Nací en Polesia (hoy Bielorrusia) y pertenezco, por tanto, a la estirpe de los desarraigados. Mi Pińsk natal fue el punto de partida para el largo peregrinaje de mi vida. Ya de niño me tocó desplazarme de un lugar a otro. Durante toda la guerra, no paramos de huir: ya abandonando Pińsk para pasar al lado alemán, ya escapándonos de los alemanes. Empecé a deambular por el mundo a los siete años, y aún sigo, hasta hoy. [11][1]

Mi contacto con el fútbol viene de antiguo, del ya remoto mundo en el que pasé la infancia. En mi pequeña ciudad natal había un equipo de fútbol, orgullo de todo el pueblo. No recuerdo ningún partido concreto: por aquel entonces tenía tres, cuatro años. Lo único que registró mi memoria fueron los movimientos de la pelota por el campo y una situación, o mejor dicho, una rodilla: la ensangrentada rodilla de un jugador. Había recibido una patada y caído sobre la hierba. Veo fútbol desde hace sesenta años, cuando y donde puedo, y a decir verdad, solo gracias a él hay un televisor en casa. [55]

1/09/1996

¡Primero de septiembre!

1939: hace una mañana cálida y soleada. Explanada ante la casa de nuestro tío de Pawłów, donde pasamos las vacaciones. En la tumbona, inclinado, está sentado el abuelo. Paralizado, alrededor de la cabeza tiene una cicatriz que le ha dejado una operación reciente. Lo recuerdo bien: era alto, esbelto, de delgadas y alargadas facciones que cubrían parcialmente una barba de varios días. El abuelo señala el cielo con su bastón: allá arriba, sobre el océano azul, aparecen varios puntos plateados. Apenas resultan visibles. Desde la lejanía llega a mis oídos un rumor, una estridencia cada vez más trepidante, un ruido como de un motor. Por primera vez en mi vida oigo algo parecido. Nunca he visto un avión, así que ignoro qué sonido produce.

—¡Niños! —grita el abuelo mientras señala con la punta del bastón hacia los aviones—. ¡Recordad este día! ¡Recordadlo! —repite, amenazando a no sé quién con el bastón: ¿a nosotros?, ¿a los aviones?, ¿al mundo?

[Lapidarium III]

De repente, en las proximidades, junto al bosque, suena un estruendo terrible, oigo con qué estrépito estallan las bombas (solo más tarde sabré que se trata de bombas, pues en ese momento aún no sé que existe tal cosa; un niño de la Polonia profunda que no conoce la radio ni el cine, que no sabe leer ni escribir y que nunca ha oído hablar de la existencia de guerras y de armas mortíferas, ignora la sola noción de bomba) y veo cómo saltan por los aires racimos de tierra gigantescos. Quiero correr hacia este espectáculo extraordinario que me deja atónito y fascinado, pues todavía no tengo ninguna experiencia de la guerra y no sé unir en una misma cadena de causas y efectos aquellos brillantes aviones de color gris plateado, el estruendo de las bombas y los plumeros de tierra que se elevan hasta las copas de los árboles, con el acechante peligro de muerte. Así que echo a correr hacia el bosque, hacia ese extraño lugar donde caen y explotan las bombas, pero un brazo me agarra por el hombro y me tira al suelo. «Sigue tumbado —oigo la voz temblorosa de mamá—, no te muevas». Y recuerdo cómo, al apretarme contra su pecho, me dice algo cuyo sentido se me escapa y por el que me propongo preguntar más tarde: «Ahí está la muerte, hijo».

Es noche cerrada y tengo mucho sueño, pero no se me permite dormir: tenemos que irnos, huir. Ignoro adónde pero comprendo que la huida se ha convertido en una necesidad perentoria, incluso en una nueva forma de vida, pues huye todo el mundo; todos los caminos, carreteras y aun pistas de tierra, se han llenado de carros, carretillas y bicicletas, de bultos, maletas, bolsas y cubos, de personas aterrorizadas e impotentes que deambulan sin orden ni concierto. Unas huyen hacia el este, otras hacia el oeste; hacia el norte y hacia el sur, huyen en todas direcciones, se mueven en círculos; extenuadas, caen dormidas en cualquier lugar, pero después de descansar un rato recuperan el aliento y reúnen lo que les queda de fuerzas para retomar aquel caótico deambular sin fin. (…)

Nos adentramos en un paisaje cada vez más siniestro. A lo lejos, la línea del horizonte aparece cubierta de humo; pasamos junto a pueblos abandonados, a casas solitarias, calcinadas. Atravesamos desolados campos de batalla, cubiertos por armas y otros objetos abandonados, pasamos junto a estaciones de ferrocarril bombardeadas y vehículos volcados. Hay un penetrante olor a pólvora, a quemado, a carne en estado de descomposición. Por todas partes nos topamos con cadáveres de caballos. El caballo —animal grande e indefenso— no sabe esconderse; durante los bombardeos se queda quieto, esperando la muerte. (…)

Llega el invierno, hace un frío atroz. Cuando estamos mal, lo percibimos como dolor: el frío se vuelve más penetrante que nunca; para la gente que vive en condiciones normales, el invierno no es más que la estación del año de turno, preludio de la primavera, pero para los desgraciados y los infelices, es una catástrofe, un infierno. Y el primer invierno de la guerra ha sido realmente gélido. Las estufas de nuestro piso están frías y las paredes, cubiertas por una capa de escarcha blanca y lanuda. No tenemos con qué hacer fuego porque no se puede comprar leña; tampoco es posible robar algún haz. El castigo por hurtar carbón: la muerte; por hurtar madera: la muerte. La vida humana vale ahora tanto como un pedazo de carbón o un trozo de madera. No tenemos nada para comer. (…)

Y otra vez a ponerse en camino. Nos vamos de Pińsk para dirigirnos al oeste, porque allí, dice madre, en un pueblo de las afueras de Varsovia, está padre. Padre estuvo en el frente, cayó prisionero, se escapó de sus carceleros y ahora se dedica a dar clases de trabajos manuales en un colegio rural. (…) Al atravesar un pueblo llamado Sieraków, en un determinado momento madre ha exclamado: «¡Dziudek!». Era mi padre. Desde aquel día vivimos juntos, en una pequeña habitación sin luz ni agua. Cuando oscurecía nos acostábamos: ni tan siquiera teníamos una vela. El hambre nos había acompañado desde Pińsk: yo no paraba de buscar una oportunidad de zamparme algo, un mendrugo, una zanahoria, cualquier cosa. Un día, al no ver otra salida, padre dijo en clase: «Niños, los que quieran acudir mañana a clase deberán traer una patata». Padre, que no sabía comerciar, incapaz de desenvolverse en el contrabando y sin recibir un salario, consideró que no le quedaba otra salida que pedir a sus alumnos unas cuantas patatas. Al día siguiente, la mitad de la clase no apareció en la escuela. De entre los que acudieron, unos niños llevaron media patata, otros un cuarto. Una patata entera era un tesoro.

Durante toda la guerra soñé con un par de zapatos. Tener zapatos. ¿Pero cómo conseguirlos? ¿Qué se debe hacer para lograr un par de zapatos? En verano voy descalzo y tengo la piel de las plantas de los pies curtida como un cinturón de cuero. Al principio de la guerra, padre me fabricó unos zapatos de fieltro, pero como no es zapatero, tienen un aspecto lamentable; además he crecido y me van pequeños. Sueño con unas botas fuertes, macizas, claveteadas; de esas que al golpear sobre el empedrado producen un sonido claro e inconfundible. (…) Un par de botas sólidas era símbolo de prestigio, de poder absoluto; el zapato endeble y roto era señal de humillación, estigma de un ser humano al que habían arrebatado toda su dignidad, condenándolo a una existencia infrahumana. Tener botas significaba ser fuerte e, incluso, simplemente, ser.

Durante mucho tiempo pensé que aquel era el único mundo, que no había otro, que la vida era así. Es comprensible: los de la guerra fueron mis años de infancia y primera adolescencia, cuando uno empieza a discurrir y a tomar conciencia de las cosas. De ahí que me pareciese que no era la paz sino la guerra el estado natural del universo, incluso el único posible, la única forma de existencia; que la necesidad de huir, el hambre y el miedo, las redadas y las ejecuciones, la mentira y los gritos, el desdén y el odio formaban parte del sempiterno orden de las cosas, que eran el sentido de la vida, la esencia del ser. Por eso, cuando callaron los cañones y dejó de oírse el estruendo de las bombas al estallar, cuando de pronto se hizo silencio, ese silencio me pilló por sorpresa, no sabía qué significaba. Un adulto, al escucharlo, tal vez dijese: «Se acabó el infierno. Por fin ha vuelto la paz». Pero yo no recordaba qué era la paz, era demasiado pequeño para recordarla: cuando se acabó la guerra yo no conocía más que el infierno.

[La jungla polaca, «Ejercicios de la memoria»]

A los doce años, James Joyce escribía cartas dignas de atención; yo, con la misma edad, corría por el campo en pos de las vacas y no había leído un solo libro.

[Lapidarium II]

A mis doce años vivía en una aldea cerca de Varsovia. ¿Qué hacen los chavales en un lugar así? Apacientan las vacas. Además, durante la guerra —cosa que ahora pocas veces se recuerda— los polacos tenían prohibida la educación. En las grandes ciudades existían bibliotecas privadas, pero en un pueblo de mala muerte como aún hoy en día lo es Sieraków, un objeto tan extravagante como un libro sencillamente no tenía razón de ser. Solo cuando en 1945 nos trasladamos a Varsovia, fui a la escuela y empecé a leer. [48]

Hace más de cincuenta años, justo después de la guerra, dos de mis compañeros de clase y yo decidimos vivir durante las vacaciones una aventura de verano: nos fuimos a Wrocław. Era una ciudad en ruinas, la antigua fortaleza de Breslau estaba atrozmente destruida. Recuerdo que aún se oían tiroteos: el lugar servía de escondrijo para desertores y bandas de distinto pelaje; había destacamentos que aún estaban en lucha. [3]

Nada más lejos de mi intención que «inventarme» la biografía, así que se lo diré todo sin ambages: la verdad es que en el colegio no me fascinaba sino una sola cosa: el fútbol. Yo hacía de portero en el equipo de mi escuela. Luego jugué en el Legia de Varsovia, en su equipo juvenil. Pasaba días enteros en el césped del campo. Aquello era un arrebato, un delirio, mi vocación más apasionada.

Ahora ya no me acuerdo por qué, pero un día escribí un poema y lo envié a un periódico, y este lo publicó. La decisión de aquel equipo de redacción selló mi destino.

Empecé a escribir poesías de manera espontánea, sin albergar expectativa alguna ni sueños de grandeza. Únicamente me limitaba a escribir, pero todas mis poesías eran malas. Muy malas. En aquel entonces me encontraba bajo el poderoso influjo de Maiakovski, del cual, sin embargo, no conseguí más que imitar sus «escalones». Al girar su contenido en torno a lo que ocurría alrededor, fueron precisamente aquellos versos los que me introdujeron en el mundo del periodismo, todavía en mis tiempos de instituto. Cuando se creaba la redacción del diario Sztandar Młodych [El estandarte de la Juventud], recibí una oferta de trabajo. Dije que primero tenía que acabar la secundaria. Esperaron. Literalmente al día siguiente de haber superado el último examen, empecé a trabajar en aquella redacción. De manera que debo el hecho de haberme convertido en periodista a la poesía, una poesía de vuelos más bien bajitos, pero escrita de mi puño y letra, propia. Y pensar que había soñado con jugar de portero en la selección nacional de Polonia… [54]

Siendo yo un principiante, tuve la suerte de conocer al maestro del reportaje Marian Brandys. Sucedió en 1950, en Nowa Huta, adonde me había enviado mi periódico. Era un lugar terrible: no había agua, nada para comer, ningún lugar donde dormir; todo estaba inundado por la suciedad y el barro, la gente se hundía en unos lodazales indescriptibles. Calzado con unas botas de goma altas, con una chaqueta guateada cubriéndole los hombros y libreta en mano, precisamente allí vi por primera vez al maestro del periodismo de mi generación. Modesto, amable y lleno de la mejor disposición hacia un joven e inexperto colega, enseguida me dijo adónde debía dirigirme, con quién hablar y cómo apañármelas. [52]

El texto se titulaba «La otra verdad sobre Nowa Huta». Nuestro periódico consiguió publicar este artículo mío, que era —digámoslo así— muy crítico. La ciudad obrera de Nowa Huta había sido concebida como un escaparate de nuestro «triunfo económico». Yo había trabajado allí en mis tiempos de estudiante, así que conocía de primera mano las terribles condiciones de vida y de trabajo que en ella imperaban. Cuando el artículo salió impreso, en las cumbres del poder se armó un tremendo revuelo. Tanto fue así que me vi obligado a ocultarme. Unos obreros, amigos míos, me tomaron bajo su protección. La tormenta en las alturas no amainaba. Finalmente, se nombró una comisión para que investigase mis aseveraciones. La comisión corroboró la veracidad de todo lo que yo había escrito y fui… condecorado con la Cruz de Oro al Mérito. Tenía yo entonces veintitrés años.

Aquella experiencia me insufló moral. Me hizo ver que escribir era arriesgarse y que, en el fondo, no importaba tanto el hecho en sí de que se publicara un trabajo, como las consecuencias que se seguían. Cuando uno opta por describir la realidad, su escritura influye sobre esa realidad. [12]

En las entrañas de Nowa Huta se acumulan cosas indeseables, inquietantes. Y son muchas. Demasiadas. Las contemplas, escudriñas en ellas, intentas llegar al fondo y te topas con un sinfín de preguntas sin respuesta, la indignación aumenta y surge el deseo de decir «¡Basta!». Y exclamas: ¡Fíjense en Nowa Huta, mírenla con más atención! Sacarán una merecida lección de agravios y vilezas, de actitudes desalmadas que no se fundamentan sino en la mentira. Verán a personas abandonadas a su suerte, verán heridas que nadie siquiera intenta curar. Esta otra Nowa Huta también existe.

[«La otra verdad sobre Nowa Huta»]

Impelido por el deseo de conocer mundo, poco después de mi «rehabilitación» pedí que me enviasen al extranjero. Me preguntaron adónde quería ir. Respondí que a un lugar distinto, exótico, como por ejemplo… Checoslovaquia. Hoy parece mentira, pero en aquel entonces Checoslovaquia se me antojaba el gran mundo. (…)

Pero la redacción me envió a la India. Y eso que mi periódico, Sztandar Młodych, nunca había tenido un corresponsal fuera del país. Yo fui el primero. Conviene recordar que para mi generación el mundo remoto lo era tanto como si no existiera. La India, África… pertenecían a un planeta imaginario, de leyendas y cuentos de hadas. Después de la India, viajé a Pakistán y a Afganistán. Mis reportajes gustaron. Luego me enviaron al Lejano Oriente, a Japón y China, con un nombramiento de corresponsal residente de mi diario. Pasado cierto tiempo en Asia, recibí un nuevo destino: África. [12]

Cuando en las décadas sesenta y setenta empezaron a salir mis ciclos de reportajes, se eternizaban en los estantes de las librerías. En la Polonia de entonces era mala señal: si era posible encontrar un libro en una librería es que debía de ser malo, porque los buenos desaparecían en cuestión de minutos. Cada vez que regresaba a Varsovia de África o de América Latina y veía mis libros en los estantes —autor a quien nadie lee—, me sentía muy desdichado. Hubo personas que con sus mejores intenciones me aconsejaban que cambiase de manera de escribir, que me lanzase a la aventura y el sensacionalismo. Fiel a mí mismo, rechacé aquellos consejos, con la confianza de que un día acabarían surgiendo lectores dispuestos a reconocer este tipo de literatura.

Sabía que mis textos se salían de lo acostumbrado, que no encajaban en el reportaje clásico y tampoco en el relato clásico. Era consciente de que el lector no estaba preparado para algo así, pues toda novedad resulta difícil de aceptar. [15]

La situación cambió radicalmente con Cristo con el fusil al hombro. El libro, publicado en 1975, además de buenas reseñas, tuvo muy buena acogida por parte de los lectores. [33]

En el curso de un encuentro con los lectores, alguien del público me pide que compare la figura de Allende con la de Che Guevara y diga cuál de los dos tenía razón.

La pregunta encierra la opinión de que solo uno de ellos podía tener razón, y el público espera a que yo escoja entre los caminos elegidos por Ernesto Guevara y por Salvador Allende.

En un determinado momento de su vida, Guevara abandona el despacho de ministro y su mesa de trabajo para marcharse a Bolivia, donde organiza un destacamento de guerrilla. Muere siendo el comandante de ese destacamento.

Allende, al contrario, muere defendiendo su mesa de trabajo, su despacho de presidente, del cual solo lo sacarían —como siempre había dicho— «en un traje de madera».

Aparentemente se trata de dos muertes muy diferentes, pero en realidad esa diferencia no estriba más que en el lugar, el tiempo y las circunstancias. Tanto Allende como Guevara sacrifican su vida por el poder del pueblo. El primero defendiéndolo, el segundo luchando por conseguirlo. La mesa de Allende solo es un símbolo, al igual que lo son las botas de campesino que calza Guevara.

Hasta el último momento, los dos están convencidos de haber elegido el más justo y acertado de los caminos. Para Guevara, el camino correcto es el de la acción armada. Y se sabe que esta no puede saldarse sin víctimas. Para Allende, es el camino de la lucha política. Él quiere evitar víctimas cueste lo que cueste. (…)

Sus muertes: tan parecidas; sus vidas: tan diferentes. Dos personalidades antitéticas, dos temperamentos. (…)

En la rebeldía de la izquierda latinoamericana siempre está presente el factor de la purificación moral, un sentimiento de superioridad moral, una preocupación por mantener esa superioridad frente al adversario. Perderé, me matarán, pero jamás nadie podrá decir de mí que he roto las reglas del juego, que he traicionado, que he fallado, que tenía las manos sucias.

Tanto Guevara como Allende son los mejores exponentes de esta actitud, que es toda una escuela de pensamiento. La pregunta importante es: ¿Su trayectoria revela un intento consciente de crear un modelo para generaciones futuras que tal vez vivirán en ese mundo por el que ellos luchan y mueren?

¿Acaso se puede responder a la pregunta de cuál de ellos tenía razón? La tenían los dos. Actuaron en circunstancias diferentes, pero el objetivo de sus actuaciones era el mismo. ¿Cometieron errores? Eran seres humanos, esta es la respuesta. Los dos han escrito el primer capítulo de la historia revolucionaria de América Latina, de esa historia que apenas está en sus inicios y de la que no sabemos cómo evolucionará.

[Cristo con el fusil al hombro, «Guevara y Allende»]