EL TALLER DEL ESCRITOR

* * *

Hallar la palabra certera

en plenitud de sus fuerzas

tranquila

que no caiga en la histeria

que no tenga fiebre

ni una depresión

digna de confianza

hallar la palabra pura

que no haya calumniado

que no haya denunciado

que no tomó parte en ninguna persecución

que nunca dijo que el blanco era negro

se puede tener esperanza

hallar palabras alas

que permitiesen

un milímetro siquiera

elevarse por encima de todo esto

[Bloc de notas]

Soy partidario de una escritura que acerca, que no separa; que sirve para comprender, no para fomentar antagonismos. Intento —con plena conciencia— que mis libros sean una especie de traducción: de una cultura a otra, de una razón a otra, de una manera de pensar a otra. [23]

La literatura —en su acepción más al uso: de la novela «clásica»— gusta de describir estados inalterables, fijos; sociedades formadas de una vez para siempre. Tal como alguien ha dicho —un tanto vulgar pero acertadamente—, «lo que mejor le sale a la literatura es describir el cadáver». Y es cierto: la novela plasma a la perfección estados petrificados, claramente definidos, inequívocos. Como, por ejemplo, Los Buddenbrook. [47]

En Los Buddenbrook hay una casa, en la casa rigen unas leyes y costumbres determinadas y las relaciones entre sus moradores obedecen a un esquema conocido. No puede ocurrir nada extraordinario, ninguna sorpresa. El autor se sienta ante su mesa de despacho y tranquilamente describe ese mundo burgués, definido y jerarquizado.

El que, por el contrario, escribe sobre el mundo de aquí y ahora, en el que todo cambia, todo fluye y todo resulta frágil y efímero, se las tiene que ver con un manicomio en el cual se ha producido una rebelión de sus pacientes, se ha declarado un incendio, los sótanos están anegados y la situación cambia cada cinco minutos. Por eso resulta tan difícil retratar el presente. Pero, al mismo tiempo, cuanto más grande es el desafío, más tentado se siente el escritor a recoger el guante. También es posible otra actitud: decir que no existe ningún problema, que los imperios se han formado y han desaparecido desde siempre y que, por lo tanto, hay que dejar de plantearse temas tan ambiciosos para centrar toda la atención en las corrientes laterales de la realidad. En mi opinión, sin embargo, el intento de captar el momento en que la humanidad entra en una nueva fase de su evolución, de demostrar que tal fenómeno existe y de describirlo es tan importante como seductor; es algo a lo que vale la pena dedicar nuestros desvelos. [23]

Hay tantas cosas que la literatura puede tomar de la pintura… Para mí es una maravillosa fuente de ideas. Y la forma de collage es la que tal vez mejor se ajuste a la definición que doy de mis textos. Es decir: yo elijo diferentes recursos, diferentes medios, sin plantearme a qué clasificación obedecen (tarea de los críticos), con el fin de hallar la mejor manera de expresar lo que deseo expresar en un determinado momento. ¿Que por qué escribí este u otro texto en prosa? ¿Por qué escribo poesías? Porque hay cosas que no se pueden expresar de otra forma. No me pregunto si se trata de un género puro —en su definición clásica—, sea reportaje, sea ensayo o poesía. [35]

Resumen

Rostros destrozados

columnas vertebrales rotas

manuscritas biografías propias despedazadas

innecesarias

[Bloc de notas]

Como soy un gran partidario de las citas, creo muy digna de atención la observación de Walter Benjamin de que el libro de las citas sería el más perfecto de los libros. (…) Al citar importantes y fascinantes reflexiones de otros no solo enriquecemos nuestro texto sino que también lo dotamos de plasticidad. Gracias a las citas nuestro libro se convierte en una especie de obra colectiva. [23]

Mis Lapidaria encajan en la «poética del fragmento». Alguien dijo que esta forma cobra fuerza en periodos de crisis literarias, cuando una fórmula ya se ha acabado y aún no ha cristalizado otra. El mundo de hoy nos «ataca» con un alud de asuntos tal que no hay más remedio que, una de dos: darle la espalda y escribir como se hacía cincuenta o cien años atrás, o bien intentar captar todo lo que se pueda: observaciones, reflexiones, flashes instantáneos. (…) El físico norteamericano Freeman Dyson escribió un libro que tituló Infinity in all Directions. Y, en efecto, ante eso nos hallamos: nada tiene un límite. Registrar este hecho es lo único que puedo hacer. Los Lapidaria pertenecen a esa literatura que apunta, que señala fenómenos de la realidad. Hubo muchas épocas en que no ocurría nada digno de interés a lo largo de quinientos años, mientras que ahora… La literatura no está preparada para abarcar toda la aceleración y masificación que caracteriza el mundo de hoy. [14]

Me identifico con los «humillados y ofendidos», entre ellos me encuentro a mí mismo. Y deseo que mi voz sirva para hablar de sus intereses. Es que siempre olvidamos que vivimos en un mundo de gente hambrienta, descalza, enferma, sin perspectiva alguna. Europa, Estados Unidos y un corto etcétera no son más que islotes de relativo bienestar. A mí en cambio me interesa ese mundo que tiene vetado el acceso a la mesa puesta y llena de manjares. Lo tiene vetado ahora y lo seguirá teniendo en el futuro. La vida de esta gente, su pobreza, su humillación y su frustración es lo que me llega más hondo… Por eso mi mirada es un tanto distinta, en el sentido de que cuando llego a África o a Asia soy incapaz de preocuparme por el psicoanálisis o por cosas así. Solo puedo pensar en que tres cuartas partes de la humanidad llevan una existencia tan miserable que lo único que les interesa es qué comerán el día siguiente, cuando se despierten sin divisar ninguna perspectiva de mejora. Esta es mi mirada. [11]

Tengo la firme convicción de que es imposible cambiar la marcha de la historia. De modo que es inútil plantear la cuestión de si es lícito o no aceptar la guerra, sino la de limitar su crueldad. Sin embargo, como soy escritor y no político, mi obligación consiste en lograr que la voz de la gente sea escuchada, sobre todo por aquellos que no la quieren escuchar, es decir, precisamente y en primer lugar, los políticos. [4]

Resulta difícil escribir en un mundo que vive una transformación tan veloz y profunda. La tierra desaparece bajo los pies, los símbolos cambian, los signos indicadores se trasladan y los puntos de referencia ya no tienen un lugar fijo. La mirada del que escribe no cesa de deslizarse por paisajes nuevos y desconocidos y su voz se pierde en el estruendo del acelerado alud de la historia.

[Lapidarium II]

Cuando me siento a escribir nunca sé lo que acabaré vertiendo sobre el papel; lo único que aparece ante mí es una hoja en blanco… La escritura es un happening. Y en esta su condición veo uno de sus mayores atractivos, pues si supiese de antemano lo que iba a salir de mi pluma, la escritura no me interesaría, al contrario, sería una fuente de aburrimiento. Soy incapaz de planear y definirlo todo con antelación. [51]

Escribir: se trata de encontrar la primera frase, una muy sencilla, digna del más elemental de los libros de texto para niños. En ella está la salvación: tirará de las siguientes.

[Lapidarium I]

Aunque la poesía me ha atraído siempre, es verdad que no me pongo a escribir versos muy a menudo; tampoco me siento precisamente un poeta. No obstante, para mí es algo fundamental. En primer lugar, porque hay temas que no se pueden expresar por otro medio y entonces la cosa tiene su justificación respecto al fondo y a la forma artística; en segundo lugar, porque la disciplina necesaria para escribir una poesía es un magnífico ejercicio de la palabra, una maravillosa experiencia de cómo lograr la máxima precisión de un enunciado, un pensamiento, una imagen. [5]

Necesito de la poesía como un ejercicio de la lengua; no puedo renunciar a ella. La poesía exige profunda concentración en la lengua, un esfuerzo que beneficia a la prosa. La prosa debe tener música, y la poesía marca el ritmo. Cuando empiezo a escribir lo primero que busco es el ritmo. Será él el que me arrastrará como un río. Cuando no logro dotar a una frase de un valor rítmico, la abandono. Primero debe encontrar su ritmo interior la frase, luego el fragmento y finalmente, el capítulo entero.

[Lapidarium II]

Escribo poesía, pero nunca he tratado de escribir novelas porque no tengo ese tipo de talento. No sé cómo se escribe una novela, como tampoco una obra teatral. Es curioso: muchos de mis libros están adaptados al teatro, pero yo nunca he podido desarrollar una pieza teatral original. Soy un pobre reportero que, desgraciadamente, carece de la imaginación de un escritor de ficción. (…)

Mi búsqueda se orienta a otros campos, aquellos en los cuales se utilizan las técnicas de la expresión literaria en combinación con otros géneros, un nuevo tipo de escritura que es difícil fijar con una etiqueta. [VI]

A propósito de mis libros, a veces se oyen voces críticas que me reprochan: «Kapuściński nunca da nombres de ministros». O: «Confunde el orden de los hechos». Son, justamente, las cosas que yo evito. Si alguien busca el mero dato, no tiene más que acercarse a una biblioteca o a una hemeroteca: allí los encontrará todos sin dificultad en enciclopedias, diccionarios, otros libros de consulta y periódicos de la época. [12]

Siempre he intentado (y sigo haciéndolo) crear un nuevo género literario; algo que no fuese el reportaje típico pero que al mismo tiempo tampoco fuese ficción. Lo llamé «texto». En una librería de Nueva York encontré mis libros colocados en siete secciones diferentes. Y no me pareció mal. (…) Me alegró comprobar que no resulta fácil clasificar mi escritura; es exactamente lo que yo buscaba: hallar una nueva manera de escribir. Mis esfuerzos van dirigidos hacia una «ensayización» del reportaje. La mera descripción no basta en los tiempos que corren, nos ha sido arrebatada por la cámara. [11]

En la prosa actual, la diferencia entre lo auténtico —un hecho o un acontecimiento— y la realidad recreada se revela como algo escurridizo, indefinible.

[Lapidarium V]

Un determinado fragmento de la realidad cobra máxima importancia cuando sirve para iniciar una reflexión generalizadora. En vista de ello, este tipo de escritura exige mucha, muchísima preparación: horas y más horas de lecturas y reflexiones, para no terminar en la mera descripción sino para crear un relato-reflexión o una descripción-pensamiento. [11]

Los caminos de la literatura se bifurcan: uno se dirige hacia el ensayo, hacia la profundización del conocimiento enciclopédico; y el otro, hacia el serial televisivo. En el primer caso, lo más importante es el pensamiento, la reflexión; en el segundo, la intriga, la aventura.

[Lapidarium II]

Cuando me preguntan qué escribo, sin plantearme cuestiones propias de la teoría de la literatura, contesto: un texto. ¿Y qué tipo de texto? Bueno. Todo escritor desea crear un buen texto. La prosa, incluido el reportaje, seguirá su actual camino de bifurcación entre el entretenimiento (no necesariamente de baja calidad) y las diversas formas de reflexión. Los críticos en cambio, insatisfechos con el escueto texto, califican mi obra como reportaje antropológico, reflexivo o filosófico. Yo, por mi parte, cuando describo un acontecimiento, intento llegar hasta el fondo de lo que representa. El detalle —que nunca es casual: siempre los elijo a propósito, conscientemente, con vistas a que al final me permitan formular una conclusión o al menos proponer una síntesis— me sirve como punto de partida para una reflexión generalizadora. En todos y cada uno de mis textos he intentado descubrir, captar y reflejar el quid, la esencia del acontecimiento, del fenómeno o de la realidad que describo. [47]

Hoy en día, ningún libro que gire en torno a la contemporaneidad puede ser otra cosa que un texto abierto, algo así como el primer tomo de un ciclo inexistente. Ya se encargará la historia de completarlos, y los nuevos volúmenes bien podrán ser obra de otros autores. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que escribimos libros inacabados. [23]

La literatura contemporánea vive una época que el sociólogo norteamericano Clifford Geertz, en un ensayo publicado hace más de una década, califica como tiempo de «géneros revueltos». Se fija en obras en las cuales las fronteras de los géneros literarios se han desdibujado, se han borrado. Se pueden citar decenas, cientos de libros de difícil clasificación que han aparecido en las últimas décadas, pero creo que el ejemplo, ya clásico, que mejor ilustra este fenómeno es Tristes trópicos. En él Lévi-Strauss usa y mezcla varios géneros: el diario, el ensayo, el reportaje, el estudio antropológico… Y todos ellos, lejos de excluirse y de entorpecerse mutuamente, conviven en armonía en las páginas de una misma obra. El fenómeno, enriquecedor a mi entender, parece indicar que se están creando y afianzando nuevas formas de expresión literaria. Lo que persigue el escritor que cultiva este tipo de prosa no consiste en una aspiración a que su obra se ajuste a un género u otro, sino en un intento de plasmar lo mejor posible la realidad que quiere describir. Ya se sabe que es imposible alcanzar el ideal, pero tanto mayor resulta el valor de este tipo de prosa cuanto más se acerca a esa realidad. También yo me guío por este principio, para el cual los franceses han acuñado el término de approximation. [47]

Me sigo considerando periodista. Me gusta este trabajo. Cuando me pongo a escribir no me pregunto si de este intento saldrá un cuento, un ensayo o un reportaje. Solo pienso en que tengo que crear un texto que se aproxime lo más posible a lo que deseo transmitir. Por supuesto, es una pretensión desmesurada, un objetivo inalcanzable, imposible de llevar a cabo con éxito. Libro tras libro, ninguno satisface, cada uno es un gran fracaso. En El Imperio, usé tan solo un diez por ciento de lo que sabía de aquella realidad y de lo que tenía pensado. Las causas técnicas también cuentan, como el factor tiempo. Llega un momento en que uno tiene que parar y poner punto final. Si no, ¿qué le impediría escribir un mamotreto de varios volúmenes? Y hay que ser conscientes de que al final siempre nos espera el resabio de la insatisfacción. Lo único que podemos pretender es lograr una aproximación a esa visión, esa imagen que, a nuestro juicio, merece la pena transmitir. Por eso llamo «textos» a los trabajos que salen de mi pluma: es un término que define de la manera más general la labor de la escritura. No soy escritor de ficción ni tampoco cronista de prensa. Simplemente escribo: mis textos, mi género, mi literatura. [51]

Tengo un miedo auténticamente obsesivo a aburrir al lector. A menudo pienso para mis adentros: ¡Cielo santo, hay que terminar lo más deprisa posible, antes de matarlos de aburrimiento! Los pintores se dividen entre aquellos que crean grandes escenas de batallas y esos otros que —como Kulisiewicz— pintan un retrato o una silueta con una sola pincelada, una sola línea. Y a mí me atrae eso que en la actualidad a veces se llama minimal art. Me he formado con la literatura cartesiana, extraordinariamente parca: un mínimo de palabras, eliminación de todo adjetivo. Me gusta mucho leer aforismos, me gusta esa línea clara, ese trazo puro: es a lo que aspiro. (…) Trabajo mucho cada frase; luego, cada párrafo; luego, párrafo a párrafo, cada página; finalmente, todo el capítulo. Y todo mi esfuerzo se centra en decir lo máximo con el mínimo de palabras y de imágenes. No soporto la incontinencia verbal, no me gusta el barroco. Es decir, sí que me gusta, y mucho: en la arquitectura y en el arte; pero no así en la literatura. Por eso no sabría escribir una novela de cientos y cientos de páginas. [35]

Siempre he intentado escribir con frases concisas, sencillas, de estilo telegráfico. Pero la cosa se complicó con El Imperio, porque el espacio —inmenso, desparramado, sin forma— dificultaba la manera telegráfica de escribir. Hay una fuerte ligazón entre el tema y el estilo. Cuando leemos a Dostoievski, a Tolstói o a Turguénev comprobamos que sus frases se alargan y se ensanchan como la tierra rusa. En pleno proceso de mi trabajo sobre El Imperio me di cuenta de que me afectaba el mismo fenómeno, de que era más fuerte que yo, y así el fondo influyó sobre la forma. [51]

Preparándome para escribir El Imperio estudié documentos que justo en aquellos momentos fueron desclasificados. Pero no solo. También materias como historia de la filosofía, de la religión y de la Iglesia ortodoxa; asimismo releí algunas obras clásicas de los grandes novelistas rusos, y estas lecturas influyeron sobre la lengua del libro. [28]

Por lo general, intento escribir con frases cortas, pues estas crean ritmo y movimiento. Rápidas, dotan a la prosa de claridad. Pero cuando estaba trabajando en El Imperio, de pronto me di cuenta de que en el caso de este libro, la descripción exigía frases largas. Cambió completamente el estilo de mi narración. La causa yace en lo extenso del tema, imposible de plasmar en frases cortas. La forma debe corresponder al fondo. La descripción del paisaje ruso —ancho, inabarcable, infinito— pedía a gritos el uso de frases largas.

[Lapidarium II]

Concedo muchísima importancia a la lengua. La búsqueda de «llaves» lingüísticas, de palabras no gastadas (diccionarios y más diccionarios), se lleva la parte del león del tiempo que dedico al trabajo en cada libro. Si alguien lee algún capítulo y se limita tan solo a los problemas que en él expongo y no presta atención a la lengua en que lo hago, lo vivo como un fracaso personal.

En El Emperador usé el recurso de «barroquización» de la lengua con toda intencionalidad: mi aspiración era reflejar el increíble anacronismo de aquella realidad. [28]

Creo en la relación entre la forma de un libro, el estilo en que está escrito, y el tema que aborda. En gran parte de El Emperador uso el polaco antiguo; incluso me confeccioné un diccionario ad hoc. Necesitaba un vocabulario arcaico para plasmar la arcaica naturaleza del autoritarismo. Lo encontré en obras de autores polacos de los siglos XVI y XVII: Kochanowski, Rej, Sęp Szarzynśki, Klonowic, representantes de la generación clásica y metafísica de nuestra literatura (la lengua de nuestro romanticismo ya es moderna). Hurgando hasta la saciedad en aquellas páginas, en cada una encontré palabras bellísimas, fuertes, casi físicas, hoy caídas en el olvido. [45]

Dígoos, señor, que yo de luengo tiempo conoscí que todo iba de mal en peor. Bastábame con ver el comportamiento de los gentileshombres, los cuales cada vez que parescían negros nubarrones apretadamente se apiñaban, del Imperio todos se olvidaban, por de dentro todos se encerraban, comoquiera que entre ellos hablaban, solo para sí se cohortaban y la razón se daban confirmándose en sus posiciones y merecimientos y ya ni siquiera a nosotros, malos de nuestros pecados, la servidumbre, pedían nuevas de la ciudad con el gran temor de oír casos espantables, y de todas las maneras ¿qué habían de preguntar si ya nada podíase hacer con tan gran decaimiento?

[El Emperador]

La literatura absoluta no existe: nunca se logra describir algo con toda la plenitud y perfección. A lo más a que podemos aspirar es a la mayor aproximación posible, un proceso que jamás se verá coronado por un éxito total. El talento narrativo se mide por el grado en que se consigue tal propósito. Vista desde esta perspectiva, en la literatura encontramos muchas descripciones que se acercan a este inalcanzable ideal. Pero todas aquellas personas que han vivido la guerra en carne propia saben que esta, en realidad, es indescriptible. [16]

Al ponernos a escribir sobre el mundo de hoy, debemos tener plena conciencia de lo limitados e imperfectos que son los recursos de que disponemos. De ahí que nos veamos obligados a no dejar de plantearnos ni por un instante cómo enriquecer nuestro «taller» de trabajo con herramientas que sean capaces de transmitir el verdadero sentido de la historia que «se hace» ante nuestros ojos. Cuando trabajaba sobre El Imperio, me daba perfecta cuenta del desafío que encerraba tal cosa. No me había puesto como meta el mero hecho de escribir un nuevo libro; tampoco que este fuese mejor o peor. Intuía en mi fuero interno que se trataba de algo mucho más importante: de nuestra manera de pensar, de los límites de nuestra imaginación y, finalmente, de un intento de dar una respuesta aproximada a la pregunta de por qué derroteros iba a avanzar el mundo. [23]

En mi época de corresponsal de la PAP, solo al regresar a casa podía dedicarme a escribir textos de cierta envergadura que sintetizaran las experiencias vividas. Aunque llevo años apartado del trabajo de corresponsal, tampoco hoy encuentro el momento para escribir mientras estoy de viaje, pues en él tengo puestos todos mis sentidos. Luego, una vez recogido y acumulado todo el material, aún hay que entrar en el dominio de la palabra, en la lengua de la literatura. Para lograrlo, hace falta cambiar de manera de pensar y sentir; sintonizar percepción y sensibilidad en la onda adecuada. Mientras se viaja, uno oye y habla otras lenguas; cuando se recogen materiales, estos acaparan toda nuestra atención. Cuando nos ponemos a escribir, sin embargo, primero hay que leer a Z. eromski, a Prus, a Nałkowska, hay que «empaparse» de la más hermosa prosa polaca, que, al devolvernos la mirada patria, nos introduce de nuevo en el acervo lingüístico y literario propio, permitiendo nuestra inmersión en el género. [35]

Creo en mi «acumulador», que recargo todos los días, en mi memoria e imaginación. Hace años leí una historia que me convenció enseguida, porque respondía a lo que yo mismo intuía. Se remonta a la época en que el viejo y experimentado escritor Maxim Gorki apadrinaba a jóvenes talentos que acudían al maestro con sus escritos y él los comentaba, criticaba y emitía juicios sobre su valor artístico. Un día llamó a su puerta un joven que respondía al nombre de Konstantín Paustovski, con un cuento bajo el brazo. Gorki leyó el relato y se dirigió a su autor más o menos con estas palabras: «Mire, joven, lo que ha escrito es muy interesante y revela que no se ha equivocado de oficio: dedíquese a escribir. Pero aún no. Por el momento, deje de lado la literatura. Vaya por todos los rincones de la Rusia profunda, trabaje, viva la vida real. No apunte nada. Después comience a escribir. Lo que haya vivido de verdad quedará grabado en su memoria y lo que se le olvide… no importa: querrá decir que no merece la pena ser descrito». Hay cosas que tengo metidas dentro y para verterlas sobre el papel no me hacen falta apuntes; solo necesito tiempo. El dato siempre se puede hallar en libros de consulta o en boletines de prensa. Lo que yo busco es el meollo, el elemento más importante de un acontecimiento o de una experiencia, aquello que constituye el tema, el hilo conductor de una historia. [54]

Los autores debemos mostrarnos humildes y tener siempre presente que un libro nuestro editado en otra lengua lo firmamos solo a medias. Magnífico representante de la cultura del siglo XXI, que será el siglo de la traducción, Anders Bödegård es un ejemplo de todo ese gremio de traductores a los que conocemos muy poco porque a menudo quedan eclipsados por el nombre del escritor. Y, sin embargo, sin ellos la literatura universal no existiría. (…)

Entramos en un mundo multicultural, multilingüe, y los traductores no solo vierten la literatura de una lengua en otra, sino que gracias a ellos nos aproximamos los unos a los otros. El mundo actual es inconcebible sin ellos. Su papel es fundamental para el futuro de este mundo nuestro porque los que lo habitamos nos tenemos que entender, a pesar de que este entendimiento no parezca hoy nada fácil. Y no solo por razones ideológicas. También es un problema de comunicación intercultural. No apreciamos en su justa medida, creo yo, el hecho de que la literatura extranjera que conocemos solo en un cincuenta por ciento está escrita por los «autores». La otra mitad es obra del traductor. Por eso rindo este homenaje: sois vosotros los que traducís el mundo.

No podríamos, repito, existir sin ellos. Igual que muchos magníficos autores del presente y del pasado que «no existen» porque no están traducidos y solo los puede apreciar un círculo limitado de lectores. Anders fue mi tabla de salvación sueca: las primeras traducciones de mis libros que aparecieron en su país se habían hecho del inglés, por lo que no dejaban de ser productos «de segunda mano». Él consideró que debía intervenir para remediarlo y no ha parado hasta conseguir su propósito. Se puso a traducir y mis libros empezaron a «funcionar» en Suecia. [IX]

Me siento profundamente ligado a Polesia. Es un tema que anida en mis entrañas pero que aún no me ha llamado. No ceso de oír llamadas procedentes de los rincones más remotos de nuestro planeta. Tal vez un día, cuando ya no tenga fuerzas para recorrer mundos lejanos, estiraré el brazo para asir lo cercano, lo que está nada más traspasar la linde. [26]

Todos escriben sobre Lvov y sobre Vilna, nadie sobre Pińsk; así que todos mis compatriotas «chicos», gente de Polesia (que hacemos piña), apoyan de todo corazón mi proyecto de escribir un libro sobre Pińsk. Será el Pińsk anterior a 1939, al estallido de la guerra, visto con los ojos de un niño —de ese niño que fui—, un mundo que ya no existe, una pequeña ciudad que tampoco existe ya. Será un intento chagalliano de reconstruir aquellos climas y ambientes, como en un duermevela. Siempre que puedo viajo a mi pueblo: siento una fuerte necesidad de volver a los orígenes, tanto más cuanto que todo va desapareciendo a marchas forzadas y dentro de poco no quedará un solo vestigio. [35]