2

Sendrian, Tercer Barón de Piedrarroja, no se las prometía tan felices tras ser la primera persona en la historia que lograra capturar a una criatura única. Ningún sabio había transmitido conocimiento alguno acerca de las cualidades de ese ser y ello, sencillamente, hacía complicado saber el grado de tortura que podría soportar antes de desfallecer y morir.

No obstante, si Sendrian lograba convencerlo para cooperar, el que sucumbiera o no dejaría de ser importante; no pensaba mantenerlo como una simple curiosidad. De este modo, ensartó el largo alfiler en la marioneta, aquella que él mismo había cortado y cosido con sus pálidas y curtidas manos, y pintado con su misma sangre.

La Gran Esfinge Athentia gritó. Su cabeza era semejante a la de una mujer humana... si los humanos tuvieran decenas de varas de altura. Sin embargo, aquel chillido tenía algo de grito de águila y rugido de león. Ese aullido resonó por todas las estancias del castillo.

Del tamaño de una casa pequeña, con el cuerpo de un gran gato y las alas de un ave de rapiña, la esfinge estaba tumbada en el centro del patio, apenas distinguible en medio de la noche, y justo en el centro de un enorme pentáculo de diseño bastante complejo. Sendrian había dibujado esa forma con su propia sangre y, debilitado por la pérdida de fluido vital, la había consagrado en un ritual que había obrado a lo largo de cinco horas. Al finalizarlo se desmayó, y sus servidores temieron que el esfuerzo hubiera sido demasiado para él. Sin embargo, finalmente, logró recuperarse. Una semana más tarde, la trampa que había construido atrapó a su pretendida víctima, cuando la sorprendida Athentia simplemente se despertó en su interior. El barón había oído que incluso el mayor de los oráculos era incapaz de prever su maldición, y ciertamente así era.

—Dime lo que sepas —dijo Sendrian— y el tormento cesará. No soy una persona cruel. No estoy disfrutando con esto. Más bien todo lo contrario.

Athentia lo miró, y entonces de ella pareció manar un intenso poder. Sendrian supuso que trataba de lanzar su infame "maldición del acertijo" y que ya debía haberse percatado de que no funcionaría. El símbolo que la atrapaba dominaba también su magia.

—Te mantuviste al margen de las Guerras Divinas —insistió Sendrian—. Te era indiferente que, después de todo, fueran los dioses o los titanes los que gobernasen el mundo para siempre, ¿Por qué entonces te preocupa quién gobernará Darakeene durante, digamos, el próximo medio siglo? Para ti eso no es más que un parpadeo de tus ojos.

Veloz como un auténtico felino, la Gran Esfinge se volvió contra él y trató de embestir. Se esforzaba por avanzar un solo paso dentro de aquel enorme contenedor, mientras mantenía fija su mirada en él. Entonces, el margen del pentáculo frenó a la criatura, que parecía tener sus zarpas inmersas en barro.

El farol que había colocado a su espalda permitió a Sendrian verse reflejado en aquellas enormes pupilas negras. Se trataba de un tipo regordete y bastante pálido, que estaba perdiendo su pelo castaño a una velocidad desesperanzadora. Era tarde, y ya había sustituido sus terciopelos y joyas, propias de un barón, por unas sencillas sandalias y una túnica. Aún así, seguía portando unas garras de plata en la punta de sus pulgares. Nunca se separaba de ellas.

—¡Nadie me da ordenes! —gruñó Athentia. Hasta ahora no se había dignado dirigirse hacia él; quizá este arrebato suponía un avance.

—¿Ni siquiera durante unos breves momentos? —musitó—. En realidad es bastante sencillo. Wexland ha ensalzado a un dios por encima del resto, desobedeciendo las costumbres de Darakeene y el edicto del Emperador Klum. El resultado es una guerra civil. Con ocho provincias confabulando unas contra otras, no es algo inesperado, pero el conflicto generará sus héroes y sus bajas. Pienso sacar provecho; cuando mi señor y mi hermano caigan en batalla, el emperador me hará Señor de Trumland, y ya solo lo tendré a él por encima de mí.

La Gran Esfinge replicó con desdén:

—No creo que eso sea el final.

—En realidad no. Continuaré trabajando para obrar maravillas al servicio de la Unión, y los herederos del emperador morirán a causa de enfermedades y de desgracias. Cuando ya no quede ninguno, quizá Klum me nombre su sucesor. O, si muere sin que haya ninguno, el pueblo insistirá en que sea yo el que asuma el trono. Será su voluntad. Cuidaré bien de todos ellos.

—Y esperas lograr todo eso con la magia secreta que yo pueda concederte.

—También otearás el futuro para orientar mi estrategia. solo llevará unos cuantos años y una vez que me haga con el cetro te liberaré.

—Mientes.

Sendrian suspiró.

—Mi señora, realmente lamento hacer esto, pero no me dejáis otra opción... —El mago colocó el largo alfiler frente al rostro de la marioneta.

En ese momento una voz chilló.

—¡Mi señor! ¡Mi señor!

Sendrian se volvió, y eso hizo encogerse al escuálido y desdentado guardia que había estado vociferando.

—¿Qué ocurre, Ban? —preguntó impaciente el brujo sangriento.

—La ladrona, mi señor —respondió Ban—, o la espía, si es que lo es.

—La mujer que trepó por la muralla —dijo Sendrian. Se suponía que debía haberla interrogado, pero la Gran Esfinge ejercía sobre él tal fascinación que no se había preocupado por aquella intrusa que, encerrada en la mazmorra, no iba a ir a ninguna parte—. ¿Qué pasa con ella?

—Llevaba esto. —Ban mostró algo negro y suave. Durante un instante, en la penumbra, Sendrian pensó que se trataba de alguna especie de animalito. Finalmente se percató de que era una peluca—. Escondía sus cuernos. No nos percatamos la primera vez que la registramos. De todas formas puede que no signifique nada. Hay otros pueblos aparte de ese en el que su grandeza puede estar pensando, que también poseen cuernos.

—Calla —dijo Sendrian mientras caminaba a grandes zancadas por el pasillo que conducía a la siguiente sección del patio. Ban, aún balbuciendo, lo acompañaba al trote tratando de no perder su paso. Podía sentir cómo sus enormes ojos acusadores lo seguían.

El examen de Athentia era vagamente desagradable, pero la nueva cautiva era más importante ahora. solo podía tratarse de Lillatu, la Mujer de los Cuernos, la famosa comandante de los exploradores y las tropas irregulares rebeldes. ¿Qué estaría haciendo aquí? La guerra se estaba librando bien lejos, allí en Wexland.

No habría recorrido todo ese camino hasta aquí para sencillamente eliminar a Sendrian y acabar con sus esfuerzos militares. Para ella eso podría suponer una o dos victorias, pero él no les había demostrado ser tan peligroso como para que se tomaran esa molestia. De alguna forma, ella y sus camaradas habían logrado averiguar la presencia de Athentia en este lugar. Estaba claro que venía a liberar a la esfinge o a eliminarla. Querría anular esa inagotable fuente de inteligencia y poder arcano que acabaría al servicio del ejército del emperador.

Si los rumores que Sendrian había oído eran ciertos, probablemente los grilletes no habían bastado para contenerla, no si le habían permitido levantarse.

De repente empezó a pensar en los compañeros de Lillatu. Después de haberla capturado, su alguacil, cuyo trabajo era averiguar todo lo que ocurría allá en la ciudad, le había informado de que la intrusa tenía otros tres compinches. Sendrian había dado órdenes de que los vigilantes nocturnos arrestaran a dichos extranjeros, pero si eran tan peligrosos como la chica, esos agentes de paz no habrían estado a la altura de la misión. El mago debería haber enviado a un destacamento de los guardias del castillo, auténticos soldados. Incluso, mejor aún, debería haber ido él mismo.

Bueno, todo eso no importaba ya. Quizá debería despachar a algunos subordinados.

De repente se detuvo y Ban casi se estampó contra él. Ignorando al soldado, se hizo un profundo tajo en la mano izquierda con la garra de plata que llevaba en la derecha. Una marca de sangre cruzó su extremidad y salpicó de fluido el camino de losas.