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Tres días antes de Navidad, y procedente de Las Vegas, recibí un cheque bancario por valor de cien dólares. Lo acompañaba una nota escrita en el papel para cartas de un hotel. Terry Lennox me daba las gracias, me deseaba unas felices navidades, junto con todas las venturas imaginables, y decía que esperaba verme pronto. El golpe de efecto lo reservaba para la posdata. «Sylvia y yo hemos iniciado una segunda luna de miel. Me ruega decirle que no se enfade usted con ella por intentarlo de nuevo».
Me enteré del resto gracias a una de esas columnas para esnobs que se publican en la página de sociedad de los periódicos. No las leo con frecuencia: sólo cuando se me acaban las cosas que no me gustan.
«A esta corresponsal le emociona la noticia de que Terry y Sylvia Lennox, esa pareja tan encantadora, se hayan reenganchado en Las Vegas. Sylvia es la hija menor del multimillonario Harlan Potter, de San Francisco y Pebble Beach, por supuesto. Ha encargado a Marcel y Jeanne Duhaux que le decoren de nuevo la mansión de Encino, desde el sótano al tejado, en el dernier cri más irresistible. Curt Westerheym, el penúltimo de Sylvia, queridos míos, le ofreció esa chocita con dieciocho habitaciones como regalo de boda, quizá lo recuerden ustedes. ¿Y qué ha sido de Curt?, preguntarán. ¿O no lo hacen? Saint Tropez tiene la respuesta, y de manera permanente, según he oído. Junto con cierta duquesa gala, de sangre pero que muy azul, con dos hijos absolutamente adorables. ¿Y qué piensa Harlan Potter de esta repetición de boda?, podrían también preguntar ustedes. Sólo es posible hacer conjeturas. El señor Potter es una persona que nunca, lo que se dice nunca, concede entrevistas. ¿Hasta dónde se puede llegar en esto de ser personas selectas, queridos míos?».
Tiré el periódico en un rincón y encendí el televisor. Después del vomitado de perro que era la página de sociedad, hasta la lucha libre resultaba reconfortante. Pero lo que relataba era, con toda probabilidad, cierto. En la página de sociedad más les vale.
Yo tenía una imagen mental del tipo de chocita de dieciocho habitaciones que entonaba con unos cuantos de los millones de Potter, por no decir nada de las decoraciones de Duhaux en el último simbolismo subfálico. Pero me faltaban las imágenes mentales de Terry Lennox holgazaneando alrededor de la piscina con unas bermudas y pidiendo al mayordomo por radioteléfono que pusiera a enfriar el champán y metiese el faisán en el horno. No había razón para que fuera de otro modo. Pero si aquel tipo quería ser el osito de trapo de alguien, a mí ni me iba ni me venía. Sencillamente no tenía ganas de volver a verlo. Pero no se me ocultaba que no sería así…, aunque sólo fuera por su condenada maleta de piel de cerdo con herrajes de oro.
Eran las cinco de la tarde de un húmedo día de marzo cuando se presentó en mi desastrado emporio profesional. Parecía cambiado. Mayor, sobrio, muy serio y extraordinariamente tranquilo. Parecía un tipo que ha aprendido a encajar los golpes reduciendo al mínimo los daños. Llevaba impermeable color blanco ostra, guantes, y la cabeza descubierta, con los cabellos blancos tan suaves como el pecho de un pájaro.
—Vayamos a algún bar tranquilo a tomarnos una copa —dijo, como si sólo hubiera faltado diez minutos—. Si tiene tiempo, claro está.
No nos dimos la mano. No lo hacíamos nunca. Los ingleses no se dan la mano constantemente como los americanos y, aunque Terry Lennox no era inglés, tenía algunas de sus peculiaridades.
—Mejor a mi casa, para que recoja esa maleta suya tan lujosa. Es un pequeño detalle que me tiene un tanto preocupado.
Negó con la cabeza.
—Le agradecería que me la siguiera guardando.
—¿Por qué?
—Lo prefiero así. ¿Le importa? Digamos que es un vínculo con un tiempo en el que no era un vago que no sirve para nada.
—Eso es una tontería —dije—. Pero usted sabrá lo que hace.
—Si le preocupa porque piensa que podrían robarla…
—Eso también es asunto suyo. Vamos a tomar esa copa.
Fuimos a Victor’s. Me llevó en un Jowett Jupiter color ladrillo con una delgada capota de lona para la lluvia, debajo de la cual sólo había sitio para nosotros dos. La tapicería era de cuero claro y los accesorios parecían de plata. No es que yo sea demasiado exigente en cuestión de automóviles, pero aquel condenado vehículo logró que se me hiciera la boca agua. Lennox dijo que llegaba a cien en segunda. Tenía una caja de cambios pequeña y baja que apenas le llegaba a la rodilla.
—Cuatro velocidades —dijo—. Todavía no han inventado un cambio automático que funcione con estos cacharros. En realidad no se necesita. Se le puede poner en marcha en tercera incluso cuesta arriba y, de todos modos, es la velocidad más alta que se llega a utilizar por ciudad.
—¿Regalo de boda?
—No. Lo recibí sin otra explicación que un distraído «Vi ese chisme en un escaparate». Soy un tipo muy mimado.
—Estupendo —dije—. Si no lleva una etiqueta con el precio.
Lennox me miró de reojo y enseguida clavó los ojos en la calzada mojada por la lluvia. Los limpiaparabrisas susurraban con suavidad.
—¿Precio? Todo tiene su precio, amigo. ¿Quizá cree que no soy feliz?
—Lo siento. Ha sido un comentario fuera de lugar.
—Tengo mucho dinero. ¿A quién demonios le interesa ser feliz? Había en su voz una amargura nueva para mí.
—¿Qué tal la bebida?
—De una elegancia exquisita. Por alguna razón misteriosa parece que soy capaz de controlarme. Pero nunca se sabe, ¿no es cierto?
—Quizá no haya sido nunca borracho de verdad.
Nos sentamos en un rincón de Victor’s y bebimos gimlets.
—No los saben hacer —dijo Terry Lennox—. Lo que aquí llaman gimlet no es más que un poco de zumo de lima o de limón con ginebra, algo de azúcar y un toque de angostura. Un verdadero gimlet es mitad ginebra y mitad Rose’s Lime Juice, y nada más. Los martinis no tienen nada que hacer a su lado.
—Nunca he sido demasiado exigente en cuestión de bebidas. ¿Qué tal le fue con Randy Starr? Por mi barrio está catalogado de tipo duro.
Se recostó en el asiento con aire pensativo.
—Supongo que lo es. Supongo que todos lo son. Pero en su caso no se nota. Podría darle el nombre de un par de muchachos que están en el mismo negocio en Hollywood y que representan bien su papel. Pero Randy no se molesta. En Las Vegas es un verdadero hombre de negocios. Vaya a verlo la próxima vez que pase por allí. Harán buenas migas.
—Es poco probable. No me gustan los maleantes.
—Eso no son más que palabras, Marlowe. Vivimos en el mundo que nos ha tocado. Dos guerras nos lo han traído y vamos a conservarlo. Randy, otro tipo y yo pasamos juntos un momento difícil que creó un lazo entre nosotros.
—Entonces ¿por qué no le pidió ayuda cuando la necesitaba?
Terminó la copa e hizo un gesto al camarero.
—Porque no me hubiera podido decir que no.
El camarero nos sirvió de nuevo.
—Eso para mí no son más que palabras —dije—. Si por casualidad le debía algo, póngase en su caso. Seguro que le hubiera gustado devolverlo.
Negó despacio con la cabeza.
—Sé que tiene razón. Por supuesto que le pedí un empleo. Y luego trabajé mientras conservé aquel puesto. Pero pedir favores o limosnas, no.
—Pero los ha aceptado de un desconocido.
Me miró de hito en hito.
—El desconocido puede pasar de largo y hacer como que no oye.
Nos tomamos tres gimlets, que no le afectaron en absoluto. La cantidad suficiente para poner en marcha a un borrachín. Deduje que quizá estuviera curado.
Luego me devolvió a mi despacho.
—En casa cenamos a las ocho y cuarto —dijo—. Sólo los millonarios se lo pueden permitir. Únicamente sus criados aceptan una cosa así. Muchos invitados, la flor y nata.
A partir de entonces se convirtió en una costumbre que Lennox apareciera a eso de las cinco. No siempre íbamos al mismo bar, pero acudíamos a Victor’s con más frecuencia que a cualquier otro. Quizá tuviera alguna relación con Terry de la que yo no estaba enterado. Nunca bebía mucho y siempre le sorprendía.
—Debe de ser algo así como las fiebres terciarias —dijo—. Cuando las tienes lo pasas fatal. Pero cuando no, es como si no las hubieras tenido nunca.
—Lo que no entiendo es que a un tipo con una situación tan privilegiada como la suya le guste beber con un detective privado de mala muerte.
—¿Un ataque de modestia?
—No. Sólo desconcertado. Soy una persona razonablemente amistosa, pero usted y yo vivimos en mundos distintos. Ni siquiera sé dónde vive, excepto que se trata de Encino. Imagino que su vida familiar es aceptable.
—No tengo vida de familia.
Seguíamos bebiendo gimlets. El bar estaba casi vacío. Aunque no faltaba un número reducido de bebedores habituales, de los que acercan la mano muy despacio a la primera copa, vigilándola para no tirar nada, y se entonan en los taburetes pegados al mostrador.
—No lo entiendo. ¿Se supone que debería entenderlo?
—Gran producción, falta de argumento, como dicen en los estudios de cine. Imagino que Sylvia es feliz a su modo, pero no conmigo. En nuestro círculo eso no es demasiado importante. Siempre hay algo que hacer si uno no tiene que trabajar ni preocuparse por el precio. No es divertido de verdad pero los ricos no se dan cuenta. No saben lo que es eso. Nunca quieren nada con pasión excepto, quizá, la mujer de otro, y eso es bien poca cosa comparado con la manera en que la mujer del fontanero quiere cortinas nuevas para el cuarto de estar.
No dije nada. Lo dejé que siguiera llevando el balón.
—Me dedico sobre todo a matar el tiempo —dijo, pero le cuesta morirse. Un poco de tenis, un poco de golf, natación, montar a caballo y el placer exquisito de contemplar cómo los amigos de Sylvia tratan de resistir hasta el almuerzo sin combatir la resaca.
—La noche en que se fue usted a Las Vegas, su mujer me dijo que no le gustaban los borrachos.
Sonrió torciendo la boca. Me estaba acostumbrando tanto a su rostro, marcado por las cicatrices, que sólo reparaba en él cuando un cambio de expresión subrayaba el acartonamiento del lado derecho.
—Se refería a borrachos sin dinero. Si están forrados se convierten en grandes bebedores. Cuando vomitan en la terraza es el mayordomo quien lo recoge.
—No estaba usted obligado a que las cosas fueran así.
Se terminó la copa de un trago y se puso en pie.
—Tengo que irme, Marlowe. Además le estoy aburriendo y bien sabe Dios que incluso me aburro a mí mismo.
—No me está aburriendo. Soy un oyente profesional. Antes o después quizá descubra por qué le gusta vivir como un caniche de lujo.
Se tocó suavemente las cicatrices con la punta de un dedo mientras me obsequiaba con una sonrisita remota.
—Tendría que preguntarse por qué me quiere tener en casa mi mujer, y no por qué quiero yo estar allí, esperando pacientemente en mi cojín de satén a que me dé palmaditas en la cabeza.
—Le gustan los cojines de satén —dije, mientras me ponía en pie para marcharme con él—. Le gustan las sábanas de seda y tocar el timbre para que aparezca el mayordomo con su sonrisa respetuosa.
—Tal vez. Me crié en un orfanato de Salt Lake City.
Salimos a la tarde que se acababa y Lennox dijo que quería andar. Habíamos utilizado mi coche y por una vez había tenido la velocidad de reflejos necesaria para apoderarme de la nota. Estuve mirándolo hasta que se perdió de vista. La iluminación de un escaparate hizo brillar por un momento sus cabellos blancos mientras desaparecía en la neblina.
Me gustaba más borracho, miserable, hambriento y acabado, pero orgulloso. Aunque tal vez no. Quizá sólo me gustaba ser el más importante. Sus razones eran difíciles de precisar. En mi oficio hay un tiempo para hacer preguntas y otro para dejar que el interlocutor hierva hasta salirse. Todo policía competente lo sabe. En buena parte es igual que el ajedrez o el boxeo. A algunas personas hay que hostigarlas para que pierdan el equilibrio. En otros casos basta con boxear y acaban por derrotarse solas.
Me habría contado la historia de su vida si se lo hubiera pedido. Pero ni siquiera le pregunté cómo le habían destrozado la cara. Si lo hubiera hecho y me lo hubiese contado, es posible que se hubieran salvado un par de vidas. Sólo posible, nada más.