29
Vladawen se impulsó por encima del maremagno de espadas que se clavaban despedazando la carne, hasta alcanzar otro estrato de la batalla compuesto principalmente, en ese instante, por llamaradas chisporroteantes de fuerza mística. Las runas se agolpaban junto a escudos flotantes luminosos que los lanzadores de conjuros habían creado para protegerse de los ataques de sus homólogos, apostados en salientes o, en otros casos, simplemente flotando en el aire. El elfo sospechaba que tendría serios problemas si alguno de los hechiceros o clérigos drendali decidía atacarlo, pero no tenía otra opción que no fuera la de continuar ascendiendo. Afortunadamente, estaban todos demasiado ocupados en batirse en duelo unos con otros o en hacer caer desastres sobre los guerreros enemigos como para prestarle demasiada atención.
Entonces echó un vistazo sobre la boca del túnel con toda la sutileza que pudo. Sin embargo, eso no importó demasiado, y una afilada punta de lanza, acompañada de la confusión propia de una de las trampas favoritas de los drendali, saltó hacia él. Vladawen apartó la cabeza a un lado, y el afilado acero rebanó su perfil, haciéndole un profundo tajo en la mejilla y la oreja. Le dolió bastante, pero habría sido peor si la cabeza de lanza se hubiera clavado en el cráneo, perforando su cerebro.
Vladawen trató de mantenerse agarrado al borde del precipicio con una sola mano, y mientras utilizó la otra para agarrar la lanza y tirar de ella. La acción impulsó la forma indistinguible de un centinela hasta que el elfo oscuro soltó el mango y blandió su alfanjón. Vladawen trató de apresarlo y echó mano a lo que debía ser un cinturón o una correa. Un segundo tirón bastó para impulsar al drendali hacia el vacío.
Durante un instante, a Vladawen se le enredaron los dedos en el recio cuero, y pensó que el peso muerto de la caída libre de su enemigo iba a arrastrarlo consigo. Entonces logró liberar la mano. Mientras, velozmente, alcanzó a asegurar su endeble asidero en la escarpada roca. En ese momento pensó que bien podría haber hecho caer al guardia que había cubierto la retirada drendali sobre Lillatu, pero se esforzó en no visualizar aquella escena.
En lugar de ello, Vladawen se lanzó hacia el interior del pasillo, que no era tan estrecho como podía haber supuesto, al menos no aquí en el inicio. Dos elfos u hombres podrían mantenerse erguidos y caminar en columna de a dos por aquel paso. Para su alivio, no había ningún segundo centinela esperando para acabar con él.
En consecuencia, y aunque deseaba salir corriendo frenéticamente, se obligó a tomar aliento, evaluar la situación y pensar un poco. De su herida manaba sangre de forma continua, pero no profusa. Supuso que no le daría problemas durante al menos un rato. También se percató de que ya no tendría a su lado compañeros entre los que poderse confundir, y que tampoco debía preocuparse por desviar los ataques enemigos que fueran en dirección a Lillatu. Aun así, todo aquello probablemente sería inútil: incluso la ilusión del Maestro Glayroc no había engañado antes a Hareel. A pesar de todo, Vladawen se tomó su tiempo para hacer un último y extenso gesto sagrado, invocar lo poco que aún poseía y asumir el rostro de un drendali antes de reanudar su avance.
Tras un giro o dos, pudo escuchar un leve susurrar que sugería la presencia de un gran número de personas agrupadas. Más adelante, unos guerreros bloqueaban el camino, con las señales violetas de su frente refulgiendo. Tras ellos y por encima también, brillaba un resplandor que, para un observador que lo mirase directamente, podría ser deslumbrante: el refulgir amarillento de la lava.
Al comprobarlo, el elfo sintió como su corazón era atravesado por un cuchillo. Hareel tenía razón. Era un estúpido y lo había echado todo a perder: ella y las hojas habían alcanzado la grieta antes que él.
¿Entonces por qué no volver simplemente a adoptar su verdadera forma y embestir? ¿Sólo para comprobar a cuántos miembros más de esa familia cavernícola podía matar antes de que ésta acabase a su vez con él?
Cerró los ojos, tomó un profundo y largo aliento y acalló aquel impulso, aunque no podía saber exactamente por qué lo hacía. Con la sangre húmeda cubriendo su mejilla, su mandíbula, su cuello y sus hombros, correteó hacia delante como un guerrero herido que huyera de un conflicto, en contraposición al plan de un furioso enloquecido enamorado de la muerte. Quizá, de esta forma, al menos podría llegar a estar a una espada de distancia de Hareel, antes de comenzar a dar muerte a sus enemigos. Tampoco sabía por qué iba a ser eso importante. No la odiaba ni la culpaba por lo que había hecho. Ni siquiera sabía aún qué sentir por ella. Aunque, de todas formas, seguía queriendo matarla.
Los guerreros que ocupaban la entrada se apartaron, permitiéndole acceder a la cornisa que se abría sobre el abismo. Una sacerdotisa con varios tatuajes susurró una plegaria sanadora y tocó el rostro del recién llegado. Vladawen sintió una tensión algo desagradable cuando los bordes de su herida se fusionaron al cerrarse, cortando la hemorragia. La clérigo le dio una palmadita de camaradería en el hombro.
Entonces Vladawen echó un vistazo a su alrededor. Las cosas eran distintas a lo que aparentaban, y solo un drendali se encargaba de perpetrar el rito de destrucción. La zona estaba atestada y apestaba a sudor, a cuero y a la piedra fundida de las profundidades, y Vladawen (que durante la Guerra Divina había compartido junto a sus camaradas soldados victorias y derrotas, entusiasmo y decisión, terror y desesperación) inmediatamente pudo percibir el humor de sus compañeros en la cámara. No estaban aquí recluidos y acobardados, rezando porque los coletazos de la batalla no llegaran a afectarlos. Estaban reuniendo fuerzas y valor para volver a lanzarse a la refriega. Pero, ¿por qué? Si aún deseaban luchar, ¿por qué entonces se habían retirado antes?
El misterio se resolvió en cuanto escuchó el canto suave y pudo vislumbrar el extremo opuesto de la cornisa. Allí, Hareel y un trío de adeptos con la misma cantidad de tatuajes se balanceaban ostensiblemente, al parecer inmersos en un trance, mientras acariciaban la pareja de armas elegantemente decoradas, con los engarces de piedras azules en las empuñaduras. Besaban y lamían las hojas y las frotaban contra sus cuerpos como si estuviesen haciendo el amor con ellas.
Era muy diferente de los majestuosos rituales que Vladawen había obrado tiempo atrás en su templo, pero podía averiguar qué era lo que esta raza de piel oscura tramaba. Desesperada, Hareel (estaba seguro de que debía haber sido ella) había decidido extraer ella misma la magia de las armas, y luego utilizarla para exterminar a Thain y al resto de los enanos y vigilantes. Los restantes drendali debían proteger a los lanzadores de conjuros hasta el momento en que los demás completaran sus rituales.
¿Pero era factible el plan de Hareel? Vladawen no estaba seguro. Todo lo que sabía era que se hallaba ante la última oportunidad de recuperar sus posesiones, antes de que ella tuviera éxito o decidiera que era incapaz de obtener su magia y ordenara arrojarlas al abismo. Su corazón palpitaba desbocado, y mientras trataba de aparentar no ser demasiado hostil ni demasiado vehemente, se abrió paso entre la multitud.
Apenas logró avanzar unos pasos antes que alguien chillara.
—¡El matatitanes está aquí! —El elfo de Termana giró su cabeza en dirección a la voz, y sintió como su mágico disfraz se disolvía, sin duda arrancado por el mismo mago que había visto el engaño.
Los elfos oscuros se abalanzaron sobre él. En distancias tan cortas, las únicas armas que podían ser de utilidad eran su puñal y su fuerza sobrenatural, de modo que arremetió con ellas tan salvajemente como pudo. No fue suficiente. Por cada par de manos que apartaba, aparecían otras nuevas dispuestas a agarrarlo y aporrearlo, y todas se esforzaban incansables por empujarlo hacia el borde de la grieta.
Eso fue hasta que Hareel chilló.
—¡Deteneos! Abrid espacio. Dejádmelo a mí.
Tal era la imponencia de su personalidad y la reputación entre su pueblo que, aún refunfuñando y reticentes en algunos casos, los demás drendali obedecieron, dejando a Vladawen rodeado por sus enemigos agrupados a un lado, mientras que al otro se abría el abismo. La hechicera fue en su busca.
Las heridas de las flechas habían salpicado su pecho de una sangre que, como su vestido, no era lo suficientemente gruesa como para ocultar la luz de sus tatuajes. Ella, o alguien más, había arrancado las cabezas de las flechas, inflingiendo un daño adicional, mientras que ningún sanador había hecho cicatrizar aún sus heridas. Aun así seguía moviéndose como una bailarina, o puede que en realidad fuera más parecida a un maestro de esgrima, ya que llevaba el estoque de plata en la mano, lista para utilizarlo.
Sólo el estoque: había dejado atrás su arma hermana para que sus compañeros místicos continuasen investigándola. Quizá era eso a lo que se había referido Belsamez al decretar que Vladawen recuperaría una de las armas únicamente. La "recuperaría" cuando Hareel le atravesase con ella las tripas.
En realidad parecía que eso iba a ser lo más probable. Dejando su poderosa magia a un lado, la hoja divina era increíblemente afilada. Poseía encantamientos que otorgaban a su portador mayor rapidez y destreza, y esas virtudes las podía aprovechar cualquiera. Sin duda Hareel parecía propensa a utilizarlas en su favor. Era difícil imaginar un oponente más letal.
—Se me ocurre una cosa —dijo ella—. Si te mato con esta espada, ella sabrá que has muerto, y aceptará el gobierno de un nuevo maestro, o maestra, como será el caso. Rendirá sus secretos de inmediato, a tiempo para que los drendali acaben con Thain, Umar, y los demás traidores. Y tú, mi querido primo, habrás resultado ser, después de todo, un benefactor para los de tu raza.
—Es una idea interesante. —Vladawen alcanzó la empuñadura de su propio estoque, y ella embistió.
Suponía que al comienzo del duelo, antes incluso de que empuñara su espada, ella iba a realizar un ataque rápido y directo, potencialmente sorprendente. Sin ceder terreno, Vladawen esquivó con el puñal basándose en aquella suposición. La hoja corta logró repeler la estocada, y al no haberse retirado hacia atrás, estaba ahora a la distancia justa para tratar de acuchillar el antebrazo de su enemiga. Logró alcanzarlo, pero solo para inflingirle un leve rasguño, que le recordaba al poco éxito que había obtenido al tratar de clavar su hoja en el gólem. Alguna clase de hechizo o de tatuaje endurecía su piel.
Como si estuvieran practicando el esgrima con afiladas armas luminosas por simple diversión, ella le sonrió y recuperó la posición. Entonces Vladawen desenvainó su espada y apuntó al rostro de Hareel. El filo no la cortaría demasiado. Aunque no tuviera armadura, aquella hoja no estaba ideada para eso. Pero quizá, si lograba propulsarla con todo su peso y su fuerza, ese impulso lograse aturdiría.
La elfa oscura cayó hasta ponerse de cuclillas y el golpe pasó zumbando sobre su cabeza. La tensión que ahora soportaban sus piernas flexionadas le permitió impulsarse hacia delante como una flecha propulsada por un arco, lo que levantó un jadeó de ánimo entre los espectadores.
Vladawen retrocedió de un salto y ondeó bajo su estoque para eludir el golpe. La espada encantada serpenteó por encima de su arma, evitando el contacto y haciendo inútil el movimiento defensivo, y continuando el mortal ataque. Vladawen se retiró, sintiendo a los espectadores que se agrupaban tras él. Supo que no iba a poder retroceder una tercera vez, y fintó con su espada en un bloqueo lateral. El acero chirrió contra la plata, y la afilada punta del arma de Vladawen se clavó de forma inocente por encima de la cintura de Hareel. El de Termana replicó con una estocada hacia sus rodillas; ella apartó la pierna y contraatacó, y durante un instante, intercambiaron una rápida secuencia metálica de ataques y defensas. Finalmente ella consideró que debía retroceder un tanto, y Vladawen la dejó ir. Necesitaba tanto como ella ese momento para aclarar su mente, para desprenderse de la tensión acumulada y mantener ese paradójico estado de intensidad relajada que requería un duelista.
Cuando estuvieron listos, comenzaron a batirse en círculo, tanto como permitía su atestado escenario, fintando, tanteándose, de un modo tal que un inocente observador podría haber pensado que estaban menos ávidos de darse muerte de lo que había parecido un momento antes. Por supuesto, estaría equivocado. Tan pronto como cualquiera de ellos viera una oportunidad, se lanzarían sin dudarlo, y de forma absolutamente letal.
Entretanto, Vladawen se esforzaba por calcular las ventajas de las que disponía la hechicera, e intentaba analizar las suyas propias. Su indiferencia ante las heridas que ya le habían sido inflingidas demostraba que para matarla sería necesario causarle grandes daños, asumiendo que eso fuera del todo posible. Tenía la piel endurecida, una espada mágica, tatuajes, y almacenaba algunos conjuros, si es que pudiera necesitar lanzarlos. En verdad, desconocía todos los trucos que iba a poder gastarle, y solo tenía la triste certeza de que dispondría de muchos. Él, entretanto, solo podría contrarrestarlos con su fuerza y aquella destreza y experiencia que había podido adquirir en la sala de entrenamientos y en el campo de batalla. Bueno, eso y el hecho de que estaba empleando dos hojas contra una.
Puede que fuera suficiente. De todas formas, era en cierto modo liberador darse cuenta de que en realidad no iba a importar. Incluso si acababa con ella, el resto de los drendalis caería sobre él un instante más tarde.
Vladawen abrió su guardia y expuso un cierto blanco, esperando que pensara que lo había hecho descuidadamente. Hareel saltó de inmediato y extendió su mano. Al instante él sacudió su estoque para cortar el ataque como hubiera hecho cualquier espadachín que se hubiera dado cuenta de su vulnerabilidad, y la elfa oscura hundió la hoja bajo su mano y la balanceó en lo que él esperaba que fuera el verdadero ataque definitivo.
Vladawen bajó la espada con brusquedad, atrapando el estoque justo donde el grueso de su hoja alcanzaba la guardia cruzada, no simplemente desviando el arma divina, sino enganchándola y apresándola. Entonces giró, mientras lanzaba el puñal hacia su corazón, tratando de asestar un segundo pinchazo en su pecho.
En ese instante algo se clavó en el brazo con el que sostenía su espada. Un dolor punzante hizo temblar todo su cuerpo, incluyendo la mano con la que empuñaba el puñal, haciendo disminuir en cierta medida la velocidad y la fuerza del ataque. Hareel, doblándose ágilmente por la cintura, agarró la muñeca con su mano desarmada.
Entonces Vladawen descubrió que ella poseía también una fuerza sobrenatural, la suficiente para retener el puñal. Notaba como su agarre parecía paralizarlo, y al mismo tiempo se percataba de que, desarmado, estaba completamente a su merced. El escalofrío que recorría su muñeca contrastaba con el feroz dolor punzante que sentía en la otra mano. Ambas heridas consumían de igual forma su fuerza. La cabeza le daba vueltas, sentía las piernas entumecidas y veía como las rodillas se le doblaban. Parecía que sus cálculos habían sido completamente erróneos.
Hareel parecía estudiarlo con verdadera lástima, o simplemente era una manera de mofarse de él. Lo aproximó para darle un beso.
Bramando, tratando de infundir algo de vitalidad en sus músculos, Vladawen lanzó la cabeza hacia delante para que se encontrase con la de Hareel, y sus cráneos chocaron. Desde su perspectiva, había sido tan doloroso como embestir contra una piedra de granito. No esperaba que a ella hubiera podido dolerle en absoluto, pero al menos habría servido para sobresaltarla, ya que liberó una fracción su gélida presa. Entonces él la hizo girar y la propulsó hacia delante, en dirección a la sima.
No tenía la fuerza suficiente ni estaba ejerciendo la palanca necesaria, y tampoco estaba lo bastante cerca como para poder lanzarla por el borde del acantilado, aunque estuviera dispuesto a caer con ella. Sin embargo, Hareel parecía no estar segura de eso, ya que luchaba frenéticamente para detener el movimiento. Eso le dio a Vladawen la oportunidad de liberarse y ensartarla con su estoque.
La elfa oscura frenó el golpe con la espada plateada, y mientras lo hacía Vladawen pudo ver cómo la fantasmal serpiente del antebrazo de ella se retorcía como la víbora de un alto gorgón que se alzara en el remiendo de su vientre. Estaba claro que aquella criatura había saltado de uno de los tatuajes para morderlo cuando había tenido atrapado el estoque plateado y había estado a punto de decidir la contienda a su favor.
Escapar de la presa de Hareel no hacía que dejara de sentirse mareado y febril en un instante, y congelado al siguiente. La verdad es que se sentía bastante enfermo. Y no podía ser de otro modo. El veneno de la serpiente-tatuaje debía correr por sus venas, y sospechaba que el brillo luminoso que la drendali mostraba en el otro brazo le había causado también alguna clase de daño grave.
Los observadores podían verlo desfallecer.
—¡Acaba con él! —chillaban—. ¡Acaba con él! —Hareel se deslizó hacia delante, colocando en posición el estoque divino.
Entonces atacó y Vladawen desvió la hoja, esquivando el golpe con un giro. Para su sorpresa, su finta y la réplica en la estocada alcanzaron a Hareel en el flanco, pero el ataque se perdió al rasgar el vestido y acertar en la piel que éste cubría sin llegar a clavarse entre sus costillas. La elfa oscura lanzó su respuesta y el clérigo se arrojó hacia su punto de envite, balanceó las caderas para atravesarlo y la embistió de cerca.
Probablemente era una locura, considerando lo que había descubierto que podían hacer la serpiente fantasma y el gélido toque de su mano desarmada. Pero era lo único que se le ocurría, y al menos aquel achuchón la había sorprendido. La serpiente aún le mordía, y ella lanzó los gélidos dedos contra su pecho, aunque Vladawen, a su vez, se las ingenió para ensartar el puñal justo en la herida abierta que Meerlah le había inflingido poco antes. Evidentemente, la hechicera había endurecido su piel justo hasta su antigua extensión.
Hareel se tambaleó. Vladawen soltó inmediatamente el puñal y el estoque, agarró con ambas manos la mano con la que ella sostenía la espada y se giró. Puede que eso también la cogiera por sorpresa, porque entonces titubeó en su agarre sobre el arma de plata, lo que él aprovechó para arrancársela de los dedos.
Había aferrado el arma por la hoja, e inocentemente solo se percató de que el filo le había rebanado la carne cuando vio brotar la sangre. Por desgracia, no había tenido tiempo de blandir adecuadamente el arma por el mango, ni tampoco de tratar de separarse de ella lo suficiente como para empuñarla correctamente, no con la serpiente fantasma lista para atacar y el toque de la glacial mano de la elfa oscura amenazándolo. Supuso que, para bien o para mal, había llegado el final.
Así que sencillamente decidió usar el arma a modo de puñal. Fue una estocada poco elegante, sin demasiado impulso, pero aquella afilada punta se coló entre las costillas de Hareel como nunca lo habría hecho la espada de acero. La drendali abrió mucho los ojos y él consideró que el arma debía haberle atravesado el corazón. Entonces, la elfa le concedió una sonrisa picara y cayó al suelo sin vida.
Vladawen sacó el estoque y lo empuñó apropiadamente. Aun enfermo como estaba, sentía una increíble comodidad blandiendo la espada en sus manos y concibió que, al menos en cierto modo, no había sido tan estúpido. Nadie había utilizado la magia de la hoja desde la última vez que él la poseyera. Aún dormía dentro de la plata, y si las cosas hubieran discurrido de otro modo, bien podrían servir ahora para desequilibrar la batalla en su favor allá en Darakeene.
Claro que, por supuesto, ni siquiera iba a poder usarlas para salvarse a sí mismo en aquel instante. Llevaba tiempo despertarla, y cuando el resto de las hordas guerreras drendali aullaron y se lanzaron contra él, estaba claro que no iba a disponer de ese beneficio.
O al menos eso parecía, hasta que el primero de sus aliados irrumpió desde el otro lado de la cornisa.
Arbomad y, sorprendentemente, Lillatu, iban al frente. Vladawen solo podía suponer que un sanador amigo la habría encontrado a tiempo para extirpar el veneno de su organismo. También parecía que Meerlah estaba con ellos, ya que el elfo abandonado pudo escucharla cantar.
Vladawen se dio cuenta de que, al igual que había ocurrido al comienzo de la batalla, su tarea había sido la de sobrevivir sin compañía hasta que algún aliado alcanzase su posición. Contrario a dejar que los drendali lo empujaran por el acantilado, se lanzó contra ellos y atacó como un loco. No estaba seguro de dónde sacó la fuerza. Puede que del estoque de plata, de la magia bárdica, o probablemente únicamente de su esperanza.
Acabó con algunos más de los de su raza, y entonces Lillatu y Arbomad irrumpieron en medio del caos para situarse junto a él.
—¡Por ahí! —gritó Vladawen señalando en una dirección—. ¡La otra arma!
Juntos se dispusieron a avanzar en aquel sentido. Por un momento todo pareció ir bien, pero entonces las piernas de Vladawen decidieron abandonarlo. Arbomad se colocó en cuclillas para examinar la inflamada mano con la que el elfo empuñaba la espada y sus múltiples mordeduras de serpiente; Lillatu, mientras, se mantenía en pie, protegiéndolos a ambos.
El mundo parecía girar, empeñado en empujar a Vladawen hacia el olvido, pero entonces, como un balancín, algo lo volvió a empujar a la conciencia. Se sentía mejor. En concreto, el brazo que empuñaba el estoque no estaba ya tan caliente, y supuso que algún alma caritativa lo había salvado, de nuevo, de morir envenenado. Para su sorpresa, todavía era Arbomad, y no Tambor u otro de los clérigos de runas, quien estaba inclinado junto a él. Puede que los vigilantes poseyeran habilidades que él no comprendía. Quién sabía, parecía que todo el mundo las tenía.
—¿Cómo estás? —gritó Arbomad.
—¡Ayúdame a levantarme! —contestó Vladawen. El de Vesh lo agarró del antebrazo y lo alzó hasta ponerlo en pie.
Ambos se abrieron paso combatiendo a distancias cortas, con un Vladawen enfermo que casi era incapaz de empuñar cualquier arma larga, incluido el propio estoque divino, de una forma eficaz. Lillatu percibió un hueco, o lo abrió a golpes, entre la masa de drendali que tenían al frente. Se lanzó por él, y Vladawen y Arbomad trataron de seguirla. Entonces una pareja de espadachines irrumpió en su camino, y cuando el vigilante y el clérigo hubieron acabado con ellos, el hueco ya se había cerrado.
Todo lo que Vladawen pudo hacer fue continuar abriéndose paso a golpes, luchando por cada palmo de terreno, hasta que, de repente, al alcance de su espada no había ya sino enanos. Parpadeando, no logró entender lo que ocurría hasta que se percató de que el ruido ambiente había cambiado. Los gritos de furia y dolor habían dado paso a vítores. El único sonido metálico de armas procedía de algunos aliados que hacían sonar sus espadas contra sus propios escudos.
Arbomad miró a su alrededor inmediatamente, buscando comprobar cómo le había ido a los que estaban bajo su mando, quién estaba intacto, quién herido, y quién había combatido su última pelea. Ya sin oposición, Vladawen acabó de caminar el trecho que lo separaba del borde del acantilado.
Meerlah, Lillatu, Umar y una pareja de enanos habían llegado a ese punto antes que él y habían dado muerte a los adeptos drendali. Empapada en sudor, y con el pelo bañado en el mismo líquido, la cantaconjuros cayó de rodillas sobre los cadáveres ensangrentados. Cuando se percató de la llegada de Vladawen, levantó la vista y agitó la cabeza.
—Lo siento —dijo—. Debieron de arrojar la daga en el último instante, o puede que simplemente la multitud la empujara abajo.
En ese momento le invadió la angustia, a la que siguió un cierto recelo. Meerlah había tenido escarceos como ladrona, y había comentado lo valiosas que debían ser esas hojas, y lo reacio que sería cualquiera a entregarlas. Y si...
Intuyendo claramente la dirección que estaban tomando los pensamientos del elfo, ella arqueó de forma encantadora una ceja y permaneció en pie, mostrándole una mejor vista. Durante el desarrollo de la pelea se había deshecho de su capa, la funda de su laúd, los bolsos de su cinto e incluso, una vez acabó con sus flechas, de su carcaj. Sencillamente no tenía ningún sitio en el que esconder el puñal, a menos que lo hubiera logrado a través de algún truco de magia.
Entonces Vladawen se dio cuenta de que no deseaba estar pensando eso. Le debía demasiado, y seguir en esa dirección no le iba a conducir a nada. Belsamez lo había maldecido para que recuperase una hoja, pero no la otra, y a pesar de su anterior enfado por no haberla derrotado al fin en uno de sus juegos, descubrió que sentía una cansada resignación.
—Tienes un aspecto espantoso —dijo Umar. El enano se sacó uno de sus guanteletes, agarró el brazo de Vladawen, y su mano encallecida se iluminó con un brilló blanquecino de poder sanador. El toqué apartó algo más la enfermedad del cuerpo del elfo, aunque no alivió su fatiga.
—Gracias —dijo—, ¿Estáis todos bien? —Así lo indicaron. Entonces, algo incómodo, centró su atención específicamente en Lillatu, y pensó las palabras más adecuadas para decirle. No brotaron demasiado rápido, y ni siquiera parecía considerarse capaz de dar con ellas. Finalmente, Lillatu se giró y se alejó caminando.