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La taberna había colocado sus mesas al aire libre con motivo de la feria, y estaba haciendo un gran negocio. Ópalo estaba sentada dando cuenta de una jarra de cerveza, un pan y un trozo de carne condimentada. Probablemente, lo pausado de su comida molestaría al tipo que estaba aguardando para sentarse en el lugar que ella ocupaba, pero la verdad es que eso no le importaba demasiado. Simplemente esperaba que no le pareciera sospechoso el que tuviera la falda y las botas mojadas. El vigilante del peaje del puente podría haberlos identificado, de modo que decidieron no utilizarlo. Así, y gracias a que las crecidas primaverales habían finalizado, vadearon el río a pie. Los jinetes eran menos numerosos y por ello más dados a llamar la atención que la gente que simplemente cruzaba a pie. Entretanto, los caballos aguardaban ocultos en el bosque.

Tras cruzar las turbias aguas, los tres se separaron para entrar individualmente en la aldea, como cualquier otro que hubiera llegado para disfrutar de los festejos. Ópalo se había dirigido a la posición acordada y sus compañeros habrían hecho lo mismo, a no ser claro, que los nuevos disfraces no hubieran bastado y que algún metomentodo les hubiera identificado y hubiera llamado a las autoridades.

Ópalo no tenía forma de saberlo con certeza, y eso le ponía muy nerviosa. No es que fuera de naturaleza tímida, ni mucho menos. Una vez que sus padres se percataron de su potencial, había pasado su niñez aprendiendo a dominar sencillos encantamientos que hicieran crecer el trigo y las manzanas. Cuando su padre murió, el barón del lugar se hizo con la granja, a cambio de los impuestos que papá se había negado a pagar, y a través del engaño, el estudio más desesperado y una improvisación aún más furibunda, ella logró convertirse en una maga itinerante al servicio del mejor postor, lista para cumplir cualquier trabajo desagradable o peligroso siempre que llenase su monedero de dinero fresco.

Aun así, tenía que reconocer que estaba nerviosa. Sin la adusta y severa cara de Vladawen frente a ella, El Que Permanece parecía estar mucho más lejos. Tampoco ayudaba demasiado que el plan fuera tan arriesgado, ni que Nindom hubiera tenido una especie de premonición. Como si su querido y estúpido fanfarrón tuviera alguna conciencia mística más allá de la que pudiera tener un grano en el culo de una cabra.

Ópalo sorbió otro buche de cerveza (al menos este mejunje local era bastante aceptable) y entonces, por fin, ocurrió algo. A pesar de toda la gente que deambulaba por el sendero, pudo alcanzar a ver a Nindom corriendo a toda velocidad a unos cuantos pasos de distancia, justo donde la calle se ensanchaba para desembocar en una pequeña plaza con una estatua de bronce que representaba al abuelo de Sendrian.

Según lo planeado, Nindom había estado esperando en el lugar que tenía asignado hasta poder ver a una compañía de guardias del castillo, los había provocado de algún modo, y había salido huyendo. Probablemente ahora estarían corriendo tras él.

Eso significaba que ahora era Ópalo quien debía incordiarlos. Se subió al taburete que había estado ocupando y sintió que no estaba en una posición muy segura (su equilibrio no había sido nunca demasiado fino). No importaba, necesitaba una buena vista de la plaza y debía poder mirar sobre las cabezas de la gente. Alguien próximo le preguntó algo, pero ella lo ignoró, cogió un retal de algodón rojo de uno de sus bolsillos, lo blandió y empezó a formular un conjuro.

Podía ver a los guardias corriendo sin parar, con sus capas cortas y las plumas de sus cascos rojas brillantes reluciendo a la luz del día. Ópalo pronunció unas palabras de poder y abrió las manos. La magia susurró por el aire, y alrededor de los soldados y cualquier otro desafortunado que estuviera en la plaza en ese momento se formó una nube zumbante. Las víctimas daban tumbos y agitaban sus manos tratando de ahuyentar a los picajosos insectos.

Los guardias se alejaron del enjambre dando rumbos, andando a tientas de un lado para otro. Entretanto, Nindom aprovechó para aumentar su ventaja. Ópalo, por su parte, se quedó plantada justo donde estaba. Incluso conjuró chillidos de risas incorpóreas para llamar la atención de los guardias.

Finalmente, uno de los soldados la señaló. A su vez, Ópalo le hizo también indicaciones, y justo entonces saltó de nuevo al suelo, sin preocuparse demasiado por hacerlo de forma delicada.

Pensó que alguno de los clientes de la taberna podría tratar de echarle mano, pero no fue así. Estaban asustados, se mostraban indiferentes o simplemente no acababan de enterarse de lo que estaba pasando. Se abrió paso entre ellos y se lanzó a toda prisa calle abajo, sorteando al resto de los viandantes con una velocidad que pocos podrían atribuirle, teniendo en cuenta el aspecto torpe de su enorme cuerpo. Aún así, debía acelerar su marcha. Los guardias estaban a unos cuantos pasos detrás de ella.

Poco antes, ese mismo día, se había comprado un gorro de paja de ala ancha, como una prenda rústica que sirviera para ocultar y disimular sus rasgos. Le quedaba algo grande y se bamboleó cuando giró una esquina a toda velocidad. Entonces se sacó la camisa que se había comprado también esa misma mañana, tiró de la capucha, formuló un conjuro, apuntó con su dedo a la prenda y se echó hacia atrás. Su concentración permitió que la capa se sostuviera en el aire, hinchada como si aún alguien la estuviera ocupando. La gente se quedó boquiabierta y ella se colocó el otro índice sobre los labios, como indicando que no descubrieran la broma. En esencia, ese era el caso.

Se escondió en un portal, alejándose tanto como podía mientras mantenía la capa suspendida en el aire. Apenas tuvo tiempo para pensar que ningún lugar parecía lo suficientemente alejado, cuando los soldados giraron por la esquina y se sobresaltaron lo suficiente como para no darse cuenta de que el bromista estaba a un palmo de sus narices. El guerrero que iba a la cabeza, con la cara enrojecida y llena de picaduras de los insectos, trató de agarrar la prenda flotante. Para él era como una figura encapuchada que le daba la espalda y Ópalo hizo que saltara hacia él como un fantasma. Este conjuro específico no podía ejercer ningún tipo de fuerza, pero ella se las arregló para enrollar un pliegue de la prenda alrededor de la cabeza del guardia, cubierta por un casco.

Asustado, el pánico le hizo dar traspiés y aullar mientras, a ciegas, trataba de liberarse sin éxito. Dos guerreros más, también con los rostros hinchados, trataron de ayudarlo. Lo hubieran logrado de no ser por los tumbos que éste daba. Tras renunciar a controlar la prenda, Ópalo salió de su escondrijo, gritó y gesticuló de forma obscena.

Uno de los guerreros chilló, y señaló a sus compañeros hacia ella, al tiempo que reanudaba la persecución. Mientras corría, se colocó tras un puñado de paseantes, con la esperanza de que eso evitase que le arrojasen una lanza por la espalda. Correr se le hacía ya algo más complicado. Podía caminar a buen paso durante todo un día sin enterarse, pero no era tan buena corriendo a toda velocidad. Sentía como el sudor le recorría los brazos y el pecho.

Escuchó como un chorro de líquido salpicaba tras su paso y alguien gritaba. Miró hacia atrás. Nindom apareció en lo alto de un tejado bajo y puntiagudo, mirando hacia la calle. Había conseguido hacerse con un cubo de cal y lo había arrojado sobre sus perseguidores. Éstos, empapados, respondieron con una lluvia de jabalinas. Ópalo profirió un grito ahogado, pero justo entonces su amado se dejó caer y rodó. Las lanzas no le acertaron. Se puso en pie de un brinco y escaló el escarpado tejado mientras sus botas despegaban guijarros sueltos. En un momento, había desaparecido por detrás del techado.

Los guardias de Sendrian dudaban, pensando quiénes de ellos debían perseguir a cada una de las presas. Tal y como Nindom había planeado, Ópalo aprovechó la oportunidad para aumentar su ventaja.