ESTAMPAS RUSAS

Rusia frente a Europa. Rasgos que caracterizan a Europa: proximidad, presencia del otro, facilidad de contacto directo que permite un intercambio de ideas y opiniones, alienta a crear y «domesticar» la naturaleza conjuntamente. Rusia, en cambio, significa imposición de enormes distancias, alejamiento y soledad, sensación de verse aplastado por un cielo infinito y apresado en medio de extensiones de tierra inabarcables.

Reacción del hombre de Occidente:

—¿Las cosas van mal? ¡Hay que actuar, hacer algo para mejorarlas!

Reacción del hombre del Este:

—¿Las cosas van mal? Cierto, ¡pero podrían ir mucho peor!

[Lapidarium II]

Generaciones enteras de pensadores —desde Danilevski hasta Bulgákov— han definido a Rusia como «otra cosa», ni Europa ni Asia, sino como Euroasia. Esto significa que Europa, la occidental por supuesto, es la civilización de la forma mientras que Rusia es una civilización sin forma. En Europa todo tiene forma: las carreteras, las ciudades; todo tiene una estructura. En Rusia, por el contrario, la forma desaparece. Exceptuando unos cuantos puntos, todo lo demás es un espacio caótico y deslavazado. En algún lugar había un camino, pero ya no lo hay; en otro había un edificio, pero se ha derrumbado; en el mapa aparece el nombre de una población, pero no hay manera de llegar hasta ella.

¿Cuánto queda aún a estas alturas de la vieja Rusia? Berdiáev escribió en su tiempo que el ruso es un pueblo antinómico, que la antinomia es, en realidad, su principal característica, lo que mejor lo define. Porque, por un lado, se trata de un pueblo capaz de demostrar una gran cordialidad y una hospitalidad de lo más desinteresada, pero, por el otro, su psiquis entraña —como lo describió Dostoievski— un fuerte componente de gratuita crueldad.

[«Mientras existían los sóviets»]

Hay sociedades en las que todo ha quedado destruido; por ejemplo, Rusia. La rusa era una cultura dual, paralela: campesina y aristocrática. Como en la Rusia actual no existe ni campesinado ni aristocracia, no hay a qué remitirse. (…) Craso error de Occidente a la hora de juzgar el comunismo ruso: pensar que se trataba de una estructura artificial, impuesta por los tanques soviéticos; si quitamos los tanques, el comunismo dejará de existir. Era cierto, pero solo en al ámbito jurídico-administrativo, no en el cultural. El emigrado ruso Mijaíl Heller escribe en su libro La máquina y los tornillos que el comunismo ha perdido en todos los frentes menos uno: la formación del hombre. El sistema ha dejado huellas imborrables en la mentalidad de la gente, en su manera de percibir el mundo y juzgar la realidad. [21]

En una ocasión participé en Irkutsk en una especie de, digámosle, misterio. Cuando fui a verlo, pagué, me acuerdo, dos rublos, suma que en 1990 era dinero. Ocho hombres ataviados con antiguos trajes rusos hablaban en estos términos: «¡Pueblo ruso!, contra ti se había forjado el mayor apocalipsis del mundo. Ningún holocausto judío se le puede comparar. Hoy seríamos trescientos millones, y solo somos ciento cincuenta. Fuimos víctimas de un complot internacional que se llamó revolución y que tuvo por objetivo borrarnos de la faz de la Tierra. Como resultado, quedamos solo la mitad. Además, la peor. ¿Quiénes fueron los asesinados? Los más activos, enérgicos e inteligentes patriotas y pensadores, de los cuales no quedó ni uno entre los vivos. Nuestra única esperanza radica en el renacimiento de la gran Rusia». Y allí comenzaba la oración; los hombres se prosternaron hasta casi tocar el suelo con la cabeza, muy a la manera rusa.

[«Mientras existían los sóviets»]

—¡Rusia —grita el Ideólogo— tiene que seguir siendo una superpotencia mundial! Quieren que nos convirtamos en algo así como los indios de una reserva americana. Intentan emborracharnos, tratan de envenenarnos. Pero nosotros no nos convertiremos en indios. ¡No seremos una república bananera! (Fanfarrias, mucho tambor).

Nos amenaza con el puño:

—¡No bailéis al son de la música de Occidente! ¡No os colguéis del cuello botellas de Coca-Cola! (Un solo de tambor).

—Nuestro objetivo consiste en salvar la nación y el Estado —dice con énfasis, fuerza y decisión—. Nuestro objetivo es: un solo Estado, un solo territorio, un solo espíritu, ¡una sola Rusia! (Muchas fanfarrias, mucho tambor).

—Dentro de poco —añade con esperanza, aunque también con convencimiento, en la voz— el pueblo se hartará de este caos pluralista, de toda esta desbocada farsa y comprenderá que ¡solo el Zar podrá traer la salvación!

La siguiente letanía a Rusia comienza.

—Rusia, perdónanos nuestros pecados —dice el Abanderado—: el pecado de la descreencia, el pecado de la debilidad y el pecado de la pérdida del objetivo. Juramos devolverte la grandeza, juramos devolverte la fuerza, te juramos fidelidad. ¡Que tu sol, Rusia, brille sobre el mundo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! (Largas fanfarrias, fuerte tambor, cruces y más cruces, reverencias y más reverencias).

[El Imperio]

Rusia no ha saldado cuentas con el bolchevismo. Nadie lo ha intentado. Allí no había, como en Polonia, una fuerte oposición ni pilares sobre los que construir una sociedad civil. Cuando se produjo la caída de la Unión Soviética, no existía una élite alternativa. La gente que ejerce el poder en la Rusia de hoy es, en realidad, la antigua élite soviética, la misma nomenklatura, que no tiene ninguna intención de emitir juicios sobre su propio pasado. (…) Después de un periodo de conmoción y desorientación social a raíz del desmoronamiento de la Unión Soviética, desde 1992 se observa un proceso de reconstrucción y consolidación de posiciones y concepciones antiguas. La mentalidad de los rusos no puede aceptar la pérdida de su posición de superpotencia. Los últimos años han demostrado que a los ojos del ruso, «rusidad» significa imperio. El concepto de lo ruso funciona cuando va acompañado de conceptos como expansión, grandes territorios e imposibilidad de renunciar a aquello que una vez se había conquistado. Sirvan de ejemplo las Kuriles. Estas islas no constituyen ningún valor excepto el doctrinal: el soldado ruso jamás se retira de una tierra conquistada. Japón estaría dispuesto a entrar al día siguiente con todo su poderío económico y contribuir al desarrollo de Siberia, pero no puede a causa de estos cuatro islotes. La doctrina está tan fuertemente arraigada que bloquea el desarrollo de la mitad de Rusia, pero es así porque la mentalidad rusa impide ceder.

Rusia siempre tuvo grandes problemas en el sur. Las guerras no paraban de sucederse: Crimea, el Cáucaso, Asia Central. La literatura rusa del siglo XIX da fe de la presencia rusa en el sur, siempre en fortalezas: una presencia de ocupante. La revolución bolchevique se hizo en 1917, pero los movimientos guerrilleros no cesaron en Asia Central hasta 1940. Con la entrada de los alemanes empezaron a formarse divisiones ya uzbekas, ya kazajas, que lucharon junto a Hitler contra Rusia. El movimiento de resistencia en realidad nunca se ha detenido. De ahí los destierros masivos a Siberia de pueblos enteros, ordenados por Stalin.

En Chechenia se superponen dos conflictos. El primero: de Estado. Se trata de un intento de reconstrucción de la antigua Unión Soviética bajo otro nombre, o sea, un intento de recolonización tras el periodo de descolonización que empezó en 1991. El segundo, muy importante, es el conflicto entre Rusia y lo ruso, entre —dicho sea con mil precauciones— la religión ortodoxa y la expansión del islam. La posición de Rusia se ve muy amenazada, aunque solo sea por causas demográficas: los rusos llevan varios años consecutivos de crecimiento demográfico negativo, mientras que la población no rusa de la Federación, incluida la de Chechenia, registra un ritmo de crecimiento seis veces más alto. Si la tendencia sigue manteniéndose, dentro de treinta o cuarenta años los rusos serán una minoría en el país. Y el no ruso en Rusia significa, sobre todo, musulmán hablante de una de las lenguas del grupo turco. (…)

No se puede preguntar quién ganará o quién perderá la guerra de Chechenia. Como mucho, si es posible sofocar aquel conflicto. A corto plazo y con superioridad armamentística, sí. Pero Rusia no puede ganar su guerra contra el islam, que hoy es la religión más dinámica y expansiva y que atrae poderosamente a pueblos pobres que buscan su lugar en el mundo. Ante la actual debilidad económica y militar de Moscú y el gran dinamismo de aquellas sociedades —que cuentan con el apoyo de todo el mundo islámico, sobre todo de Irán y Turquía— Rusia vuelve a hallarse ante el peligro de una frontera en llamas. Los pueblos caucásicos no están libres de conflictos internos, pero saben unirse. Una federación constituiría una fuerza poderosísima. Se añaden a todo esto las condiciones geográficas, un territorio en que un ejército regular está condenado al fracaso.

Rusia puede encontrarse con un nuevo Afganistán. Esta sociedad ya tuvo sus «afganos», ahora tendrá «chechenos» y luego tal vez sus «ingushes». En la época estalinista se podía fabricar argumentos ideológicos: que se libraba una lucha por el comunismo y que había que combatir la contrarrevolución. ¿Pero cómo mantener buenas relaciones con Occidente y esperar su ayuda, cómo autoproclamarse heraldo de la democracia, de una política de apertura y reformas, y al mismo tiempo someter a pueblos enteros? Irreconciliable. ¿Cómo justificar esta intervención? ¿Con qué argumentos? [42]

Rusia pasa por una época de gran transformación, y el cambio principal consiste en la aparición de una nueva clase social formada por grandes industriales, hombres de negocios y banqueros. Se trata de un fenómeno del todo nuevo. La clase en cuestión paulatinamente se hace con mayores cotas de poder, no solo económico sino también político. En gran parte ha surgido de la antigua nomenklatura, pero no solo de allí. Estos nuevos propietarios de Rusia se han hecho con toda la estructura del nuevo capital del país. Se trata de una clase sin pasado. En Occidente, las fortunas crecen de generación en generación; existen auténticas sagas de empresarios. En Rusia no puede haberlas porque esta clase solo ha empezado a desarrollarse y está buscando su lugar en un sistema que también está en sus comienzos. No se sabe de dónde ha salido su riqueza; nadie sabe dar una respuesta fehaciente a esta pregunta. Por supuesto, la fuente hay que buscarla, entre otras, en la política: de ahí sus fuertes ligazones con el mundo de la política. (…)

Estamos ante un proceso distinto, incluso opuesto, a los que se observan en otros países de Europa central. En Rusia el Estado no renuncia a su influencia sobre la economía, aunque lo hace de otra manera que en la época de la Unión Soviética: no se obliga a cumplir las órdenes de las instancias del poder. Ahora consiste, precisamente, en la interrelación personal de los dos estamentos: el político y el económico. (…)

Rusia se encamina hacia un capitalismo de Estado. A lo largo y ancho del país se ha extendido una auténtica «fiebre del oro», una carrera increíble en pos del dinero. Unos amigos me han contado el siguiente chiste: ¿Cuántos partidos políticos hay en Rusia? Dos: el del dólar y el del rublo. Es un fenómeno del todo nuevo. La persecución de la riqueza siempre ha sido mal vista en la cultura rusa. Ha permanecido bien escondida hasta ahora, cuando todo el mundo —obreros e intelligentsia— solo habla de cómo cambiar el piso por uno más grande, comprar una dacha o veranear en Chipre. (…)

Los demócratas rusos están pasando por una profunda crisis. La revista Znamia publicó no hace mucho «El otoño de nuestra primavera», un ensayo en torno a este tema. Es un buen título: aún no había acabado de instalarse la primavera cuando llegó el otoño. Los demócratas de la perestroika se han visto marginados o voluntariamente han abandonado la política. En mi último viaje a Moscú, quería encontrarme con una demócrata que conocí en otros tiempos. Y ella exigió dinero por esta cita… Quería cobrar por expresar sus opiniones porque ella ya era una capitalista y le interesaba ganar dinero: es así como esta mujer entiende el capitalismo. Casos como este, de una confusión total de conceptos, nociones y categorías, abundan en toda Rusia.

Muy diferente en cambio es la nueva intelligentsia rusa. Vuelve la filosofía, renace la sociología… A pesar de una caída en picado de las tiradas, siguen publicándose revistas interesantes, aunque ya no tienen la influencia de antaño. Pero esta nueva intelligentsia es del todo apolítica y se muestra crítica con los políticos. Todo lo contrario que en el resto del mundo, en Rusia el compromiso político es cosa de gente mayor. Basta con acercarse a cualquier manifestación. En la del Primero de Mayo, en Moscú, no había jóvenes, solo viejos, y lo mismo a favor que en contra.

La juventud es antipolítica, apolítica y está totalmente americanizada. Me invitaron a cenar en casa de unos amigos. Su nieta, de entre quince y veinte años, y que va a un buen colegio, nunca ha oído hablar de Sájarov, ninguno de sus compañeros de clase ha oído este nombre. Apenas varios alumnos reconocen el de Solzhenitsyn, ya no hablemos de leer sus libros. Esta generación se niega a oír hablar del pasado, no quiere ningún juicio; es como un telón echado. [53]

En Rusia, la amabilidad a menudo es considerada como una provocación. Una sonrisa desinteresada levanta suspicacias. Durante mis viajes suelo comer en bares. El modelo de comportamiento se repite en todas partes: la gente, callada, hace cola, y al que le toca el turno suelta en dirección a la camarera una especie de orden con voz gruñona y desagradable. Mi zdrávsvtuite, buenos días, suena como un desafío. Los del lugar me escrutan con la mirada: ¿bromeo o me he puesto enfermo? Es que los rusos, en lugar de hablar, gritan. Y todo el mundo lo considera natural. Cuestión de experiencia: quien no grite, no conseguirá nada.

Pero cuando la gente confía en ti y te acepta, Rusia irradia calor y hospitalidad: una dualidad característica de la cultura rusa, que causa gran perplejidad en el que llega del exterior. Por un lado tenemos ese trato oficial desalmado, indiferencia e incluso hostilidad; y por el otro, una capacidad de expresar sentimientos maravillosa. Diría yo que hay en ello dos éticas, igual que en una comunidad tribal. El extraño, el otro, parece que tiene que ser tratado con malos modos. La gente solo se desvive por el miembro de su comunidad. Así que para poder vivir, de alguna forma hay que entrar en ese mundo. En esto los rusos no se diferencian de las tribus africanas. Pero abstengámonos de buscar primitivismo en su conducta; ellos no paran de buscar a otro ser humano. Sirvan de ejemplo su modelo de conversación y sus hábitos lingüísticos. El inabarcable espacio ruso también lo es de la palabra. Nada ni nadie coloca un muro de contención ante la lengua de su épica. Igual que en la gran literatura rusa, que nunca conoció la disciplina de la palabra, las conversaciones rusas pocas veces ahorran saliva; en realidad, no se acaban nunca. El fenómeno tiene diferentes fuentes y manifestaciones. Por ejemplo, existe algo que se conoce con el calificativo de «cultura de la velada». Hay lugares en ese inmenso país donde reina la noche eterna. Vorkutá se sume en la oscuridad a las doce del mediodía y la conversación se convierte entonces en la única fuente de luz. Se sabe por experiencias y testimonios que la imposibilidad de conversar era uno de los grandes sufrimientos en la época de Stalin. Hablar con otro ser humano se revela como un renacimiento. [43]

Hay dos realidades rusas: junto a la mística, filosófica, espiritual y enaltecida se levanta un mundo de vileza, zafiedad y suciedad. Y entre ellos… ¿dónde hallar un punto de contacto? ¿Dónde están los puentes, los engarces, las trabazones? Al fin y al cabo solo juntas, estas dos realidades constituyen Rusia, que es una e indivisible.

[Lapidarium II]