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Kolvas ni siquiera alcanzaba a divisar el castillo, y apenas distinguía una enredada trama de líneas rojas en la oscuridad. El tal Sendrian, quienquiera que fuese, había protegido bien su fortaleza contra intrusiones procedentes de otros niveles de la realidad. Aún así, Kolvas estaba seguro de que prevalecería la magia de su mentor. Según su maestro le había enseñado, las sombras florecen por todas partes y la oscuridad acaba por absorber a todas las cosas. Avanzó, y la trama escarlata brilló con más fuerza. Entonces algo lo golpeó hacia atrás y lo hizo caer.

Al dar con su trasero en el suelo, aquel turbio mundo que en ese momento habitaba, borroso y difuminado, se hizo de repente tan sólido e implacable como la atestada tierra. Maldijo la sacudida de dolor y se frotó la espalda mientras se ponía en pie. Echó un vistazo a su alrededor, mirando el cielo, desnudo de estrellas, que cubría el cerro y la oscura aldea que había a sus pies. Las sombras daban refugio a habitantes extraños y hostiles aunque, gracias a Belsamez, ahora no parecía haber nadie por los alrededores. Kolvas podría centrar su pensamiento en el problema que lo ocupaba.

Su maestro no había tardado en hablarle de cómo el mundo de las sombras extiende sus zarcillos sin freno alguno. Si esto era cierto, deberían también penetrar en el Castillo Piedrarroja, y él solo tendría que encontrar el lugar de entrada de los mismos. De esta forma, y empleando más las aptitudes arcanas que había desarrollado a lo largo de sus estudios que sus propios ojos, examinó el refulgente patrón escarlata. Finalmente, acabó descubriendo un desperfecto y avanzó confiado hacia él.

En esta ocasión, la trama de luz lo empujó con tanta dureza que, por un momento, Kolvas llegó a perder la conciencia. Cuando despertó, tirado en medio de una oscura pendiente, pudo notar el sabor de la sangre, que parecía agitarse y arder en el interior de su boca. Escupió y pudo ver que la sangre también era luminosa. Se retorció por el suelo y se incorporó de nuevo entre la trama refulgente.

La vista era desconcertante, incluso para un adepto de las sombras (una distinción que Kolvas podía reclamar justamente, aún cuando ni siquiera se acercaba al poder que ostentaba su señor). Preocupado, se preguntó si el dibujo lo golpearía con más fuerza ahora que había probado su esencia. Nunca había tratado especialmente con la brujería de sangre.

Bueno, pensó con una chispa de ironía, siempre puedo dar media vuelta y volver a casa. Había cruzado todo Ghelspad esa noche o, técnicamente, había atravesado el velo de las sombras que lo englobaba, viajando a una velocidad bastante considerable a través de él. Puedo volver a hacerlo si es necesario.

¿Y qué diría su maestro al verlo regresar arrastrándose a casa sin haber cumplido su cometido? Podría decidir que Kolvas no era merecedor de su auspicio. Podría expulsarlo, y eso sería bastante más que vergonzoso. Sería desastroso. Kolvas conocía su ingenio y decisión, pero no se consideraba líder de huestes ni intrigante de excepcionales tramas, e imaginaba que su única oportunidad para ascender en aquel mundo era la de distinguirse al servicio de su brillante líder. Siendo así, su ambición no le dejaba otra posibilidad que no fuera la de enfrentarse a lo que tenía entre manos, y dejar de preguntarse agriamente por qué su maestro no había venido a resolver por sí mismo este inquietante problema mágico. Su preceptor era tan grandioso como un rey, de hecho era un rey en ciernes, y esa clase de augustos personajes no suele molestarse en nimiedades. Envía a individuos menores, emisarios, espías, asesinos o jóvenes iniciados, ansiosos por destacar cumpliendo cualquier miserable tarea.

Cuidando de no abordarla prematuramente, Kolvas estudió la barrera. Parecía alguna clase de cerco, una imagen centelleante, algo que le recordaba a una muralla. Finalmente pudo encontrar una diminuta irregularidad, una zona en la que el dibujo parecía ser solo un esbozo, como si en ella el carboncillo se hubiera emborronado. Aún así, la imperfección era demasiado pequeña para que un humano pudiera atravesarla. Incluso una mosca lo hubiera tenido complicado. Pero quizá eso no importaría. Kolvas se concentró y logró ensanchar aquella imperfección.

Entonces, acompañado de un siseo líquido, el resplandeciente dibujo se transformó, ensanchándose para agarrarlo como lo haría un par de manos. Kolvas trató de saltar hacia atrás, pero fue demasiado lento. La red de luz de color rojo brillante tejió sobre él una porción de sí misma. Dejándose llevar por el pánico, Kolvas trató de alargar su mano, agarró una de las hebras e intentó descoserla. No fue capaz de liberarse y solo consiguió que aquel delgado filamento le rasgara la palma de la mano. Pudo sentir una ligera sensación de mareo al tiempo que el cable succionaba su herida. Tiró para liberar su mano con un aullido de repugnancia.

Desgraciadamente, la trama era reacia a dejar de obstaculizarlo, y comenzó a rodearlo como una cuerda que se estira. O puede que le estuviera lanzando zarcillos que se comportaban como miles de diminutas raíces que avanzan por la tierra en busca del agua más preciada. Fuera como fuese, su intención era la de penetrar en su piel y consumir su sangre. Era incapaz de diferenciar en la trama algún otro posible hueco potencial, ni siquiera uno parecido a aquel en el que había fracasado. Con la red en movimiento, todo se volvía una confusión escarlata.

En medio de su desesperación, empezó a girar la mano con un compás casi místico. De repente estaba empuñando una clava de combate, que se había formado a partir de la misma oscuridad que constituía el mundo que había fuera de ese capullo que lo envolvía. Entonces balanceó el arma contra los filamentos de aquella maldita luz.

El primer impacto simplemente le hirió la misma mano que ya tenía ensangrentada y cortada. El segundo hizo que la clava titubeara y casi se desvaneciera, como si estuviera a punto de disiparse en la nada. El tercero, en cambio, lanzado con un aullido de rabia y terror, dio de lleno en su prisión. Parte de ella se deshizo en pequeños fragmentos, como si hubiera despedazado la preciosa vidriera de un templo.

Tras el hueco que había abierto, en medio de la oscuridad de la noche, esperaba el reino físico, aunque carente de esa oscuridad presente en el peligroso trecho que Kolvas había recorrido para llegar hasta aquí. Se abrió paso sin dar una sola oportunidad al capullo de repararse, y el inverosímil hueco de entrada por el que había salido se encogió de golpe tras él.

Miró a su alrededor, y descubrió que había aparecido en una especie de callejón, un corredor que discurría entre dos de las muchas torres y torreones que constituían el castillo. Los sirvientes debían utilizarlo como atajo, para ir y venir sin llamar la atención. A esa hora estaba desierto y era un lugar seguro para tomar aliento. Se dejó caer contra una pared, jadeante, quizá temblando por unos instantes, casi sin acabar de creerse que había conseguido librarse de aquella horrible trampa.

No obstante, y gracias a los secretos de su maestro, así había sido. Las sutiles sombras habían prevalecido frente a la poderosa y grosera magia de sangre. Kolvas nunca había estado más seguro de que se había aliado con la persona adecuada.

Pronto, el maestro y sus seguidores gobernarían una ciudad situada muy lejos de aquí. Entonces Kolvas iría en busca de algún alguacil, verdugo o magistrado y lo convencería de que ninguna ley justa acaba con los padres de un joven chiquillo a cambio de unas pocas miserables monedas y una o dos palizas en un callejón. Después de eso, daría con los tipos que le habían escupido y se habían mofado de él en el orfanato, mientras se esforzaba por sobrevivir en las calles, y les daría su merecido. Pero esa feliz mañana solo llegaría si servía hoy bien a su maestro. Se irguió y cuadró sus huesudos hombros, percatándose de que aún le sangraba la mano.

Sea cual fuera la forma que iba a adoptar en ese momento, no debería importar, pero ¿por qué arriesgarse a vagar por la fortaleza de un mago de sangre con una herida abierta? ¿Estaba realmente en la fortaleza de un mago de sangre? ¿Era ese el término preferido para un brujo de sangre en esos días? Abandonando esos pensamientos, arrancó un pedazo de tela de su chaqueta e improvisó un vendaje.

Entonces concentró su voluntad y comenzó a menguar, no simplemente reduciéndose y achicándose, sino renunciando a su propia solidez. En un instante, se había convertido en la sombra de un gato, adherida al muro más próximo y virtualmente invisible en la penumbra (siempre que el observador no poseyera los ojos adaptados a la oscuridad propios de un morador de las cavernas o un mago de las sombras).

Si hubiera podido emitir algún sonido, Kolvas se hubiera reído. Era posible que la sombra de un gato no fuera la forma más formidable que pudiera asumir un lanzador de conjuros, pero era realmente útil, y había algo en todo ello que le divertía. Incluso cuando fue un andrajoso pilluelo, que observaba a los hechiceros en las calles, siempre le había divertido cualquier magia que pudiera hacer cambiar las cosas de forma.

Fluyó hacia delante, a veces como una sombra dibujada en una superficie vertical, en otras ocasiones como un borrón en el suelo, a menudo bastante denso y otras veces fantásticamente estirado. De algún modo, a través de algún truco que la mente no podía comprender, lograba percibir las cosas y avanzar en su camino a pesar de su naturaleza bidimensional.

Casi todo lo que había en el castillo de Sendrian le era familiar en esencia, aunque también a menudo le parecía extraño debido a su forma, sus adornos o a su diseño en particular. Aquellas diferencias hicieron pensar a Kolvas que, por primera vez en su vida, estaba en la parte oeste del continente. En realidad en la parte más occidental del mismo, en un imperio que limitaba con el Mar Floreciente. Era irónico. Había crecido cerca de la costa del Mar Sangriento, un océano que había adquirido un rojo sangriento a causa de la sangre de un titán (al menos eso contaba la historia). Ahora había viajado atravesando todo Ghelspad hasta la misma orilla del mar que era conocido por su belleza y pureza, para arrastrarse al instante hacia la guarida de un mago de sangre. Parecía que su vida no se libraba de un trasfondo ciertamente sanguinolento.

Interrumpió sus cavilaciones al descubrir una disposición de complejas runas que adornaban una de las paredes. Los símbolos eran una especie de indicador que le señalaba la dirección a seguir. Probablemente eran también un aviso de defensas mágicas adicionales. solo tenía que esperar que aquellas trampas y guardianes simplemente ignoraran a un fantasma diminuto como él.

Se deslizó entre las hojas de una puerta doble y avanzó hacia delante, descendiendo por un pasillo, superando pequeñas hojas invisibles cargadas con magia. Se trataba de protecciones peligrosas, pero no poseía carne alguna que pudieran cortar o sangre que pudieran saborear, de modo que eran incapaces de reconocer su intrusión. Eran formidables, pero no tan sensibles como los encantamientos que protegían a todo el castillo, y que ya había superado.

Una de las hojas de la siguiente puerta doble que había al final del pasillo estaba abierta. Tras ella era posible distinguir una antigua torre de construcción cuadrangular y un patio, y ambos apestaban a magia de sangre. Incluso si no hubiera necesitado tener que superar todas esas defensas para llegar hasta aquí, Kolvas hubiera reconocido que esta parte del castillo era el santuario arcano de Sendrian. Dudaba que fueran muchos los sirvientes que frecuentasen este recinto prohibido, ni siquiera muchos de los guardias, y considerándolo desde su punto de vista de intruso, tanto mejor.

Escudriñó a través del hueco de la puerta con ojos de sombra de gato y por un instante se quedó helado. En realidad era bastante absurdo, ya que Kolvas estaba viendo exactamente lo que esperaba. Aún así, Athentia, la Gran Esfinge, era lo suficientemente enorme, asombrosa y divina como para que nada le permitiera estar preparado para tal visión. Más grande que la choza en la que él había nacido, de hecho, mayor que una casa de tamaño considerable, ocupaba justo la parte central del patio, con sus zarpas cuidadosamente plegadas bajo su cuerpo.

Esforzándose, se deshizo del sobrecogimiento que le inspiraba y comenzó a deslizarse hacia al borde del recinto, percatándose de la presencia de las líneas de pigmento en los adoquines. No eran de color rojo brillante, pero estaba seguro de que también se trataba de sangre.

Entonces, repentinamente, la esfinge giró la cabeza hacia él. Estaba confinada e indefensa, y el maestro así lo había predicho, pero aun así, aquellos ojos enormes y omniscientes que poblaban ese pálido, demacrado y magullado rostro le hicieron congelarse en la pared como una mariposa enfilada por un alfiler. En ese instante supo que su solo escrutinio podría apagar su vida o convertirlo en uno de sus tristemente famosos acertijos. Se preguntó si la transformación de sombra en piedra sería tan dolorosa como la de la carne a la piedra. Entonces la criatura miró hacia otro lado, como si lo hubiera estudiado y considerado insignificante.

Liberado del peso de su mirada, casi sintió vértigo. Entonces se calmó y continuó avanzando sigilosamente. Tras la enormidad de la esfinge, poco a poco se hizo visible la presencia de Lillatu, justo allí donde el maestro, con todo su saber, había previsto que estaría. Parecía inconsciente y también reposaba en el interior del pentáculo. Kolvas se deslizó hacia ella. Las líneas de la figura lo molestaron, pero como no habían sido adecuadas para contener su esencia, no pudieron impedir que entrase.

Una vez más vencieron las sombras, pensó.