Casa

Nos descubre el oído ciertas cosas

que los otros sentidos no perciben…

El problema está en la contumacia

con la que los enfermos, quejicosos,

nos manifiestan voluntariosamente,

nos confiesan sus pecados secretos,

inmunes al espanto que sienten los de fuera.

La pintora que se abrasó las manos

tras de intentar asesinar a su hijo

pregunta: “¿Es que nadie en Northampton

va a pasar el invierno al Continente?”

El alcohólico arrepentido se sonríe:

“Le estoy muy agradecido, Profesor,

por salvarme la vida descubriéndome

qué crimen vergonzoso es ser homosexual.”

Jamás yo hice tal cosa. Un botiquín soy sólo

abarrotado de cloropromacina, inmóvil

en las sillas de cojines a cuadros

en las que nos posamos, como aves emigrantes.

“Severa depresión, drástica cura…”

La recaída pudiera

ser más frecuente de lo deseable.

Que el estado perpetuo de la felicidad

es, en sí mismo, erróneo, cuesta reconocerlo.

Las tazas y los platos llevan grabado el nombre

del hospital, en el diario fregado,

se rompen a menudo. Tanto en la hospedería

como en el depósito de cadáveres

del Museo Nacional, nuestros míseros huesos

y vajillas disfrutan la fortuna

de acabar hechos trizas y ser embalsamados

entre la eternidad y los tiranos,

sus picudas narices irritadas del roce.

¡Con cuánta rapidez pasan los hospitales

con rejas y museos! Pero el traslado último,

con qué gran parsimonia se lo toman.

Nosotros no lo hacemos.

Desde que nuestra inquebrantable

madre naturaleza se nos muestra

intransigente en todo, envidiamos la suerte

de las piezas de museo que pueden

ser restauradas o desfiguradas

sin padecer de pánico ni sentirse ofendidas.

Puede que tú, en horas de visita,

sientas mi enfermedad como una deserción…

El Dr. Berners vuelve a felicitarte:

“Robert es un huésped modelo y en Northampton

será bien recibido, si regresa;

le sienta bien el sitio y él es fuerte.”

Cuando tú impresionada te vuelves hacia Londres,

yo me quedo en la parte equivocada

de las dos que el tren traza… Es una asunto

de mi fragilidad y nuestras deficiencias.

Si él estando con ella ha enloquecido,

no puede el pobre hombre haber sido feliz…

Ver mucho y padecerlo, pero con una capa

menos de piel que le proteja…, es mucho.

* * *

Las inmóviles sillas (fijas al pavimento)

han devorado a todos los pacientes

y hablan con elocuencia del vacío.

Junto a las sillas, intocado, sigue

el periódico de hoy: 10 de enero, 1976.

No soy capaz ni de seguir de pie ni de sentarme

dos minutos seguidos, prefiero andar…

Me imagino un coloquio entre el diablo y yo

sin que sepamos (y lo peor es esto)

quién de nosotros representa a quién,

cuando se dice, con la misma rutina que empleamos

al recitar mecánico de las Ave María,

me gustaría, ya, poder morirme.

Con vehemencia menor a la que nunca tuve,

deseo no estar vivo dentro de seis meses…

1976, una fecha

que no estoy decidido a grabar en mi tumba.

Echo en falta a la Reina de los Cielos…

Estamos divorciados.

Ella nunca dudó de que mi alma,

golpeada y dividida, pudiese a ella (¡María!)

llamarla por su nombre y que, así mismo,

con sólo una palabra, yo pudiera

librarme de la fuerza del demonio.