19
Regresé a Hollywood con la sensación de ser un trocito de cuerda masticada. Era demasiado pronto para almorzar y hacía demasiado calor. Puse en marcha el ventilador en mi despacho. No logré que refrescara el aire, tan sólo que estuviera un poco más vivo. En el bulevar el tráfico clamaba interminablemente. Dentro de mi cabeza los pensamientos se apelmazaban como moscas sobre una tira de papel pegajoso.
Tres intentos, tres fallos. Sólo había conseguido ver a demasiados médicos.
Llamé a casa de los Wade. Respondió alguien con un acento que parecía mexicano y dijo que la señora no estaba. Pregunté por el señor Wade y la voz respondió que tampoco estaba. Dejé mi nombre. La voz, que aseguró ser el criado, pareció entenderlo a la primera.
Llamé a George Peters a la Organización Carne. Quizá conociera a algún médico más. Tampoco estaba. Dejé un nombre falso y un número de teléfono correcto. Pasó una hora que me dio la sensación de arrastrarse como una cucaracha enferma. Yo no era más que un grano de arena en el desierto del olvido. Un vaquero con dos revólveres sin proyectiles. Tres disparos, tres fallos. No me gusta nada cuando vienen de tres en tres. Llamas al señor A. Nada. Llamas al señor B. Nada. Llamas al señor C. Más de lo mismo. Una semana después descubres que tendrías que haber acudido al señor D. Pero no sabías que existía y cuando lo descubres el cliente ha cambiado de idea y ha puesto fin a la investigación.
Los doctores Vukanich y Varley quedaban eliminados. Varley tenía un negocio demasiado próspero para perder el tiempo con borrachos. Vukanich era un maleante de poca categoría, un funámbulo que se inyectaba droga en la consulta. Las enfermeras tenían que saberlo. Al menos algunos de los pacientes también. Todo lo que se necesitaba para acabar con él era un cascarrabias y una llamada telefónica. Wade no se le habría acercado ni a medio kilómetro, borracho o sobrio. Quizá no fuera el tipo más brillante del mundo —muchas personas con éxito distan mucho de ser gigantes intelectuales—, pero no podía ser tan tonto como para tener tratos con Vukanich.
La única posibilidad era el doctor Verringer. Contaba con el espacio suficiente y con el aislamiento. Probablemente también tenía la paciencia necesaria. Pero Sepulveda Canyon quedaba muy lejos de Idle Valley. Dónde estaba el punto de contacto, cómo se habían conocido; si, por otra parte, Verringer era el dueño de la propiedad y tenía un comprador, estaba a mitad de camino de tener mucho dinero. Aquello me dio una idea. Llamé a un conocido que trabajaba en una sociedad inmobiliaria para enterarme de la situación de la propiedad. No respondió nadie. La sociedad inmobiliaria había terminado su jornada de trabajo.
También eché yo el cierre y me dirigí en coche a La Ciénaga, a la Barbacoa de Rudy. Di mi nombre al maestro de ceremonias y esperé el gran momento en un taburete delante del mostrador del bar con un whisky sour delante de mí y en los oídos música de vals de Marek Weber. Al cabo de un rato pasé la divisoria de terciopelo rojo y comí uno de los filetes Salisbury de Rudy, «famosos en todo el mundo», que no son otra cosa que una hamburguesa sobre una tabla, rodeada de puré de patata dorado al horno y con un suplemento de aros de cebolla fritos y una de esas ensaladas variopintas que los varones comen con absoluta docilidad en los restaurantes, aunque probablemente empezarían a lanzar alaridos si sus esposas trataran de dárselas en casa.
Después volví a mi domicilio. El teléfono empezó a sonar cuando abría la puerta de la calle.
—Eileen Wade, señor Marlowe. Quería usted que lo llamara.
—Sólo para saber si había sucedido algo ahí. He visto médicos todo el día sin conseguir hacer muchos amigos.
—Por aquí sin novedad, lo siento. Roger no ha vuelto y reconozco que estoy preocupada. No tiene usted nada que decirme, imagino.
Hablaba en voz baja y abatida.
—El país es grande y está muy poblado, señora Wade.
—Esta noche hace cuatro días que se marchó.
—Sí, pero no es demasiado tiempo.
—Para mí lo es. —Guardó silencio durante un rato—. He pensado mucho, tratando de recordar alguna cosa —prosiguió—. Tiene que haber algo, algún indicio o recuerdo. Roger habla mucho sobre todo tipo de cosas.
—¿Le dice algo el apellido Verringer, señora Wade?
—No, me temo que no. ¿Acaso debería?
—Mencionó usted que al señor Wade lo devolvió a casa en una ocasión un individuo alto vestido de vaquero. ¿Lo reconocería si volviera a verlo?
—Supongo que sí —dijo con tono dubitativo—, si las circunstancias fueran las mismas. Sólo lo tuve delante unos instantes. ¿Se llama Verringer?
—No. Verringer es un tipo fornido, de mediana edad, que dirige o, más exactamente, dirigía, en Sepulveda Canyon, algo así como un rancho para invitados. Un muchacho llamado Earl, que parece ir siempre disfrazado de algo, trabaja para él. En cuanto a Verringer, dice ser médico.
—Eso es estupendo —exclamó la señora Wade con calor—. ¿No le parece que está en el buen camino?
—También podría haber metido la pata hasta el zancajo. La llamaré cuando lo sepa. Sólo quería asegurarme de que Roger no había vuelto a casa y de que usted no había recordado nada más preciso.
—Mucho me temo que no le he sido de gran ayuda —dijo Eileen Wade con tristeza—. Por favor, no dude en telefonearme, por muy tarde que sea.
Dije que lo haría y colgarnos. Esta vez me llevé un revólver y una linterna con tres pilas. El arma era un 32 de cañón corto, pequeño pero recio, con proyectiles de punta plana. Earl, el chico del doctor Verringer, podía tener otros juguetes además de las nudilleras de metal. Si los tenía, era lo bastante estúpido como para utilizarlos.
Volví de nuevo a la carretera y conduje todo lo deprisa que pude. Iba a ser una noche sin luna, y estaría oscureciendo cuando llegara a la entrada de la propiedad del doctor Verringer. Oscuridad era lo que yo necesitaba.
El portón seguía cerrado con la cadena y el candado. Pasé de largo y aparqué a cierta distancia de la carretera. Aún quedaba algo de luz bajo los árboles pero no duraría mucho. Salté por encima del portón y avancé por el lateral de la colina buscando una senda para excursionistas. Muy atrás en el valle me pareció oír una codorniz. Una paloma torcaz se quejó de los sufrimientos de la vida. No había ningún sendero para excursionistas o no lo pude encontrar, de manera que volví al camino principal y seguí el borde de la grava. Los eucaliptos dieron paso a los robles; crucé la divisoria y muy a lo lejos divisé algunas luces. Me llevó tres cuartos de hora ir por detrás de la piscina y de las pistas de tenis hasta un lugar desde donde me era posible contemplar, debajo de mí, el edificio principal al final del camino. Había luces encendidas y salía música del interior. Más lejos, entre los árboles, también había luz en una de las cabañas. Todo el espacio libre estaba salpicado de pequeñas cabañas. Esta vez seguí un sendero y, de repente, se encendió un reflector en la parte trasera de la cabaña principal. Me detuve en seco. El reflector no buscaba nada en particular. Estaba orientado directamente al suelo y creó un amplio charco de luz en el porche trasero y en el espacio adyacente. Luego una puerta se abrió de golpe y salió Earl. En aquel momento supe ya que estaba en el sitio correcto.
Iba vestido de vaquero, y un vaquero había llevado a Roger Wade a su casa la vez anterior. Earl daba vueltas a una cuerda, llevaba una camisa oscura con remates en blanco, un pañuelo de lunares muy suelto en torno al cuello, un ancho cinturón de cuero cargado de plata y un par de fundas repujadas con revólveres de cachas de marfil. Elegantes pantalones de montar y botas inmaculadas con adornos blancos en punto de cruz. Muy echado hacia atrás lucía un sombrero blanco y lo que parecía un cordón trenzado con plata que colgaba suelto camisa abajo, a modo de barbuquejo, aunque los extremos no estaban atados.
Permaneció inmóvil bajo la luz blanca del reflector, haciendo girar la cuerda a su alrededor, saliendo y entrando de su círculo mágico, actor sin público, vaquero de punta en blanco, alto, esbelto, bien parecido, que presentaba un espectáculo sin otro espectador que él y que disfrutaba con cada minuto de actuación. Earl DosPistolas, el Terror del distrito Cochise. Tendría que trabajar en uno de esos ranchos, para huéspedes de pago, tan decididamente partidarios de los caballos que hasta las telefonistas van a trabajar con botas de montar.
De pronto oyó un ruido o fingió oírlo. Dejó caer la cuerda, las manos desenfundaron velozmente y los pulgares se habían colocado ya sobre los percutores cuando los revólveres alcanzaron la línea horizontal. Earl escudriñó la oscuridad. No me atreví a moverme. Los malditos revólveres podían estar cargados. Pero el reflector le había cegado y no veía nada. Volvió a meter las armas en sus fundas, recogió la cuerda, dejándola que colgara, y regresó a la casa. La luz se apagó y también desaparecí yo.
Seguí mi camino entre los árboles y me acerqué a la pequeña cabaña iluminada. No se oía ningún ruido. Me asomé a una ventana cubierta con una tela metálica y miré dentro. La luz procedía de una lámpara sobre una mesilla de noche junto a una cama, en la que yacía, boca arriba, un individuo con aire tranquilo —los brazos, en mangas de pijama, por fuera de las sábanas—, que miraba al techo con los ojos bien abiertos. Parecía muy grande. El rostro quedaba parcialmente en sombra, pero pude comprobar su palidez, la necesidad de un afeitado y que llevaba sin rasurarse más o menos la cantidad adecuada de tiempo. Los dedos extendidos de las manos permanecían inmóviles sobre el exterior de la cama. Daba la sensación de llevar horas sin moverse.
Oí ruido de pasos por el sendero al otro lado de la cabaña. Chirrió una puerta mosquitera y luego la sólida silueta del doctor Verringer apareció en el dintel de la puerta. Llevaba en la mano algo que parecía un vaso grande de jugo de tomate. Encendió una lámpara de pie. Su camisa hawaiana despidió un fulgor amarillo. El individuo de la cama ni siquiera se volvió para mirarlo.
El doctor Verringer dejó el vaso sobre la mesilla de noche, acercó una silla y se sentó. Tomó una de las muñecas del otro y le buscó el pulso.
—¿Qué tal se encuentra hoy, señor Wade? —Su voz era amable y solícita. El individuo tumbado en la cama ni le respondió ni lo miró. Siguió con los ojos fijos en el techo.
—Vamos, vamos, señor Wade. No caigamos en la melancolía. Su pulso sólo va ligeramente más deprisa de lo normal. Está usted débil, pero por lo demás…
—Tejjy —dijo de repente el otro—, dile a este individuo que, si sabe cómo estoy, el muy hijo de perra no necesita molestarse en preguntármelo. Tenía una voz agradable y nítida, pero el tono era de amargura.
—¿Quién es Tejjy? —preguntó pacientemente el doctor Verringer.
—Mi portavoz. Está en aquel rincón.
El doctor Verringer alzó los ojos.
—Sólo veo una arañita —exclamó—. Deje de hacer teatro, señor Wade. Conmigo no es necesario.
—Tegenaria domestica, la araña alguacil, amigo. Me gustan las arañas. Casi nunca llevan camisas hawaianas.
El doctor Verringer se humedeció los labios.
—No tengo tiempo para juegos, señor Wade.
—Tejjy no tiene nada de juguetona. —Wade volvió la cabeza lentamente, como si le pesara muchísimo, y contempló al doctor Verringer con desprecio—. Es de lo más serio. Se acerca sin ser notada. Cuando no estás mirando da un salto rápido y silencioso. Le chupa a uno hasta vaciarlo, doctor. Vaciarlo por completo. No te come. Te chupa el jugo hasta que sólo queda la piel. Si tiene intención de seguir llevando esa camisa mucho más tiempo, doctor, diría que nunca sucederá demasiado pronto.
El doctor Verringer se recostó en la silla.
—Necesito cinco mil dólares —dijo tranquilamente—. ¿Como cuánto de pronto podría suceder eso?
—Ha conseguido ya seiscientos cincuenta pavos —dijo Wade con tono desagradable—. Además de todo el dinero que llevaba suelto. ¿Cuánto más cuesta vivir en esta condenada casa de lenocinio?
—Una miseria —dijo el doctor Verringer—. Ya le dije que mis tarifas habían subido.
—No me dijo que hubieran trepado al monte Wilson.
—No me conteste con evasivas, Wade —dijo con tono cortante el doctor Verringer—. No está en condiciones de hacerse el gracioso. Ha traicionado además mi confianza.
—No sabía que le quedara.
El doctor Verringer tamborileó despacio sobre los brazos del sillón.
—Me llamó a medianoche —dijo—. Se hallaba en una situación desesperada. Dijo que se quitaría la vida si no acudía. No quería hacerlo y usted sabe por qué. Carezco de licencia para practicar la medicina en California. Trato de desprenderme de esta propiedad sin perderlo todo. He de cuidar de Earl, que está a punto de atravesar uno de sus períodos críticos. Le dije que le costaría un montón de dinero. Usted insistió y fui. Quiero cinco mil dólares.
—Estaba borracho como una cuba —dijo Wade—. No se puede exigir a nadie que cumpla una promesa en esas condiciones. Ya le he pagado más que suficiente.
—Además —dijo muy despacio el doctor Verringer—, mencionó mi nombre a su esposa. Le dijo que iba a recogerlo.
Wade pareció sorprendido.
—No le dije nada —dijo—. Ni siquiera la vi. Estaba dormida.
—En alguna otra ocasión, entonces. Un detective privado ha estado aquí preguntando por usted. No es posible que supiera dónde acudir, a no ser que alguien se lo hubiese dicho. Conseguí quitármelo de encima, pero es posible que vuelva. Debe usted regresar a su casa, señor Wade. Pero antes quiero mis cinco mil dólares.
—No es usted el tipo más listo del mundo, ¿verdad, doctor? Si mi mujer supiera dónde estoy, ¿para qué necesitaría un detective? Podría haber venido en persona…, suponiendo que le importase tanto. Podría haber traído a Candy, nuestro criado. Candy habría hecho pedacitos a su príncipe azul mientras su príncipe azul decidía qué película iba a protagonizar hoy.
—Tiene usted una lengua muy desagradable, Wade. Y una mente retorcida.
—También tengo cinco mil dólares muy desagradables, doctor. Trate de conseguirlos.
—Me extenderá un talón —dijo el doctor Verringer con firmeza—. Ahora mismo. Luego se vestirá y Earl lo llevará a casa.
—¿Un talón? —Wade casi se reía—. Claro que le extenderé un talón. Estupendo. ¿Cómo conseguirá cobrarlo?
El doctor Verringer sonrió plácidamente.
—Cree que podrá hacer que no me lo paguen. Pero no lo hará. Le aseguro que no lo hará.
—¡Sinvergüenza del carajo! —le gritó Wade.
Verringer negó con la cabeza.
—En algunas cosas, sí. No en todas. Tengo una personalidad compleja, como la mayoría de la gente. Earl lo llevará a casa.
—Ni hablar. Ese muchacho me pone los pelos de punta —dijo Wade.
El doctor Verringer se puso en pie sin prisa, extendió una mano y palmeó el hombro de su paciente.
—Para mí Earl es completamente inofensivo, señor Wade. Tengo maneras de controlarlo.
—Cíteme una —dijo una voz nueva, al tiempo que Earl aparecía en la puerta con su disfraz de Roy Rogers.
El doctor Verringer se volvió, sonriendo.
—Mantenga a ese psicópata lejos de mí —gritó Wade, dando muestras de miedo por primera vez.
Earl se llevó las manos al cinturón. Su rostro era inexpresivo. Un suave sonido silbante le brotó de entre los dientes. Avanzó despacio por la habitación.
—No debería haber dicho eso —dijo el doctor Verringer muy deprisa antes de volverse hacia Earl—. Está bien, Earl. Voy a ocuparme personalmente del señor Wade. Le ayudaré a vestirse mientras traes el coche, acercándolo lo más que puedas a la cabaña. El señor Wade está muy débil.
—Y dentro de poco estará aún mucho más débil —dijo Earl con una voz que tenía algo de silbido—. Apártate, gordinflón.
—Escucha, Earl… —intentó sujetar a su joven amigo por el brazo—, ¿verdad que no quieres volver a Camarillo? Una palabra mía y…
No dijo nada más. Earl liberó el brazo y su mano derecha ascendió con un brillo metálico. El puño blindado fue a estrellarse contra la mandíbula del doctor Verringer, que se derrumbó como si una bala le hubiera atravesado el corazón. Su caída hizo que retemblara toda la cabaña. Eché a correr.
Al llegar a la puerta la abrí de golpe. Earl giró en redondo, inclinándose un poco hacia delante y mirándome sin reconocerme. Un sonido como de burbujas le salía de entre los labios. Vino hacia mí muy deprisa.
Saqué el revólver y se lo enseñé. No le dijo nada. O los suyos no estaban cargados o los había olvidado por completo. Las nudilleras de metal era todo lo que necesitaba. Siguió avanzando.
Disparé a través de la ventana abierta más allá de la cama. En la habitacioncita el estrépito pareció multiplicarse. Earl se detuvo en seco. Volvió la cabeza y vio el agujero en la tela metálica. Me miró de nuevo. Muy despacio, su rostro recobró la vida y sonrió.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó alegremente.
—Quítate las nudilleras —dije, mirándole a los ojos.
Se contempló la mano sorprendido. Luego se sacó las nudilleras y las arrojó con toda tranquilidad en un rincón.
—Ahora el cinturón con las pistoleras —dije—. No toques los revólveres, sólo la hebilla.
—No están cargados —dijo, sonriendo—. Caramba, ni siquiera son armas de verdad, sólo de guardarropía.
—El cinturón. Deprisa.
Se quedó mirando mi 32 de cañón corto.
—¿Es auténtico? Sí, claro que sí. La pantalla de la ventana. Sí, la pantalla.
La persona tumbada en la cama ya no estaba allí. Se había colocado detrás de Earl. Con un rápido movimiento sacó de su funda uno de los revólveres relucientes. A Earl no le gustó. Su cara lo puso de manifiesto.
—Déjelo en paz —dije, indignado—. Póngalo donde la ha encontrado.
—Tiene razón —comentó Wade—. Son de juguete. —Retrocedió y dejó el arma reluciente sobre la mesa—. Dios, estoy tan débil que no me tengo en pie.
—Quítate el cinturón —dije por tercera vez.
Cuando se empieza algo con un tipo como Earl hay que terminarlo. Todo muy sencillo y nada de cambiar de idea.
Finalmente lo hizo, de bastante buen grado. Luego se acercó a la mesa, recuperó el otro revólver, lo introdujo en la funda y volvió a ponerse el cinturón. Le dejé hacerlo. Hasta entonces Earl no había reparado en el doctor Verringer derrumbado en el suelo, junto a la pared. Al verlo dejó escapar un ruido como de preocupación, cruzó la habitación para entrar en el cuarto de baño y regresó con una jarrita de cristal llena de agua, que arrojó sobre la cabeza del caído. El doctor Verringer tosió atragantándose y se dio la vuelta. Luego gimió. A continuación se llevó una mano a la mandíbula. Después empezó a levantarse. Earl le ayudó.
—Lo siento, doctor. Debo de haber soltado la mano sin ver quién era.
—Está bien, no hay nada roto —dijo Verringer, apartándolo—. Trae aquí el coche, Earl. Y no olvides la llave para el candado de abajo.
—El coche aquí, claro. Inmediatamente. Llave para el candado. La tengo yo. Ahora mismo, doctor.
Abandonó la cabaña silbando.
Wade se había sentado en el borde de la cama y parecía no sentirse muy bien.
—¿Es usted el detective del que hablaba Verringer? —me preguntó—. ¿Cómo me ha encontrado?
—Consultando a gente que sabe de estas cosas —dije—. Si quiere volver a casa, será mejor que se vista.
El doctor Verringer se frotaba la mandíbula apoyado contra la pared.
—Le ayudaré —dijo con dificultad—. No hago más que ayudar a la gente y todos me lo agradecen saltándome los dientes.
—Sé exactamente cómo se siente —le respondí.
Salí fuera y les dejé que resolvieran juntos el problema de vestir a Wade.