ESTAMPAS POLACAS

Gente en la parada de autobús

en la calle Wolska

Pobreza

pobreza

al caer la noche

pobreza borracha

[Bloc de notas]

Cuando un acontecimiento me fascina, siento el deseo, instintivo e irrefrenable, de verlo con mis propios ojos y de participar en él. Me pasó, también, con «el agosto polaco». Acababa de regresar de Irán, después de la revolución. No hacía mucho que me había puesto a escribir El Sha cuando empezaron las huelgas. Estaba convencido de que la profesión en pleno se habría desplazado hasta la costa, pero no fue así: me topé con muy pocos reporteros. Y es que el de la Polonia de entonces no era un periodismo de iniciativa propia: por lo general, el periodista acudía al lugar de los hechos cuando recibía el encargo de cubrirlos. Y como ninguna redacción se había apresurado a enviar allí a su corresponsal —pues los hechos no obedecían a la línea ideológica del partido—, no encontré nutridos grupos de colegas. Cogí el primer tren con destino a Szczecin, ciudad en la que tenía familiares y amigos. Entrar en el cerrado escenario de la huelga no era empresa fácil, pero gracias a unos y otros conseguí hacerlo. No por mucho tiempo porque, cuando llegó la noticia de que la batalla decisiva se daría en Gdanśk, cogí otro tren —vacío, pues el país estaba paralizado—, que me llevó a Gdanśk. Fui directo al astillero, donde comprobé que la entrada sería aún más difícil: los obreros que custodiaban la verja la abrían muy de vez en cuando, guiándose por el criterio único de su «soberana voluntad». Vigilantes y alertas en todo momento, vetaban el paso a muchas personas. A mí, por suerte, me permitieron entrar. [36]

No sé si todos somos conscientes de ello, pero pase lo que pase en el futuro, desde el verano de 1980 estamos viviendo en una Polonia diferente. Creo que esa diferencia consiste en que los obreros han hablado —y en cuestiones de lo más fundamentales— con su propia voz. Y están decididos a seguir tomando la palabra.

[Lapidarium I]

Al escribir, siempre nos exponemos al peligro de «achatar» el pasado, de «diluir» la historia, que al fin y al cabo es un proceso extraordinariamente diversificado y que aúna un sinfín de elementos. Cuando contemplamos este desde una perspectiva temporal distante, surge el peligro de verlo todo aplanado, romo. Y entonces todos los componentes —extraordinarios e insignificantes, buenos y malos— crearán un cierto término medio. Por eso la escritura que me parece más próxima a la vida, a la realidad, es aquella que relata unos determinados hechos tal como se han vivido en el momento de producirse y no como se nos revelan al cabo del tiempo, pasadas —digamos— varias décadas. En este último caso, se pierde su especificidad, su color, su clima. Su sentido. Por ejemplo, el del «agosto polaco» estribó en que los hechos acaecidos en la costa supusieron una ruptura radical con el gris paisaje de los años setenta, dominado por la insustancialidad, el envilecimiento, la zafiedad y la dipsomanía del obrero. Voy al astillero de Gdanśk y ¿qué veo? A los mismos hombres que he visto hace dos semanas pero de repente convertidos en ángeles: no se emborrachan, no roban, se ayudan mutuamente. Es un momento inolvidable. [36]

En la costa, los obreros han roto el estereotipo —aposentado en los despachos oficiales y en los salones de las élites— de currante. El currante no discute, cumple el plan. Cuando se le pide la palabra, solo es para que prometa y que asegure. Al currante le importa una sola cosa: cuánto ganará. Al salir de la empresa saca en los bolsillos tornillos, cables y herramientas. Si no fuera por la dirección, los ladrones de los currantes se llevarían la fábrica entera. Luego se apuestan ante los kioscos de cerveza. Luego, duermen. Por la mañana, yendo al trabajo en tren, juegan a las cartas. Al llegar a la fábrica hacen cola ante la consulta del médico, de donde salen con una baja. No es nada fácil la vida del que ha de dirigir a una legión de currantes. No hay tema del que se pueda hablar con ellos. Todas las reuniones importantes se llenan de suspiros en torno a esta cuestión.

A la hora de la verdad, primero en la costa y más tarde a lo largo y ancho del país, de detrás de esos vapores de tranquilizadora autosatisfacción ha asomado el rostro joven de la nueva generación de los obreros: pensantes, inteligentes, conscientes de su lugar en la sociedad y —lo más importante— decididos a sacar todas las consecuencias del hecho de que, según los principios ideológicos del régimen, su clase tiene reservado el papel de vanguardia de la sociedad. Hasta donde llega mi memoria, esa convicción, esa seguridad y esa voluntad inquebrantable se manifestaron con tamaña fuerza por primera vez en aquellos días de agosto. Es por nuestra tierra por donde ha empezado a fluir ese río que cambia el paisaje y el clima del país.

Su prudencia, su sentido común y su —sí, quiero usar esta palabra— humanismo. El mayor castigo consistía en ser expulsado de la huelga. He aquí una escena (por lo demás, muy poco frecuente) de cuando la asamblea del astillero decide expulsar a un hombre que la ha puesto en una situación comprometida. Wałęsa: «Apelo a todos: que este señor abandone el recinto tranquilamente, sin recibir ninguna ofensa. Os pido un comportamiento digno y noble».

[Lapidarium I]

La experiencia de vivir desde dentro el periodo crucial de aquella revolución polaca y los meses siguientes, caracterizados por la marea Solidarność, fue demasiado intensa, absorbente e interesante como para «malgastar» el tiempo escribiendo sobre tamaña tempestad. No sé escribir y a la vez hacer otra cosa. Para coger la pluma, necesito recluirme, aislarme por completo del mundo exterior. Y en aquellos momentos ni pude ni quise aislarme de lo que ocurría. De ahí que no escribiese más que textos circunstanciales, poca cosa, pues no estaba el horno para proyectos de envergadura. Cuando estoy metido dentro de un acontecimiento, no escribo sobre el mismo porque no sé tomar la distancia necesaria. [34]

Una escena más (también de Gdanśk), de cuando acudieron a los astilleros dos trotskistas de España. Los obreros me pidieron que les hiciera de intérprete. Trotskista: «Nos gustaría conocer de primera mano vuestra revolución». Miembro del comité de huelga: «Se han equivocado, señores. Aquí no hacemos ninguna revolución. Arreglamos nuestros asuntos. Perdonen, pero les pedimos que abandonen inmediatamente el recinto del astillero, y no vuelvan más».

«Arreglamos nuestros asuntos». También era importante cómo los arreglaban. En su acción no había ningún elemento de venganza, ningún deseo de desquitarse ni de ajustar cuentas personales. Preguntados por esta actitud, contestaban que «eran cosas secundarias, sin importancia» y que, además, obrar de otro modo «sería un deshonor». Durante estos días de agosto, muchas palabras de pronto han resucitado, han recuperado su peso y cobrado brillo: la palabra «honor», la palabra «dignidad», la palabra «igualdad».

Ha empezado una nueva clase de lengua polaca. El tema: la democracia. Una clase difícil, ardua, llevada a cabo bajo un estricto ojo avizor que no permite chuletas. Por eso también habrá suspensos. Pero ya ha sonado el timbre y todos hemos ocupado nuestros pupitres.

[Lapidarium I]

En Polonia, la historia tiene forma de una apisonadora que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. La del siglo XX, brutal, colocó a la gente ante unas exigencias desmesuradas, de esfuerzos auténticamente titánicos. Sería una gran injusticia juzgar con la misma medida el comportamiento de una persona nacida en los años treinta en Moscú y de otra nacida en Ginebra. [32]

«En nuestro país, todo es un arma; todo: la bayoneta, el arado y la pluma. Lucha con aquello que mejor domines. Tienes que ser más sabio que las potencias más astutas. Por Dios misericordioso, no te dejes abatir por los golpes que te aseste su vileza. No morirás de desesperación si con tu vida te ganas la gloria». (Cyprian Godebski [poeta y soldado, 1765-1809]).

[Lapidarium I]

Además, tenemos que recordar que la distancia que nos separa de Occidente no se ha creado en los últimos cincuenta u ochenta años. La división de Europa se consumó ya en el siglo XVII. Cuando potencias como Inglaterra, Francia u Holanda estaban en plena expansión colonizadora, Polonia apenas era una trastienda agrícola del continente. Fijémonos, por ejemplo, en la pintura holandesa del siglo XVII. Pero no en su incalculable valor artístico, sino desde el punto de vista sociológico, de organización social y nivel civilizatorio. En los lienzos se ven ciudades holandesas magníficamente desarrolladas, interiores de lujo, una arquitectura maravillosa. Cien años más tarde, el rey de Polonia Estanislao Augusto Poniatowski no puede llegar a la ciudad de Grodno porque su carroza se hunde en unos barrizales tan profundos y espesos que ni siquiera un destacamento del ejército es capaz de rescatarla. Repito: entre las dos estampas europeas han transcurrido ¡cien años! Así que, en mi condición de historiador por formación y por afición, me inclino a juzgar —a juzgarnos— a la nación polaca con atenuantes, pues soy consciente de que tiene que recuperar un atraso que se remonta a más de una o dos generaciones. [32]

El filósofo y teórico de la cultura Stanisław Brzozowski, en su Diario, 21/12/1910:

«¡Señor!, qué difícil resulta hoy ser polaco, querer pensar, querer trabajar».

[Lapidarium I]

Todavía acusamos la destrucción de la intelligentsia y de la clase media —clase que además nunca tuvo gran relevancia en Polonia— durante la Segunda Guerra Mundial y la época posterior. Durante la guerra perdió la vida el cuarenta por ciento de los habitantes de las ciudades frente al cinco por ciento de la población rural. Luego se añadieron la discriminación y el exilio de las décadas posteriores. A Polonia le cortaron la cabeza. Esta es la esencia de nuestra pérdida. (…)

La desconfianza polaca se debe en parte al miedo histórico —el peligro que en el pasado constituían nuestros vecinos—, pero sobre todo a la naturaleza campesina de nuestra sociedad. El campesino centroeuropeo tenía instalada la desconfianza en su mentalidad, porque todo extraño que aparecía en su aldea era una amenaza. [14]

Alambradas

Tú escribes sobre el hombre en un lager

yo sobre el lager en el hombre

tus alambradas están fuera

las mías se enmarañan dentro de cada uno de nosotros

¿Crees que es grande la diferencia?

Son dos caras de un mismo sufrimiento.

[Bloc de notas]

No nos damos cuenta de hasta qué punto nuestra entrada en Europa es una cuestión de cultura, no una mera cuestión económica. [14]

Verano de 1990

Varsovia, en una cola:

—¿Qué salida tenemos nosotros, los polacos? El comunismo ha caído, pero tampoco servimos para el capitalismo.

[Lapidarium II]

Ayer me di un paseo por la calle Bartycka, ese enorme centro de venta de materiales de construcción. Se exponen muchos productos (aunque tampoco tantos). Si bien en comparación con los años de comunismo, es visible, el progreso en materia de abastecimiento, las costumbres de los vendedores, su manera de ser y de comportarse parecen sacados directamente de la Polonia Popular.

En primer lugar, los vendedores están sentados. Entra un cliente y el vendedor sigue sentado; ni se le pasa por la cabeza que tal vez debería levantarse. Habla con el cliente sin abandonar su posición de reposo. Cuando le piden un artículo que tiene a mano y puede alcanzarlo sin levantarse, no se levanta. Y conversar con él suena así:

—¿Hay sierras eléctricas?

—No hay.

—¿Las habrá?

—No sé.

No se le ocurre pensar en encargarlas. Ni decir: «Venga dentro de una semana, para entonces ya las habremos recibido». No: él no sabe. Si se las envían, las tendrá; si no, no las tendrá. Faltan: información, iniciativa, ganas y amabilidad.

[Lapidarium IV]

Polonia, dependiendo de la estación del año, se convierte en cuatro países diferentes. Cambia el aspecto de las ciudades, cambia el paisaje, cambia la vestimenta y, también, el ánimo de las personas.

[Lapidarium V]