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Algo se movió con suavidad y Candy apareció de pie junto al extremo del sofá, mirándome. Tenía en la mano la navaja de resorte. Apretó el botón y apareció la hoja. Lo apretó de nuevo y la hoja desapareció dentro del mango. Había un brillo peligroso en sus ojos oscuros.
—Mil perdones, señor —dijo—. Me había equivocado con usted. Fue ella quien mató al jefe. Creo que… —dejó de hablar y la hoja de la navaja apareció de nuevo.
—No. —Me levanté y tendí la mano—. Dame la navaja, Candy. No eres más que un simpático criado mexicano. Te echarían a ti la culpa y lo harían encantados. Exactamente el tipo de cortina de humo que les haría morirse de risa. Tú no sabes de lo que estoy hablando, pero yo sí. Lo han enredado tanto que ya no podrían arreglarlo aunque quisieran. Y no quieren. Te arrancarían una confesión tan deprisa que ni siquiera tendrías tiempo de darles tu nombre y dos apellidos. Y, al cabo de tres semanas a partir del martes, te encontrarías convertido en inquilino de San Quintín para toda la vida.
—Ya le dije que no soy mexicano. Soy chileno de Viña del Mar, cerca de Valparaíso.
—La navaja, Candy. Todo eso lo sé. Eres libre. Tienes dinero ahorrado. Probablemente ocho hermanos y hermanas en casa. Sé un chico listo y regresa al sitio de donde has venido. Este empleo ya no existe.
—Hay mucho trabajo por aquí —dijo sin inmutarse. Luego extendió el brazo y dejó caer la navaja en mi mano—. Esto lo hago por usted.
Me la guardé en el bolsillo. Candy miró hacia la galería.
—La señora, ¿qué hacemos ahora?
—Nada. No hacemos nada. La señora está muy cansada. Ha vivido sometida a una gran tensión. No quiere que se la moleste.
—Tenemos que llamar a la policía —dijo Spencer con gran energía.
—¿Por qué?
—Santo cielo, Marlowe, hemos de hacerlo.
—Mañana. Coja el manuscrito de su novela inacabada y vayámonos.
—Tenemos que llamar a la policía. Existe una cosa llamada justicia.
—No tenemos que hacer nada de eso. Las pruebas de que disponemos no servirían siquiera para aplastar a una mosca. Que quienes aplican las leyes hagan su trabajo sucio. Que lo resuelvan los abogados. Son ellos quienes redactan leyes para que otros abogados las analicen delante de otros abogados llamados jueces, de manera que otros jueces puedan decir a su vez que los primeros no tenían razón y el Tribunal Supremo dictamine que el segundo grupo se equivocó. Estamos metidos hasta el cuello en todo eso. Y apenas sirve para otra cosa que para dar trabajo a los abogados. ¿Cuánto cree que durarían los peces gordos de la mafia si los abogados no les enseñaran cómo actuar?
—Eso no tiene nada que ver —dijo Spencer, indignado—. En esta casa se ha matado a un hombre. Sucede que era un autor, con mucho éxito y muy importante, aunque eso tampoco tiene nada que ver. Era un ser humano y usted y yo sabemos quién lo mató. Existe una cosa llamada justicia.
—Mañana.
—Es usted tan poco recomendable como ella si la deja salirse con la suya. Empiezo a hacerme algunas preguntas acerca de usted, Marlowe. Podría haberle salvado la vida a Wade si hubiera estado lo bastante atento. En cierto sentido permitió que Eileen se saliera con la suya. Y por lo que veo toda la actuación de esta tarde no ha sido más que eso, una actuación.
—Es cierto. Una escena de amor disimulada. Se ve a la legua que Eileen está loca por mí. Cuando se calmen las aguas quizá nos casemos. No andará nada mal de cuartos. Todavía no he sacado un céntimo de la familia Wade y estoy empezando a impacientarme.
Spencer se quitó las gafas y procedió a limpiarlas. Se secó el sudor bajo los ojos, se volvió a poner las gafas y miró al suelo.
—Lo siento —dijo—. He recibido un golpe muy duro esta tarde. Ya fue un desastre saber que Roger se había suicidado. Pero esta otra versión hace que me sienta envilecido…, por el simple hecho de saberlo. —Alzó la vista hacia mí—. ¿Puedo confiar en usted?
—¿Para que haga qué?
—Lo más correcto, sea lo que sea. —Recogió el montón de hojas amarillas y se lo colocó debajo del brazo—. No, no me haga caso. Imagino que sabe usted lo que está haciendo. Como editor soy bastante bueno, pero esto me desborda. Supongo que no soy más que un tío estirado.
Cruzó por delante de mí, Candy se apartó y luego fue deprisa a la puerta principal para abrírsela. Spencer le hizo una breve inclinación de cabeza antes de salir. Le seguí, pero me detuve delante de Candy y le miré a los ojos.
—Nada de trucos, amigo —le dije.
—La señora está muy cansada —me respondió en voz baja—. Se ha ido a su cuarto. Nadie la molestará. No me acuerdo de nada… A sus órdenes, señor. Saqué la navaja del bolsillo y se la tendí. Sonrió.
—Nadie se fía de mí, pero yo sí me fío de ti, Candy.
—Lo mismo digo, señor. Muchas gracias.
Spencer estaba ya en el coche. Lo puse en marcha, di marcha atrás para salir de la avenida y lo llevé a Beverly Hills. Nos despedimos en la entrada lateral de su hotel.
—No he pensado en otra cosa durante todo el camino —dijo mientras se apeaba—. Debe de estar mal de la cabeza. Supongo que nunca la declararían culpable.
—Ni siquiera lo intentarán —dije—. Pero ella no lo sabe.
Tuvo algunos problemas con el montón de hojas que llevaba bajo el brazo, pero consiguió restablecer el orden y me hizo una inclinación de cabeza. Le vi empujar la puerta para abrirla y entrar. Levanté el pie del freno y el Oldsmobile se apartó del borde blanco de la acera y aquélla fue la última vez que vi a Howard Spencer.
Llegué a mi casa tarde, cansado y deprimido. Era una de esas noches en las que el aire pesa y los ruidos nocturnos suenan ahogados y remotos. Había una luna alta y neblinosa, indiferente a los problemas de aquí abajo. Me paseé por la casa y puse unos cuantos discos, pero apenas los escuché. Me parecía oír un continuo tictac en algún sitio, pero no había nada en la casa que justificara aquel ruido. El tictac estaba en mi cabeza. Velaba yo solo a una condenada a muerte.
Pensaba en la primera vez que había visto a Eileen Wade y en la segunda y la tercera y la cuarta. Pero después de eso hubo algo en ella que empezó a desdibujarse. No parecía del todo real. Un asesino es siempre irreal una vez que sabes que es un asesino. Hay personas que matan por odio, por miedo o por avaricia. Hay asesinos astutos que lo planean todo y confían en que no los descubran. Hay asesinos enfurecidos que no piensan en absoluto. Y luego están los asesinos enamorados de la muerte, para quienes el asesinato es una especie de suicidio vicario. En cierta manera todos están locos, pero no en el sentido que le daba Spencer.
Casi amanecía ya cuando por fin me metí en la cama.
El timbre del teléfono me sacó de un negro muro de sueño. Di varias vueltas en la cama, busqué a tientas las zapatillas y me di cuenta de que no llevaba durmiendo más de un par de horas. Me sentía como una cena a medio digerir engullida en un antro de mala muerte. No conseguía despegar los párpados y tenía la boca llena de tierra. Logré ponerme en pie, fui dando tumbos hasta el cuarto de estar, descolgué el teléfono y dije:
—Espere un momento.
En el cuarto de baño me rocié la cara con agua fría. Del otro lado de la ventana algo hacía zip, zip, zip. Miré sin mucha convicción y descubrí un rostro moreno e inexpresivo. Era el jardinero japonés que venía una vez a la semana y al que yo llamaba Harry Corazón de Piedra. Estaba podando el arbusto de tecoma siguiendo el ritual de los jardineros japoneses para podar los tecomas. Se lo preguntas cuatro veces y dicen «la semana que viene», y luego se presentan a las seis de la mañana y empiezan por el que está junto a la ventana del dormitorio.
Me froté la cara hasta secármela y volví al teléfono.
—¿Sí?
—Aquí Candy, señor.
—Buenos días, Candy.
—La señora está muerta.
Muerta. Qué palabra tan fría, negra y sorda en español y en inglés.
—Nada que hayas hecho tú, espero.
—Creo que ha sido la medicina. Se llama demerol. Creo que había cuarenta, cincuenta en el frasco. Ahora está vacío. Anoche no cenó. Por la mañana me he subido a la escalera de mano para mirar por la ventana. Vestida igual que ayer por la tarde. He roto el mosquitero de tela metálica para entrar. La señora está muerta. Fría como agua de nieve.
—¿Has llamado a alguien?
—Sí. Al doctor Loring, que ha llamado a los polis. Todavía no han aparecido.
—El doctor Loring, ¿eh? La persona indicada para llegar demasiado tarde.
—No le he enseñado la carta —dijo Candy.
—¿Carta para quién?
—Para el señor Spencer.
—Dásela a la policía, Candy. Que no la coja el doctor Loring. Sólo la policía. Y una cosa más, Candy. No ocultes nada, no les mientas. Estábamos allí. Di la verdad. Esta vez la verdad y toda la verdad.
Se produjo una breve pausa. Luego dijo:
—Si. Entiendo. Hasta la vista, amigo. —Y colgó.
Llamé al RitzBeverly y pregunté por Howard Spencer.
—Un momento, por favor. Le paso con recepción.
Una voz masculina dijo:
—Aquí recepción. ¿En qué puedo servirle?
—Pregunto por Howard Spencer. Ya sé que es muy temprano, pero es urgente.
—El señor Spencer se marchó anoche. Tomó el avión de las ocho para Nueva York.
—Ah. Lo siento. No estaba al tanto.
Fui a la cocina a hacer café, cubos de café. Fuerte, amargo, ardiente, cruel, depravado. El fluido vital de las personas cansadas.
Bernie Ohls me llamó un par de horas después.
—De acuerdo, chico listo —dijo—. Ven aquí y sufre.