ÁFRICA
Tras la Segunda Guerra Mundial, después de los campos de concentración, del Holocausto, se tenía la sensación de que íbamos hacia un mundo mucho mejor en el que los africanos podrían llegar a vivir como los suizos…, pero con el tiempo vino la reflexión, y ahora vemos que no se puede conseguir todo, que en la vida solo podemos tender a aproximarnos al ideal, y que esta aproximación es el único logro posible, pero nunca se alcanza del todo. [50]
África queda repartida en los años ochenta del siglo XIX, y ya en los sesenta del XX estalla la independencia. El colonialismo, por lo tanto, duró unos setenta años. Los historiadores coinciden en afirmar que el comercio de esclavos, que duró más de trescientos años, fue una desgracia mucho mayor para África que el colonialismo. El proceso de despojar a África de sus gentes empezó en el siglo XVI y no se detuvo hasta principios del XIX. Este proceso no solo disminuyó la ya de por sí escasa población del continente, sino que también provocó su estancamiento económico. África no pudo desarrollarse porque le fueron arrebatados sus habitantes más fuertes, sanos y jóvenes. Los del África atlántica fueron a parar a Europa y a América; y los de la oriental, a los países árabes. Así, el hombre cayó por debajo del valor del caucho, del algodón o del oro y se convirtió en un animal de caza: de ahí el complejo africano de inferioridad. La psicología del hombre conquistado, colonizado, maltratado, envilecido y reducido a la nada ha formado su visión del mundo: por eso el africano lo contempla a través del prisma de la raza. El comercio de esclavos se hizo en condiciones mucho más primitivas que la explotación colonial. La primera época de la colonización fue tremendamente brutal, pero en el siglo XX aparecieron inversiones y planes de desarrollo. El colonialismo pasa entonces por una etapa de evolución favorable hasta el momento en que se retira, voluntariamente en la mayoría de los casos. Emitir juicios de valor sobre el colonialismo resulta, por lo tanto, una tarea compleja; enjuiciar el comercio de esclavos no deja lugar a dudas: fue una atrocidad.
Occidente arrastra la culpa de toda la historia de la esclavitud, el colonialismo y el poscolonialismo. Occidente no solo es el responsable de la configuración del África independiente, sino que también lo es de sus fracasos, pues al abandonarla, dejó muchos problemas sin resolver. La situación fue especialmente grave en las colonias de aquellos países europeos —Portugal, Italia, Bélgica— que en la época adolecieron de debilidad interna y soñaron con un poderío colonial más por el prestigio internacional que por razones económicas. Incluso Polonia, a través de la Liga Marítima y Colonial, había reclamado colonias en Madagascar, Angola y Liberia…
Los países europeos débiles enviaron primero a África a marginados sociales, a hombres de los bajos fondos, a los más miserables: en las calles de Luanda vi con mis propios ojos a mendigos blancos; eran portugueses. Luego abandonaron África en un ambiente de gran pánico, llevándose todo lo posible, y no dejaron tras de sí ni infraestructuras, ni cuadros de profesionales. De manera que en el momento mismo de nacer, los jóvenes Estados africanos no estaban preparados para la vida. Este estado de cosas fue muy propicio para el caos, los disturbios, el florecimiento de la corrupción, etc. [31]
Dentro de Luanda, construida con hormigón y ladrillo, empezó a surgir una segunda ciudad, de madera. Cuando recorría las calles, me asaltaba la impresión de pasear por una inmensa zona en obras. A cada paso tropezaba con alguno de los tablones, desparramados por todas partes; un clavo que salía de un listón me desgarró la camisa. Algunas cajas tenían el tamaño de pequeñas casas de verano, pues, de pronto, se había creado un escalafón de prestigio cajero: cuanto más rico era alguien, mayor era la caja que se agenciaba. Resultaban imponentes las de los millonarios: con un armazón de vigas y forradas por dentro con lona, sus paredes, sólidas y elegantes, estaban hechas de las maderas tropicales más caras, con los anillos tan bien cortados y tan primorosamente pulidos que recordaban exquisitos muebles de anticuario. Estas cajas albergaban salones y dormitorios enteros, sofás, mesas y armarios, cocinas y neveras, aparadores y sillones, cuadros, alfombras, arañas, porcelanas, sábanas y mantelerías, trajes y vestidos, todos, hasta el último, tapices, pufs y jarrones, incluso flores artificiales (también vi eso, con mis propios ojos) y toda esa monstruosa e infinita cachivachería que suele abarrotar las casas pequeñoburguesas, o sea, figuritas, conchas, bolas de cristal, frascos, lagartijas disecadas, aquella miniatura en metal de la catedral de Milán traída de una excursión a Italia, ¡y las cartas!, cartas y fotografías, esa foto de boda en un marco dorado a lo mejor la dejamos, dice un señor, ¡pero bueno!, ¿no te da vergüenza?, exclama la señora, indignada, todas las instantáneas de los niños, aquí cuando el pequeñín se sentó por primera vez y ahí cuando por primera vez dijo «Dame», dámela, venga, esa con un pirulí y aquella con la abuela, dámelo todo, absolutamente todo, incluidas las cajas de vino y aquel saco de macarrones que compré cuando empezaron a pegar tiros, y la caña de pescar, y el ganchillo, ¡mis hilos!, mi carabina, los cubos de colores Tutuni, el aspirador y los pájaros, los cacahuetes y el cascanueces también tienen que caber, así de sencillo: tienen que caber y punto, para que no quede más que el suelo desnudo y las paredes igual de desnudas, un desnudo integral, un striptease completo de la casa llevado hasta el final junto a una ventana sin cortinas, y ya solo nos quedará cerrar la puerta, y por el camino al aeropuerto nos detendremos en el paseo marítimo y arrojaremos la llave al mar.
[Un día más con vida]
El mundo ha dejado de ocuparse de África. Le interesó a lo largo de cincuenta años, aunque solo fuese porque África se había convertido en uno de los teatros de operaciones de la guerra fría. Se enviaron allí ejércitos para demostrar la supremacía sobre el enemigo. Hoy ya no existe un mundo bipolar. Por primera vez en quinientos años, desde la conquista española, en el mundo no queda más que un solo país capaz de ejercer un dominio planetario: Estados Unidos. Pero la sociedad norteamericana no está preparada para desempeñar este papel. Los estadounidenses no ven ninguna necesidad en enviar hoy a sus hijos a morir por Somalia o por Zaire.
Los intereses económicos también han cambiado. En África, con la excepción de Nigeria y de Gabón, al sur del Sáhara no hay importantes yacimientos de petróleo, la única materia prima por la que Occidente estaría dispuesto a librar todas las batallas y se lanzaría a cualquier tipo de guerra, pues sin el petróleo la técnica y la civilización occidentales, simplemente, no podrían existir. Las otras materias primas, las que en su día fueron estímulo para la conquista del mundo, han perdido todo su atractivo con la aparición y ulterior desarrollo de tecnologías para la fabricación de materiales sintéticos. El caucho es el mejor ejemplo de ello.
África como mercado también ha dejado de interesar a Europa. Los productos europeos resultan demasiado caros para un africano, que hoy prefiere comprar mercancías chinas o taiwanesas. Lo único que a Occidente le interesa de África es la estabilidad: está dispuesto a apoyar cualquier régimen con tal de que este la garantice, aun a costa de los derechos humanos. El problema de África se ha trasladado a organizaciones especializadas: las hay para los refugiados, para la alimentación, para las vacunas, para la protección de la flora, para los animales en peligro de extinción, etc. [31]
La propia África tampoco se ha desvivido para ayudarse a sí misma. Recuerdo la guerra civil zaireña a principios de los sesenta. En aquella ocasión, acudieron allí soldados de Etiopía, Ghana, Marruecos… Hoy los africanos dicen que no irán al Congo, actitud que da fe de la degradación de las élites intelectuales y políticas africanas. La primera generación de líderes del África independiente la formaban idealistas y soñadores; cada uno de ellos tenía una visión del continente y un fuerte sentimiento de ser llamado a llevar a cabo una misión. Así fueron Kwame Nkrumah, Patricio Lumumba, Julius Nyerere. Se les podía reprochar ingenuidad o delirios de grandeza, pero, por lo menos, tenían las manos limpias. A pesar de que entre los padres del África independiente tampoco faltaron políticos corruptos, la mayoría de la clase política se nutría de hombres de grandes ideales. A caballo entre los sesenta y los setenta, aquella generación de soñadores fue aplastada por una oleada de golpes de Estado. Al producirse estos en plena época de la guerra fría, resulta evidente que los golpistas habían contado, cuando no con la inspiración, por lo menos con la aprobación del Este o del Oeste. La lealtad hacia los patronos extranjeros se convirtió en el único criterio de valoración de los nuevos regímenes. La degradación de las élites estaba servida: el coronel derrocaba al profesor de derecho, el capitán al coronel, el sargento al capitán, y así sucesivamente. Aquellos golpes militares corrompieron la vida política africana y la convirtieron en una pesadilla llena de barbarie y crueldad. Los sueños de antaño desaparecieron y en su lugar se instaló la lucha por el poder. La razón y la ética cedieron ante la fuerza bruta.
En el curso de las numerosas guerras étnicas, los intelectuales se convirtieron en presas de caza. El primer objetivo de los pogroms, que en Ruanda y Burundi tienen una historia de treinta y cinco años, no fue otro que los intelectuales, la intelligentsia, e incluso aquellos que, simplemente, sabían leer y escribir. Se mataba a los potenciales dirigentes. En 1972, cuando el régimen tutsi ahogaba la sublevación hutu, el ejército iba de escuela en escuela, cogía a los maestros y a los alumnos de los cursos superiores, los subía en camiones y se los llevaba al bosque para… ¡ejecutarlos! Más tarde, en Ruanda, los hutus mataban a la intelligentsia tutsi. Así, en un genocidio mutuo, se exterminó a un nutridísimo grupo de intelectuales. Los pocos que habían conseguido sobrevivir huyeron a Europa y a América. El resultado es que hoy casi todos los intelectuales africanos viven fuera de su continente y los que todavía quedan allí piensan, sobre todo, en cómo conseguir un contrato o una beca en el extranjero.
La degradación de las élites africanas contribuyó a la parálisis de la Organización de la Unidad Africana. No hay dinero suficiente, ni suficiente dosis de buena voluntad, para emprender una acción internacional en las zonas en conflicto. Los dictadores se niegan a enviar sus ejércitos a otros países, llevados por el temor de convertirse, una vez indefensos, en objetivo fácil para los conspiradores. Toda su filosofía política consiste en mantenerse en el poder.
Junto con el debilitamiento de los países africanos apareció el fenómeno de cabecillas locales que llenaron el vacío político. Los cabecillas en cuestión deben su vertiginosa carrera hacia el poder a la gran facilidad de hacerse con armamento barato y con hombres para sus ejércitos privados. El fenómeno de su aparición a finales del siglo XX no solo se ha producido en África, sino también en todos los países donde se han tambaleado las estructuras del Estado. No solo el somalí Mohammed Farah Aidid fue un cabecilla; también lo han sido el serbio de Bosnia Mladić; el birmano Khun Sa o el líder de los separatistas abjazos, Vladislav Ardzinba. Este nuevo poder caciquil tiende a dinamitar las estructuras de los Estados tradicionales.
El armamento se ha convertido en una mercancía de fácil acceso, y se consigue el dinero para comprarlo traficando con diamantes, marfil o droga. Los soldados de los «señores de la guerra» se reclutan entre adolescentes desocupados, que abundan en los países del Tercer Mundo. La explosión demográfica, la crisis económica, el paro y la miseria han hecho que millones de africanos de dieciséis años se despierten todos los días sabiendo que no tienen nada que comer, ni tampoco nada que hacer. Son los que engrosan las filas de los ejércitos privados, no tanto para ganar dinero, como para tener alguna ocupación. [31]
El año pasado [1996], durante un largo viaje por África occidental, por las antiguas colonias francesas, noté un gran cambio. Hace veinte años, todo oficinista, estudiante de universidad y alumno de primaria y secundaria hablaba francés. Una cosa de lo más natural. Ahora, con la misma soltura, hablan inglés. En repetidas ocasiones les pregunté por qué estudiaban inglés. Me contestaban sin ambages: «Hace veinte años los amos eran los franceses. Hoy el amo es el Banco Mundial y allí se habla inglés». Es un buen ejemplo del cambio que se opera en la cosmovisión de la clase media africana, que sabe que el capital internacional está en manos norteamericanas y considera que es bueno conocer la lengua en la que se comunican los banqueros. [40]
África siempre llevará a cuestas la historia del colonialismo, nunca podrá ignorarlo. Pero el colonialismo también ha dejado legados positivos, sobre todo la lengua, que constituye un fuerte lazo de unión entre aquellas comunidades. Las metrópolis de gran poderío económico han dejado redes de caminos y carreteras, leyes de educación y de asistencia médica, escuelas y hospitales. A la vez que rechazan el colonialismo como sistema de dominación, los africanos no renunciarán a su legado positivo. La construcción del futuro de África, por lo tanto, tendrá que asentarse en una síntesis de logros de origen diverso. Para llegar a ella, África tiene mucho camino que recorrer, un camino difícil y plagado de conflictos.
El conflicto entendido como una forma de solucionar disputas territoriales y económicas (la lucha por la tierra, por los pastos, por el ganado) ha constituido durante milenios uno de los elementos fundamentales de la historia de África. En la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, se produjo una novedad: la eclosión demográfica y la revolución técnica. Los conflictos se han vuelto extraordinariamente sangrientos debido a que participa en ellos muchísima más gente. Hombres que antaño luchaban con arcos, flechas y machetes hoy usan armas de repetición y artillería. Por añadidura, los pueblos que se sienten amenazados albergan la profunda convicción de que matar al enemigo no significa aniquilarlo. Creen que mientras exista el cuerpo, el espíritu sigue vivo. Y el espíritu puede renacer para vengarse. [31]
No existe peor mezcla que la del arma, la estupidez y el miedo. De ella no se puede esperar sino lo peor.
[Lapidarium I]
Es muy difícil contestar a la pregunta sobre el futuro de África. Con cincuenta y dos Estados y ochocientos millones de habitantes, con cientos de lenguas y nacionalidades y otras tantas religiones, en África hay una tremenda diversificación de niveles de vida y de vías de desarrollo. Seguro que no habrá una única fórmula de solucionar los problemas. El proceso que se observa ahora permite prever que habrá menos conflictos y más estabilización y democracia. No faltarán dificultades económicas. Para dinamizar el continente hace falta dinero. Y allí no lo hay. África levantará la cabeza cuando reciba medios desde el exterior. Y ya que hablamos de economía, China, que inunda el mercado africano con productos baratos, se convertirá en el principal competidor de Estados Unidos. Cuadernos, camisetas, zapatillas deportivas, linternas, etc., cuestan cuatro cuartos. Desplazan a los productos occidentales, demasiado caros para el bolsillo africano. En un futuro se puede repetir la situación anterior a la colonización europea, cuando África estaba estrechamente relacionada con Asia. [40]
Hace varios años, en el Institute of Technology de Massachusetts y en París vieron la luz sendos proyectos de enviar ordenadores a África con el fin de ayudar a nivelar esas grandes diferencias que la era de la información ha creado entre los ricos y los pobres. Ambos proyectos acabaron en fracaso. Pero aparecieron los chinos, con bolígrafos. Bolígrafos de entre tres y cinco centavos.
Los chinos «tomaron por asalto» aldeas enteras, precisamente gracias a esos objetos baratos de uso cotidiano que habían fabricado pensando en los pobres. No hace mucho, en Senegal, me disponía a visitar a unos conocidos y quería llevarles un regalo. Decidí obsequiarlos con una lámpara, pues no tenían luz y día tras día, al caer el crepúsculo, se veían obligados a permanecer a oscuras. Me fui al mercado, el más grande de toda la ciudad, donde encontré una pequeña lámpara china de pilas. Tenía un precio irrisorio. Aquella noche se convirtió en una fiesta para toda la aldea, que no podía reprimir su júbilo porque la luz hubiese ido a parar precisamente a aquel rincón suyo del mundo.
Un bolígrafo, una lámpara, una camisa y un par de sandalias de plástico por 50 centavos: he aquí todo lo que esta gente se puede permitir. A decir verdad, los pobres de África no tienen dinero alguno. Tienen un diminuto terreno en el que cultivan un poco de maíz y otro poco de mandioca. Llevan todo esto al mercado y lo venden por 50 centavos. Y con esos 50 centavos pueden luego comprarse algún objeto imprescindible, fabricado en China.
[Lapidarium IV]
Estamos ante la crisis del Estado poscolonial. Han perdido vigencia los contenidos de la Carta de África, firmada en 1962, documento que sancionaba la inviolabilidad de las fronteras africanas, a pesar de que estas hubiesen sido trazadas artificialmente por los colonizadores europeos. En 1993 se produjo un acontecimiento sin precedentes: tras desgajarse de Etiopía, nació Eritrea, el quincuagésimo segundo Estado africano. También se puede hablar del fenómeno de la desintegración del Estado en los casos de Somalia, Zaire, Angola, Liberia y Sudán. El derrumbe de muchos de los países poscoloniales va acompañado por el renacimiento de las antiguas estructuras regionales. Las provincias zaireñas de Kivu distan apenas doscientos kilómetros de la capital de Ruanda; la de Zaire en cambio, está a mil quinientos kilómetros, con el agravante de que no hay manera de llegar hasta ella. El país, no obstante, no se desmiembra. Tenemos la experiencia de Somalia y de Liberia. El Estado se desmorona, pero la comunidad sigue funcionando: los autobuses circulan, los aviones despegan y aterrizan, funciona la policía local.
El clima y las condiciones geográficas han hecho que en África nunca se hayan formado grandes comunidades. Al principio se trataba de grupos de entre veinte y treinta personas que se dedicaban a cazar y a recoger el alimento que les proporcionaba la tierra. Incluso los llamados imperios africanos de los songhais y de los zulúes eran más bien confederaciones no formales, tan movedizas como las arenas del Sáhara, y guardaban un parecido muy remoto con lo que actualmente entendemos por imperio. La destrucción de hoy entraña cierta clase de construcción, un cierto retorno al África precolonial. Renacen comportamientos sociales antiguos, antiguos mercados, rutas comerciales del siglo XVI. Algunos países, como Zimbabue o Botsuana, se han mantenido dentro de las fronteras de la colonia. Otros las han borrado del mapa. Hablando de África, estamos ante cientos de situaciones diferentes; no existe una imagen uniforme e inequívoca, el mismo nombre de África no deja de ser una convención.
Es un continente tan diversificado como Europa. Protestaríamos si se contemplara nuestro continente exclusivamente a través del prisma de la reciente guerra en los Balcanes, o de la tiranía de Hitler o de Stalin. Sin embargo, no vemos nada censurable en identificar a toda África con masacres como la ruandesa o con dictadores como Idi Amín o Bokassa. Generalizaciones semejantes, fruto de una postura llena de ignorancia de quienes no se molestan en vencer los estereotipos, no son sino una gran falsedad y, para más inri, teñida de racismo. (…) [31]
En el verano de 1991 acompañé a la alta comisionada de la ONU para los refugiados en su viaje de inspección a un campo situado en la frontera entre Sudán y Etiopía. Fue una experiencia desgarradora. Fuimos a parar a los peores lugares imaginables. Tocaban a tres litros de agua por persona y día, que tenían que bastar para lavarse y lavar la ropa, para cocinar y beber. Por todo alimento tenían medio kilo de maíz al día; ni un solo pedazo de carne, ni una triste verdura. Morían como moscas, a cientos, incluso a miles. [41]
Caminando por un dique, nos dirigimos hacia una plaza, la única seca. A ambos lados hay agua estancada, apesta a podrido y enjambres de mosquitos campan por sus respetos. Ciénagas y más ciénagas, y en ellas unas cabañas, vacías en su mayoría, aunque en algunas se ve gente, sentada o tumbada. ¿En el agua? Sí, en el agua: lo veo con mis propios ojos. Finalmente, se reúnen unos cien o doscientos hombres. Alguien les ha ordenado colocarse en un semicírculo. Permanecen de pie, en silencio, sin moverse. ¿Adónde se han ido los demás, esos ciento cincuenta mil hombres? ¿Hacia dónde han partido todos, como uno solo y en una noche? Hacia Sudán. ¿Por qué? Lo han ordenado los líderes. Los del campo son hombres desde hace tiempo hambrientos, ya sin entendimiento, sin orientación, sin voluntad. Es una suerte que aún haya alguien que les ordene hacer algo, que sepa que existen, que los quiera para algo. ¿Por qué no han salido del campo con los otros? No hay manera de saberlo. ¿Piden algo? No, nada. Mientras sigan recibiendo ayuda, seguirán vivos. Si la ayuda falta, morirán. Pero ayer recibieron una remesa. Y anteayer. Así que las cosas no van tan mal y no hay por qué pedir nada.
[Ébano]
Regresamos a Addis Abeba. Al día siguiente volé a Europa, y aterricé en Roma. Como lucía una espléndida tarde de verano, la piazza Navona era un hervidero de gente que, en medio de los muchos cafés y restaurantes, rezumaba alegría, disfrutando de la música y de la buena comida. A mí, en cambio, me corroía la imagen que había visto antes de subir al avión. He aquí el drama del mundo contemporáneo: las personas de la piazza Navona jamás sabrían en qué condiciones viven sus congéneres que se encuentran tan solo a dos o tres mil kilómetros de distancia. Yo les había sacado un montón de fotografías: las ampliaciones no mostraban sino esqueletos cubiertos por la piel. Hombres de treinta años parecían tener sesenta o setenta; unos ancianos que morirían en masa al cabo de poco tiempo. Las mujeres del campo cubrían sus cuerpos con sacos de la ONU, aquellos en los que llegaba el maíz. Existencias vividas en dos mundos tan diametralmente opuestos plantean, a mi entender, la obligación moral de hablar de ellas. [41]
La desgracia de África no consiste en desastres locales de hambruna o epidemias. Estos resultan relativamente fáciles de remediar: basta con enviar aviones cargados de comida y medicinas. El verdadero problema del Tercer Mundo —¡de todo el mundo!— no es otro que la pobreza. Así de sencillo. Las tres cuartas partes de la humanidad viven en la pobreza. Y como al mundo occidental no le gusta tocar problemas que la humanidad se muestra incapaz de solucionar (y el de la pobreza generalizada es uno de ellos), los aparta de su punto de mira. [31]