48
Lo miré demasiado tiempo. Junto a mí se produjo un breve movimiento que sólo vi a medias y sentí un dolor lacerante en el hombro. Se me durmió todo el brazo hasta la punta de los dedos. Me volví y vi a un mexicano muy grande y de aspecto cruel. No sonreía, sólo me vigilaba. Bajó al costado el cuarenta y cinco que empuñaba. Era bigotudo y con pelo abundante, negro y aceitoso, peinado hacia arriba y hacia abajo y en todas las direcciones. Un sombrero muy sucio le cubría la parte de atrás de la cabeza y el barbuquejo, suelto, le caía por delante de una camisa bordada que olía a sudor. No hay nada más duro que un mexicano duro, igual que no hay nada más amable que un mexicano amable, ni más honrado que un mexicano honrado ni, sobre todo, nada más triste que un mexicano triste. Aquel tipo era decididamente pétreo. No los hacen más duros en ningún sitio.
Me froté el brazo. Notaba un principio de hormigueo, pero el dolor y el entumecimiento seguían allí. Si hubiera intentado sacar el revólver probablemente se me habría caído.
Menéndez tendió la mano hacia el mexicano, quien, sin dar la sensación de mirar, tiró el revólver. Menéndez, a quien yo tenía delante ya —la cara brillante—, lo recogió.
—¿Dónde te gustaría, muerto de hambre? —Le bailaban los ojos. Me limité a mirarlo. No hay respuesta para una pregunta así.
—Te he hecho una pregunta, muerto de hambre.
Me mojé los labios y contesté con otra pregunta.
—¿Qué le ha pasado a Agostino? Creía que era su pistolero.
—Chick se ha reblandecido —dijo amablemente.
—Siempre ha sido un blando, como su jefe.
El individuo sentado en la silla parpadeó. Casi llegó a sonreír, aunque no del todo. El tipo duro que me había paralizado el brazo ni se movió ni habló. Yo sabía que respiraba. Eso lo olía.
—¿Alguien ha chocado con tu brazo, muerto de hambre?
—He tropezado con una enchilada.
Despreocupadamente, casi sin mirarme siquiera, me golpeó en la cara con el cañón del revólver.
—No te insolentes conmigo, muerto de hambre. Se te ha acabado el tiempo para eso. Se te advirtió: una advertencia con muy buenas maneras. Cuando me tomo la molestia de hacer visitas personales para decir a alguien que se abstenga, se abstiene. O de lo contrario acaba en el suelo y no se levanta.
Sentía un hilillo de sangre que me bajaba por la mejilla. Y sentía todo el dolor y el entumecimiento del golpe en el pómulo. Se extendió hasta que empezó a dolerme toda la cabeza. No había sido un golpe muy fuerte, aunque el instrumento utilizado sí lo era. Pero todavía me era posible hablar y nadie trató de impedírmelo.
—¿Desde cuándo se encarga usted de las zurras, Mendy? Creía que era trabajo no cualificado, para el tipo de muchachos que le dieron el repaso a Big Willie Magoon.
—Es el toque personal —me respondió sin alzar la voz—, dado que tenía razones personales para advertirte. El asunto Magoon fue estrictamente una cuestión de negocios. Llegó a pensar que podía mangonearme…, a mí que le compro la ropa y los coches, le lleno la caja de seguridad del banco y pago la hipoteca de su casa. Esos chicos de la Brigada Antivicio son todos iguales. Pago incluso los recibos del colegio para su hijo. Pero resulta que el muy cabrón no sabe lo que es la gratitud. ¿Y qué es lo que hace? Se presenta en mi despacho particular y me abofetea delante del personal.
—¿Con qué motivo? —le pregunté, esperando vagamente desviar su indignación hacia otra persona.
—Con el motivo de que una prójima muy pintada dijo que usábamos dados cargados. Parece que era una de sus compañeras de cama. Hice que la sacaran del club…, y que le devolvieran hasta el último centavo que traía encima.
—Normal —dije—. Magoon debería saber que ningún jugador profesional hace trampas en el juego. No lo necesita. Pero ¿qué le he hecho yo, Mendy?
Me golpeó otra vez, con esmero.
—Ha hecho que quedara mal. En mi profesión no hay que decir las cosas dos veces. Ni siquiera a los tipos duros. O va y lo hace o dejas de tener control. Si no tienes control se acabó el negocio.
—Me da el pálpito que hay algo más en este asunto —dije—. Perdóneme si me busco un pañuelo.
El revólver me vigiló mientras sacaba uno del bolsillo y me limpiaba la sangre de la cara.
—Un sabueso de tres al cuarto —dijo despacio mi interlocutor— se imagina que le puede tomar el pelo a Mendy Menéndez. Hacer que la gente se ría de mí. Ridiculizarme…, a mí, a Menéndez. Tendría que utilizar la navaja, muerto de hambre. Cortarte en rebanadas.
—Lennox era amigo suyo —dije, sin perder de vista sus ojos—. Fue y se murió. Lo enterraron como a un perro, incluso sin un nombre sobre la tierra donde pusieron el cadáver. Y yo he tenido algo que ver a la hora de demostrar que era inocente. De manera que eso le hace quedar mal. Terry le salvó la vida y perdió la suya, pero eso no significa nada para usted. Lo único que significa algo es jugar a ser pez gordo. Le importa todo un carajo menos usted. No es una persona importante, sólo grita más.
Se le heló el gesto y alzó el brazo por tercera vez para golpearme con toda la fuerza de que era capaz. Aún estaba levantando el brazo cuando avancé medio paso y le di un puntapié en la boca del estómago.
No lo pensé, no lo planeé, no calculé mis posibilidades; ni siquiera si tenía alguna. Tan sólo me había cansado de escucharlo, me dolía todo, sangraba y quizá estaba un poco sonado para entonces.
Se dobló, la respiración entrecortada, y se le cayó el revólver de la mano. Lo buscó a tientas, frenético, mientras le salían del fondo de la garganta roncos jadeos. Le di un rodillazo en la cara y lanzó un aullido.
El tipo de la silla se echó a reír. Aquello me desconcertó. Luego se puso en pie y al mismo tiempo levantó el revólver que tenía en la mano.
—No lo mate —dijo con voz afable—. Queremos utilizarlo como cebo vivo.
Luego hubo un movimiento en las sombras del vestíbulo y Ohls entró por la puerta, los ojos vacíos, inexpresivo y absolutamente tranquilo. Miró a Menéndez, que estaba arrodillado, con la cabeza en el suelo.
—Blando —dijo Ohls—. Blando como una papilla.
—No es blando —dije. Le duele. A cualquiera se le puede hacer daño. ¿Era blando Big Willie Magoon?
Ohls me miró. El tipo que había estado sentado también me miró. El mexicano duro, junto a la puerta, no había abierto la boca.
—Quítate el pitillo de la boca, caramba —le grité a Ohls. O te lo fumas o lo tiras. Estoy harto de verte con él. Estoy harto de ti, punto. Estoy harto de policías.
Me miró sorprendido. Luego sonrió.
—Le hemos tendido una trampa, muchacho —dijo alegremente—. ¿Te duele mucho? ¿Ese hombre tan malísimo te atizó en el morrito? Bueno; te lo tenías bien ganado y además nos ha sido francamente útil.
Miró a Mendy, que estaba de rodillas debajo de él. Iba saliendo de un pozo, centímetro a centímetro. Jadeaba al respirar.
—Vaya chico tan hablador —dijo Ohls cuando no tiene al lado tres picapleitos que no le dejan abrir la boca.
Puso a Menéndez de pie. Sangraba por la nariz. Se sacó un pañuelo del esmoquin blanco con dedos temblorosos y se lo apoyó contra la cara. No dijo una palabra.
—Te han engañado, corazón —le dijo Ohls, pronunciando con gran cuidado todas las palabras—. No es que Magoon me dé mucha pena. Se lo merecía. Pero es un policía y mequetrefes como tú no le ponen la mano encima a un policía, nunca jamás.
Menéndez bajó el pañuelo y miró a Ohls. Me miró a mí. Miró al individuo que había estado sentado en la silla. Se volvió despacio y miró al mexicano junto a la puerta. Todos le devolvieron la mirada. Rostros sin expresión. Luego una navaja surgió de la nada y Mendy se lanzó sobre Ohls. Ohls se hizo a un lado, le agarró por la garganta con una mano y con un golpe de la otra le quitó la navaja sin esfuerzo, casi con indiferencia. Ohls separó los pies, enderezó la espalda, dobló las piernas ligeramente y levantó a Menéndez varios centímetros del suelo mientras seguía sujetándolo por el cuello. Cruzó la habitación hasta inmovilizarlo contra la pared. Luego permitió que volviera a tocar el suelo con los pies, pero sin soltarle la garganta.
—Tócame con un dedo y te mato —dijo Ohls—. Un dedo. —Luego lo soltó.
Mendy le sonrió desdeñosamente, se miró el pañuelo y lo dobló para ocultar la sangre. Se lo llevó otra vez a la nariz. Lanzó una ojeada al revólver que había utilizado para golpearme.
—No está cargado, en el caso de que pudiera hacerse con él —dijo distraídamente el tipo de la silla.
—Una trampa —le dijo Mendy a Ohls—. Le oí la primera vez.
—Pediste tres matones —dijo Ohls—. Pero te mandaron tres agentes de Nevada. A alguien de Las Vegas no le gusta que te olvides de consultar con ellos. Ese alguien tiene algo que decirte. Puedes acompañar a los agentes o volver al centro conmigo y que te cuelguen por las esposas detrás de una puerta. Hay un par de muchachos allí a los que les gustaría verte la cara de cerca.
—Que Dios se apiade de Nevada —dijo Mendy sin alzar la voz y mirando otra vez al mexicano junto a la puerta.
A continuación se santiguó deprisa y salió por la puerta principal. El mexicano le siguió. Luego el otro, el tipo reseco por el sol del desierto, recogió el revólver y la navaja y salió también, cerrando la puerta. Ohls, inmóvil, esperaba. Se oyó ruido de portezuelas al cerrarse con fuerza y finalmente el automóvil se alejó en la noche.
—¿Estás seguro de que esos fulanos eran agentes? —le pregunté a Ohls. Se volvió, como sorprendido de verme allí.
—Tenían estrella —dijo concisamente.
—Buen trabajo, Bernie. Excelente. ¿Crees, condenado hijo de perra, que llegará vivo a Las Vegas?
Me fui al baño, dejé correr el agua fría y me apliqué una toalla empapada a la mejilla para calmar el dolor. Me miré en el espejo. Tenía la cara hinchada y azulada y con heridas irregulares causadas por la fuerza del cañón del revólver al golpear contra el pómulo. También tenía una mancha debajo del ojo izquierdo. No iba a ser un espectáculo agradable durante unos cuantos días.
Luego el reflejo de Ohls apareció detrás de mí en el espejo. Seguía dando vueltas entre los labios a su maldito pitillo sin encender, como un gato jugueteando con un ratón medio muerto, tratando de conseguir que salga corriendo una vez más.
—La próxima vez no trates de pasarte de listo con la policía —me dijo con aspereza—. ¿Crees que te dejamos robar la fotocopia sólo para divertirnos? Teníamos el presentimiento de que Mendy te iba a buscar las cosquillas. De manera que hablamos con Starr y le pusimos las cartas sobre la mesa. Le dijimos que no podemos acabar con el juego en el distrito, pero que podemos dificultarlo lo bastante como para que se resientan mucho sus ganancias. Ningún gánster pega a un policía, ni siquiera a un policía corrupto, y se sale con la suya en nuestro territorio. Starr nos convenció de que no tenía nada que ver con lo sucedido, que la organización estaba molesta y que Menéndez iba a recibir un aviso. De manera que cuando Mendy pidió unos tipos duros de fuera de la ciudad para que vinieran a darte un escarmiento, Starr le mandó tres conocidos suyos, en uno de sus propios coches, a sus expensas. Starr es uno de los jefes de la policía en Las Vegas.
Me volví para mirar de frente a Ohls.
—Los coyotes del desierto tendrán algo que comer esta noche. Enhorabuena. El trabajo que hace la policía es maravilloso, edificante, idealista. Lo único malo de ese trabajo son los policías que lo hacen.
—Una lástima para ti, tan amante de los heroísmos —me respondió con helada ferocidad—. Apenas he podido contener la risa cuando te he visto entrar en tu propio cuarto de estar para que te zurrasen la badana. Me lo he pasado bien, chico. Era una faena sucia, y había que hacerla de la manera más sucia posible. Para hacer que esos personajes hablen tienes que darles sensación de poder. No te ha hecho demasiado daño, pero teníamos que dejar que te hiciera algo de daño.
—Lo siento mucho —dije—. Siento mucho que hayas tenido que sufrir tanto. Me acercó mucho el rostro, tensa la expresión.
—Aborrezco a los jugadores —dijo con voz ronca—. Tanto como a los camellos. Propician una enfermedad que corrompe tanto como la droga. ¿Piensas que esos lujosos edificios de Reno y de Las Vegas sólo son sitios de diversión inofensiva? Ni hablar; están pensados para la gente insignificante, el pardillo que da algo sin recibir nada a cambio, el muchacho que se presenta con el sobre del sueldo y se queda sin el dinero para pagar la compra de fin de semana en el supermercado. El jugador rico pierde cuarenta de los grandes, se lo toma a broma y vuelve a por más. Pero el jugador rico no es el que da dinero de verdad. El robo a gran escala empieza por monedas de diez, de veinticinco, de cincuenta centavos y, de cuando en cuando, billetes de un dólar o incluso de cinco. El dinero del tinglado del juego llega como entra el agua por la cañería de tu cuarto de baño, un flujo constante que no cesa. Siempre que alguien quiere acabar con un jugador profesional, me ofrezco yo. Me gusta. Y cada vez que las autoridades de un estado aceptan dinero procedente del juego y lo llaman impuestos, esas autoridades están ayudando a perpetuar a los mafiosos. El barbero o la chica del salón de belleza apuestan exactamente dos dólares. Eso va a parar al sindicato, eso es lo que de verdad produce beneficios. La gente quiere un cuerpo de policía que sea honrado, ¿no es eso? ¿Para qué? ¿Para proteger a los tipos que ya reciben un trato de favor? En este estado tenemos hipódromos legales que funcionan todo el año. Funcionan con seriedad y el estado se lleva su parte, y por cada dólar apostado legalmente hay cincuenta que van a las apuestas clandestinas. Hay ocho o nueve carreras en un boleto de apuestas y en la mitad, las poco importantes en las que nadie se fija, el tongo es posible en cualquier momento en que alguien lo decida. Sólo hay una manera de que un jinete gane una carrera, pero hay veinte maneras de perderla, aunque haya comisarios por toda la pista encargados de vigilar, porque no pueden hacer absolutamente nada si el jinete es un experto. Eso es juego legal, hermano, un negocio limpio y honrado, con todas las bendiciones oficiales. ¿Está bien, entonces? No, de acuerdo con mis reglas. Porque es juego y engendra jugadores, y cuando lo sumas todo sólo hay una clase de juego, la mala.
—¿Te sientes mejor? —le pregunté, mientras me ponía un poco de tintura de yodo en las heridas.
—Soy un policía cansado, viejo y desastrado. Todo lo que siento es irritación. Me volví y lo miré fijamente.
—Eres un policía como hay pocos, Bernie, pero con todo y con eso estás equivocado. En cierta manera a todos los policías les pasa lo mismo. Todos le echan la culpa a lo que no la tiene. Si un fulano pierde el sueldo jugando a los dados, hay que acabar con el juego. Si se emborracha, acabar con las bebidas alcohólicas. Si mata a alguien en un accidente, dejar de fabricar automóviles. Si lo pillan con una chica en una habitación de hotel, suprimir las relaciones sexuales. Si se cae por la escalera, dejar de construir casas.
—¡Cierra el pico!
—Claro, mándame callar. No soy más que un ciudadano particular. Desengáñate, Bernie. Tenemos mafias y sindicatos del crimen y asesinos a sueldo porque tenemos políticos corruptos y a sus secuaces en el ayuntamiento y en la asamblea legislativa. El delito no es una enfermedad, es un síntoma. Los policías son como un médico que te da una aspirina para un tumor en el cerebro, excepto que el policía preferiría curarlo con una cachiporra. Somos un pueblo grande, primitivo, rico y desenfrenado y la delincuencia organizada es el precio que pagamos por la organización. Vamos a tenerla mucho tiempo. La delincuencia organizada no es más que el lado sucio del poder adquisitivo del dólar.
—¿Cuál es el lado limpio?
—No lo he visto nunca. Quizá Harlan Potter te lo pueda decir. Vamos a tomarnos una copa.
—No quedabas nada mal, entrando por esa puerta —dijo Ohls.
—Tú has quedado todavía mejor cuando Mendy ha sacado la navaja.
—Choca esos cinco —dijo, ofreciéndome la mano.
Nos tomamos la copa y Bernie se marchó por la puerta de atrás, que había abierto con una palanqueta, porque la noche anterior hizo una visita de reconocimiento. Las puertas traseras no presentan muchas dificultades si se abren hacia fuera y son lo bastante antiguas para que la madera se haya secado y haya encogido. Se sacan los pernos de las bisagras y lo demás es fácil. Antes de marcharse para volver al otro lado de la colina, al sitio donde había dejado el coche, Ohls me mostró una señal en el marco de la puerta. Podría haber abierto la puerta principal casi con la misma facilidad, pero habría tenido que forzar la cerradura y se hubiera notado demasiado.
Lo vi trepar entre los árboles a la luz de una linterna y desaparecer al llegar a la cumbre. Cerré la puerta con llave, me serví otro whisky con mucha agua, volví al cuarto de estar y me senté. Miré el reloj. Todavía era pronto. Sólo parecía que había pasado mucho tiempo desde mi llegada a casa.
Fui al teléfono, llamé a la telefonista y le di el número de la casa de los Loring. El mayordomo preguntó quién llamaba y luego fue a ver si la señora Loring estaba en casa. Estaba.
—Era la cabra, efectivamente —dije—, pero capturaron vivo al tigre. Sólo estoy un poco magullado.
—Tendrá que contármelo en algún momento.
Parecía tan distante como si ya se hubiera marchado a París.
—Se lo podría contar mientras nos tomamos una copa, si tiene tiempo.
—¿Esta noche? Estoy haciendo las maletas. Mucho me temo que no va a ser posible.
—Sí, ya veo. Bien; se me ocurrió que quizá le gustara saberlo. Fue muy amable avisándome. Y no tenía nada que ver con su padre.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—Oh. Espere un momento. —Dejó el teléfono y cuando regresó su voz era más cálida—. Quizá tenga tiempo para una copa. ¿Dónde?
—Donde usted diga. Esta noche no tengo coche, pero pediré un taxi.
—Tonterías. Lo recogeré yo, pero tardaré una hora o un poco más. ¿Cuál es la dirección?
Se la dije, colgó, encendí la luz del porche y me quedé un rato en la puerta abierta respirando el aire nocturno. Había descendido bastante la temperatura.
Al entrar de nuevo en casa intenté telefonear a Lonnie Morgan pero no lo encontré. Luego, sólo por ver qué pasaba, hice una llamada al club Terrapin, en Las Vegas, y pregunté por el señor Randy Starr. Probablemente no se pondría. Pero lo hizo. Tenía una voz tranquila, competente, de hombre de negocios.
—Me alegro de hablar con usted, Marlowe. Los amigos de Terry son también amigos míos. ¿En qué puedo ayudarle?
—Mendy va de camino.
—¿De camino hacia dónde?
—Las Vegas, con los tres matones que mandó usted en un gran Cadillac negro con un foco rojo y una sirena. ¿Suyo, imagino?
Se echó a reír.
—En Las Vegas, como dijo algún tipo de un periódico, utilizamos los Cadillac para tirar de remolques. ¿De qué me está hablando?
—Mendy se presentó en mi casa con un par de tipos duros. Su idea era darme un repaso, por decirlo amablemente, debido a una noticia en el periódico de la que, según parecía pensar, me creía responsable.
—¿Y lo era?
—No soy propietario de ningún periódico, señor Starr.
—Tampoco yo poseo tipos duros que viajan en Cadillac, señor Marlowe.
—Quizá fuesen agentes.
—No sabría decirle. ¿Algo más?
—Mendy me golpeó con un revólver. Yo le di una patada en el estómago y le alcancé con la rodilla en la nariz. No pareció muy satisfecho. De todos modos espero que llegue vivo a Las Vegas.
—Estoy seguro de que así será, si fue así como salió. Me temo que voy a tener que dar por terminada esta conversación.
—Sólo un momento, Starr. ¿Intervino usted en el montaje de Otatoclán o fue Mendy quien se ocupó de ello en solitario?
—¿Le importa repetirlo?
—No se haga de nuevas, Starr. Mendy no estaba enfadado conmigo por lo que dijo, no hasta el punto de apostarse en mi casa y darme el tratamiento que utilizó con Big Willie Magoon. No era motivo suficiente. Me advirtió que no me metiera en lo que no me importaba y que no escarbase en el caso Lennox. Pero lo hice, porque sucedió que las cosas salieron así. Y Mendy hizo lo que le acabo de contar. De manera que tiene que haber una razón más poderosa.
—Entiendo —dijo Starr despacio, pero sin perder la calma ni el tono amable—. Piensa que hubo algo no del todo ortodoxo en la muerte de Terry. ¿Que no se suicidó, por ejemplo, sino que otra persona se encargó de ello?
—Creo que los detalles ayudarían. Redactó una confesión que era falsa. A mí me escribió una carta y la recibí. Un camarero o botones iba a sacarla a escondidas y a echarla al correo por él. Terry se había refugiado en el hotel y no podía salir. En la carta había un billete de mucho valor y acababa de terminar la carta cuando llamaron a la puerta. Me gustaría saber quién entró en la habitación.
—¿Por qué?
—Si hubiera sido un botones o un camarero, Terry, habría añadido una línea a la carta para decirlo. Si hubiese sido un policía, la carta no hubiera llegado al correo. Mi pregunta es: ¿quién entró y por qué escribió Terry aquella confesión?
—Ni idea, Marlowe. Ni la más remota idea.
—Siento haberle molestado, señor Starr.
—Ninguna molestia, me alegro de tener noticias suyas. Le preguntaré a Mendy si sabe algo.
—Sí…, si lo vuelve a ver…, vivo. Si no, entérese. O alguna otra persona lo hará.
—¿Usted? —Su voz se endureció ya, pero seguía siendo tranquila.
—No, señor Starr. Yo no. Alguien que podría echarlo a usted de Las Vegas sin tener que soplar con demasiada fuerza. Créame, señor Starr. Créame. Soy totalmente sincero en este momento.
—A Mendy voy a verlo vivo. No se preocupe por eso, Marlowe.
—Ya supuse que estaba al tanto. Buenas noches, señor Starr.