡Buenas noches!
Y bruscamente desapareció de mi vista, por alguna de las puertas disimuladas en los paneles de madera de la pared.
Pasé primero frente a las habitaciones de la señora de Bradford y luego frente a la de Marcos. ¡Pobre Marcos! Estaba en uno de sus terribles accesos de tos. Finalmente llegué a mi pequeña habitación —que tiene un cuarto de baño contiguo— situada en el ángulo sudeste de la casa. Como me lo había prometido la señorita Amata, me aguardaba un alegre fuego en la chimenea. Crowe había ordenado mis ropas. Me desnudé y, descorriendo las lujosas cortinas de brocado verde, entorné los postigos. Hacia el mar, la lluvia caía a torrentes. La noche era oscura como boca de lobo y advertí que allá a lo lejos, a la derecha, una luz se balanceaba apareciendo y desapareciendo como un fuego fatuo. Sin duda era mi ciclista que regresaba hacia la casa. Resultaba inexplicable que cualquier persona, en su sano juicio, recorriera en bicicleta el sendero solitario en una noche como aquélla. La luz desapareció un instante y volvió a aparecer. Se encendió... se apagó... se encendió... se apagó... tres, cuatro, cinco veces con rapidez, cual si fuera accionada por un interruptor o como si la cubrieran y descubrieran con un sombrero. Debido a la lluvia y a las tinieblas reinantes no pude precisar bien, pero deduje que debía de estar a un kilómetro y medio de distancia, aproximadamente a la altura de los tres fresnos.
De pronto mi rostro quedó pegado al cristal y me faltó la respiración: lejos, muy lejos, a kilómetros de kilómetros (más tarde calculé que debía de ser en la gran ruta del Norte, más allá de Alnwick), aparecieron dos faros que semejaban por la distancia sólo dos chispas. Y también se encendieron y apagaron cinco veces. Miré mi reloj y vi que eran exactamente las tres de la mañana.
A pesar del ponche y de mi sueño permanecí despierto durante largo rato. A través de las espesas paredes se escuchaba débilmente la tos del pobre Marcos. Tosía y tosía y, tras largo silencio, volvía a toser.
Con el cielo gris de una gris madrugada, cuando ya se recortaba en la lejanía la silueta de la Grey Cushat Law, logré conciliar el anhelado sueño.