EN TORNO AL ISLAM

Mis encuentros con el islam se prolongan desde hace más de cuarenta años. El primer contacto se produjo en 1956, durante mi primer gran viaje por Asia, cuando recorrí la India, Pakistán y Afganistán, países que en los años 1946 y 1947 se habían enzarzado en un conflicto religioso terriblemente virulento entre musulmanes e hinduistas. Aunque llegué allí varios años después de los sangrientos disturbios todavía estaban a flor de piel las huellas de aquella tragedia. Y desde entonces, mis encuentros con la cultura musulmana se producen ya casi sin interrupción, y no necesariamente en los territorios que tradicionalmente se asocian con el islam. (…)

Tengo mucho que agradecer a mis contactos con su cultura, empezando ¡nada menos que por la vida! He logrado sobrevivir a muchas situaciones de guerra gracias a musulmanes que se lanzaban a la lucha en defensa de sus (y mis) posiciones. Por regla general todos mis contactos han sido muy buenos. Sobre todo en pequeñas comunidades campesinas, donde siempre me he topado con personas sumamente amistosas y tranquilas. Siempre piadosas, se tomaban muy en serio los principios de su fe que mandan respetar al otro. Pues el Corán enseña a no desdeñar a aquel que profesa otra religión: en el pasado, cuando el islam pasaba por su época de conquistas, los habitantes de los países conquistados no se veían obligados a convertirse; seguían practicando su fe y solo debían pagar tributos. Las personas que me habían acogido eran muy hospitalarias y esa hospitalidad les causaba satisfacción. Me rodeaban con espíritu de comunidad. [9]

Tiempo ha el islam estaba circunscrito al ámbito del mundo árabe y persa, pero actualmente se ha expandido a territorios tradicionalmente dominados por el cristianismo, como por ejemplo Filipinas, África, Estados Unidos, Europa occidental. Entre sus dos ramas, la mayoría suní forma un mundo sin estructuras jerárquicas dentro de su clase sacerdotal. Es un islam «suelto»: el suní mantiene un contacto directo con Dios. (…) Al otro lado están los shiíes, más disciplinados —y los únicos jerarquizados—, con el centro en Irán. Occidente se pregunta si el islam es una amenaza para el mundo. Los musulmanes a su vez sostienen que es Occidente quien amenaza al islam. La situación de enfrentamiento se prolonga, en la zona del Mediterráneo, desde los siglos VII y IX. Renació en la segunda mitad del XX en medio del fragor de la lucha del Tercer Mundo por su independencia y ha sido reforzada por el factor económico del petróleo, sin el cual Occidente no puede existir. El islam es el centro de un gran juego político, también por parte de los medios de comunicación, que intentan lograr plena identificación entre «islam» y «terrorismo» en el subconsciente de la opinión pública: un truco eminentemente político. Los grupos terroristas constituyen una fracción insignificante del islam. Espectaculares, los ataques de los llamados fundamentalistas apuntan sobre todo a regímenes árabes, que son los más amenazados en el conflicto. (…) En su esencia, es una religión pacífica: de humildad, de oración, de limosna, de fatalismo. [21]

El islam, en el fondo, es una religión de pobres, de pueblos de color. Y precisamente estos son hoy los cada vez más poblados. Mientras Europa envejece, los países musulmanes rebosan de hombres jóvenes y dinámicos, pero sumidos en la miseria. Aunque su expansión también se ve favorecida por otra causa: la sencillez. Para ser musulmán, basta con declararse tal y practicar los cinco pilares de la fe, para lo cual no se necesita una preparación intelectual. A la gente sencilla, sobre todo en el Tercer Mundo (aunque también en las grandes ciudades de Norteamérica y de Europa), le resulta muy importante sentirse identificada con el islam, pues solo entonces empieza a sentirse parte de una comunidad, de una familia. Todos sabemos muy bien lo importante que resulta la cuestión de la identidad en el multicultural y caótico mundo de hoy. Y el islam la ofrece a las personas: el almuédano las despierta por las mañanas, tienen sus mezquitas (lugares no solo de culto sino de encuentro con familiares y amigos) y sus ummas, y cuando se ven en un apuro tienen a quién acudir en busca de ayuda. [9]

En su origen, el islam (al contrario que el judaísmo y el cristianismo) es una religión de lucha. Nace en la lucha, no como una religión de humildad y subordinación, no como una fe propia de individuos que se ocultan en grutas. Surge del seno de un grupo de combatientes, hombres que vivían en territorios que hoy se hallan en Arabia Saudí. Nacido en combate, el islam es por naturaleza una religión de lucha. Al mismo tiempo, es una religión que vive sus mejores momentos históricos, su máximo esplendor, en periodos de expansión. Florece cuando se expande. En la época en que se suceden los descubrimientos geográficos (que lo privan de su importancia), el islam se sume en un estado cataléptico, de hibernación, que se prolonga durante casi quinientos años. Repitamos: la importancia y el florecimiento del islam están estrechamente ligados a su dinamismo, su actividad, su expansión. (…) Y a que es una religión de mil trescientos millones de personas en cuyo seno no cesan de producirse luchas internas entre las más diversas orientaciones. [III]

El islam es una civilización sacudida por batallas y desacuerdos internos. Crisol de corrientes, escuelas y tendencias de diverso signo, es escenario de virulentas luchas intestinas entre sus muchas orientaciones. La guerra más grande de la segunda mitad del siglo XX la libraron Irán e Irak, dos países islámicos ortodoxos. Presidentes de gobierno y políticos asesinados por fundamentalistas no cayeron, en su gran mayoría, en Europa o en Estados Unidos, sino en países islámicos: Argelia, Egipto, etc. Así que no estamos ante una religión (más bien, civilización) uniforme, sin fisuras. Simplificando mucho, muchísimo, el islam se puede dividir entre el «del río» y el «del desierto». El del desierto es un islam implacable, combativo y agresivo al tiempo que primitivo y cerrado. Nació entre nómadas que atravesaban el desierto a lomos de camellos y que, pertrechados con lanzas y fusiles, no hacían sino luchar. Pero también está el islam del río —islam del comercio, del zoco—, muy abierto y muy democrático pues sus seguidores vivían del intercambio, y el intercambio exige apertura, movimiento y libertad. Diametralmente opuestas, entre estas dos facetas del islam existen más divisiones. [V]

No debemos perder de vista que el islam, al contrario que las religiones cristianas, desconoce la noción de «misión». Se expande por otros mecanismos.

También al contrario que otras religiones, resiste eficazmente a los procesos de secularización, cosa que preocupa sobremanera a los sociólogos y politólogos occidentales. Los norteamericanos pensaban que una vez introducidos en un país no occidental la Coca-Cola, los televisores y los coches, los miembros de la agraciada comunidad se parecerían a los estadounidenses. No sucede nada de esto: los habitantes de países islámicos sí aceptan la tecnología occidental, pero no por eso hacen suyos los valores occidentales. Confirma esta tesis incluso la observación más superficial. Sucede así, seguramente, porque el islam, al igual que la religión ortodoxa, no pasó por las experiencias de la Reforma y la Ilustración. Cuando aparecía una corriente modernizadora, sus heraldos eran anatemizados y expulsados de su umma.

Semejante exclusión es el peor castigo para un musulmán, pues como reza un proverbio, «un solo musulmán todavía no es musulmán». Las causas hay que buscarlas sobre todo en las extremas condiciones de vida en el desierto, donde individuo y cero era una misma cosa. A un europeo le cuesta horrores comprenderlo, porque la occidental es una civilización que tiene en muy alta estima el individualismo. Solo un sujeto libre puede ser creativo, independiente, ser «uno mismo». En la tradición islámica, todo lo contrario: abandonar a su suerte a un musulmán equivale a condenarlo a muerte. La persona dejada de la mano de los hombres no solo no puede funcionar en el sentido religioso, sino tampoco en el biológico. Ser miembro de una umma significa estar en aquello que crea al ser humano. [9]

Durante unas cuantas horas a la semana son capaces de mostrar una disciplina general. Ocurre cada viernes a la hora de la oración común. Por la mañana llega a la gran plaza el primer musulmán, el más devoto; desenrolla su pequeña alfombra y se arrodilla en uno de sus extremos. Tras él viene otro y coloca su alfombra al lado del primero (aunque toda la plaza siga vacía). Después aparece un nuevo fiel, a continuación, otro más. Pronto son mil y no tardarán en ser un millón los que desenrollan sus pequeñas alfombras y se arrodillan. Así —de rodillas— permanecen en fila recta, disciplinados, en silencio, con sus rostros vueltos hacia la Meca. A eso del mediodía el guía de la oración de los viernes empieza el ritual. Todos se levantan, se inclinan siete veces, se yerguen, inclinan el cuerpo hasta la altura de las caderas, caen de rodillas, vuelven a inclinar el cuerpo hasta que sus cabezas tocan el suelo, se sientan sobre sus pantorrillas, repiten el movimiento de cabeza. El ritmo perfecto y por nada interrumpido de un millón de cuerpos es una imagen difícil de describir y que, además, a mí personalmente se me antoja un tanto amenazadora. Por suerte, terminados los rezos, las filas enseguida empiezan a romperse, la plaza se llena del acostumbrado bullicio y se crea un desorden agradable, relajado y relajante.

[El Sha]

Es una de las imágenes más extraordinarias que se pueden contemplar en el mundo. En esa multitud nadie dicta órdenes ni da directrices. Se van reuniendo hombres y en un momento determinado empiezan a rezar. Sea una reunión pequeña o multitudinaria —de millones de fieles—, siempre transcurre de la misma manera. Es una experiencia que da una poderosa sensación de unidad y de igualdad. [9]

Extraordinariamente integrador, penetra todos los ámbitos de la vida, pues no olvidemos que el islam no solo es fe, sino, como dicen los musulmanes, «lo es todo». Y antes que nada, es ley. La ley islámica —la sharia— define minuciosamente las reglas de comportamiento del musulmán, sobre todo sus obligaciones con Dios, con el vecino (el otro) y consigo mismo.

También es política, economía, ética, filosofía… Ni siquiera se puede decir de alguien que ha dejado de creer, pues si no cree no existe. Al contrario que el cristianismo, no conoce el principio «A Dios, lo que es de Dios; al césar, lo que es del césar». En el mundo del islam, Estado y religión son una misma cosa. En esto consiste su especificidad. (…)

Es una religión siete siglos más joven que la cristiana. Europa hunde sus raíces en la tradición del cristianismo, que, en su empeño de encontrar su lugar en las cambiantes condiciones históricas, pasa por una constante transformación (Reforma, Ilustración, ecumenismo…). El islam, por el contrario, es muy estable, pues parte de la tradición —diferencia importantísima— familiar, tribal; y de una concepción de Estado donde no existe separación entre las esferas secular y religiosa.

Así que las dos culturas no «encajan», no «cuadran», la una con la otra. Además, a lo largo de la historia su coexistencia a menudo ha estado marcada por la guerra. En el siglo VIII, Carlos Martel detuvo la expansión islámica en Europa. En el XVII, Juan III Sobieski acudió a Viena para recuperarla. De modo que el islam es una fuerza que a menudo se ha enfrentado (y sigue enfrentándose) a Europa o, más bien, a la civilización occidental. Europa, por supuesto, tampoco muestra una actitud abierta y bondadosa; con frecuencia incluso se muestra hostil. Por obra de los medios de comunicación occidentales, hasta se ha operado un cambio en la lengua: se dice «islamista», luego «fundamentalista islámico» y ahora «terrorista islámico». Como resultado, la palabra «islam» deja de funcionar autónomamente, siempre va acompañada de un contexto amenazador. (…)

Un ejemplo de este falso estereotipo es la convicción generalizada de que los musulmanes son amantes de la violencia. Y lo cierto es que, en contra de lo que predican los medios, el islam es una religión de paz. De equilibrio, de contemplación, de paciencia. El musulmán es, sobre todo, hombre de la devoción y que no busca —y no necesita— una justificación racional de su fe. Por eso, dicho sea al margen, todo intento de mantener con él una discusión teológica está condenado al fracaso. [9]

El Corán contiene una verdad interior y el fiel debe caminar por el sendero que esta traza. La necesidad de desarrollo espiritual, la búsqueda de la verdad que nos aproxima a Dios se llama tarika. El musulmán, una de dos: o ya ha enfilado este camino o solo lo está buscando. La cosa encierra, dicho sea de paso, una hermosa fórmula existencial: los musulmanes creen que en cada objeto y en cada persona se esconde un misterio. El principio de la tarika penetra toda la tradición del sufismo, la mística del islam. En este sentido, podemos hablar de dos verdades: una para los no iluminados y otra para los elegidos, las mentes iniciadas.

Llegamos aquí a otra importante diferencia entre el musulmán y el cristiano. El islam, igual que el cristianismo y el judaísmo, también es una religión del Libro. Con la diferencia de que, para los musulmanes, el Corán procede directamente de Dios. De modo que se trata de una revelación de la Palabra y no de Dios-Hombre. Por eso, aquel que cuestiona el Libro, cuestiona la existencia de Dios. Esta diferencia explica —aunque de ninguna manera justifica— la reacción ante los Versículos satánicos de Salman Rushdie, quien, a los ojos de los musulmanes ortodoxos, en esta novela se burla del Corán.

Los musulmanes conceden mucha importancia a la educación. En este sentido, el islam se parece al judaísmo. Hace poco estuve en el Sahel, al sur del Sáhara: en las aldeas más remotas, allí donde la vida se detiene con la puesta del sol y se despierta con el alba, donde no existe ningún sistema de educación, donde ni siquiera hay caminos, donde no hay nada de nada, funciona una única institución: una escuela coránica. Los niños se reúnen junto al fuego (donde aún hay un poco de luz) y su maestro (el ulema) les lee páginas del Corán, el manual con el que aprenden a leer y a escribir. Es su único contacto con el libro, es la única forma de educación que existe en aquella extensísima parte del mundo. Como todos los niños son bienvenidos en la escuela, los mayores traen a sus hermanos de dos o tres años de los que tienen que cuidar. Para esos nutridos grupos de críos, el Corán es su única universidad. Así que incluso en las condiciones más extremas, allí donde la miseria campa a sus anchas —en aquellas aldeas realmente no hay nada para comer—, el aprendizaje del Corán —insisto: su única forma de educación— no se detiene. [9]

El gran atractivo de los países árabes radica, por supuesto, en sus yacimientos de petróleo, los más ricos del mundo. Hay dos cuestiones que destacar al respecto. En primer lugar, el islam ha cambiado su faz: aunque sigue siendo una religión de pobres, él mismo se ha vuelto rico. Los países árabes ricos empezaron a desembolsar importantes sumas de dinero destinadas al desarrollo de las comunidades (construcción de mezquitas, impresión de ejemplares del Corán, etc.); en consecuencia, a la expansión del islam. Gracias a ellos van apareciendo (en un número considerable) escuelas coránicas en lugares como África, Albania, Bosnia… Se nota que hay en ello una política consciente de los musulmanes, aunque —y hay que tenerlo presente— esta religión planetaria no cuenta con ningún poder central, no tiene nada parecido a una cabeza visible de la Iglesia; todas estas actuaciones surgen del espíritu de la comunidad.

En segundo lugar, el hecho de que en los países musulmanes se concentre el grueso de las reservas mundiales de crudo genera esa tensión que existe entre Occidente y el mundo islámico. Es una tensión «forrada» de miedo. Y es que si contemplamos los países musulmanes con los ojos de los dirigentes del único imperio que queda en el mundo, Estados Unidos de América, comprenderemos de dónde salen sus reacciones rayanas en la histeria cada vez que se produce un incidente de cariz violento en algún país islámico. Durante la guerra fría, Estados Unidos, temeroso de que la Unión Soviética pudiera extender su zona de influencia sobre los países con petróleo, invirtió grandes capitales en Alaska y en Tejas con vistas a asegurarse un abastecimiento propio. En el momento en que la guerra fría pasó a la historia, los norteamericanos consideraron que ya nada amenazaba sus intereses en el mundo árabe y que por eso podían renunciar a aquellas inversiones tan costosas: no había obstáculo para importar el crudo del golfo Pérsico. Al fin y al cabo no es otra cosa que el combustible barato lo que mueve la civilización norteamericana, cuyo éxito se basa en el coche y la calefacción de gasóleo. Sus yacimientos propios alcanzan apenas un tres por ciento de las reservas mundiales, mientras que el cincuenta por ciento de todo su consumo de combustible se basa en el crudo procedente de la importación. Si se cerrase el «grifo árabe», Estados Unidos quedaría paralizado. De manera que la zona del golfo Pérsico es una región vital para los intereses de la superpotencia, y por eso en aquel país resulta prácticamente imposible una discusión tranquila en torno al islam.

Este estado de cosas se ha acentuado recientemente, cuando se hizo evidente que la fuente alternativa de crudo se encuentra en la zona del Caspio, tanto más importante cuanto que en el futuro será desde allí de donde fluirá el petróleo hacia Japón y China. De ahí que la zona se haya convertido en escenario de fricciones entre los intereses de tres adversarios: el islam, Rusia y Estados Unidos. Así que estamos ante una potencial nueva fuente de tensiones entre el primero y el último. [9]

El sociólogo norteamericano Immanuel Wallerstein opina que la reacción del mundo islámico al enfrentamiento con Occidente puede adquirir tres formas: el modelo Jomeini (aislamiento de la política mundial), el modelo Sadam Husein (enfrentamiento armado) y un tercer modelo, individual, o sea, migración al mundo occidental. Wallerstein sostiene que dentro de veinte y treinta años el enfrentamiento seguirá vigente, más desarrollado aun, pero siempre bajo estas tres formas. Así que el pensamiento norteamericano hace hincapié en la confrontación. Entre politólogos y sociólogos musulmanes, en cambio, dominan voces más conciliadoras: en su mayoría, no hablan del enfrentamiento entre civilizaciones, sino de intercambio. Tienden más bien hacia las tesis de Marcel Mauss y de Bronisław Malinowski, quienes enseñaban que contacto es, sobre todo, intercambio. Y es que ambas civilizaciones entrañan tantos valores sobradamente probados por la historia que en una época como la nuestra, de revolución en el ámbito de las comunicaciones, estos dos mundos pueden enriquecerse mutuamente. [9]