LA MISIÓN DEL REPORTERO
Cuando aún era estudiante de Historia en la universidad, en principio se me brindaban dos salidas profesionales: la pedagogía o la investigación académica. Pero a mí, reportero nato, ya por entonces me fascinaba la historia in statu nascendi. Esa historia que se desarrolla ante nuestros propios ojos, la que podemos observar y en cuya evolución podemos participar. Y el nacimiento del Tercer Mundo era esa clase de historia. Mediados del siglo XX. Los años cincuenta. La histórica conferencia de Bandungu, celebrada en 1955, que marca el momento en que nace el Tercer Mundo y con él, una nueva cultura inscrita en el también nuevo statu quo de la autodeterminación. Mi primer viaje a Asia, en 1956, y los posteriores a África me hicieron tomar conciencia de que me había convertido en testigo de algo extraordinario, de uno de los acontecimientos más importantes de la historia del siglo XX. [51]
Existen muchas maneras de viajar. En su inmensa mayoría —las estadísticas arrojan cifras de vértigo: un noventa y cinco por ciento—, la gente viaja para descansar. Lo que desea es alojarse en hoteles de lujo en primera línea del mar y comer manjares suculentos. No importa dónde, en las Canarias o en las islas Fidji, tanto da. Los jóvenes tienen cierta inclinación por el viaje-deporte de aventura; se fijan como meta, por ejemplo, atravesar África de norte a sur o recorrer todo el curso del Danubio en una canoa. No les interesan las personas que encuentran por el camino; su objetivo consiste en demostrarse a sí mismos lo mucho que son capaces de hacer y lo bien que saben superar las dificultades. Hay viajes inherentes a determinadas profesiones y los que se hacen por la fuerza: aunque sui géneris, los desplazamientos de los pilotos de aviación y los de los refugiados no dejan de ser viajes. Para mí, los más preciados son los del reportero, etnográficos, antropológicos y cuya finalidad consiste en un mejor conocimiento del mundo, de la historia, de los cambios que se operan en la Tierra. Y luego, la labor de compartir el saber acumulado. Exigen esfuerzo y concentración, pero gracias a ellos el mundo y las leyes que lo rigen resultan más comprensibles. [20]
El viaje del reportero excluye todo aquello que caracteriza a la excursión turística. Exige arduo trabajo y gran preparación teórica. Hay que documentarse a fondo sobre el territorio que se piensa visitar. Ajeno al ocio, transcurre en medio de una absoluta concentración. Debemos ser conscientes de que el lugar al que hemos ido a parar tal vez no lo volvamos a ver nunca más. Sabemos que jamás regresaremos a él y tenemos una hora para conocerlo. Una sola hora para ver, oír y memorizarlo todo, para fijar en la memoria la situación, la atmósfera, el aire que se respira.
Si su destino se sale del ámbito europeo o norteamericano, el viaje del reportero se convierte en una fuente inagotable de penalidades y malos ratos —pues desde el punto de vista de las comunicaciones, el mundo está muy mal organizado— y cansa hasta la extenuación: durante mi último recorrido por África perdí diez kilos; durante el asiático, seis. Cuando alguien, al enterarse de que un reportero ha visitado el Congo, dice: «Yo también he llegado hasta allí», añadiendo que ha visto esto y aquello, habla de cosas totalmente diferentes. Se trata de experiencias incomparables y de dos maneras de percibir el mundo. Por eso todo reportero «padece» de cierto exceso emocional: la pasión. Si no fuera por la pasión no habría ningún motivo para viajar en las condiciones en que lo hace. [58]
Cada uno de mis muchos viajes y cada uno de los muchos años vividos en los más diversos rincones de nuestro planeta fueron revelando una verdad extraordinaria para la época —la era pretelevisiva—: que no estamos solos en el mundo, que pertenecemos a la gran «familia humana», cada vez más numerosa, que es multicultural, multilingüe y multirracial. [VIII]
No viajo con más compañía que la de mis pensamientos. El porqué quizá se halle en la siguiente anécdota: he encontrado en Berlín a un colega norteamericano que se dedica a escribir guías turísticas en las que, inverosímil y paradójicamente, arremete contra el turismo. Ha declarado guerra sin cuartel al turismo masivo, que, según él, impide enterarse de las cosas. En su juiciosa opinión, cuando se viaja en grupo, en lugar de mirar hacia fuera, se está pendiente del colectivo. Recomienda, en cambio, el turismo individual, aduciendo que la presencia de otra persona desvía la atención. Sostiene que para conocer el mundo, sus gentes y culturas, el viaje, lejos de ser un placer, es un esfuerzo que exige concentración y esta, soledad. A todas estas observaciones, que suscribo plenamente, yo añadiría una más: todo trabajo creativo exige concentración y soledad. Se escribe poesía estando solo. Y también estando solo se pinta un cuadro. Si desde la misma perspectiva contemplamos el conocimiento del mundo, también hay que estar solo durante el viaje. [46]
Parto de viaje con un bloc de notas, un bolígrafo, una cámara de fotos y un mínimo de ropa. El reportero nunca deja su equipaje en un sitio porque siempre tiene que ir hacia delante. Pocas veces regresa a un mismo lugar. Así, nunca puede desprenderse de lo que lleva. Cualquier objeto es un lastre: cuanto más ligero el equipaje, más lejos se puede llegar. [20]
Hay en Kampala un lugar parecido a una estación de autobuses. Muy especial ella. Parten de allí unos minibuses, de esos que en Europa llevan, digamos, a doce pasajeros y en África, a cuarenta. Por lo general tienen los frenos gastados o no los tienen en absoluto: meterse en un trasto de estas características comporta un riesgo considerable. Sin embargo, el genio de aquella sociedad consiste en que, a pesar del desorden aparente, a pesar de la ausencia de algo tan natural como un horario, todo funciona. Los minibuses salen como si se desparramaran por el campo, a cientos y con nutridos grupos de niños pululando a su alrededor. «¿Adónde quieres ir?», me pregunta uno de ellos. «Al Congo», le contesto, y él me coge de la mano y me guía entre la multitud porque él sí sabe cuál de esos autobuses va al Congo. Yo me pongo en sus manos con toda confianza, plenamente convencido de que me guiará al autobús correcto. Y, una vez dentro, los demás pasajeros, al ver a un señor blanco entrado en años, se apartan para hacerme un hueco, me siento y viajamos todos juntos y «revueltos» hasta el destino. Y todo esto se asienta en la confianza. Absoluta. Al fin y al cabo ¿cómo puedo saber yo adónde me llevará ese niño? A lo mejor hacia un autobús que va a otra parte o, a lo peor, directamente hacia unos malhechores. Pero hay que tener fe, hay que creer a pies juntillas que esa gente no me desea ningún mal, más bien al contrario, que quiere ayudarme. [36]
Los hoteles de tercera categoría han sido a menudo una necesidad para mí, pues siempre he viajado más de lo que me podía permitir. Aun así, hoy siguen siendo mis favoritos porque brindan la posibilidad de encontrar a personas muy interesantes.
En los de lujo se alojan millonarios, altos funcionarios de la banca, hombres de negocios, burócratas de organismos internacionales, un elenco de personajes no siempre dignos de interés. En los hotelitos modestos, en cambio, puede uno toparse con individuos de personalidad fascinante. [1]
El reportero es esclavo de la gente: no puede hacer más que aquello que esa gente le permita. Su mera voluntad no sirve de nada. Cuando me encuentro con una persona y sé que hablaré con ella tan solo durante una hora porque luego tengo que proseguir viaje y no la volveré a ver nunca más, tengo que ser consciente de que estoy en sus manos. Me dirá solo aquello que quiera decirme; tal vez ni siquiera abra la boca. Sé que el éxito depende de cómo yo establezca el contacto. Situaciones semejantes se producen a menudo en los viajes del reportero, quizá de manera especial en viajes como los míos, a lugares indómitos, donde no hay medios de transporte, donde trasladarse de un sitio a otro es una proeza, donde los caminos están minados, etc. De manera que uno depende total y absolutamente de la buena voluntad y disposición de las personas entre las que se ha encontrado. [36]
El periodismo, en mi opinión, se cuenta entre las profesiones más gregarias que existen, porque sin los otros no podemos hacer nada. Sin la ayuda, la participación, la opinión y el pensamiento de los otros, no existimos. La condición fundamental de este oficio es el entendimiento con el otro: hacemos, y somos, lo que los otros nos permiten. (…)
Esta característica viene acompañada por uno de los misterios de nuestro oficio: qué pasa cuando el otro tiene una visión sesgada de los hechos, o intenta manipularnos con su opinión. Para prevenir esto no existe receta alguna, porque todo depende de las situaciones, que es como decir de un montón de cosas. La única medida que se puede tomar, si disponemos de tiempo, consiste en juntar el mayor número de opiniones, para poderlas equilibrar y hacer una selección. [VI]
Cuando el reportero se ve privado de la posibilidad de conseguir información por su cuenta y riesgo, el periodismo deja de ser periodismo, y se convierte, a veces, en propaganda. Como, por ejemplo, en 1991, durante la llamada primera guerra del Golfo. No quise ir allí; me negué porque me daba perfecta cuenta de que aquello no tenía nada que ver con el oficio. Era propaganda pura y dura, con todo su mecanismo clásico de control. La única fuente de información eran los comunicados del ejército estadounidense. Durante aquella guerra, el periodismo se había transformado en departamento de propaganda al servicio del estado mayor norteamericano. Con la diferencia de que sus comunicados oficiales no los transmitía el puesto de mando sino el reportero de turno. Lo mismo ocurrió con la invasión de Somalia; otro tanto, con la de Granada; y volvió a repetirse en Haití. Si se le arrebata la autonomía, ¿qué misión puede cumplir un periodista con las alas cortadas? [I]
La mina Komsomólskaia: paredes cubiertas de hielo, torres cubiertas de hielo, haces de luz casi imperceptibles y, debajo de los pies, un barrizal negro. Mujeres distribuyendo vagonetas, levantando y bajando palancas, traviesas y postes. ¿Quieres hablar con ellas?, me pregunta Guennadi Nikoláievich. ¿Pero de qué? En derredor no hay más que frío, oscuridad y tristeza. Y ellas, que se mueven trabajosamente, están ocupadas, cansadas; a lo mejor les preocupa algo, a lo mejor tienen algún problema difícil y doloroso. Más vale que les muestre mi respeto, que les proporcione un pequeño alivio que, simplemente, consistirá en que no querré nada de ellas, ningún esfuerzo adicional, aunque sea tan insignificante como contestarme a una pregunta de rutina.
[El Imperio]
Me siento muy incómodo en situaciones como la descrita en El Imperio. No hay ninguna necesidad de hacer preguntas cuando todo está claro nada más verlo. Nos damos perfecta cuenta de lo durísimo que es el trabajo del minero, una vida plagada de dificultades y en la que la gente pasa medio año sin ver la luz del día. En Siberia, por ejemplo, cuando por la mañana bajan a la mina, en la calle aún reina la oscuridad y cuando suben a la superficie al acabar el turno, hace horas que ya es oscuro. Los mineros de Vorkutá se jubilan a los cincuenta años, pero apenas un veinte por ciento llega a esta edad. Cuando se está allí, no es necesario preguntar por nada porque estas cosas se perciben a simple vista. Esto en primer lugar. Pero además, todo aquel que se ponga a hacer preguntas enseguida empieza a desempeñar un papel de periodista, con lo cual marca la diferencia entre él y aquella gente. Y es precisamente esta la actitud que siempre rehúyo.
Para mí, la primordial fuente de información se encierra en esa profunda sensación que experimenta uno cuando se sabe rodeado de personas que lo tratan como a uno más, como alguien próximo; cuando todos somos iguales: ellos me tratan de tú a tú, igual que yo a ellos. De esta manera consigo enterarme de mucho más que si les preguntase cuánto ganan al mes. Ya sé que cobran sueldos de miseria. ¿Qué más da que me digan dieciséis rublos o dieciocho? Es un dato sin ninguna importancia; lo importante es que son pobres, muy pobres. [1]
El reportero refleja la cultura que lo rodea. En el mundo de hoy la situación se ha estabilizado: no se libran grandes guerras ni estallan revoluciones que podrían cambiar el curso de la historia. Por eso se vuelve importante lo habitual, lo cotidiano. Tiempo ha, ante los continuos conflictos y luchas, todo parecía frágil. Sin embargo, la cultura ha resultado ser sorprendentemente sólida y duradera. Su poder no se ha debilitado a pesar de tantas y tan encarnizadas batallas. Por eso ahora, más que la revolución en sí, me interesa todo aquello que ha pasado antes de la misma; más que el frente, aquello que ocurre detrás de sus líneas; más que la guerra, lo que pasará después de esa guerra. Podremos describir un golpe de Estado más, una rebelión más, un acontecimiento espectacular más, pero todo esto se repite y a la hora de la verdad no nos aclara prácticamente nada. Por eso creo que deberíamos profundizar más, intentar descubrir las causas de las cosas, que, en mi opinión, hallaremos en la cultura. Hay que bajar al fondo del río. ¿Cómo, si no debido a sus respectivas culturas, unos países africanos han alcanzado un mayor nivel de desarrollo que otros, a pesar de compartir un mismo punto de partida? La cultura se manifiesta más claramente en la vida cotidiana que en los golpes de Estado, por lo que creo que vale la pena observarla con atención. [37]