7
Vladawen se colocó junto a los otros al borde del pozo. Trató de mirar interesado, disimulando su aburrimiento y desdén. Ninguno de los humanos parecía percatarse de la extrañeza de ver a un elfo mostrando interés por un deporte tan burdo y cruel, probablemente ni siquiera habían reparado en ello.
—Si fuera tú, apostaría por el sabueso —dijo una voz musical de soprano—. Odia a su entrenador y se desquitará con el mastín.
Esforzándose por no mostrar señal alguna de sorpresa o consternación, Vladawen se dio la vuelta para contemplar a una hermosa chica de pelo oscuro. Parecía que ese día había decidido adquirir el aspecto de una princesa élfica de piel de porcelana, vestida con una bata llena de polvo de diamante y lista para ser coronada. Eso le hada tener una figura aún más singular, pero en realidad nadie parecía darse cuenta de su presencia, aunque sin pensarlo, en medio de aquella aglomeración, todos habían dejado un hueco en el que pudieran situarse ella y su reticente compañero.
—Te dije que te alejaras de mí —dijo Vladawen—. De no ser así, puede que acabe por morir el hermano al que dices amar.
En torno a él, los hombres proferían envites y apuestas. En el pozo, los perros se estudiaban amenazadoramente.
—Belsamez la Asesina, Señora de la Cercana Luna, Patrona de la Locura y de las Mentiras —sonrió—. Mi precioso hermano es también tu dios, aquel cuya resurrección liberará a tu pueblo de la amenaza de la senectud y hará que tantos recién nacidos dejen de morir en sus cunas. No creo que sea importante cuánto pueda llegar a irritarte. Te esforzarás igualmente por resucitarlo.
—No estoy bromeando —dijo Vladawen deseando atreverse a clavar su puñal en el corazón de Belsamez—. No pienso tolerar ni una sola más de tus tretas.
Ella rió. Como si se hubiera tratado de una señal, abajo, en el pozo, el harapiento director del juego inició la cuenta atrás (desde tres a uno) y los cuidadores soltaron a sus perros. Los animales, con las cabezas gachas, sacando los colmillos y gruñendo amenazadores, empezaron a andar en círculo uno frente a otro.
—No deja de sorprenderme como un sumo sacerdote como tú se dirige de forma tan irrespetuosa a una deidad —dijo Belsamez.
—No eres mi diosa. Si quieres ser adorada inténtalo con tus hombres lobo y tus asesinos a sueldo.
—No, no soy yo tu patrón. Él está tan muerto que ni siquiera el resto de los dioses recuerda ya su nombre, y si no fuera por mí, seguiría así para siempre.
Abajo, en el pozo, los perros embestían y se enzarzaban en combate.
Vladawen suspiró.
—Señora Oscura, aunque tus maldiciones me hacen odiarte, me dices lo que debo hacer, por ello te doy las gracias.
—Te he explicado que, como descubrirás con el tiempo, son bendiciones. Además, muchos filósofos creen que todo amor entre un hombre y una mujer es un regalo de uno u otro dios, aunque admito que normalmente lo otorgan a Madriel o a Enkili en lugar de a mí.
—¿Por qué querría alguien atribuirse el mérito de haberme maldecido con la depravada broma de emparejarme? Lillatu no solo es humana, sino que además es una de tus repugnantes asesinas. No dudó en ensartarme con un puñal, y luego... —Vladawen se contuvo. Si comenzaba a maldecir haría el ridículo, y no conseguiría otra cosa que divertir a la diosa de la locura y las maldiciones.
—Lilly declara alegrarse tanto como tú por la situación —dijo Belsamez—, aunque te siguió desde Ghelspad y lucha por tu causa. Podrías deshacerte de ella y suspirar por su ausencia, en lugar de llevar a cabo esos frenéticos actos amatorios de los que luego tanto te arrepientes. Sería más fácil para vosotros dos. Pero no es así. Me pregunto por qué.
Porque somos tus marionetas, pensó amargamente.
—Somos como tú nos has hecho —dijo mientras los apostantes humanos que había a su alrededor animaban a sus favoritos. Belsamez había ensordecido algo el clamor al disponerse junto al clérigo en una burbuja de calma, para que su conversación pudiera discurrir más cómodamente.
—Tu tozudez me ha mantenido meses alejada de ti —dijo—, ahora quiero ayudarte una vez más.
—¡No! —Por un instante pensó que iba a agredirla, incluso si eso significaba el fin de todo lo que apreciaba—. Te dije que no toleraré que vuelvas a entrometerte, y podría aventurar que aquel que mató a Chern el Azote sería capaz de enfrentarse a ti.
Ella resopló.
—Sigues con tus bravuconadas. Estás empezando a aburrirme.
—Entonces vete a buscar a alguien más entretenido.
Los perros rodaban, se separaban y volvían a saltar uno contra otro. Los dos estaban ya ensangrentados, pero el mastín parecía sangrar más profusamente que su contrario. El suelo del campo de batalla estaba bañado en sangre fresca y su olor a cobre ascendía por el pozo.
Vladawen se dio cuenta de que Sendrian, como brujo de sangre que era, probablemente paladearía aquel aroma y eso, a su vez, le hizo preguntarse si el barón habría ya encontrado alguna utilidad a los fluidos vitales de Lillatu, o quizá hasta a los de la propia Gran Esfinge. Las esencias de dos criaturas únicas como ésas probablemente lo tendrían intrigado. Una oleada de ansiedad le hizo apartar esos pensamientos derrotistas.
—Me despediré de ti dentro de un instante —dijo Belsamez—, pero antes te ofrezco un paso seguro al interior del Castillo Piedrarroja.
—Gracias —dijo el elfo—, pero no necesito tu ayuda. Ya he puesto en marcha un plan.
—Lo sé. Y acabará con la muerte de tu camarada Nindom.
A Vladawen le recorrió un escalofrío.
—¿Estás segura de eso?
—Lo veo como si ya hubiera sucedido.
—Quizá pueda evitarlo.
—No. Incluso si echaras a correr justo en este instante, la muchedumbre te impediría encontrarlo antes de que él empiece su carrera, y después de ese momento, de una forma u otra, su condena será ineludible. solo yo puedo impedirlo y si me lo pides lo haré. Te transportaré junto a tus aliados humanos hasta el interior de la fortaleza de Sendrian.
Abajo, en el pozo, resonó un aullido del mastín. Era un grito más de angustia que de violencia. Entretanto, Vladawen fruncía el ceño y cavilaba.
Estaba encariñado con Nindom y también con Ópalo. Durante este agitado año, que había sido tan extraño como aquellos que ocasionaron las Guerras Divinas, había llegado a conocerlos como nunca antes había conocido a ningún otro humano. Aún así, eran sus soldados, y un comandante debía saber cuándo sacrificar a sus tropas para conseguir un objetivo. Consciente de los peligros, ordenó a sus agentes a ejecutar una tarea determinada, y esa parte del plan no era ahora menos vital, incluso si la muerte y el pesar eran inevitables.
—Si no estás mintiendo, Reina del Engaño, y Nindom está en verdad condenado —dijo—, entonces yo honraré su memoria y El Que Permanece lo acogerá en su seno.
—Recuerda, hablas de un dios muerto, que actualmente es incapaz de ser hospitalario con ninguna alma y que nunca se ha preocupado demasiado, incluso cuando existía, por personas de vida tan efímera. Ahí tienes condensadas las dos grandes mentiras de tu nueva religión; que mi hermano aún está vivo y que cuidará de los humanos igual que lo hace de los elfos.
—Fuiste tú quien me dijo que el culto lo resucitaría. Lo único que yo hago es conseguirle tantos fieles como puedo. Si en el transcurso mancillo mi reputación, no es sino en servicio de algo más importante, y cualquier mentira que cuente acabará siendo verdad. Durante un tiempo serví a El Que Permanece. Combatí a su lado en las Guerras Divinas. Conozco su forma de pensar y puedo asegurarte que acogerá a aquellos que lo invocaron para que volviera del abismo.
Abajo, el mastín renqueaba, había perdido dolorosamente su estómago. No podía encontrar el modo de salir del pozo y no había piedad en los ojos inyectados en sangre del sabueso. Por encima de ellos, la multitud maldecía y abucheaba al primero, y jaleaba a su contrario para que le diera fin.
—Esta mañana explicabas tu plan con tanto esmero —dijo Belsamez secamente— que me pregunto cómo es posible que pueda estar en peligro. Lo cierto es que no sabes si funcionará, y tampoco si Nindom morirá o no. No puedes estar seguro de alcanzar la Gran Esfinge a menos que aceptes mi ayuda.
—Asumo mis riesgos.
—¿Arriesgas la propia existencia de tu gente y del dios al que has jurado servir solo por tu orgullo?
—No, por el suyo. Confiar en ti no puede traer ningún bien. Incluso tu hermano, que tanto te amaba, a menudo me advirtió al respecto.
—Otra vez de vuelta a los tiempos en que era capaz de pronunciar alguna palabra. Tú aún tienes voz, pero insistes en balbucir tonterías. Yo fui quien te empujó al camino por el que ahora andas. Cada movimiento que has hecho ha sido gracias a mí, de modo que es irresponsable pensar que ahora puedes obviarme. Tienes la posibilidad de salvar a Nindom y también a Lilly. Si no es así, Sendrian probablemente enviará a tu amada a Meliad. solo para incrementar su valía ante Klum. Odio imaginarla muriendo de sed en una de esas diminutas jaulas de hierro que cuelgan frente al palacio imperial, ¿no te pasa a ti lo mismo?
Vladawen se burló.
—¿Y cómo puedo estar seguro de cuáles son mis sentimientos estando Lillatu implicada en el asunto?
—¿Crees que eso es inteligente? Seguro que no demasiado. Podría decir que es hasta reconfortante, viniendo de un elfo tan adusto, aunque me parece recordar que antes de las Guerras Divinas eras un tipo bastante alegre. ¿Realmente no estás dispuesto a aceptar ninguna ayuda?
—No, Reina de las Pesadillas. No, no y no.
—Cuan mojigato, arrogante e ingrato eres. Me pregunto por qué querré ayudarte. —Entonces, Belsamez se volvió para presenciar el final de la pelea entre aquellos perros, que pareció estar próximo cuando el sabueso se abalanzó sobre su encogido adversario.
La diosa sacudió un esbelto dedo blanco, con una uña dorada y afilada. El animal balbució en su avance y, cubierto de heridas sangrantes, el mastín pareció recuperar fuerzas. Para sorpresa de la jaleante multitud, los perros volvieron a enzarzarse, mordiéndose ferozmente. El mastín apresó la garganta del rival con sus colmillos. Apretaba con fuerza y masas de músculos le brotaban por la comisura de su boca. Levantó a su contrario por las patas anteriores y sacudió al animal del mismo modo que hubiera podido con una rata. El sabueso estaba destrozado y parecía incapaz de escapar. De su cuello brotaba sangre allí donde su contrario le mordía y sus cuartos traseros chorreaban orina. Los espectadores situados más al fondo levantaron el cuello para tratar de ver mejor, y la disputa menguó hasta que el sabueso colgó inerte. solo entonces el perro victorioso dejó caer su cadáver, mostrando la garganta viscosa y destrozada.
Vladawen sabía que era estúpido preguntarle nada a Belsamez, solo sería una oportunidad más para que lo engañara o manipulara, pero la curiosidad lo venció.
—Pensé que tu favorito era el sabueso.
—A veces estoy a favor de todos. No importa quién se haga con la victoria, siempre gano.
El entrenador del mastín se arrodilló a su lado, acariciando su cabeza y elogiándolo. El perro lo contempló durante un instante, se estremeció y cayó al suelo, tan muerto como la bestia con la que había acabado poco antes.
—Podría afirmarse —dijo Vladawen— que cuando te interesas por algo, las cosas suelen acabar de este modo. Con todos los jugadores muertos y solo tú para sonreír sobre los cadáveres.
—Nunca sonrío —dijo Belsamez—. Es indecoroso. Igual quieres echar un vistazo. Nindom ha iniciado su última aventura.
El elfo volvió la cabeza y alcanzó a ver a unos soldados con símbolos rojizos bajando a toda prisa por una calle. Volvió a mirar atrás. La Asesina había desaparecido dejando tras de sí únicamente un diminuto diamante que debía haber caído de su falda y ahora brillaba en el suelo. Entonces la muchedumbre llenó el vacío que ella había dejado y, a pisotones, enterró la joya en el barro.