10
Nindom ya había hablado antes a Ópalo acerca de aquellas criaturas voladoras. La noche pasada ella apenas había podido distinguirlas como unas pequeñas manchitas que aparecían sobre la Luna de Belsamez; su vista no era tan aguda como la de su amado. Ahora tenía la boca seca y esperaba con todas sus fuerzas que no los hubieran avistado. La corroída piel marchita de aquellos seres cubría unos prominentes huesos amarillos, tenían unos afilados colmillos y unos aguijones al final de sus colas con forma de látigo. Las alas huesudas (nunca recordaba su verdadero nombre) eran habituales de cementerios olvidados y solían colgar de las murallas del palacio del príncipe demonio, pero no era común que frecuentasen una bulliciosa ciudad a plena luz del día.
Sin embargo ahí estaban, y aunque Vladawen probablemente hubiera invocado el poder de El Que Permanece para repeler a tales criaturas, Nindom y Ópalo debían combatirlas con espada y magia. Afortunadamente, a ella aún le quedaba algo de esto último, unos cuantos conjuros que había guardado para utilizarlos en caso de ser arrinconada por los guardias y que ahora iba a necesitar para abrirse camino dando muerte a estas criaturas.
La primera ala huesuda descendió en picado. Tenía las fauces abiertas y mostraba sus dientes de serpiente. Sonriendo ferozmente, Nindom se colocó frente a Ópalo y alzó sus alfanjes. Era evidente que trataba de escudarla, al menos en la medida que podía hacerlo al maniobrar aquellos adversarios en tres dimensiones. Ópalo se prometió que no permitiría que lo dañaran y dio inicio a un encantamiento.
El muerto viviente se precipitó sobre su presa y, por un momento, sus alas como papiros parecieron envolverlo por completo. Ópalo solo pudo llegar a distinguir el ruido seco de las descarnadas fauces al cerrarse y el sacudir de sus garras al clavarse. solo cuando la horrible cosa desplegó sus alas pudo comprobar que Nindom había salido ileso. Una de sus espadas cortas estaba cubierta de una porquería de color oscuro, sin embargo no había logrado liquidar a su enemigo con aquel golpe. Los guerreros más experimentados sabían que las armas afiladas son bastante limitadas contra criaturas esqueléticas, que carecen de órganos vitales que desgarrar y sangre que verter. Claro que este conocimiento no tenía demasiada utilidad si no se conoce de antemano que va tener lugar un encuentro con criaturas antinaturales.
Incluso cuando más había temido por la vida de su amado, Ópalo solo había podido ver la lucha de Nindom por el rabillo del ojo. Su atención había estado centrada en su magia y en el resto de los horrores que giraban sobre su cabeza.
Una de las alas huesudas se lanzó en picado sobre ella, ágil como un halcón a pesar de su horrible apariencia cadavérica. Ópalo había querido apuntar su conjuro de forma que afectara a tantas criaturas voladoras como fuera posible, pero el inminente ataque la privó del instante adicional que hubiera necesitado para hacerlo. Asustada y frustrada, recitó de un tirón las dos últimas palabras del encantamiento. Le ardían los pulmones, y expulsó ese calor en forma de una llamarada. El fuego, azul y amarillo, envolvió las terribles fauces y los negros ojos hundidos de la criatura que bajaba en picado, y la hizo arder en el aire.
Jadeando, miró hacía el trozo de cielo que enmarcaban los edificios a ambos lados del camino ¿Cuántas alas huesudas podía haber revoloteando por el cielo? Al menos cuatro, además de otra que ya se lanzaba hacia Nindom.
Justo en el último instante, el guerrero se apartó de la trayectoria de las descarnadas fauces abiertas y cortó el cuello de la criatura.
El alfanjón seccionó la cabeza del muerto viviente, que dio una voltereta en el aire. Los pedazos de la criatura voladora se derrumbaron en un amasijo de huesos desperdigados y trozos de pellejo. Por desgracia, su cola huesuda azotó el aire como el látigo de Vladawen, y apuntó hacia Nindom que, tras haber evitado con decisión cada ataque, fue sorprendido. Trató de esquivarlo, pero fue demasiado lento. El largo aguijón se clavó en su hombro, y la velocidad del aquel armazón de huesos impulsó la hendidura en medio de un chorro de sangre y un viscoso veneno verdoso. Nindom se balanceó y cayó sobre una rodilla.
Ópalo miró hacia él, y justo entonces divisó a otra ala huesuda que descendía en picado dispuesto a rematarlo. Lanzó a la carrera un conjuro de ataque, arrojando rayos de luz azulona desde la punta de sus dedos. Los dardos golpearon el cuerpo del raptor y desviaron su trayectoria. El ser trató de agitar sus ahora destrozadas alas de murciélago una última vez y en ese momento logró arrugarse en el aire para ir a caer sobre un tejado. Entonces quedó allí inerte: había sido otra batalla mágica superada.
Ópalo, sin dejar de vigilar el cielo, corrió hasta donde yacía Nindom. El aire a su alrededor era espeso y apestaba a polvo de carroña. Eso hizo que le entraran ganas de vomitar y estornudar al mismo tiempo.
—Ayúdame a levantarme —dijo Nindom.
—¿Estás seguro?
—Aún puedo luchar. Creo que puedo hacerlo.
Tiró de su amado. Nindom trató de izar el alfanjón que empuñaba con el brazo que se había herido, pero la extremidad, envenenada, fue incapaz de describir ese movimiento. Gruñendo, dejó caer la empuñadura de entre sus dedos. El arma cayó ruidosamente sobre el suelo, surcado de señales de ruedas de carromato.
Justo entonces, el resto de las alas huesudas se lanzó en picado, como una bandada de cometas grises hechas jirones por la tormenta.
Nindom se alejó de una zancada de Ópalo. Ella pensó que para poder manejar libremente el alfanjón que aún sostenía. Parecía mantenerse en pie de forma bastante inestable.
Haciendo girar sus manos con una pausa mística, la maga entonó un veloz ensalmo. Al finalizar, nada parecía haber ocurrido, pero ella podía sentir que —¡gracias a El Que Permanece!— había logrado lo que pretendía. Con una velocidad endiablada, lanzó otro conjuro, un truco insignificante que cualquier mago conocía y que se utilizaba para encender velas y lámparas. Generalmente nadie lo consideraba un conjuro de ataque, pero éste era un caso excepcional.
Ópalo generó una chispa que cobró vida en medio de la nube invisible de gas que había conjurado un momento antes. Los vapores rugieron para formar una bola de llamas, que chamuscó a Ópalo y a Nindom y que cayó sobre ellos como un puñetazo asestado por una mano enorme. Si la maga hubiera elegido el momento exacto para este segundo conjuro, ningún ala huesuda se hubiera librado de la explosión.
Ópalo empezó un nuevo conjuro. Era débil y no demasiado adecuado, pero era todo lo que le quedaba. Mientras, las alas huesudas se hacían cada vez mayores y, al acercarse, parecían eclipsar al resto del mundo. Cuando estaba solo a dos palabras de poder de finalizar el trabalenguas, la alcanzó un enloquecido aguijón que, entre otros efectos malignos, le hizo perder el compás.
Por suerte no se le clavó y por ello no pudo inyectarle el veneno que ahora consumía la fuerza de Nindom: se había detenido a medio camino, frenado entre sus capas de ropa. Aún así, el impacto la había hecho caer de espaldas y la había dejado sin aliento. Entonces el ala huesuda, batiendo sus endiabladas alas, descendió casi con delicadeza y colocó sus terribles fauces a la altura de su rostro.
En ese momento, Nindom arremetió frenéticamente hacía el frente. Despiezó al ala huesuda, y la hedionda y putrefacta criatura cayó sobre Ópalo, que se encogió de asco y terror. La repulsión era normal, el temor, innecesario. El alfanjón había seccionado alguna clase de articulación vital, y el ala huesuda quedó inerte. Ahora Ópalo solo debía quitársela de encima antes de que ésta le prendiera fuego. Por suerte la descarnada criatura no era demasiado pesada y empezó a liberarse de ella.
Nindom estaba girando sobre sí mismo para encarar a la única criatura que restaba, aunque no con su agilidad acostumbrada. El veneno lo estaba entorpeciendo demasiado, y eso le impidió evitar que el ala huesuda le clavara el aguijón en la espalda, inyectándole una nueva dosis de aquella vil sustancia.
Ópalo, aún atrapada bajo el cadáver de la otra criatura, y con su magia virtualmente consumida, no podía sino presenciar la escena. Esperaba que Nindom se derrumbara de inmediato, pero el pequeño hombrecillo se mantuvo en pie, con el aguijón aún clavado en su carne y retorciéndose sin control. Alzó el alfanjón y lo incrustó sobre el cráneo ardiente del raptor, partiendo por la mitad su horrendo rostro. Nindom y la sacrílega criatura se desplomaron al unísono.
Ópalo acabó de liberarse, corrió hacia su amado y lo sacó de las llamas. Tuvo un atisbo de esperanza al examinar su nueva herida. El aguijón no se había clavado en la columna vertebral, y no había profundizado lo bastante como para perforarle un pulmón.
—Malas noticias —dijo sacando el vil aguijón de hueso de la herida—, te vas a poner bien.
Él sonrió lánguidamente.
—Como siempre te equivocas, granjera. Puede que los pinchazos no hayan acabado conmigo, pero puedo sentir cómo el veneno calma mi corazón hasta detenerlo. Es una sensación casi placentera.
—Encontraré a un clérigo.
—¿Para que me ayude? —dijo en un grito ahogado con un soplo de su aliento—. ¿Aquí, en territorio enemigo? No creo...
—Vladawen puede sanarte.
—Aunque pudieras dar con él, tiene otras cosas que hacer. No te preocupes chica. Tengo fe en El Que Permanece, y eso es todo lo que importa.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Cómo podía ocurrir esto cuando habían sobrevivido a cientos de combates... Además, ella se había prometido, justo en este caso en particular, que no le iba a ocurrir nada.
—No debiste volverle la espalda a esa cosa...
—Su compañera iba a arrancarte la cabeza de un bocado. —Sus párpados se cerraron—. No tenía elección. Ahora corre, antes de que vengan los guardias y te capturen...
Por supuesto que escapar no entraba en sus planes. Debía encontrar un sanador aunque él pensara que no era posible. Si no era capaz, al menos debía decirle todo lo que le importaba. Y entonces se dio cuenta de lo quieto que estaba y se percató de que, de algún modo, repentinamente, sin un simple beso de despedida ni el intercambiado de unas palabras de cariño, ya la había abandonado.
Tomó el puñal favorito de Nindom, quizá un extraño recuerdo de su amor, pero un objeto que él había apreciado de verdad. Se dio cuenta de que estaba entumecida, incapaz aún de sentir el dolor desgarrador. Aun así pudo pensar y, descorazonada, se preguntó qué haría ahora que el único hombre que había apreciado su fea figura y sus modales toscos había desaparecido.
Imaginó que no le quedaba otra cosa que servir a su dios.