AMÉRICA LATINA

Desde México, 1972

Pequeña plazoleta poblada de árboles en el centro de Querétaro. Todos los días, a las seis de la tarde el lugar se llena de bullicio. Primero llegan las mujeres, solo mujeres. Madres con sus hijas casaderas. Las mamás se acomodan en los bancos que rodean el grupo de viejos árboles que crecen en el centro de la plaza. Los bancos no alcanzan la veintena, las madres llegan a varias decenas, las hijas superan el centenar. Las muchachas se saludan y comienzan a pasear, en parejas, alrededor de la plaza. Caminan en la dirección de las agujas del reloj, siempre en el mismo sentido, que no cambia nunca, seguramente porque debe de tratarse de un rito practicado desde tiempos remotos. Al cabo de unos instantes en la plaza aparecen los muchachos, los solteros del lugar. También se saludan (pero solo entre ellos) y se ponen a pasear, en parejas, creando un anillo que gira por el exterior del que forman las muchachas. Por el exterior y en sentido contrario.

Este girar de los dos anillos se prolonga durante una hora.

Las madres observan, vigilantes.

Reina el silencio.

Se oye tan solo el ritmo de los pasos de las parejas caminando. Un staccato regular, nítido, perfectamente medido.

Los chicos y las chicas no hablan entre sí, no intercambian impresiones ni se cuentas chistes; no media palabra alguna. Tan solo mientras se cruzan, se observan mutuamente, concentrados. Sus miradas, ya discretas, ya insistentes, siempre están presentes y atentas. Mientras se contemplan, las dos partes se juzgan una a otra, sopesan y hacen su elección. Entre los dos anillos en movimiento giratorio vibra un espacio lleno de tensión, un campo magnético cargado de emociones difícilmente contenidas, de una atracción que se resiste al sosiego.

Transcurrida una hora, las madres, todas a la vez, se levantan de los bancos y empiezan a despedirse (la ceremonia dura unos minutos). Luego llaman a sus hijas y juntas se dirigen, despacio, hacia sus casas. El anillo de los muchachos también se rompe y se dispersa; los jóvenes desaparecen por las callejuelas adyacentes.

La plaza queda desierta.

Se oye únicamente el ensordecedor gorjeo de los pájaros que campan a sus anchas entre las espesas copas de los árboles que crecen en el centro de la plaza.

Aquí, en América Latina, es donde mejor se ve hasta qué punto el mundo vive en plantas diferentes o, más bien, en diferentes células; un mundo dividido, atomizado. ¿La desigualdad siempre genera odio? Aquí genera frustración e incluso, en muchos, resignación. Esta resignación es una forma de autodefensa, un astuto ardid que debe confundir el mal, debilitar los efectos de su acción. Es en la defensa y no en el ataque donde reside su fuerza; saben aguantar, pero no saben cambiar. Son como el arbusto del desierto: suficientemente fuerte para vivir pero demasiado débil para dar vida.

Existen dos géneros de corrupción: la de la riqueza y la de la miseria. Por lo general, suele hablarse de la primera, solo de ella, porque la riqueza verdaderamente desmoraliza. ¿Y la corrupción de la miseria? Es con la que lidian los guerrilleros de América Latina. El campesino que a cambio de cinco dólares envía a la masacre a todo un destacamento que lucha por su tierra y por su vida.

[Lapidarium I]

«Hoy comienza una nueva etapa». Esta primera frase de su Diario de Bolivia constituye al mismo tiempo un comentario a la filosofía política de Che Guevara. El Che consideraba la campaña boliviana como una etapa más del gran proceso revolucionario que se desarrolla en América Latina, y en general, en los países del Tercer Mundo. No contaba con una victoria fácil. En una conversación con Mario Monje —relatada en el Diario solo en parte— dijo que la guerrilla boliviana podría vencer al cabo de unos quince o veinte años. Él mismo no se hacía ilusiones de llegar a vivir lo suficiente para verlo (lo mataron cuando tenía treinta y nueve años). Un amigo suyo, Ricardo Rojo, menciona en su libro Mi amigo el Che que ya en 1961 Guevara le dijo que se había hecho a la idea de una muerte inminente. Lo mismo se desprende de las cartas que el Che escribió antes de partir para Bolivia. Consideraba que, antes que consignas y manifiestos, la revolución necesitaba ejemplos personales y que todo combatiente debía asumir y estar preparado para la muerte.

Un hombre que lo había tratado en su época boliviana me dijo en cierta ocasión: «El Che sabía que aquí encontraría la muerte, pero, hablando de la lucha que no se debía posponer, decía que alguien tenía que comenzarla».

Conviene recordar estas palabras al leer el Diario, porque se trata de un bloc de notas escrito por el comandante de un destacamento asediado, por un hombre que lleva esos últimos meses de su vida, por lo menos seis, librando una batalla desesperada; que sabe que podría salvarse deponiendo las armas, pero que no contempla tal posibilidad ni por un instante, todo lo contrario: sigue adelante, cae, se levanta y sigue; las últimas páginas del Diario ya no las ilumina ningún rayo de esperanza, el cerco se estrecha cada vez más, él ve cómo van cayendo sus hombres, ve cómo huyen; cada vez más solo, lo ahoga el asma y lo aplasta el peso de su enorme mochila llena de libros; hambriento y con llagas cubriéndole las piernas, está en un terreno extraño y traicionero en el que no sabe adónde dirigirse, en un lugar más aislado del mundo que la luna, sin esperanza de recibir ayuda alguna, solo ante la certeza del fin. La debía de tener, porque el futuro ya no le guardaba gran cosa: unos cuantos kilómetros de caminata, una pistola sin munición, un último destello de alegría porque «el día ha sido tranquilo», la última noche, el último barranco, el último disparo. (…)

Las limitadas páginas de una introducción no dan margen para una exhaustiva descripción de Bolivia. Se trata de uno de los países más trágicos de cuantos he visto en mi peregrinar por el mundo. Las personas que conocen la América Latina por las tarjetas postales o por frívolas descripciones no son capaces de imaginarse la miseria que se puede encontrar en aquel país. El problema radica en que la conciencia social, el sentimiento de vejación y la voluntad de lucha nacen en el ser humano solo a partir de un cierto nivel de existencia. Por debajo de ese nivel, la miseria no genera, sino que mata la conciencia. Con esta situación se encontró en Bolivia el Che.

[Diario de Bolivia, Nota del traductor]

Un campesino apellidado Rojas denuncia, condenándolos a muerte, a trece hombres del destacamento de Guevara. El oficial del ejército le paga por ello cinco dólares, a los que añade una barra de chocolate.

[Cristo con el fusil al hombro, «Guevara y Allende»]

La miseria desmoraliza. Si un tercio de una sociedad vive sumido en la indigencia, la sociedad entera está desmoralizada. El miedo es producto de la miseria, como lo es el impulso irrefrenable, el sueño febril, de salir de ella a toda costa. Parapetarse tras el cristal de las ventanillas de un coche de lujo, tras la valla que rodea un chalet, tras una gruesa cuenta bancaria. La miseria aplasta y echa para atrás. Afloja la conciencia y acorta perspectivas. El hombre solo piensa en qué comerá hoy, dentro de una hora, dentro de un instante. La miseria es antisocial e insolidaria. Una muchedumbre de miserables jamás se mostrará solidaria. Basta con lanzarle un mendrugo de pan para que empiece a pelearse por él. Las imágenes de la penuria no interesan a nadie, no suscitan curiosidad. La gente se aparta, como por un reflejo, de las bolsas de pobreza. Por lo visto hay en ella algo vergonzoso, algo humillante, una situación de fracaso, el estigma de la derrota.

Tipos de demagogia que cultivan los políticos de aquí:

los conservadores, la derecha: sostienen que, si bien la vida es dura, lo es para todos, de ahí que solo la unidad hará posible la salida de la difícil situación, unidad que debe manifestarse cerrando filas alrededor del poder, apoyándolo, comprendiéndolo, etc.;

los que se las dan de progresistas: estos atacan a los ricos, al capital extranjero, hablan de la miseria de unos y de la riqueza de otros, pero luego no hacen nada; los embriaga la palabrería, el discurso vano los consume;

finalmente, existe un tercer tipo de demagogia: la, llamémosle, demagogia de los datos. Por ejemplo un informe del presidente de la república: doscientos folios llenos de miles de cifras, nombres y fechas, puestos allí con el objetivo de ocultar lo principal: que no se ha hecho nada importante.

M. llama la atención sobre un elemento importante del modo de vivir en México (al igual que en el resto de América Latina). Lo llama asistencia. Se trata de la necesidad de participar en ceremonias importantes a las que acuden personalidades no menos relevantes. Son muchísimos los que lo dejan todo por asistir a ellas, cosa que les resulta imprescindible para seguir viviendo, para afirmar su amor propio. La seriedad, la pompa, los discursos, el formalismo, el ambiente que se respira en estas ceremonias, no sorprenden a nadie. Federico Bracamontes, empleado de banca y vecino mío, me invita a una recepción. El motivo es el siguiente: Federico pinta. Pinta unos kitsch espantosos, mejor dicho, horripilantes, o, mejor aún, deprimentes. La recepción la da con ocasión de culminar la creación de uno de sus kitsch. Durante el banquete destapa el cuadro. La costumbre exige que en este momento suenen exclamaciones de admiración. Es exactamente lo que sucede. Un fotógrafo saca fotos mientras los invitados, que han acudido en tropel, brindan por los kitsch futuros y felicitan al autor por el que acaba de presentar en sociedad.

En La Paz (Bolivia), la plaza de Murillo es el punto central de la ciudad. Los domingos por la mañana, los señores políticos acuden allí para lustrarse los zapatos. Cada partido ocupa su lado de la plaza. Cada partido tiene sus propios limpiabotas. Cada partido tiene sus propias calles, que la tradición ha convertido en el lugar habitual de sus encuentros y paseos. Otro tanto ocurre respecto de los barrios. Resulta imprescindible aclararse en este sistema que permite vivir a todos, peor o mejor, pero vivir, a fin de cuentas, les permite evitarse mutuamente y quedarse encerrados en sus guaridas.

En América Latina se sobreentiende que la política es una ocupación de ricos. Un político es un potentado. Partido y business vienen a significar lo mismo, y solo puede ser hombre de negocios el que posee un gran capital. Preguntado por sus ideas políticas, el pobre responde: «No las tengo. Soy demasiado pobre para permitirme el lujo de tenerlas». Su actitud no es sino el resultado de largas y arduas experiencias vividas en los países en los que la política siempre ha sido fuente de fabulosos ingresos personales, de riquezas y fortunas inmensas. Por eso las élites políticas de allí han sido y siguen siendo tan cerradas, tan inaccesibles y exclusivas; para que haya más que repartir entre menos, para que las faltriqueras abulten lo más posible. El papel del pueblo se reduce al de mero espectador, de testigo mudo, de hincha poco enterado que pasaba por allí por casualidad.

Tegucigalpa: en Tegucigalpa no hay en qué pensar.

Las grandes plazas y las calles anchas tienen en todo el mundo un rasgo común: el lugar del hombre se ve ocupado por la multitud. Para encontrar al hombre hay que adentrarse por callejones angostos, llegar a los suburbios, entrar en los portales.

Teoría de la relatividad del tiempo. El tiempo transcurre a velocidades diferentes dependiendo del lugar del globo terrestre, del punto preciso en que nos encontremos, de la cultura. El hecho de que años ha existieran distintas medidas del tiempo demuestra que la gente sabía diferenciarlas adecuándolas a las condiciones de la vida y de la geografía local. El que haya vivido en el desierto con tribus nómadas o entre los indios de la Amazonia sabe cómo nuestro reloj pierde allí sentido y toda razón de ser. Se convierte en un mecanismo inútil, en una abstracción ajena a la vida.

La frondosidad del trópico engaña, por cuanto que produce la impresión de extraordinaria fertilidad. Lo cierto es que allí, para conseguir algo, hay que pagar un precio muy alto. Hacen falta grandes inversiones para arrancar de raíz la vegetación tropical y así dejar el campo preparado para poder sembrarlo y cultivarlo. Las plagas de insectos o las enfermedades tropicales son otros de los graves problemas que padecen estas zonas. Y uno más, de suma importancia: las lluvias, que destrozan la tierra, eliminan la capa fértil del suelo, interrumpen las comunicaciones. Hay quien vaticina que en caso de talar la selva de Amazonia, la zona, en tan solo medio siglo, se convertiría en un desierto.

La información contenida en una sola frase a menudo no es sino desinformación. He aquí una noticia: «Anguila declarará su independencia». Anguila es un bello islote del Caribe. Una antigua posesión británica. Apareció allí un buen día un individuo astuto, un tal John Webster. Llegó a un acuerdo secreto con una empresa hotelera de Miami en virtud del cual él se comprometía a venderle la isla, que es, toda ella, una hermosa playa de aguas y arenas calientes. Para llevar la transacción a cabo, Webster fundó un partido de liberación nacional y declaró la isla (de diez mil habitantes) Estado independiente. Todo el asunto terminó con el envío al lugar de un destacamento de la policía londinense y la huida de Webster a Miami.

Paisajes andinos: profundos, artísticos, esculpidos con generosidad, llenando todo el espacio. Nuestra sensación humana de vernos perdidos en medio de estos paisajes.

«La segunda religión»: título y tema de un ensayo sobre el fútbol en América Latina. Se empieza por una pelota de trapo en un barrio de chabolas: callejones estrechos, patios angostos y enjambres de niños corriendo y gritando a voz en cuello. En Brasil se ha convertido en tradición lanzar a un rey del fútbol, como en otros lugares se lanza a una estrella de cine o a un líder popular. ¡El rey le dio al balón!, ¡el rey metió un gol!: todo un motivo para sentirse orgullosos. Tal vez porque uno de ellos ha sabido hacer algo. Partidos de fútbol que desencadenan una guerra o una masacre, como un mecanismo que desata estallidos de euforia patriótica (después de un partido ganado, ciudades en éxtasis —México, Lima, Montevideo—, rebosantes de luz y color, convertidas en una fiesta). El partido de fútbol que resulta más importante que un cambio de gobierno (en Ecuador dieron un golpe de Estado cuando todo el mundo estaba delante de la tele, viendo a su equipo nacional jugar con Colombia, y a nadie se le ocurrió salir en defensa del gabinete depuesto). El partido de fútbol como causa de suicidios (una joven salvadoreña tras un gol de Chile) y de asesinatos cometidos en estado de enajenación fruto de la euforia.

Diego de Rivera. Sus frescos en la capilla de la Escuela Nacional de Agricultura. México, 1926. ¡Una provocación! Cierto que hay un altar, una cruz y bancos para los fieles. Pero las paredes están cubiertas por hoces y martillos, de estrellas rojas y de campesinas desnudas. Un Zapata yacente en una tumba abierta. Campesinos con fusiles: la Capilla Sixtina de la revolución mexicana, «A todos los que ya cayeron y a todos los miles de hombres que todavía han de caer en la lucha por la tierra». Rivera: vital, audaz, aparentemente primitivo, fuerte, decidido, poderoso. Volúmenes: de figuras humanas, de cabezas, de puños, de mazorcas de maíz, de rocas… Volúmenes intencionados, pesados, macizos, firmemente asentados sobre su base: la tierra. Revolución y religión. Rivera no sabe separarlas. O más bien: consciente de su mensaje, nos dice a la cara que la revolución puede ser religión, esperanza y enaltecimiento antes de convertirse en liturgia de capilla, rito sacro y pintura mural.

Tepotzotlán, Monte Albán, Machu Picchu: la religión de los indios frente a la católica. La suya exigía espacios abiertos, escenarios monumentales; la nuestra se asocia con aglomeración, densidad, personas apiñadas, sudorosas y tensas. La religión de ellos: el hombre en medio de un panorama infinito, el ancho cielo, la tierra y las estrellas. En un espacio así, la multitud desaparecía, se fundía con el paisaje universal; en esa gigantesca extensión natural la muchedumbre no podía aniquilar al individuo, la persona podía estar con Dios a solas, sentirse libre y unida a la grandeza sobreterrenal. Su arquitectura se limita a la geometría más simple. Ningún detalle distrae la atención. La vista se pierde en el espacio. Aquí, aglomeración y estrechez; allí, libertad e infinitud; aquí, una muralla que limita; allí, un paisaje ilimitado.

Un rasgo característico de la evolución política del intelectual latinoamericano es que por lo general empieza en la izquierda y acaba en la derecha. Empieza participando en una manifestación de estudiantes contra el gobierno y acaba en un despacho de ministro. Recorre el camino de joven rebelde a viejo burócrata. En ninguna otra parte del mundo es tan profundo el abismo que se abre entre la juventud y la vejez, entre el comienzo y el fin de una biografía. Campo Salas, simpatizante comunista en su época de estudiante, acaba como ministro de Industria y Comercio en el gabinete de Díaz Ordaz (México). El economista Aldo Ferrer, infatigable en denunciar el sistema argentino, acaba como ministro de Economía en el gobierno del general Levingston. Miguel Ángel Asturias, estudiante rebelde y escritor comprometido, acaba como embajador del ultradespótico régimen de Montenegro (Guatemala). ¡Qué capacidad de absorción tan extraordinaria muestran estos regímenes! ¡Qué talento para amansar a la oposición!

[Lapidarium I]

Viajé por primera vez a América Latina en 1967, dos meses después de la muerte de Ernesto Che Guevara y de la brutal aniquilación de su destacamento en Bolivia. Ahora vuelvo de presenciar la entrada pacífica en la capital de México de la columna formada por guerrilleros del movimiento zapatista. La observé de cerca; fue un momento impresionante: un cuarto de millón de personas esperando la entrada de los hombres del subcomandante Marcos en la plaza de la Conquista. El ensordecedor estruendo de los tambores, la luz de los focos, los helicópteros, los vivas lanzados a voz en cuello, la emoción de la multitud, todo esto fue impresionante. De manera que dos de mis experiencias latinoamericanas —la primera y la reciente— aparecen marcadas por dos acontecimientos simbólicos: hace treinta años, la masacre de hombres que querían mejorar el mundo, que lucharon en nombre de la justicia; y ahora, la entrada en la capital mexicana de sus herederos, que pueden luchar con métodos pacíficos, que pueden exponer sus reivindicaciones en la plaza principal de una ciudad, con el palacio presidencial al fondo. (…)

Con la excepción de Colombia, donde la guerrilla de izquierdas sigue siendo muy fuerte y controla casi la mitad del territorio del país, otros movimientos guerrilleros han abandonado la lucha armada para convertirse en movimientos sociales. Estos movimientos, como el zapatista en México, actúan en nombre de comunidades marginadas, apartadas, discriminadas. Exigen justicia e igualdad. Fenómeno de importancia extraordinaria, es uno de los rasgos característicos de la América Latina del siglo XXI. (…)

Somos testigos de un gran despertar, de un renacimiento étnico de la parte autóctona de las sociedades latinoamericanas, de los habitantes «originales», por así decir, de esas tierras, conquistadas en el siglo XVI. La liberación de la dependencia colonial de España y Portugal conseguida en el siglo XIX no cambió de manera significativa la situación de los indios, que siguieron siendo marginados, mientras el poder se concentraba —y sigue concentrándose— en manos de la minoría blanca. Ahora, la América india despierta de su largo sueño. Y no solo en México, sino en todos aquellos territorios donde las comunidades indias han conservado su fuerza, o sea, en Perú, Bolivia, toda la América Central, Colombia, Venezuela, Ecuador, Paraguay y Brasil. Se trata de un fenómeno de gran alcance, que se extiende prácticamente por todo el continente. Una vez tomada la conciencia de su etnia, los indios exigen ser miembros de pleno derecho del nuevo mundo multicultural del siglo XXI. (…)

Los autoritarios y represores regímenes militares que caracterizaron a la América Latina de las décadas sesenta y setenta prácticamente han desaparecido. El papel del ejército en las estructuras del Estado se ha debilitado ostensiblemente en casi todos los países, incluso en aquellos donde las dictaduras militares eran las más feroces, como Chile y Argentina. Se podría decir que se ha consumado una «revolución democrática». Esta es la primera causa del despertar de las minorías étnicas. La segunda radica en la ampliación del campo de la comunicación, es decir, en la revolución tecnológica, cuyo alcance no para de aumentar: la radio, la televisión, la prensa, Internet… Estas dos revoluciones han hecho que el flujo de las ideas abarque círculos sociales cada vez más amplios. La gente percibe que la época de sangrientos enfrentamientos ha pasado a la historia, que todos nos hemos democratizado, que es posible exponer postulados y mantener expectativas. Ha desaparecido el miedo. Para las sociedades oprimidas y excluidas, libertad y democracia significan ennoblecimiento y derecho a exigir. Y exigen: justicia e igualdad. (…)

En todo ese vasto territorio que va desde México hasta el finisterre del sur, la desigualdad tiene su color. El blanco por lo general es muy o medianamente rico. La pobreza es de color. En América Latina, no se puede separar la cuestión étnica de la social, pues las dos se solapan. (…)

Fijémonos, por ejemplo, en Ecuador. El movimiento de los campesinos indios provocó hace pocos años un cambio en la cúpula del poder: todo un precedente en la historia de este país, y de toda la región. Antes, el poder cambiaba de manos por obra del ejército. Un movimiento de características parecidas, en Venezuela, contribuyó sensiblemente a la llegada al poder de Hugo Chávez. Aunque en este último caso todo transcurrió de otra manera: Chávez salió elegido en unas elecciones democráticas. (…)

Cada una de las sociedades latinoamericanas tiene sus propios problemas. Los colombianos, por ejemplo, viven el terrible drama de su guerra civil, que dura ininterrumpidamente desde hace cuarenta años. Y que no para de recrudecerse. Ahora ya es un conflicto con varios bandos. Sin entrar en detalles, al menos tres. Uno lo constituye la guerrilla comunista, muy fuerte y que controla casi la mitad del país. Está muy bien organizada y no peor armada. El segundo bando, el ejército colombiano, cuenta con un apoyo cada vez más visible del ejército estadounidense, que le proporciona armas e instructores. Y los llamados paramilitares, unos escuadrones de la muerte de corte fascista que libran su guerra particular contra la izquierdista guerrilla, se van convirtiendo a pasos agigantados en la tercera fuerza. A menudo se trata de hombres contratados por los grandes latifundistas y las grandes corporaciones. Su «lucha» consiste principalmente en matar a la población civil sospechosa de simpatizar con la izquierda guerrillera. Los paramilitares se bastan y se sobran para decidir quién es comunista, quién su colaborador, etc. De esta manera pacifican vastísimos territorios del país. Y no se ve solución alguna, no se vislumbra ninguna salida. Por toda su especificidad, no sabría comparar Colombia con ningún otro país. Pero si me viese obligado a señalar uno igual de desesperadamente desgarrado, me inclinaría por Sudán, tal vez también por el Congo, cuyo estado de desintegración —unido a un enfrentamiento continuo y sangriento y a la destrucción del Estado y del entramado social— se asemeja a lo que hace poco he tenido la ocasión de observar en Colombia. (…)

Muy distintos son los problemas a los que se enfrentan países como, por ejemplo, Argentina. Allí sigue viva la memoria de la época sin ley y de la «guerra sucia» obra de las sucesivas dictaduras militares entre 1976 y 1983. Aún no se ha encontrado a miles de desaparecidos, y los militares guardan silencio. La historia de Argentina, así como la de Chile o la de Uruguay, tiene muchos «agujeros negros» como este.

A su vez, la conmoción que ha sacudido a los peruanos tiene sus causas en la total descomposición del poder central, la corrupción y las estafas de calibre nunca visto que han carcomido al país. A todo esto se añaden oscuros asesinatos y actuaciones delictivas, como el tráfico de drogas y de armas, perpetrados por y desde el poder. Los peruanos han descubierto de repente que su país había sido gobernado por un delincuente, Vladimiro Montesinos, que había corrompido y chantajeado a toda la clase política.

En un intento de generalización, diría que los problemas que acucian a los latinoamericanos tienen dos fuentes: la gran debilidad del Estado, marcado por su represor pasado militar, y la desigualdad social y étnica. [17]

Lo que ocurre en Brasil es fascinante. Yo conocí el país en los años sesenta. Eran tiempos de dictadura, de escuadrones de la muerte. Ahora Brasil está dando una lección de vitalidad, de democracia; es increíble observar la participación social, observar cómo funciona el diálogo, el compromiso, cómo se puede avanzar en una sociedad tan dividida, con tantas diferencias. Hoy, cuando la crisis de la política tradicional nos pone delante del enigma de cómo la democracia resuelve la participación del individuo en el sistema, Brasil es, desde luego, una gran esperanza. [50]