* * *
Por qué
el mundo
pasó volando a mi lado
tan deprisa
no se dejó retener
acercársele
tratar de tú
lanzado a la carrera
un punto que se desvanece
en fuego y humo
[Bloc de notas]
Más o menos por la época en que empezaba yo a descubrir el mundo, tuvo lugar un acontecimiento importante y de gran resonancia. En el Museo de Arte Moderno de Nueva York se inauguró, en 1955, una exposición titulada «La familia humana». Un equipo dirigido por el gran fotógrafo Edward Steichen había elegido quinientas tres fotografías, de entre dos millones, que ilustraban la vida de los habitantes de nuestro planeta. Tomadas en todas las longitudes y latitudes geográficas posibles, las fotos mostraban la comunidad de nuestro destino; una comunión de sinos y sentimientos, de vivencias y experiencias, viviesen donde viviesen nuestros hermanos y hermanas retratados. No hay más que un solo ser humano, decían los autores de la exposición, como tampoco hay más que un solo mundo. Mundo somos todos. [VIII]
¡Qué cambios tan impresionantes se han producido en el mundo no europeo! En tiempos, Europa estaba fuertemente arraigada en él, con sus instituciones y su gente. Debido a ello, cuando alguien viajaba aun a los lugares más remotos del globo, tenía la impresión de, en cierto sentido, no haber abandonado Europa, porque esta ¡estaba en todas partes! Cuando llegaba a Morondava, Madagascar, me estaba esperando un hotel europeo; cuando volaba de Salisbury a Fort Lamy, en la cabina del avión veía a pilotos europeos; cuando me encontraba en Lagos, en cualquier kiosco podía comprar un ejemplar del Times o del Observer londinense. Nada de esto resulta hoy posible. El hotel de Morondava es malgache, los pilotos son africanos y en Lagos solo se vende prensa nigeriana. Aún más llamativos son los cambios que se han producido en las instituciones culturales. En las universidades de Kampala, de Varanasi o de Manila, académicos del lugar han sustituido a los profesores europeos de antaño y en la feria internacional del libro de El Cairo predominan libros en árabe, aunque antes no era así. Dicho sea de paso, la palabra «internacional» significa una cosa en Europa y otra muy distinta en el Tercer Mundo. Por ejemplo, si veo un telediario en Gaborone (la capital de Botswana), comprobaré que en su sección de internacional se dan noticias de Mozambique, Suazilandia y Zaire, nada más; otro tanto en la boliviana La Paz: solo noticias de Argentina, Colombia y Paraguay. Dependiendo desde qué lugar de la Tierra se mira, el mundo tiene un aspecto diferente y se comprende de manera diferente. Si no partimos de esta simple verdad, nos resultará difícil comprender el comportamiento de otros, los motivos y los objetivos que los llevan a comportarse de esta y no de otra manera. Y la verdad es que, a pesar de todos los progresos en materia de comunicación, nuestro conocimiento mutuo —contrariamente a los mitos que corren— sigue siendo superficial, cuando no nulo. Hoy sabemos que sería difícil encontrar una metáfora más falsa que la macluhaniana «aldea global». Pues en su esencia aldea significa proximidad —física, familiar y emocional—, calor humano e intimidad, copresencia y convivencia, compasión y comunión. No, no vivimos en una aldea global, sino en una metrópoli global, o más bien en una estación de ferrocarril o de metro global por la que pasa el enjambre de «la multitud solitaria» de David Riesman, formada por personas ajetreadas y con los nervios destrozados que, indiferentes unas hacia otras, no desean una aproximación ni un acercamiento mutuo. A decir verdad, parece que cuanta más electrónica tenemos, tanto menor es el trato y el contacto humanos. [V]
Cada individuo tiene su propio mapa del mundo. El del niño no se parece al del adulto. El del tibetano que jamás ha abandonado su montaña nada tiene que ver con el de un habitante de Manhattan, encerrado en los desfiladeros de su ciudad. De ahí la dificultad de comprensión mutua. Al hablar del mundo cada cual tiene su propio mapa, su propia visión, su propia imagen.
[Lapidarium II]
Cuanto mejor conocemos el mundo tanto más aumenta en nosotros la sensación de desconocerlo y la convicción de que somos incapaces de abarcarlo. Ya no es su dimensión espacial, sino la de su riqueza cultural, tan inmensa que resultaría pretencioso y condenado al fracaso cualquier intento de catalogación. En la época en que James Frazer escribía La rama dorada, muchos antropólogos creían que el mundo estaba habitado por un número determinado de pueblos y tribus. En aquel decimonónico entonces, aún se podía pensar en clasificar y describir el mundo. Hoy, sin embargo, sabedores de su infinita variedad, tenemos plena conciencia del despropósito de semejante aspiración. Después de viajar por todos sus continentes a lo largo de más de cuarenta y cinco intensos años, tengo la impresión de no saber casi nada del mundo, a pesar de conocerlo bastante mejor que los que han viajado poco. Sé que el acervo de mis conocimientos es muy, pero que muy limitado. Somos un organismo cultural extremadamente complicado. [29]
El paisaje político del mundo no para de cambiar. Y cambia tan radicalmente como el del desierto después de una tormenta de arena. Por ejemplo, a finales de 2001, dos enemigos de Estados Unidos, Irán y Rusia, de pronto se convierten en sus aliados. O —por la misma época—: en la lista de prioridades de Estados Unidos, América Latina se desploma vertiginosamente, pasando de ser el número uno a estar en el treinta. En esta situación, no hay posibilidad de decir o escribir nada sobre el mundo contemporáneo que resulte duradero, sólido, firme y seguro.
[Lapidarium V]
Resulta banal la afirmación de que el mundo es variado, y sin embargo hay que empezar por ella, pues esa variedad es un rasgo fundamental de nuestra familia humana, un rasgo que no ha cambiado ni un ápice con el paso de los siglos y los milenios.
Sin embargo, a pesar de que la diversidad salta a la vista, su comprensión y aceptación se topan con una constante resistencia por parte de la razón humana. Nuestra mente muestra tendencias apodícticamente unificadoras, exige que todo sea igual y reconocible en todas partes, que solo cuente nuestra cultura, nuestros valores, que consideramos —sin preguntar qué opinión les merecen a otros— como únicos, perfectos y universales.
Y en esto radica una gran contradicción del mundo, contradicción entre la existencia real, objetiva, de la diversidad y la obstinada tendencia de la razón humana a sustituirla por la visión de un mundo unificado, indiscutiblemente homogéneo. ¡Cuántos conflictos —entre ellos los más sangrientos— no han hundido sus raíces en esta cuestión tan espinosa y de tan difícil solución! [V]
El proceso de globalización y de creación de la sociedad planetaria es irreversible. Así que una de dos: o empezaremos a odiar, a combatir, a desdeñar y a percibir al otro como un enemigo —de nuestra cultura, de nuestra religión— o, todo lo contrario, empezaremos a buscar vías de comprensión y conocimiento mutuos. ¡El noventa y nueve por ciento de los conflictos que sacuden al mundo nace del desconocimiento! [18]
A. B.
—Temo a un mundo sin valores, sin sensibilidad, sin reflexión. Un mundo en que todo es posible. Porque entonces lo que se convierte en lo más posible es el mal.
[Lapidarium II]
Llevados por actos reflejos, aplicamos medidas europeas a situaciones y sociedades africanas. Solo en el último medio siglo hemos aprendido que vivimos en un mundo multicultural en el que cada sociedad funciona de acuerdo con lo que le es propio e intrínseco. Cada una de ellas tiene su propio ritmo de desarrollo, así como sus propios ideales y escalas de valores, y una sensibilidad diferente. [31]
Toda una serie de conflictos ideológicos tiene su origen en el hecho de que, al cambiar de situación geográfica, la ideología se tiñe de una nueva cultura, incluso cambiando a veces su sentido primitivo. Cada medio cultural confiere un matiz distinto a una misma ideología —añade por un lado y quita por el otro—, y al término de este peregrinaje, la idea primitiva puede aparecer bajo unas formas sorprendentes. En cada movimiento espacial de una ideología —de un país a otro, de uno a otro continente, de una a otra área cultural— existe una amenaza potencial de cisma. Potencial o tal vez incluso inevitable. Sirva el ejemplo del cristianismo, que, en su expansión hacia el este, se rompe en cismas, combatidos por el centro. O el ejemplo del islam, que se fracciona en cismas a medida que se va esparciendo por el mundo. El centro combate los cismas esgrimiendo el argumento de que estos, al serle hostiles, debilitan la ideología. Sin embargo, la historia, tanto del cristianismo como del islam, prueba todo lo contrario. A través del asentamiento en el nuevo medio, a través de la nacionalización de la ideología, el cisma la fortalece, aunque, al mismo tiempo (y esto es verdad), debilite al centro. En una palabra, la fortalece desde el punto de vista de los contenidos y la debilita desde el de la organización.
[Lapidarium I]
El mundo es un organismo vivo tan dinámico que la mera contemplación de los cambios que en él se operan se convierte en algo apasionante. Cuando llega uno a un determinado país al cabo de diez o veinte años de ausencia y ve que ya casi no queda nada de lo que había conocido, que todo es nuevo, más acuciantes y justificados a la vez se revelan la tentación y el intento de mostrar el mundo en movimiento, en acción, en plena transformación, una transformación constante e imparable que ahora, en los albores del siglo XXI, está marcada por un acelerón de vértigo. Resulta muy difícil seguir todos estos cambios, porque son muchos y se producen al mismo tiempo. [39]
Un gran fenómeno del mundo contemporáneo es la crisis del Estado. Su fórmula tradicional parece agotada. Por eso algunos Estados se han desmembrado, como la Unión Soviética, Yugoslavia y Checoslovaquia. Se oyen voces separatistas en Italia, en Bélgica, en España… Eso en Europa. En África se han desmoronado Somalia, Liberia y El Chad. Muchos Estados funcionan artificialmente, por ejemplo Angola. En todas partes empieza a dominar la tendencia del less government, more society: menos gobierno, más sociedad. Prueba de ello: el creciente papel de las regiones; de sus tradiciones, aspiraciones e importancia económica. Las estructuras federativas son cada vez más populares. También se ha vuelto arcaica la contemplación de Rusia a través del prisma del Kremlin. Hoy es un país descentralizado en el que renacen todas las formas de gobierno local. El Lejano Oriente ruso, un Vladivostok o un Jabárovsk, está mucho más cerca de Japón que de Moscú. [13]
El conflicto en torno a Irak es una confirmación dramática de la creciente preocupación por el Tercer Mundo que albergo desde hace mucho tiempo. La facilidad de la victoria militar en esta guerra y la inmediata desaparición del Estado iraquí desvela, una vez más, la profunda crisis del Estado poscolonial. (…)
Hablamos de más de ochenta países. Hay entre ellos países en los que el poder estatal está totalmente desprestigiado, carece de autoridad y de poder real porque nadie lo respeta ni obedece. También los hay donde es un poder auténtico, a pesar de todas sus debilidades y limitaciones. Gobiernos como, por ejemplo, el de la India, el de Egipto o el de la República de Sudáfrica no dejan de ser verdaderos gobiernos. Pero junto a ellos hay toda una serie de países pequeños y extraordinariamente débiles, como las islas de Santo Tomás o Antigua, que rayan en la opereta.
Junto a los razonablemente normales, existen dos categorías de Estados en crisis. Pertenecen a la primera aquellos territorios donde el Estado ha desaparecido casi por completo, como, por ejemplo, Somalia, Sierra Leona, Afganistán y el Irak de hoy [agosto de 2003]. La segunda categoría, muy numerosa, aglutina territorios en los que el poder estatal se extiende tan solo sobre una región o una ciudad. Se trata de países desgarrados por largas guerras civiles, como el Sudán, cuyo gobierno no controla un tercio del país, porque esa parte está en guerra con el poder central. O El Chad, cuyo gobierno solo controla la capital, mientras que el resto del territorio se encuentra en manos de clanes, movimientos y bandas de distinto pelaje que se combaten entre sí, ya firmando alianzas, ya rompiéndolas, etc.
¿Qué futuro les espera y qué lugar ocuparán en una época de globalización, que —como hemos dicho— no los incluye? No para de aumentar en el mundo el número de territorios olvidados, borrados de la memoria; que no funcionan pero que albergan un porcentaje importante de la población del planeta. (…)
¿Que qué hacer? No lo sé. Yo mismo me lo pregunto. Pero, lamentablemente, no es una cuestión que quite el sueño a nadie, sobre todo a los poderosos de este mundo. No les faltan ideas de cómo derribar esos Estados, pero no tienen ninguna acerca de qué hacer con ellos a continuación. Existen ideas de cómo, antes de retirarse, crear a toda prisa algo artificial que reemplace a sus regímenes —cierto que corruptos y represores—, solo que al cabo de un par de días la situación vuelve al punto de partida. Prácticamente en todas partes observamos un gran regreso a la escena mundial de los miles de tribus y clanes que habían existido antes de la época colonial. [19]
Tengo en muy alta estima la escuela francesa de Annales. Soy un admirador de Bloch, Braudel y Febvre y de la manera de pensar que representan, consistente en intentar construir el cuadro de un todo a partir de pequeños detalles y en aislar de la historia, dándoles relieve, aquellos elementos que perduran y se mantienen invariables a lo largo de épocas enteras. Siempre trato de fijarme justamente en estos retazos de la realidad. También los busqué en la época de mi trabajo sobre El Imperio. Ya no hay comunismo, tampoco están Gorbachov y Yeltsin, pero esa abuela que me encuentro en un lugar remoto de Siberia, su casita de madera impregnada de pobreza, su manera de discurrir, su mentalidad, sus intentos de encontrar la paz interior y las fuerzas suficientes para vencer las contrariedades del destino, su deseo de llevar una vida tranquila, etc., todo esto ha existido desde siempre y creo que tardará mucho en desaparecer.
Los medios de comunicación, por el contrario, han creado una imagen del mundo que dista mucho de la realidad: nos muestran un mundo atrapado por la política, sumido en el caos y completamente desligado de la perdurabilidad, es decir, de todo aquello que atañe a los llamados agentes sociales, a actitudes, mentalidades y problemas cotidianos de las personas de a pie, que constituyen el noventa y nueve por ciento de cualquier sociedad. [23]
El zoom de la cámara también es una manera de ver el mundo: al aproximar un solo fragmento de un cuadro mucho más amplio, eliminamos todo lo demás. Viví en Moscú durante el golpe de 1991. En realidad, era una ciudad tranquila. En Occidente, en cambio, el telespectador la percibía a través de una imagen de un tanque en llamas, sin saber que a doscientos metros se formaba una cola de lo más común, porque en la verdulería del barrio habían descargado un transporte de calabazas. [30]
La gran desigualdad está inscrita en la estructura de la humanidad. En estos momentos no tenemos medios —y tardaremos mucho en tenerlos— para superarla. Nadie lo reconoce en voz alta, pero la gente no cree que todo el mundo pueda alcanzar un nivel de vida mínimamente digno. La experiencia histórica demuestra que solo una parte de la humanidad puede permitirse el lujo de llevar una vida desahogada. Así que ya nadie se llama a engaño: sabemos que entramos en el siglo XXI mano a mano con esta injusticia. [41]
La pobreza es una subcultura. El pobre no solo es aquel que no tiene suficiente comida y ropa. Es alguien que vive en condiciones miserables, rodeado de otros pobres y en un medio de pobreza generalizada del que no se ve salida alguna. No solo vive, sino que también piensa de una manera diferente. En su momento, Orwell se sometió a sí mismo a un experimento consistente en descubrir cómo cambiaba la psicología del hombre hambriento. Se alojó en refugios para los «sin techo», pasó hambre y observó qué ocurría con su cuerpo y mente cuando no tenía nada de dinero ni nada para comer. Y él, hombre de letras y de inteligencia brillante (y extraordinario reportero), descubrió que la persona con el estómago vacío empieza a pensar en lapsos de tiempo cada vez más cortos. No se plantea qué ocurrirá al día siguiente, sino qué podrá meterse en la boca ya, al instante. La persona hambrienta es incapaz de pensar en términos abstractos, los únicos que permiten emprender intentos de salir de una situación desesperada. Así que es la propia pobreza la que condena al hombre a perpetuarse en ella; nunca saldrá de su condición sin una ayuda, un apoyo, un impulso que reciba desde el exterior. [27]
La pobreza tiene diferentes formas:
económica (de la que se habla más a menudo): falta de trabajo, de medios de vida, de techo, etc.;
social (degradación del estatus social);
psicológica (sensación de rechazo, de superfluidad, de desesperanza).
[Lapidarium V]
Muchos albergaban la esperanza de que la caída del comunismo y el consiguiente fin de la guerra fría sería una panacea para el problema de la pobreza. Pero enseguida tuvieron que rendirse ante la evidencia de que las desgracias del Tercer Mundo no eran resultado de la rivalidad entre Moscú y Washington, igual que en la década de los setenta quedó claro que la miseria y el hambre no eran solo fruto de años de explotación colonial. Ahora el poder de Moscú ha desaparecido, pero aquellas desgracias permanecen. Cuando hemos salido del conflicto Este-Oeste, vemos que el problema Norte-Sur —que parecía menor y mucho más fácil de resolver— llega a las raíces más profundas de la familia humana. Una vez desaparecida la máscara de rivalidad entre los dos sistemas, con toda su crudeza se ha revelado la espeluznante verdad —que nadie quiere reconocer todavía— de que la riqueza de unos (pocos) se asienta en la miseria de otros (muchos). Cosa positiva, se empieza a notar, aunque tímidamente, que el problema comienza a penetrar en la conciencia de las élites gobernantes del mundo desarrollado. (…)
Ya no se trata de responsabilidad sino de seguridad. La miseria universal (que va en aumento), producto de un reparto de la riqueza clamorosamente desigual, es una bomba de relojería que puede estallarnos en la cara en cualquier momento. La pobreza genera frustración, y la frustración siempre busca su «tubo de escape» en la agresión. He aquí una gran amenaza que irá extendiéndose por el mundo cada vez más. En este preciso momento [diciembre de 1999], los setenta y dos conflictos armados que hay en el mundo tienen por escenarios a países pobres. [57]
Nuevos productos del comercio global:
órganos humanos (corazones, hígados, riñones…);
mujeres (más de un millón a escala planetaria);
niños (millones, aunque su número es difícil de calcular).
No siempre se trata de cosas del todo nuevas. Pero su escala, su envergadura y su alcance son estremecedoramente nuevos.
[Lapidarium V]
En un seminario dedicado al mundo del futuro, celebrado recientemente en Estocolmo, se ha hecho público un interesantísimo informe sobre el estado del mundo actual. Resulta que la creciente desigualdad planetaria ha llamado la atención de… ¡los estados mayores de los ejércitos, entre ellos el norteamericano! No de los políticos, ni de los jefes de las Iglesias, tampoco de los filósofos ni de los escritores, sino de los militares. Han sido ellos quienes se han dado cuenta de que, debido a esas tremendas desigualdades y a la omnipresencia de la miseria, en el mundo de hoy puede producirse un incontrolable estallido de descontento. [18]
La creciente desigualdad penetra todas las esferas de la existencia humana. Empieza ya en el seno de la familia: las mujeres y los niños lo tienen todo mucho más difícil que los hombres, cosa que se acentúa en situaciones de conflicto, sobre todo de guerra. El mundo está sacudido por guerras de nuevo tipo, desconocido en la historia de la humanidad. La tradicional consistía en un enfrentamiento entre fuerzas armadas. Los soldados eran hombres y en ellos recaía la lucha. El soldado estaba perfectamente identificado, tenía su uniforme y su arma, y se sabía quién luchaba contra —y con— quién. Hoy estamos ante un nuevo tipo de guerra: si en la Primera Guerra Mundial por cada siete soldados abatidos moría un civil, hoy, a finales del siglo XX, la proporción ha dado un giro de ciento ochenta grados: por cada soldado abatido mueren siete u ocho civiles. ¿Quién es soldado y quién civil? Hoy, paradójicamente, resulta mucho más fácil sobrevivir estando en el ejército. Otra de las paradojas de nuestro mundo. ¿Y a quién golpean todas estas guerras? ¿Quién muere en ellas? Mujeres y niños. [V]
Al fondo de la llanura se extendían tiendas y más tiendas de campaña: el campo de refugiados. Los más terribles los había visto en las afueras de Calcuta. Los poblaban sombras de hindúes, refugiados de Pakistán oriental. Digo sombras porque aquella multitud de esqueletos, si bien aún se movían, ya no pertenecían al mundo de los vivos. Tristes son los campos de los palestinos en Jordania. Es difícil describir los campos de los famélicos nómadas en África. Han perdido sus pastos y sus rebaños, la base de su existencia. Abandonados y apocados, solo esperan que la muerte acabe con sus inútiles vidas. Muchedumbres de miserables se hacinan en los campos desplegados alrededor de las ciudades de América Latina. Los que allí vegetan también son refugiados: han huido del campo empujados por el hambre y por un trabajo agotador, más digno de bestias de carga que de personas. Hay mucha, mucha gente que vaga hoy por el mundo en busca de una vida mejor, con la esperanza de salvar su cabeza y de encontrar su lugar bajo el sol.
[La guerra del fútbol]
En el mundo de las postrimerías del siglo XX se produjo un fenómeno extraordinario. Apareció una nueva clase social: los refugiados. Por lo general, se trata de campesinos que huyen en masa de sus poblados. A partir de ese momento los alimenta la comunidad internacional. En África, los campos abandonados se cubren de maleza a una velocidad vertiginosa. El refugiado no regresa jamás; no solo porque no tiene adónde o a causa del miedo, sino porque en el campo de refugiados tiene alimento. Cierto que miserable, pero lo tiene asegurado. Su poblado, por el contrario, está expuesto a sequías, incendios e inundaciones; en él nunca está seguro del mañana. Y lo más importante: el campo le garantiza seguridad. De este modo se crea toda una clase social que depende de la ayuda exterior y que no abandonará, mientras viva, su ventajosa situación. El refugiado, al fin y al cabo, tiene una serie de privilegios: asistencia médica, escuela, sacerdote, incluso entretenimiento. Además, no se ve obligado a caminar kilómetros y más kilómetros en busca de agua: se la sirven in situ. Y como en el campo están todos sus vecinos, su poblado entero, tampoco se siente aislado ni extraño. En África, éxodo no equivale a degradación; a menudo significa una mejora del nivel de vida. Por eso al africano no le resulta difícil convertirse en refugiado. El campesino europeo tiene mucho que perder: rebaños, edificios, campos, maquinaria, herramientas… El africano no tiene nada. La mujer coge la palangana, que constituye su recipiente básico, la llena con un poco de comida, algún trapo y un trozo de jabón, coge de la mano a los niños y se echa a andar. Atrás no deja nada. Solo una casucha de barro. Dos días más tarde se construirá una igual en el campo de refugiados. [31]
Paradojas de nuestro mundo: si calculamos los gastos de transporte, servicio, almacenaje y conservación de alimentos, el precio de una comida (por lo común, un puñado de maíz) para un refugiado de cualquier campamento, por ejemplo en Sudán, es mayor que el de una cena en el restaurante más lujoso de París.
[Ébano]
La cuestión de socorrer a las víctimas de conflictos armados hay que contemplarla desde la perspectiva de la solidaridad planetaria, la cual hoy vive sumida en una gran crisis. Se trata de una idea bastante reciente, pero que puede desarrollarse en el futuro. Nosotros tan solo abarcamos un fragmento muy insignificante de la historia de la humanidad. El hombre, al fin y al cabo, apareció hace decenas de miles de años. Debido a que durante milenios hemos vivido en grupos pequeños, nuestra sensibilidad es capaz de activarse solo ante un limitado grupo de personas. Hijos, padres, cónyuge, primos: he aquí los que despiertan nuestra sensibilidad. El siglo XIX introdujo una nueva dimensión de la sensibilidad humana: la nacional. La aparición de sistemas de comunicación planetaria ha abierto ante nosotros la necesidad del surgimiento de una sensibilidad planetaria, cosa a la que nuestra cultura no se ha adaptado todavía. El hombre común y corriente aún es incapaz de preocuparse por la hambruna de un Timor, por ejemplo. No hablo de individuos excepcionales (siempre los ha habido y siempre los habrá), sino de los seis mil millones de personas que conforman la comunidad de la Tierra. Debemos intentar encontrar dentro de nosotros esa idea, encontrarla y desarrollarla. Sería algo muy provechoso para toda la humanidad, y para nosotros mismos. (…)
La actitud paternalista de Occidente ante sociedades más débiles y pobres ha hecho que las élites del Tercer Mundo adopten una postura expectante. Occidente es hoy foro de discusiones en torno a la «mentalidad de ayuda» y a sus efectos psicológicos. Hay un grupo de personas de reconocido prestigio que afirma que la ayuda humanitaria no hace sino fomentar posturas mendicantes. Incluso hay quien opina que se debe abandonar al Tercer Mundo a su suerte, que solo de esta manera podrán surgir y desarrollarse allí iniciativas propias. Solo que los países del Tercer Mundo aún no están preparados para tomar las riendas de su destino. (…)
El individuo aprende deprisa. Las comunidades, en cambio, puesto que solo aprenden de la experiencia acumulada, necesitan tiempo. La historia de Occidente está cargada de cambios y transformaciones que han obligado a nuestras sociedades a aprender deprisa. En África, donde el tiempo no se rige por el reloj, el aprendizaje exigirá mucho, muchísimo más tiempo. Hay que tener presente, además, que hablamos de comunidades predominantemente analfabetas. Sin la escritura, el aprendizaje resulta muy lento: simplemente, porque la memoria es mucho más corta. La mayoría de los hutus, por poner un ejemplo, no sabe qué pasó hace treinta años, solo porque ya están muertos los que se lo podrían contar. (…)
En el mundo contemporáneo, a pesar de la existencia de numerosos conflictos armados, se ve clara la tendencia a evitar una guerra global. La comunidad internacional tiende a aislar los conflictos. La guerra de Yugoslavia fue la mejor prueba de ello. Cuando estalla un conflicto, se lo rodea con un cordón sanitario. Mientras que en la primera mitad del siglo XX un incidente local causaba el estallido de una guerra mundial, hoy en día incidentes mucho más graves no desencadenan conflictos mundiales. Matar a un archiduque hoy no tendría un efecto tan fulminante. [31]
Entramos en un nuevo tipo de relaciones y un nuevo tipo de guerras. En otros tiempos, el foco de tensiones estaba adscrito a un territorio claramente delimitado, por lo general, un Estado. Había países amigos y países enemigos, a los que se podía declarar la guerra. Hoy en cambio estamos ante amenazas sin una localización geográfica —están en todas partes y en ninguna— a las que no somos capaces de oponernos de una manera real y efectiva. Podemos hacerlo de forma simbólica —como ahora hace Estados Unidos— pero sin tener ni la más mínima garantía de llegar a eliminar el fenómeno. Después del 11 de septiembre hubo un periodo en que se discutía —la discusión sigue abierta hasta hoy— si aquello había sido obra de un puñado de locos o si se trataba del síntoma de una enfermedad mucho más seria que corroe al mundo. Hubo una oportunidad de llevar a cabo un debate serio sobre este problema, pero enseguida fue ideologizado —es decir, reducido al problema: quién está con Estados Unidos y quién en contra— y se quedó en meras declaraciones, dejando al margen el gran problema de la reflexión sobre el mundo. Se desaprovechó una oportunidad para plantearse la cuestión del estado de nuestro planeta. [III]
Señales de conflicto creciente y una mala atmósfera en torno a Estados Unidos se percibían desde hacía un tiempo, aunque los medios de comunicación no les diesen ningún relieve. En verano [de 2001] Estados Unidos fue excluido de la Comisión de los Derechos Humanos de la ONU. Luego hemos visto una serie de actos en contra de la globalización, marcados por un carácter claramente antiamericano. La conferencia sobre el racismo, que se celebró en Durban poco antes de los atentados del 11-S, transcurrió, también, en un clima inequívocamente antiamericano.
Me temo que lo sucedido no se interpreta adecuadamente. Cuando no oigo más que palabras como «fanáticos» y «terroristas» y consideraciones acerca de a quién hay que bombardear, empiezo a temblar por este mundo nuestro. Creo que en estos momentos lo fundamental tendría que ser estudiar y comprender el contexto de lo que sucedió el 11 de septiembre. [18]
El 11 de septiembre fue un acontecimiento importante. Es un tema que se discute mucho en el mundo y hay opiniones para todos los gustos. Yo opino que sí fue importante, y por muchas razones, pero quiero subrayar una: despertó la necesidad y el afán de reflexionar acerca del estado del mundo. En la década de los noventa, el fin de la guerra fría fue proclamado a bombo y platillo como el fin de toda guerra, de todo conflicto; ya no habría más dramas, ni tragedias, ni problemas en el mundo. En su lugar, se desarrolló algo muy provechoso para los intereses del gran capital: una ideología del consumo. Y la ideología del consumo necesita de paz y tranquilidad, de buen ánimo y espíritu alegre. En vista de ello, todas las desgracias, preocupaciones y tragedias de este mundo fueron arrinconadas y acalladas; desaparecieron de las pantallas de la televisión para dar lugar al entretenimiento: una fiesta interminable, un turismo plácido, «culebrones» frívolos, compras navideñas (para el día de la madre, del padre, de los enamorados, etc.); en una palabra, se creó una ilusión de que vivíamos en un mundo sin problemas, sin desgracias, sin conflictos. Y ese sueño de color rosa fue interrumpido el 11 de septiembre. (…)
Se acabó la década del entertainment. Neil Postman escribió incluso en los años noventa un libro que tituló —significativamente— Amusing Ourselves to Death. Morirnos de tanta diversión: demasiada risa, demasiada alegría, demasiada frivolidad. Y todo esto se fue a pique el 11 de septiembre. La sacudida despertó a la gente y volvió a poner de manifiesto que el mundo en que vivimos es un mundo de conflictos, de fuerzas e intereses de lo más dispares, y que la historia, esa historia que día a día se va desarrollando ante nuestros ojos, está llena de contradicciones y de trampas mortales, y tiene una dimensión trágica imposible de eludir, pues la historia no es sino la forma en la que se crea y se revela la vida. [47]
El modelo norteamericano ha conseguido una victoria total, nos decían, y por fin podemos dedicarnos al consumo y al espectáculo. El 11 de septiembre cambió completamente la situación y, como muy bien tituló un columnista neoyorquino, fue «El fin de las vacaciones de la historia». Nos enfrentó a un tremendo choque cultural y nos está poniendo a prueba: ahora tenemos la ocasión de repensar el mundo y estudiar respuestas convincentes a los nuevos problemas o, por el contrario, podemos volver la espalda a la realidad y seguir de vacaciones.
En el primer caso no tendremos más remedio que analizar los males que nos aquejan, las tremendas injusticias, las desigualdades, y deberemos buscar soluciones colectivas al imparable desarrollo del planeta, un planeta muy diverso en el que cada vez es mayor la separación entre los que tienen y los que no tienen.
El otro camino es la opción militar y policial y consiste en decir que no existen problemas graves, pensar que las cosas van más o menos bien y que todo seguirá funcionando si se consigue controlar el poder y se pega duro cuando sea necesario, si se liquida a esos grupos de gente loca que hay por ahí, camino que, desgraciadamente, parece imponerse. Podemos verlo en el lenguaje de los medios de comunicación. Porque la guerra no empieza nunca con el primer tiro. La guerra empieza con el cambio de lenguaje. La Segunda Guerra Mundial no empezó con el ataque a Polonia. Empezó con el lenguaje. Lo mismo ocurrió en los Balcanes. De pronto aparecen palabras como luchar, liquidar, enemigo, matar, aplastar. Es el lenguaje de la agresión y de la arrogancia. Lo vemos en los medios y lo vemos en los discursos políticos, en las discusiones públicas y privadas. Y así se prepara el ambiente, se caldea la atmósfera para cuando empiecen los tiros. [50]
Tal como se producen en el escenario europeo de hoy, los movimientos migratorios actuales forman parte de los grandes procesos a escala de todo el planeta cuyo comienzo se remonta hasta mediados del siglo XX. Las migraciones empezaron con el gran movimiento de descolonización, que dio independencia política nada menos que a un ochenta por ciento de la población de la Tierra. En un lapso muy breve —diez, veinte, a lo sumo treinta años— se crearon entonces decenas de nuevos Estados, cuyos habitantes —un número ingente de personas— entendían su lucha por la independencia del yugo colonial como una aspiración al bienestar. Para esa gente libertad significaba bienestar o, al menos, una oportunidad para mejorar sus condiciones de vida. Vista desde esta perspectiva, la época de mediados del siglo XX se caracteriza por dos grandes procesos que afectan a la población del mundo: el primero es el gran movimiento de liberación nacional, y el segundo, paralelo a la lucha independentista, es la migración de la población rural (y se trata de millones de personas) a las ciudades, pues la ciudad, en la civilización del siglo XX, está considerada símbolo de una vida mejor, como ese lugar mágico donde se pueden cumplir los deseos y las expectativas del ser humano. Pues bien: cuando el movimiento anticolonialista culmina en la creación de Estados independientes, sus líderes optan por una política propia, no solo independiente de sus antiguas metrópolis, sino también de los dos bloques que dominan la escena mundial (no olvidemos que la guerra fría está en su apogeo y el mundo está dividido entre Este y Oeste, socialismo y capitalismo). Así nace el tercer bloque, el de los países no alineados, que se convierte en heraldo de las antiguas aspiraciones de sus ciudadanos. En un primer momento, el movimiento no alineado muestra ciertos rasgos de confrontación: exige reparación de daños a las potencias otrora coloniales; espera que Occidente pague la deuda de explotación, desigualdad e injusticia que ha contraído con sus países. Pero Occidente no tardará en derrotarlo. Minado, dividido y enfrentados por Occidente sus socios, el movimiento no alineado deja de existir, más o menos, durante los años setenta o principios de los ochenta. El Tercer Mundo se ve marginado, relegado a desempeñar un papel de periferia, a pesar de que —y hay que tenerlo muy presente— se trata de un ochenta por ciento de la población del mundo. Pues bien: carente de mecanismos y despojado de instrumentos de reivindicación, en los últimos años el Tercer Mundo parece cambiar de táctica. (Ese cambio no obedece a una política consciente y premeditada, sino que se lo dicta su instinto). A saber: sustituye confrontación por penetración. Al no haber conseguido sacar ningún provecho de la confrontación con los países ricos, intenta sacar alguno de la penetración. Empezado hace unos veinte años, primero tímidamente y luego cada vez con más fuerza, es un proceso irreversible. Es muy importante que las sociedades occidentales se den cuenta de ello: el proceso es irreversible. [47]
Existe una escuela de pensamiento según la cual «tolerancia» conlleva pasividad hacia el otro. El hecho de que tolero a alguien tan solo significa que no lo combato, y en absoluto que busco entablar con él un diálogo. Los adeptos de esta escuela consideran que la tolerancia es un grado inferior del contacto interhumano, que ese contacto debería ser más activo: salir al encuentro del otro e intentar comprenderlo. Tolerancia no necesariamente tiene que significar comprensión: toleramos la presencia de una comunidad en nuestra ciudad, pero no nos interesa por qué valores se rige ni qué representa. Falta lo fundamental: la comunicación, el diálogo. [6]
El mundo vive una situación contradictoria. Por un lado tenemos toda esta globalización, las novedades técnicas, los mercados, Internet, todas estas cosas que nos acercan los unos a los otros. Pero al mismo tiempo se están produciendo movimientos muy fuertes de descentralización, de regionalismo, de etnonacionalismo, de gente que quiere desarrollar su propio lenguaje, dar alas a su cultura. Acabo de regresar de un viaje como reportero por Grecia y Turquía y me ha sorprendido cómo en ambos países se escucha mucha más música tradicional griega o árabe que rock.
Las cosas son así. Hace cuarenta y cinco años que viajo y cada vez es mayor la diferencia, la pluralidad. No debemos confundir el desarrollo técnico con el cultural. El desarrollo técnico puede servir incluso para frenar, para ir hacia atrás. Pedro el Grande utilizó, por ejemplo, las modernas técnicas militares de los holandeses para fortalecer un régimen dictatorial absoluto. Los logros técnicos sirven a veces para lo contrario de lo que se piensa que sirven. Lo que está claro es que hoy no se puede hablar del mundo como una entidad única. En el mundo conviven fuerzas variadas que se dirigen en direcciones opuestas. Y la fascinación de este mundo radica precisamente en esa vitalidad, nada fácil de definir, por cierto. [50]
Samuel Huntington afirma que la cultura de Occidente es única, irrepetible, y que por eso no se debe confundir modernización con occidentalización. Los Estados, las civilizaciones y las culturas pueden modernizarse, pero no tienen por qué occidentalizarse. Los países islámicos son buena prueba de ello: se modernizan y se computerizan, y sin embargo no se someten a la cultura occidental. Otro tanto ocurre en China y en Japón. [27]
La teoría de Fukuyama del fin de la historia tras la caída del comunismo era —usando un calificativo sumamente suave— discutible. Y es que por la puerta abierta del desmoronamiento del comunismo irrumpió la ideología del nacionalismo. La lucha entre Este y Oeste fue sustituida por nuevos frentes: nacionalismo, racismo y fundamentalismo religioso del signo que sea. Los une un denominador común: el factor emocional. De ahí la facilidad de inocularlos en una sociedad de masas, que no se rige por una manera de pensar racional sino por la emoción.
Otro mecanismo en torno al cual gira la contemporaneidad es la lucha entre dos fuerzas muy poderosas: la de integración y la de desintegración. Existen instituciones, ideologías y técnicas que persiguen un mundo homogéneo, comunicado y unificado. Y al mismo tiempo actúan fuerzas de desintegración que aspiran a desmontar las estructuras existentes.
En el mundo posmoderno, criterios como «conservador» y «progresista» poseen un contenido muy menguado y muchas veces tienen que ver poco con la realidad. ¿En qué se diferencian sociedades y partidos políticos? A menudo resulta difícil aplicarles un calificativo inequívoco de «izquierda» o «derecha». Hay que buscar otros criterios de sistematización. Se puede introducir la división que en su día propuso Popper: entre sociedades abiertas y cerradas. Lo mismo puede aplicarse a la mentalidad humana, pues aquí ya es más fácil determinar si la mentalidad de una u otra comunidad es abierta o cerrada; xenófoba o dispuesta a reconocer los derechos del extraño, del otro.
De esta manera, estamos ante tres criterios de ordenación del mundo de hoy: nacionalismo, integración / desintegración y mentalidad abierta / mentalidad cerrada. [6]
Hasta hace poco hemos formado sociedades de masas, pero ahora estamos en pleno proceso de convertirnos en la sociedad planetaria. Mientras que la sociedad de masas aún cabía en el marco del Estado, en tanto que esos Estados eran capaces de controlar de alguna manera a sus ciudadanos, la sociedad planetaria no tiene —ni puede tener— un poder superior al que someterse. Se trata de seis mil millones de personas a las que nadie puede imponerles ni ordenarles nada. Nunca habíamos vivido una situación semejante; estamos ante una nueva cualidad a la que tendremos que acostumbrarnos. Y tendremos que buscar maneras de comprenderla para vivir con y dentro de ella. [18]
La cuestión de libertad versus seguridad ha adquirido, sobre todo a la luz de la doctrina de Bush de la «guerra contra el terrorismo», una importancia colosal. Como el mundo de hoy no es escenario de grandes guerras entre Estados, el tradicional miedo a la guerra ha sido sustituido por el miedo ante la falta de seguridad. La gente se siente insegura, amenazada. De la misma manera que se puede hablar de un mundo de nuevas desigualdades, también puede hablarse de un mundo de nuevas amenazas: desde el simple atraco callejero hasta el crimen organizado y el terrorismo, pasando por el peligro de perder el puesto de trabajo o de caer mortalmente enfermo, por ejemplo, de sida. Entre una cosa y otra, el hombre contemporáneo se siente amenazado, tanto más cuanto que ve multiplicarse a su alrededor grupos violentos de todo tipo: cárteles, mafias, etc. Esta situación, entre otras razones, se debe a que la función del Estado está muy debilitada en el mundo contemporáneo. Y el Estado es débil porque ha perdido lo que tradicionalmente le pertenecía: el monopolio de la fuerza, de la violencia. Era al Estado a quien pertenecían organizaciones con «licencia para matar»: el ejército, la policía, el espionaje. También tenía el monopolio, hoy perdido, de la fabricación y venta de armas. Hoy en día campan por sus respetos ejércitos privados, grupos de mercenarios y asesinos a sueldo, organizaciones armadas de todo tipo, dedicadas al narcotráfico, a la trata de blancas, a la compraventa de armas, y todo eso que llamamos la «zona gris». En una palabra, ha surgido —y, lo que es peor: se ha institucionalizado— un gran número de organizaciones violentas que actúan fuera del control estatal. Más aún: que actúan en contra de los Estados. Y el ciudadano medio, acostumbrado a que las instituciones oficiales, gubernamentales, velen por su seguridad, se siente más amenazado que nunca. La población del mundo no solo aumenta en número, sino también en democratización. Y en las sociedades democráticas, los instrumentos de control tradicionales no funcionan o, en el mejor de los casos, funcionan a medias. Ante este panorama, el ciudadano se ve obligado a plantearse qué prefiere: libertad o seguridad. Y esto es debido a que el control de todas esas organizaciones de violencia supraestatal pasa por un control generalizado de la sociedad: adónde y por qué se trasladan las personas (controles de fronteras), con quién y de qué hablan (teléfonos «pinchados»), qué páginas web visitan y con qué fin (espionaje informático), etc., es decir, todo aquello que el ciudadano occidental considera sus legítimos derechos. De ahí el dilema que se plantea en el mundo de hoy: ¿cómo compaginar los derechos humanos con la necesidad de controlar a la población para garantizar su seguridad? Es una contradicción imposible de solucionar: el terror no se puede eliminar sino echando mano de métodos dictatoriales, estalinistas, pero ya que en las sociedades democráticas (y el terrorismo forma parte de ellas) tales métodos son impensables, no queda sino intentar limitarlo. De modo que las afirmaciones de que la guerra contra el terrorismo acabará en una victoria no son más que ilusiones e idealismos de andar por casa, porque la guerra contra el terrorismo no puede acabar en una victoria si no se quieren vulnerar los derechos humanos y conservar las normas éticas de conducta social propias de la democracia. Y aquí radica, repito, uno de los grandes dilemas del mundo contemporáneo. Y eso no es todo: el incremento del control en pos de la seguridad está en contradicción (una contradicción importantísima) con el proceso de globalización. Así que tenemos otro dilema, una de dos: seguridad o globalización. [47]
Globalización versus guerra contra el terrorismo. La globalización económica presupone la libre circulación de personas, mercancías y capitales. Como su nombre indica, libre significa no sometida a control. Las reglas de la guerra contra el terrorismo exigen, sin embargo, que se someta esta circulación a un control estricto, cosa que causará su ralentización, lo que, a su vez, frenará el proceso de globalización. Entra en juego el dilema: ¿qué elegir? Si empezamos a controlar los cinco mil camiones de alto tonelaje que cada día pasan por Detroit, por supuesto todo el tráfico quedará paralizado. Y si se para el tráfico, constataremos con horror lo que, teóricamente, es de dominio común: que la industria moderna está basada en el montaje. Un componente se fabrica en Hong Kong, otro en Francia y un tercero en Sudáfrica. El montaje es la última fase, realizada a saber dónde. Toda la estructura de la cadena de producción se viene abajo. He aquí ante qué retos se halla ahora el mundo occidental, retos que constituyen serias amenazas para su funcionamiento, al menos en la forma en que ha funcionado hasta ahora. [III]
Toda la atención está centrada en la guerra de Afganistán y, sin embargo, hay problemas mucho más importantes para el funcionamiento del mundo, como las irreconciliables disyuntivas de terrorismo versus democracia y de globalización versus guerra contra el terrorismo. En cuanto a la nueva configuración de fuerzas en el planeta —y el consiguiente traslado de los teatros de guerra—, en el momento presente se han producido grandes cambios. Continentes como América Latina y África han sido relegados a la sombra casi absoluta y el papel de Europa se ve cada vez más debilitado por obra, sobre todo, de Estados Unidos: el viejo continente parece «marginado». Toda la atención del mundo se traslada a esa tambaleante, insegura y peligrosa zona del mundo que es Asia Central. Se repite el decimonónico guión de lucha en que se enzarzaron en aquel entonces la Rusia zarista y Gran Bretaña, los dos imperios más poderosos de la época. La partida de ahora se juega bajo otra configuración, en el triángulo formado por Rusia, China y Estados Unidos. Este último país por primera vez abre bases militares en Asia Central, con lo que asegura su presencia en la zona por un tiempo indefinido. Cosa importante, es un territorio —por así decir— relativamente fácil, pues sus estructuras estatales son muy débiles: ¿qué «poderío» pueden oponer países como las repúblicas exsoviéticas y Afganistán a las tres superpotencias que los rodean: China, Rusia y Estados Unidos? Están en el lugar donde empieza un enfrentamiento entre estas tres fuerzas, que en este momento tienen un interés común: la liquidación de las organizaciones terroristas que han elegido la zona para establecerse. China tiene un gran problema con el islam de la etnia uigur; Rusia, con el extendido por la cuenca del Volga, y Estados Unidos, con Al Qaeda y Bin Laden. Este interés común une, de momento, a las tres superpotencias, pero no hay que perder de vista que tras él se oculta un segundo gran problema, a saber: que aquel territorio es la mayor fuente alternativa de petróleo. Si algo ocurre con la de Oriente Medio, la única fuente del crudo capaz de abastecer al mundo de mañana será la situada en Asia Central. El hoy limitado consumo de petróleo —entre sesenta y setenta millones de barriles diarios— se debe al ritmo lento del desarrollo del Tercer Mundo. Pero si este desarrollo se acelera, sobre todo el de China, si Rusia se sube al mismo tren, si se acelera el de la India —como parecen señalar todos los indicadores actuales—, la demanda de petróleo se disparará y entonces aquel que controle esta zona del mundo —Afganistán y toda la región de los mares Negro y Caspio— será dueño y señor de las fuentes que impulsan toda la civilización contemporánea. Por eso, la lucha que allí se lleva a cabo en el presente no solo tiene importancia para el mundo de hoy, sino también para el futuro. [III]
Nadie sabe si Afganistán acabará dividiéndose, porque allí todo es una gran improvisación sobre el terreno, un territorio que los norteamericanos desconocen. Hay que recordar que, a primera vista, la más beneficiada puede resultar Rusia. Basta con echar un vistazo al mapa de la zona: los norteamericanos solo pueden acceder a Afganistán desde Rusia, pues aquel limita por el sur con Irán, acérrimo enemigo de Estados Unidos. Al otro lado está Pakistán, cuyo gobierno —fruto de un golpe de Estado militar— carece de legitimidad y, además, está sometido a una gran presión por parte de la oposición, o sea, de los talibanes. Estos representan una corriente del islam cuyo nombre se deriva de la palabra árabe hazr: prohibición. Es una corriente muy estricta, muy conservadora, hostil a todo aquello que los musulmanes llaman bidaa —novedad— y de la cual día sí y día no surgen movimientos fundamentalistas empeñados en depurar el islam. Su enemigo número uno —cosa que no se tiene presente y de la que no se habla— ni siquiera es América, sino sus propios regímenes, a los que consideran traidores al Corán y contra los que se organizan. [V]
Está extendida la creencia de que el mundo está sacudido por conflictos entre civilizaciones. Tales conflictos no existen. Lo que ocurre en Afganistán no es sino una revancha militar que se presenta como una forma de la «guerra contra el terrorismo». «Guerra contra el terrorismo»: mera propaganda. La realidad es mucho más complicada, seria y difícil; consiste en una contradicción —que también destacan especialistas norteamericanos— que existe en el seno de la democracia y que resulta imposible de resolver. Simplificando: se podría solucionar el problema del terrorismo en una semana si se introdujese alguna forma de totalitarismo, pero en tal caso se tendría que renunciar a la democracia. Y en el caso de los Estados Unidos de América, cuya civilización se fundamenta en los valores democráticos, estamos ante una contradicción irresoluble: para solucionar el problema del terrorismo en un santiamén bastaría con imponer la censura, controlar las conversaciones telefónicas, someter a los ciudadanos a una vigilancia constante, introducir registros y campos de concentración. Pero ¿cómo hacer todo esto sin socavar los cimientos del sistema? ¿Cómo hacerlo sin renunciar al mismo tiempo a la tradición y los principios de la democracia? Este es el auténtico problema ante el cual hoy se halla Norteamérica. No ante el de Bin Laden, que no deja de ser secundario. El verdadero problema radica en la solución de este gran dilema. ¿Cómo lidiar con todo esto?
No hace mucho, el bisemanario The New York Review of Books publicó un artículo de Philip C. Wilcox, Jr., quien entre 1994 y 1997 fue responsable de la lucha antiterrorista en el Departamento de Estado. Habla de sus experiencias en aquel puesto y dice que la pretensión de erradicar el terrorismo es una abstracción total y absoluta; que se puede intentar limitarlo y debilitar su actividad, pero que en el sistema democrático no se lo puede controlar del todo. Pretender tal cosa entrañaría negar la misma esencia de la democracia y en vista de ello, hay que hacerse a la idea de que el terrorismo permanecerá. Mientras no se erradiquen del mundo el descontento y la frustración, seguirán germinando reacciones de este tipo. [V]
La época de la globalización muestra una fuerte tendencia a levantar limes (reales y metafóricos), a marcar y señalar fronteras y cordones sanitarios: apartheid. De modo que hay tanta unificación como fragmentación, el mismo afán de unir que de separar.
[Lapidarium V]
El mundo contemporáneo, a consecuencia del crecimiento demográfico, de las migraciones y del desarrollo de las comunicaciones, entraña una multiplicación del otro; implica una multiplicación de contactos interhumanos, luego interculturales. De ahí la enorme importancia que cobra nuestra actitud hacia el otro, nuestra manera de percibir a los representantes de otros pueblos, razas y religiones. En concreto: si vemos en ellos al prójimo o al enemigo. En esto estriba la principal diferencia entre personas y sociedades de mentalidad abierta y cerrada. [6]
La división del mundo en «centro» y «provincia» la encontramos ya en la Antigüedad. Dicha división estaba marcada por la existencia de los limes, fronteras que separaban la civilización de la barbarie. Más allá de estas fronteras no se extendía sino un mundo bárbaro que el centro percibía como inferior, amenazador e incomprensible, un mundo que usaba lenguas raras, un oscuro balbuceo. Estos tres elementos: inferioridad, amenaza e incomprensión, ya para siempre caracterizarían la imagen que de la provincia tiene el centro, que es un territorio desarrollado, transparente e inteligible. Un lugar de paz y tranquilidad.
Presente en toda la historia de la humanidad, la oposición «centro» versus «provincia» cobra especial importancia en momentos cruciales, cuando la civilización del centro choca con otras culturas. Así fue en tiempos de las cruzadas, de los descubrimientos de Colón, de la gran conquista colonial… Las diferencias se acentúan porque los hombres del centro se sienten portadores de una misión civilizadora. La conquista no sirve sino para extender la civilización, por lo general, europea, la única al fin y al cabo que desde siempre ha adolecido de ese afán misionero. Podemos relacionarlo con el carácter monoteísta de la religión dominante. Solo en el islam hallamos aspiraciones parecidas. La yihad, la guerra santa, no tenía como objetivo la conquista de nuevos territorios, sino, sobre todo, la expansión de su religión y de su escala de valores. Otras civilizaciones, como la china o la hindú, nunca han mostrado semejante tendencia a expandirse; todo lo contrario: más bien a aislarse. Siempre les ha resultado ajena la ambición de convertirse en «centro».
Los últimos quinientos años han fortalecido la dicotomía en cuestión. Noam Chomsky habla incluso de una conquista que se ha prolongado durante quinientos años y que se ha convertido en paradigma de la cultura occidental. En las últimas décadas, la actitud expansionista ha adoptado una nueva forma, la del llamado globalismo. Tan generosamente espaciosa como «posmodernismo», esta palabra-clave, palabra-cajón de sastre, se define y se comprende de mil maneras. Hay quien ve sus comienzos ya en las expediciones de Colón. Sin embargo, el de finales del siglo XX aparece definido desde el punto de vista histórico por dos elementos que lo distinguen de todos los «globalismos» pasados. El primero: el fin de la guerra fría y sus consecuencias han creado una oportunidad para la unificación del mundo. El segundo: la revolución electrónica posibilita la abolición de dos grandes obstáculos que han existido desde siempre: el tiempo y el espacio. La coincidencia de estas dos circunstancias ha creado una situación desconocida en la historia del mundo y ha propiciado nuevas ideas en torno a cómo puede funcionar nuestro planeta.
La nueva globalización, sin embargo y en contra de lo que prometía, no elimina la división entre el centro y la provincia; todo lo contrario: cava brechas cada vez más profundas. Comprendido como foco de irradiación y expansión, el centro ha sido claramente definido en función de su potencial económico y tecnológico: Estados Unidos de América. Vencedor de la guerra fría y líder de la revolución electrónica gracias a décadas de desarrollo ininterrumpido, el país se ha convertido en «el centro» del mundo. Por añadidura, la globalización fortalece esta posición, al tiempo que no solo no nivela, sino que acentúa las diferencias ya existentes. En los más diversos campos pero sobre todo en el económico. En el centro vive la gente con los ingresos más altos y la provincia aglutina a toda la miseria del mundo. Igual de importante es la diferencia en el desarrollo tecnológico. La aldea global, lejos de abarcar el planeta entero, solo se ha impuesto en unos puntos concretos. Tampoco se debe olvidar la dominación cultural. La industria de entretenimiento y las redes mediáticas norteamericanas llegan a todas partes. La expansión norteamericana tiene carácter global porque la supremacía de Estados Unidos en el ámbito económico va acompañada de la dominación cultural. Estamos ante una situación nunca vista a lo largo de la historia: Estados Unidos no se limita a exportar su cultura, sino que además saca de ello pingües beneficios, inferiores solo a los que da la industria armamentista. «Globalización» se suele identificar con aspiración a hacerse con mercados donde colocar productos propios. Por lo general se piensa en coches y alimentos, olvidando este otro aspecto fundamental: la globalización permite a la cultura norteamericana acceder a muchos mercados locales. Ya el plan Marshall contenía un artículo que sancionaba la presencia en Europa de la industria estadounidense de entretenimiento. Jerzy Jedlicki definió muy certeramente este estado de cosas al llamar al mundo provincia de Norteamérica.
La globalización iba a remediar los problemas de la humanidad. El mundo no para de avanzar, es cierto, pero su desarrollo genera desigualdades. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres, cada vez más pobres. De momento, sin embargo, no somos capaces de cambiar esta tendencia. La necesidad de inversión en desarrollo que tiene el mundo es mucho mayor que los medios de los que disponemos para destinar a este fin. Si quisiéramos satisfacer esta demanda tendríamos que multiplicar por veinte el capital de inversión que existe en la actualidad. Las necesidades son veinte veces más grandes que las posibilidades. Veinte: un número básico para comprender el mundo contemporáneo.
Simplificando, el mito de la globalización se asienta en la convicción de que si todos tenemos acceso a un ordenador y a Internet, viviremos estupendamente. Esta falsa idea se ve profusamente difundida por los medios de comunicación, por el Banco Mundial, por el Fondo Monetario Internacional y por todo el establishment planetario, pues la globalización ha engendrado una nueva clase gobernante, cosmopolita pero dominada por los norteamericanos. Sus representantes, que también son los creadores de la ideología del globalismo, deciden cómo hay que interpretar la realidad económica y social del mundo.
Hoy la importancia de un país no se mide por la extensión de su territorio sino por la potencialidad de su capital. Países inmensos, como Rusia o Sudán, permanecen sumidos en un inmóvil marasmo. En la periferia incluso el tiempo corre más despacio. El centro, en cambio, es esa dinámica civilización de desarrollo que Edward Luttwak llama turbocapitalismo. Al resto del mundo no le queda sino intentar mantenerse en la línea de la supervivencia. La provincia, que vive a un ritmo lento, se limita a recibir señales del centro. Espera ese capital que tanto necesita pero que —no hace falta insistir en lo obvio— nunca es desinteresado.
Si en el centro contemporáneo englobamos además de América del Norte a la Europa occidental y Japón, siguen vigentes todas las características de la división entre «centro» y «provincia» conocidas desde la antigua Grecia. Los habitantes del centro no han cambiado ni un ápice: siguen considerándose superiores. Y amenazados: ya por la inmigración ilegal, ya por el terrorismo, ya por el tráfico de drogas. Finalmente, se ven incapaces de comprender a la provincia, «de la que se puede esperar de todo». Los medios de comunicación la han convertido, simbólicamente, en un coche bomba que en cualquier momento puede estallar en una calle de una ciudad rica.
[«Veinte»]
La globalización no es global porque abarca casi exclusivamente el Norte, donde se concentra el ochenta y un por ciento de toda la inversión extranjera.
[Lapidarium V]
Occidente, o sea, el centro de la toma de decisiones de la humanidad, se interesa por una zona del mundo —puede ser un continente entero— tan solo cuando —y mientras— cree que desde aquella dirección puede venirle una amenaza, que allí acecha un peligro para sus intereses. Así fue a mediados de la década de los cuarenta con respecto a Asia (la revolución china, la independencia de la India y de Pakistán, el comienzo de la guerra en Indochina), con respecto a África en los sesenta (la guerra de Argelia, la revuelta en el Zaire, el inicio de la lucha armada en Angola) y, por la misma época, con respecto a América Latina, en aquel entonces escenario de todo un abanico de luchas guerrilleras. Luego, cuando la amenaza no resulta tan grave y amainan los miedos, el continente que otrora infundía terror se ve apartado de los puntos de mira y cae en el olvido.
[Lapidarium III]
La tesis sobre el «choque de civilizaciones» formulada por Huntington se ha extendido por el mundo y ha ganado muchísimos adeptos. No hay que olvidar, sin embargo, la nacionalidad de Huntington: estadounidense. Aunque sea un politólogo muy destacado, contempla el mundo desde el punto de vista norteamericano, siendo como es representante de una superpotencia sin partenaires: ningún Estado puede hablar con ella de igual a igual. ¿Qué tipo de interlocutor puede ser para Estados Unidos una Polonia o una Italia? Es una potencia tan enorme que solo puede considerar como equilibradas sus relaciones con estructuras mayores, supraestatales. Además, la autoría de esta tesis ni siquiera pertenece a Huntington, sino a Toynbee, quien, siendo el historiador del imperio británico, se daba cuenta de que no tenía sentido escribir historias nacionales, pues semejante perspectiva, demasiado estrecha, llevaba a engaños. Había que aglutinarlas en grandes bloques de civilizaciones. Había que escribir historias no de Estados, ni tampoco de pueblos, sino de civilizaciones porque solo de esta forma se podía transmitir la verdadera imagen del mundo. Huntington ha hecho suyo este pensamiento. Pero, repito, su manera de discurrir corresponde a su condición de representante de una gran superpotencia: Estados Unidos no tiene más que dos contrincantes capaces de constituir una amenaza real, dos civilizaciones que Huntington menciona como las más serias, las más peligrosas: la china y el islam. Son las únicas que no se someten a los dictados de la cultura norteamericana. Dos civilizaciones que conservan intacta su propia identidad cultural. Inmunes a influencias exteriores, parecen impermeables. Estamos ante unos fenómenos que el poderío norteamericano, sobre todo en el ámbito de la cultura y la civilización, es incapaz de quebrar y cambiar. Y por eso Huntington contempla el problema del mundo no a través del prisma de países o Estados, sino como un problema de civilizaciones. [V]
Las ciencias sociales, al analizar cincuenta años de desarrollo y constatar que las diferencias entre pobres y ricos aumentan, han empezado a plantearse nuevas preguntas. Por ejemplo estas: ¿Por qué Asia y África, que han vivido más o menos una misma situación poscolonial, hoy se encuentran en situaciones tan dispares? ¿Por qué la región del Pacífico se ha lanzado a un desarrollo imparable y la del Sáhara está tan atrasada? ¿Por qué en un país como Estados Unidos —cuyo sistema es igual para todos: la misma ley y la misma Constitución, la misma moneda— unas comunidades funcionan estupendamente y otras a duras penas? ¿Por qué los coreanos, los chinos y los japoneses han sabido organizarse a la perfección, los latinoamericanos ya bastante peor y los afroamericanos en absoluto?
Y la respuesta que proponen —acertada a mi modo de ver— es que hay culturas cuya escala de valores nada tiene que ver con la occidental. Las hay, por ejemplo, que antes que el culto al trabajo, tienen en la más alta estima el tiempo de ocio compartido con la familia. Estas personas trabajan lo imprescindible para cubrir sus necesidades básicas. [27]
Con estas «inexplicables» diferencias culturales se topa a diario todo empresario europeo en África. Contrata a un determinado número de personas y, contento, las ve trabajar. Pero, al cabo de una o dos semanas, sus trabajadores de repente desaparecen. Perplejo, el hombre se pregunta qué ha pasado. Y ha pasado algo muy sencillo: el obrero acudió al trabajo porque necesitaba dinero para casar a su hija o para comprarse un saco de maíz. En cuanto ha reunido la suma necesaria, se va a casa.
Para ellos, la felicidad no se mide con la posesión de un tercer televisor, pues no tienen ninguno (¿para qué, si tampoco tienen luz?). La persona feliz es aquella que vive rodeada de amistad en su aldea natal, habitada por sus seres queridos. [48]
Pero también hay otro factor que incide en la profundización de la brecha entre las distintas comunidades: la educación. Hoy, todos los estudiosos del problema se muestran de acuerdo en que el progreso y el desarrollo de la democracia dependen del nivel cultural de una sociedad. Este, a su vez, depende del nivel de instrucción de sus miembros. De manera que la inversión más inteligente en el futuro es la dirigida hacia la educación. [27]
Si nos paramos a pensar en que somos seis mil millones de seres que hablan cientos de lenguas y profesan las más diversas religiones, que tienen un sinfín de culturas, de tradiciones y, sobre todo, de intereses (a menudo, encontrados); si además reparamos en lo inmensa que es la injusticia de este mundo, la verdad es que la mayor victoria colectiva de la humanidad radica en el hecho de que todavía existimos. [IV]