Muerte de crítico

I

Tediosos, antipáticos y a punto de extinguirse

veía yo a los viejos…

El preferido blanco de mis burlas,

hasta que el tiempo, que lo cura todo,

me hizo como a ellos.

En la vieja New York convencidos decíamos

“Si la vida pudiese escribir algo

escribiría lo mismo que nosotros.”

Ahora hemos perdido aquellas energías,

como si fuésemos mecheros desechables,

en los que el resplandor de cilindro traslúcido

mengua su rojo vivo…

Reina de las ciudades, estrella matutina.

Todavía aquel tiempo arde dentro de mí.

El sendero se limpia cada año

y se hace necesario cada año volver a desbrozarlo,

De año en año lo estrechan los arbustos…

La naturaleza colabora con nosotros,

pero nosotros ya no deseamos

colaborar con ella.

II

La pantalla verde-mar de la tele

es deseada y amada más que lo es

ningún humano rostro…

En la isla de mi cuarto

puedo hablar mejor conmigo mismo.

Convalezco.

No puedo disfrutar polemizando

con mis viejos estudiantes…

Apoyado en los brazos de mi butaca

he cruzado un tablero

para poder, a máquina, despachar mi correo,

pues mis cartas se abrasan

por miedo a mis microbios.

Como las golondrinas, los discípulos

venían de Brasil, o de Londres por aire

en forma de reseñas.

En las noches insomnes, cuando entretiene

mi tragedia a los pájaros del alba

que no quieren marcharse, me pregunto

dónde estarán sus no anunciadas caras familiares

que no podría yo reconocer ahora.

Los estudiantes,

cuyo entusiasmo, ardiendo, penetraba

en lo que era transitorio, se han graduado e ido

como si nunca hubiesen existido.

Carece de sentido que yo desee que ellos

regresen a la vida, sólo iban a tener

el entusiasmo loco de un fantasma

sin reconocimiento ni ganancias,

sin trabajo.

Ahora, cuando mi cuerpo es tres partes de hielo,

contemplo el resplandor rosado de la estufa…

En los momentos cálidos me imagino

qué hermoso fue el verano

que convirtió a Long Island en un trópico.

Desde los noventa hasta Nixon,

idéntica muchacha, el mismo busto

tan voluntariamente liso todavía.

Sobre mi pantalla, su mezquino patrono

me la ofrece una noche tras de otra

como si se tratase de su hija.

¿Fue su pánico acaso lo que me hizo infalible?

¿O fue mi integridad el único criterio

para yo condenar todas aquellas cosas?

¿Gesualdo, el músico Gesualdo,

asesinó a su esposa

para heredar su voz de ruiseñor?

Sobrevive mi crítica a sus víctimas,

que tienen su sepulcro en la Little Magazines,

la que nos ensalzaba, simultáneamente

a la barracuda y a sus presas.

Mis virginales reseñas eran en su momento

el equivalente verbal de los asesinatos,

ahora son un montón pequeñito,

compacto, tan viejo como yo.

Ellas se desintegran amarillas

y sus rígidas páginas

se hacen añicos como las hojas secas,

escapando del árbol que les diera la vida.

Detrás de esas fachadas de celdilla

que tiene Nueva York,

revestidas de vidrios desdeñosos,

me empequeñezco… No soy ya dinamita.

Me deseo una muerte natural y espontánea,

sin dientes por el suelo, sin sangre alrededor…

No es la muerte lo que temo,

sino al indefinido dolor interminable.