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Sewell Endicott me explicó que iba a trabajar hasta tarde y que podía pasar a verlo a eso de las siete y media.

Tenía un despacho que hacía esquina, con una alfombra azul, un escritorio de caoba roja con las esquinas talladas, muy antiguo y a todas luces muy valioso, las habituales estanterías con puertas de cristal para libros de derecho encuadernados en amarillo mostaza, las habituales caricaturas, firmadas por Spy, de famosos jueces ingleses, y en la pared orientada al sur un retrato de grandes dimensiones, en solitario, del magistrado Oliver Wendell Holmes. El sillón de Endicott estaba tapizado de cuero negro. Muy cerca se encontraba un secreter de tapa corrediza que estaba abierto y abarrotado de papeles. Era un despacho que ningún decorador había tenido ocasión de afeminar.

Lo encontré en mangas de camisa y parecía cansado, pero se trataba más bien de la estructura de su cara. Fumaba uno de sus insípidos cigarrillos y le había caído ceniza sobre la corbata aflojada. El pelo, negro y lacio, lo llevaba completamente despeinado.

Me miró algún tiempo en silencio después de que me sentara. Luego dijo:

—Nunca he conocido a un hijo de perra más testarudo que usted. No me diga que sigue escarbando en ese lío.

—Hay algo que todavía me preocupa un poco. ¿No es cierto que cuando vino a verme a la jaula representaba al señor Harlan Potter?

Asintió con un gesto de cabeza. Me toqué la cara suavemente con la punta de los dedos. Las heridas estaban cicatrizadas y la hinchazón había desaparecido, pero uno de los golpes debía de haberme dañado un nervio. Aún tenía insensible parte de la mejilla y con frecuencia se me iban las manos. Con el tiempo quedaría bien del todo.

—Y luego, cuando fue a Otatoclán, se incorporó de manera temporal al despacho del fiscal del distrito.

—Sí, pero no restriegue la herida, Marlowe. Potter era un cliente importante. Quizá le concedí más peso del necesario.

—Todavía es cliente suyo, espero.

Negó con la cabeza.

—No. Eso terminó. El señor Potter encarga sus asuntos legales a bufetes de San Francisco, Nueva York y Washington.

—Supongo que no me puede ver ni en pintura…, si es que alguna vez piensa en ello.

Endicott sonrió.

—Aunque parezca curioso, culpa de todo a su yerno, el doctor Loring.

Una persona como Harlan Potter tiene que culpar a alguien. Nunca podría ser él quien se equivocara. En su opinión, si Loring no hubiera prescrito a la señora Wade medicamentos peligrosos, nada de lo que ocurrió se hubiera producido.

—Está equivocado. Usted vio el cuerpo de Terry Lennox en Otatoclán, ¿no es cierto?

—Así es. En la trastienda de una carpintería. No tenían un depósito de cadáveres propiamente dicho. También le hacían allí el ataúd. El cuerpo estaba helado. Vi la herida en la sien. No existe problema de identidad, si sus dudas van en esa dirección.

—No, señor Endicott. No las he tenido, porque en su caso difícilmente sería posible. Estaba un tanto disfrazado de todos modos, ¿no es cierto?

—Rostro y manos oscurecidas, pelo teñido de negro. Pero las cicatrices seguían siendo evidentes. Y las huellas dactilares, por supuesto, se pudieron comprobar fácilmente gracias a objetos que había manejado en su casa.

—¿Qué tipo de policía tienen allí?

—Primitiva. El jefe sabe leer y escribir, pero nada más. Estaba al tanto, sin embargo, de la importancia de las huellas dactilares. Hacía calor por entonces. Mucho calor. —Frunció el entrecejo, se sacó el pitillo de la boca y lo dejó caer distraídamente en una especie de enorme receptáculo de basalto negro—. Tuvieron que llevar hielo del hotel —añadió—. Muchísimo hielo. —Me miró de nuevo—. Allí no embalsaman. Las cosas hay que hacerlas deprisa.

—¿Habla español, señor Endicott?

—Sólo unas palabras. El gerente del hotel interpretaba. —Sonrió—. Un tipo atildado, muy bien vestido. Parecía duro, pero era cortés y servicial. Quedó todo resuelto en muy poco tiempo.

—Recibí una carta de Terry. Imagino que el señor Potter estaría enterado. Se lo dije a su hija, la señora Loring. Se la enseñé. Dentro había un retrato de Madison.

—¿Un qué?

—Un billete de cinco mil dólares.

Endicott alzó las cejas.

—Vaya. Es cierto que se lo podía permitir. Su mujer le regaló nada menos que un cuarto de millón la segunda vez que se casaron. Creo que tenía intención de irse a vivir a México de todos modos…, sin relación alguna con lo que sucedió. No sé qué se ha hecho del dinero. No intervine en ese asunto.

—Aquí está la carta, señor Endicott, si no tiene inconveniente en leerla.

La saqué y se la entregué. La leyó con cuidado escrupuloso, como leen todo los abogados. Luego la dejó sobre el escritorio y se recostó en el sillón mirando al infinito.

—Un tanto literaria, ¿no le parece? —dijo calmosamente—. Me pregunto por qué lo hizo.

—¿Matarse, confesar o escribirme la carta?

—Confesar y matarse, por supuesto —dijo Endicott con tono cortante—. La carta es comprensible. Al menos recibió usted una recompensa razonable por lo que hizo por él…, y lo que ha hecho después.

—El buzón es lo que me sorprende —dije—. El párrafo en el que habla del buzón en la calle bajo su ventana y de cómo el camarero del hotel iba a enseñarle la carta antes de echarla, para que viera que lo hacía.

Algo en los ojos de Endicott se quedó dormido.

—¿Por qué? —preguntó sin interés.

Cogió otro de sus cigarrillos con filtro de una caja cuadrada. Le acerqué mi mechero por encima de la mesa.

—No hay motivo para que haya buzones en un sitio como Otatoclán —dije.

—Siga.

—Al principio no me di cuenta. Luego miré un mapa. Es un pueblo pequeño. Mil o mil doscientos habitantes. Una calle parcialmente pavimentada. El jefe dispone de un Ford modelo A como coche oficial. La oficina de Correos está en un rincón de una de las tiendas, la carnicería. Un hotel, un par de bares, carreteras en mal estado, un aeródromo diminuto. Hay mucha caza en las montañas de los alrededores. De ahí el campo de aviación. La única manera sensata de llegar.

—Siga. Sabía lo de la caza.

—Así que hay un buzón en la calle. Que es como decir que hay un hipódromo y un canódromo y un campo de golf y un frontón y un parque dotado de una fuente con luces de colores y un quiosco para la música.

—Eso significa que se equivocó —dijo Endicott con frialdad—. Quizá fuese algo que le pareció un buzón…, digamos un basurero.

Me puse en pie. Recogí la carta, la volví a doblar y me la guardé en el bolsillo.

—Un basurero —dije—. Claro, eso es. Pintado con los colores de la bandera mexicana, verde, blanco y rojo y un cartel con letra de imprenta grande y nítida: MANTENGA LIMPIA NUESTRA CIUDAD. Y, tumbados a su alrededor, siete perros sarnosos.

—No se las dé de listo conmigo, Marlowe.

—Me disculpo si es que he mostrado en exceso mi capacidad intelectual. Otro detalle sin importancia que ya he discutido con Randy Starr. ¿Cómo es que la carta se echó al correo? Según Terry el método estaba convenido de antemano. De manera que alguien le dijo que había un buzón. Por lo tanto alguien mintió. Sin embargo, alguien echó al correo la carta con el billete de cinco mil dólares. Interesante, ¿no le parece?

Endicott expulsó el humo del pitillo y lo contempló alejarse.

—¿Cuál es su conclusión y por qué sacar a colación a Starr?

—Starr y un tipo poco recomendable llamado Menéndez, que ya no está en nuestra ciudad, fueron camaradas de Terry en el ejército británico. Son mala gente en algunos aspectos, diría que en casi todos los aspectos, pero aún les queda algo de sitio para el orgullo personal y cosas así. Aquí se encubrió el asunto por razones obvias. Pero hubo otro encubrimiento en Otatoclán, por razones completamente distintas.

—¿Cuál es su conclusión? —me preguntó Endicott de nuevo y con bastante más acritud.

—¿Cuál es la suya?

No me contestó. De manera que le di las gracias por dedicarme su tiempo y me marché.

Tenía el ceño fruncido cuando abrí la puerta, pero me pareció un gesto sincero de perplejidad. O quizá estaba tratando de recordar cómo eran los alrededores del hotel y si había un buzón de correos.

Era otra rueda que empezaba a dar vueltas…, nada más. Giró durante todo un mes sin que sucediera nada.

Luego, cierto viernes por la mañana, encontré a un desconocido esperándome en el despacho. Un mexicano o sudamericano de algún tipo, muy bien vestido. Se había sentado junto a la ventana abierta y fumaba un pitillo de color marrón con un olor muy fuerte. Alto, muy esbelto y elegante, con un bigote recortado y cabello largo, más de lo que lo llevamos por aquí, y traje beis de un tejido ligero. Gafas de sol verdes. Al entrar yo se puso en pie cortésmente.

—¿Señor Marlowe?

—¿En qué puedo servirle?

Me tendió un papel doblado.

—Un mensaje de parte del señor Starr de Las Vegas. ¿Habla usted español?

—Sí, pero despacio. Prefiero el inglés.

—Inglés entonces —dijo—. A mí me da lo mismo.

Cogí el papel y lo leí. «Le presento a Cisco Maioranos, un amigo mío. Creo que podrá resolver sus dudas. S.»

—Entremos en mi despacho, señor Maioranos —dije.

Mantuve la puerta abierta para que pasara. Dejó un rastro de perfume al pasar a mi lado. También sus cejas estaban condenadamente bien dibujadas. Pero probablemente no era tan exquisito como parecía porque en ambos lados de la cara tenía cicatrices de navajazos.