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Durante horas, el temor se hizo dueño de Vladawen hasta que, finalmente, se dio cuenta de que ya no tenía sentido dudar.

—La han atrapado.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Nindom, un hombrecillo enjuto y nervudo, con el tabique nasal desviado y un gusto vistiendo de lo más extravagante, que le hacía recordar a un puñal enfundado en su vaina.

—Necio —dijo Ópalo—, pues porque de no ser así ya habría vuelto ¿No crees? No es fácil colarse en la fortaleza de un mago curtido y, según cuentan todos, el Castillo Piedrarroja es prácticamente inexpugnable. —Fea y huesuda, Ópalo había sido la que menos problemas había tenido para hacerse pasar por una nativa de la zona. A pesar de la imponente presencia del castillo, se trataba de una región rural.

—Qué comentario más inteligente —dijo Nindom—. Me maravilla pensar lo útil que habría sido si lo hubieras compartido con nosotros hace unas horas, es decir, antes de que Lilly se perdiera en la noche.

Vladawen se asomó por el borde de su camastro de paja, descorrió el pestillo del pequeño ventanuco circular y echó un vistazo al exterior. El frío de la noche le hizo estremecerse. En otras circunstancias, después de haber estado respirando el aire viciado de su diminuto dormitorio, lo hubiera considerado un alivio. En cambio, al ver como los vigilantes se dirigían hacia la posada, ni siquiera se le pasó por la mente. Las linternas que portaban brillaban con un resplandor amarillento, marcando su avance a través de las oscuras y serpenteantes calles.

—Los vigilantes de la aldea vienen hacia aquí —dijo mientras agarraba su estoque y se pasaba el manto por encima de los hombros.

—¿Estás seguro de que vienen a por nosotros? —preguntó Ópalo mientras se escurría dentro del informe vestido que hacía pasar por encima de sus enaguas.

—No —dijo Vladawen mientras se colocaba el resto de sus armas—. Pero será demasiado tarde si esperamos a estar seguros. Además, sabemos que antes o después alguien acabará viniendo.

—¿Lucharemos entonces? —inquirió Nindom.

Vladawen estudió con curiosidad al hombrecillo.

—¿Y qué ganaríamos haciéndolo?

El guerrero se encogió de hombros.

—¿La muerte de unos cuantos infieles más? No debería ser demasiado complicado, creo, si son solo unos vigilantes. Tú eres el Matatitanes.

—Eso fue ya hace mucho tiempo, y Sendrian será muy posiblemente el mago más poderoso de todo Darakeene. Debe serlo para haber logrado lo que hizo. —Vladawen se volvió hacia Ópalo buscando su aprobación.

—Sí —dijo ella medio a regañadientes—. No desearíamos estar aquí si es que viene a por nosotros. Pero desde que hemos cruzado la frontera no hemos hecho más que fingir y andar a hurtadillas.

Vladawen cambió el tono de su voz, empleando uno más apropiado para un sumo sacerdote, que rezumaba sabiduría y serenidad:

—Querrías combatir. Lo entiendo. Pero El Que Permanece desea que sirvamos a la causa, no que desperdiciemos nuestras vidas. —Eso pareció convencerles.

Mientras se colocaba una capa ligera de verano sobre los hombros, el clérigo consideraba maravillado la cruda fiereza de los nativos de Wexland. No se trataba únicamente de estos dos, ocurría con todos. Combatían en pro de una deidad de la que hace solo un año ni siquiera habían oído hablar, y que aún debía obrar algún milagro en su favor. Superados en números de ocho contra uno, soportaban una amarga derrota tras otra. Aun así, ninguno conferenciaba o se rendía. Cada revés hacía que aquel asediado pueblo se volviera más decidido, más ávido de derramar la sangre enemiga. Vladawen era incapaz de entenderlo, pero no pasaba un día sin que agradeciera que fuera así.

Se anudó su cinta de tejido de plata alrededor de la cabeza. Nadie se había preguntado nunca por qué la llevaba. Parecía como si quisiera apartarse su larga melena de la cara pero en realidad servía para algo muy distinto.

En las nueve provincias de Darakeene que ocupaban las tierras occidentales del continente de Ghelspad, los elfos comunes, con sus orejas puntiagudas y figuras larguiruchas, no eran algo excepcional. En cambio, no ocurría lo mismo con los elfos abandonados de la distante Termana. Por lo que sabía Vladawen, bien podía ser el único espécimen de su raza maldita en este continente. Le delataban esos ojos tan especiales, completamente negros excepto por los anillos plateados de sus iris. Esto no hacía sino más admirable el fervor de los habitantes de Wexland, ya que ahora combatían contra las otras ocho provincias en nombre del olvidado título de la deidad de Termana, aquella que simplemente era conocida como El Que Permanece. Este dios había muerto, tiempo atrás, durante las Guerras Divinas, y Vladawen estaba dispuesto a revivirlo tanto a él como a su fe. Pero ahora no pisaba tierras de Wexland y debía disfrazarse para pasar desapercibido entre sus enemigos. De ahí la cinta mágica, que envolvía sus ojos con un encantamiento y lo hacía parecer uno más.

El elfo miró furtivamente a su alrededor.

—¿Listos?

—Te esperábamos —dijo Nindom mientras se ajustaba los dobleces de su manto. La prenda le ayudaba a disimular el hecho de que, para alguien que trataba de pasar por un cortesano común, este hombrecillo iba demasiado bien armado.

Los tres compañeros descendieron escaleras abajo. Los escalones, algo destartalados, crujieron repetidamente, pero sin despertar a ninguno de los individuos que, roncando, se apretujaban en aquella estancia común. Sin duda bastantes de ellos tenían el estómago bien lleno de cerveza.

Guiado por la mortecina luz rojiza de la chimenea, Vladawen caminó con cuidado sorteando a los durmientes. Algunos yacían tumbados sobre los bancos y los tableros de las mesas, otros sencillamente se repartían por el suelo. A juzgar por el fuerte olor que reinaba en la sala, muchos de ellos necesitaban un buen baño. Estuvo a punto de apartar la nariz de aquellos sucios humanos antes de recordar que, tras las Guerras Divinas, él mismo había estado vagando durante un siglo y medio en un templo en ruinas, de modo que su higiene personal tampoco era ciertamente impecable.

Alcanzó a desatrancar la puerta, y justo entonces alguien la aporreó desde el otro lado.

Vladawen se dio media vuelta y volvió a toda prisa tras sus pasos, en esta ocasión sin tener especial cuidado en pisar o patear a algunos de los durmientes. Afortunadamente, Ópalo había explorado el lugar el día que llegaron, y el elfo sabía que la posada tenía una salida trasera.

El posadero, en camisón, gorro y zapatillas, salió a toda prisa de la puerta que daba acceso a sus aposentos personales. Nindom le lanzó un puñal. Su hoja se clavó en la carpintería a un palmo de la cabeza del hombre, que se quedó inmóvil, sin mostrar más interés por responder a la llamada de quien aguardaba en la puerta.

Entonces empezaron a escucharse chirridos en la madera. Vladawen miró hacia atrás. Empujada por unos puntos de luz azul celeste, la puerta se desatrancaba y descerrajaba sola, como si unos fantasmas la estuvieran abriendo.

El elfo lanzó a Ópalo una mirada inquisitiva. Ella agitó su cabeza, era incapaz de contrarrestar el conjuro. En realidad no podía culparla, él tampoco podía anularlo. Quizá en otro tiempo, cuando El Que Permanece era una fuerza viva de Termana. Actualmente, sus plegarias eran capaces de obrar apenas unos pocos milagros, y ninguno de ellos serviría para mantener la puerta cerrada.

De todas formas, pensó que no importaba. Él y sus camaradas aún podían escapar por la puerta trasera. Justo en ese momento, un hombre grueso de barba puntiaguda se levantó del suelo. Despertado por todo el alboroto, y probablemente tan borracho como cuando se acostara, el hombre echó atrás su brazo y lanzó un puñetazo. Marcó tanto el movimiento que cualquiera podría haber esquivado el golpe, pero solo en caso de estar mirando hacia aquel tipo. Ópalo lo hacía en la dirección equivocada. El golpe aterrizó en su oído y la tumbó, cayendo sobre un joven que dormía utilizando sus botas como almohada.

Rápidamente, Nindom saltó sobre el corpulento hombre clavándole un puñal o arreándole con la mano libre, Vladawen no pudo determinar exactamente qué había hecho. El guerrero entonces se apresuró a tratar de levantar a la aturdida Ópalo, que fácilmente podía pesar unos veinte kilos más que él. Entretanto, el muchacho sobre el que había caído se retorcía en el suelo.

Nindom era incapaz de levantar a Ópalo, pero Vladawen acabó de hacerlo, ayudándose en la prodigiosa fuerza que su dios le había concedido en los primeros días de las Guerras Divinas. Justo cuando corrió a ayudarla se abrió la puerta. Entonces empezaron a entrar vigilantes, todos perfectamente equipados con sus bandoleras, lanzas y espadas anchas. Ya no había demasiadas dudas de que debían ser ellos. Según se contaba, Sendrian tenía debilidad por todo aquello que fuera remotamente marcial. Incluso había llegado a pasar un mes justo en medio del fragor de la batalla, repeliendo al ejército de Wexland con su magia de combate.

Durante un instante, Vladawen se preguntó si serían capaces de abrirse paso entre los guardias. No fue así. Los vigilantes se dirigieron hacia ellos inmediatamente, al tiempo que el resto de individuos que ocupaban la estancia común se apresuraban a abrir espacio entre los agentes y su presa. Entretanto, el elfo deslizó su mano hacia el interior de su capa.

—¡Quedaos donde estáis! —bramó el capitán de la guardia, un tipo de aspecto agrio cuyo fajín hacía gala de su rango—. Han atrapado a vuestra amiga.

Vladawen sacó la mano y apretó el gatillo de su ballesta de miniatura. El dardo envenenado pasó por encima del hombro del capitán para perforar el mentón sin afeitar del mago que había detrás de él, quien para el elfo suponía una amenaza mucho mayor que cualquiera de los hombres armados. El mago entornó los ojos y se derrumbó.

Sin detenerse un instante, Vladawen agarró el largo látigo de trenza que colgaba de su cinto, al tiempo que Nindom se colocaba a toda prisa junto a él. El humano llevaba un alfanjón en cada mano, y esas brutales armas, como cuchillos de carnicero, desmentían su perfecto atuendo de caballero.

Los vigilantes arrojaron sus lanzas, pero el interior de la posada no era el mejor lugar para hacerlo con acierto. Nindom apartó una de ellas en el aire con la hoja que empuñaba en su mano derecha. Vladawen esquivó otra y atacó con el látigo. El arma sacudió las piernas del capitán, rompiéndolas. Vladawen se mostraba esperanzado. Al menos ese humano ya estaba tambaleándose.

El clérigo había tenido el tiempo justo para cambiar su látigo por el estoque. El resto de los milicianos cargaron, y Vladawen y Nindom se dispusieron a hacerles frente. En los siguientes instantes todo fue confusión y choque de metales. Los dos extranjeros luchaban enloquecidos para impedir que alguno de los guardias los rodeara para atacarlos por la espalda.

Hacía tiempo, cierto maestro de armas había dado a Nindom unas lecciones de esgrima, pero solo unas pocas. Sus maneras eran bastante correctas pero su técnica, en cambio, era algo rudimentaria. Él lo compensaba con rapidez, osadía y una furia medio enloquecida que le inspiraban los enemigos de Wexland.

Por contraste, Vladawen había estudiado muchos años con su maestro. Era fácil apreciarlo en su juego de piernas y en la ausencia de movimientos fútiles que describía con la hoja. Era consciente de que un combate con múltiples contrarios no solía permitir ataques a ciegas o con segundas intenciones, y tampoco alguna otra maniobra ostentosa que fuera del gusto de un espadachín. De hecho, casi apenas cedía alguna finta o engaño, por eso atacaba de forma directa, confiando en su fuerza más que en la sutileza para asestar los golpes certeros que necesitaba.

El poder que su dios le había otorgado y su hoja, de resistente acero élfico, le permitían asestar golpes que atravesaban paredes y arrebatar armas de las manos de sus contrarios. La gente solía preguntarse cómo es que vacilaba antes de enfrentarse a cualquiera. No se percataban de que su fuerza no era infinita, y que podía ser acuchillado, apuñalado o aporreado como cualquier otro.

Clavó el estoque en el hombro de un guardia. El soldado cayó, presumiblemente debido al impacto de la herida. Uno de los aldeanos que habían sido desvelados, una vieja canosa que, evidentemente, estaba a disgusto con las autoridades, lanzó un grito de alegría.

Antes que Vladawen pudiera volver a ponerse en guardia, otro vigilante arremetió contra él por su flanco izquierdo. La espada del tipo describió un círculo cortante e, incapaz de frenar o retirarse a tiempo, el clérigo elfo simplemente se dejó caer para que el golpe pasara por encima de su cabeza. Desequilibrado, el guardia insistía en su ataque. Avanzó otro paso, y pensando que ya estaba demasiado cerca como para luchar con la espada, dejó caer su arma y trató de apresarlo.

Bramando, y empleando cada ápice de su fuerza para atravesar la gruesa chaqueta de cuero con blindaje metálico, Vladawen sacudió con su codo el pecho del vigilante. Al nacerlo, escuchó el crujir de unos huesos. El humano retrocedió y se apretó los brazos contra el torso, gimiendo como si sus entrañas estuvieran a punto de estallar.

Vladawen había logrado librarse ya de todos sus rivales y se giró. Nindom aún lidiaba con dos adversarios, uno era un vigilante y el otro aparentaba ser un matón de bar que había decidido unirse a la refriega. Éste último, que no tenía un arma que fuera mucho mejor que un puñal, agitaba un atizador que había cogido de la chimenea.

El elfo se lanzó al cuerpo a cuerpo, y en medio del caos de la habitación, la confusión de cuerpos amontonados, los gritos y los silbidos estuvieron a punto de suponer su fin. De repente otro contrario surgió entre la muchedumbre. Estaba justo ahí, arremetiendo contra el flanco del clérigo.

Vladawen se apartó de golpe para esquivar la embestida y logró evitar que le alcanzara órganos vitales, pero no pudo impedir que la espada de su enemigo lo hiriese. La hoja rasgó su muslo y raspó el hueso. En un principio fue solo un sobresalto, pero sabía que iba a empezar a dolerle de veras en un momento.

Su atacante era el capitán de la guardia. Tenía las piernas intactas, y estaba listo para asestar otro golpe. Más veloz de lo que Vladawen había previsto, sacó su arma y volvió a atacar, esta vez tratando de lanzarle un tajo hacia el pecho. El elfo retrocedió de un salto justo a tiempo. El agente era demasiado rápido, anormalmente veloz. Evidentemente había consumido alguna poción, o había activado alguna clase de magia que debía guardar para una emergencia. Los emisarios que trabajaban para poderosos lanzadores de conjuros como Sendrian empleaban bastante a menudo tales ardides.

Cada vez se hacía más veloz. Sus movimientos se aceleraban por momentos; perseguía a Vladawen por la habitación progresando con desplazamientos de espadachín.

El elfo se replegaba y se defendía desde la distancia. No creía ser lo suficientemente rápido como para esquivar sus golpes. El capitán se había hecho tan veloz que la única forma de hacerle frente con la espada era anticipando sus movimientos.

Así, amagando para provocar las respuestas del capitán, Vladawen estudió al humano, tratando de hacerse con su pauta de movimientos. Todo espadachín seguía una pauta, y cualquier duelista podía averiguarla. No obstante, Vladawen debía hacer sus cálculos con prontitud, antes de que el arma del capitán se volviera un borrón indistinguible, o de que él se topara con algún muro que le impidiera seguir retrocediendo.

Finalmente logró hacerse con la secuencia de golpes, o al menos eso esperaba. Saltó hacia delante, acortando la distancia entre ambos, y entonces atacó. Lanzó su estoque a toda velocidad sobre la muñeca de la mano con la que su oponente agarraba la espada.

El repentino y feroz ataque, proveniente de un espadachín que hasta ese momento no había hecho más que defenderse, habría sobresaltado a cualquier contrincante. Algunos incluso se habrían quedado inmovilizados, lo que habría permitido a Vladawen volver a acertar. El capitán de la guardia realmente se sorprendió. Durante medio latido, el clérigo pudo distinguirlo en su rostro. Pero en el estado acelerado en que se encontraba, el humano tuvo tiempo de recuperar el control. Paró el golpe a tiempo, aunque al menos lo hizo con el movimiento superior semicircular que Vladawen había esperado y deseado que hiciera.

La réplica del capitán, que voló hacia la garganta de Vladawen, también fue anticipada. Esa fue la única razón que le permitió esquivarla hacia dentro y fintar hacia el pecho de su contrario. Gracias a El Que Permanece, el agente se ciñó a su pauta de combate una vez más. Al tiempo que su espada ancha describía una esquiva lateral, la punta del estoque del elfo subió y bajó para eludir la defensa.

En ese instante, Vladawen se abalanzó para lanzar un ataque a la carrera. El capitán retrocedió y esquivó una segunda vez, pero ni siquiera su aceleración era suficiente. El estoque atravesó su fajín y su brigandina, y se clavó en su torso.

Tras recuperar el equilibrio, Vladawen liberó su ensangrentada arma y echó un vistazo a la habitación. Nindom estaba acabando con el último de sus contrincantes; se encontraba bien, pero el elfo abandonado dio un grito ahogado al ver a Ópalo.

La desgarbada muchacha aún estaba tumbada donde Nindom la había volcado, pero ahora con compañía. Un reguero de sangre señalaba el lugar en el que un vigilante malherido, un hombre canijo con bigote torcido, se había arrastrado hasta ella. Tiraba de su alborotado pelo para echar su cabeza hacia atrás y descubrir su garganta. Justo en ese momento alzaba su puñal.

Aun consciente de que probablemente ya era demasiado tarde, Vladawen comenzó a recitar una plegaria que invocase los ecos de su dios caído, para descubrir que se había molestado en vano. En algún momento, Ópalo debía haber recuperado el sentido e iniciado su propio conjuro, musitando de forma tan baja que su agresor había sido incapaz de oírla. Su cuerpo crepitaba y crujía al tiempo que también lo hacía el del guardia que trataba de agarrarse a ella. El rayo no hizo demasiado efecto sobre Ópalo. Él fue menos afortunado y no paró de agitarse al tiempo que su cuerpo se marchitaba. El aire se inundó de un fuerte olor a ozono y a carne quemada.

Al detenerse la llamarada, Nindom corrió junto a su lado.

—No pudiste ayudarnos pero, como siempre, pudiste arreglártelas bastante bien —dijo.

—Quizá me habría preocupado por ayudarte si mereciera la pena hacerlo.

El hombrecillo sonrió y la ayudó a deshacerse de los restos humeantes de aquel que había tratado de acabar con ella.

Entretanto, Vladawen miró a su alrededor. No parecía que nadie más fuera a atacarles o a dificultar su salida. El dolor punzante de su pierna le hizo bufar, aunque consideró que aún podía esperar para aplicarse el ungüento sanador. Ahora lo más importante era abandonar el lugar a toda prisa.

Los tres caminantes avanzaron a zancadas hacia el patio, en dirección al establo. Allí ensillaron rápidamente sus caballos y se alejaron cabalgando bajo la noche.

Casi toda Piedrarroja dormía, aunque no todo el mundo, no en la segunda noche de la feria. Los celebrantes iban de una copa a la siguiente. Las putas vociferaban a los transeúntes. Los vendedores trabajaban en sus tenderetes, preparándose para la mañana siguiente o simplemente de guardia ante posibles ladrones. Felizmente, ninguno de estos noctámbulos prestó atención alguna a los tres jinetes que galopaban juntos, excepto claro está, para maldecirlos si los caballos viraban demasiado cerca o les salpicaban barro.

—Bueno —dijo Nindom mientras se balanceaba en su silla sonriendo—, después de todo, acabamos con unos cuantos infieles y logramos salir indemnes.

—Es cierto —dijo Vladawen— lo hicimos. —Volvió la cabeza y miró hacia el castillo que se levantaba por encima de los tejados del pueblo, y se preguntó qué fracción del terror que ahora sentía era real.

Frunció el ceño y se dijo a sí mismo que apenas importaba. Nada lo hacía, excepto El Que Permanece y la cura que Éste le ofrecería.