30
Un rayo de luz de sol me hizo cosquillas en un tobillo. Abrí los ojos y vi la copa de un árbol moviéndose dulcemente sobre el fondo de un neblinoso cielo azul. Me di la vuelta y el cuero me tocó la mejilla. Un hacha me hendió la cabeza. Me incorporé. Me cubría una manta de viaje. La aparté y puse los pies en el suelo. Miré el reloj con cara de pocos amigos. El reloj decía que faltaba un minuto para las seis y media.
Necesité decisión para ponerme en pie, además de fuerza de voluntad. Hice un considerable gasto de energía, y ya no me quedaban tantas reservas como en otros tiempos. Los años, con su dureza y sus dificultades, me habían dejado su huella.
Llegué como pude al aseo, me quité la corbata y la camisa y me rocié la cara y la cabeza con agua fría. Cuando estaba ya chorreando utilicé la toalla para secarme con fuerza. Volví a ponerme la camisa y la corbata. Al echar mano de la chaqueta, el revólver que seguía en el bolsillo golpeó contra la pared. Lo saqué, abrí el cilindro e hice que me cayeran en la mano los proyectiles; cinco intactos y un cartucho vacío y ennegrecido. Luego pensé, de qué sirve, siempre hay más. De manera que volví a ponerlos donde habían estado antes, llevé el arma al estudio y lo metí en uno de los cajones del escritorio.
Cuando alcé la vista Candy estaba en el umbral, impecable con su chaqueta blanca, el cabello brillante y peinado hacia atrás y la frialdad en los ojos.
—¿Quiere café?
—Gracias.
—He apagado las luces. El patrón está bien. Dormido. Le he cerrado la puerta. ¿Por qué se ha emborrachado?
—Tenía que hacerlo.
Me miró con desdén.
—No se acostó con ella, ¿eh? Le dieron una patada en el culo, sabueso.
—Como prefieras.
—No ejerce de duro esta mañana, sabueso. Nada de nada.
—Tráeme el café, estúpido —le grité, ¡hijo de puta!
De un salto lo sujeté por el brazo. No se movió. Se limitó a mirarme con desprecio. Me eché a reír y lo solté.
—Tienes razón, Candy. No soy nada duro.
Dio la vuelta y se marchó. Tardó muy poco en regresar con una bandeja de plata que contenía una cafeterita también de plata, azúcar, leche y una pulcra servilleta triangular. La depositó en la mesa de cóctel y se llevó la botella vacía y el resto de los utensilios relacionados con la bebida. Del suelo recogió otra botella.
—Recién hecho —dijo antes de salir.
Bebí dos tazas de café solo. A continuación intenté fumar. Sin problema. Aún pertenecía a la raza humana. Luego reapareció Candy.
—¿Quiere desayunar? —preguntó con aire taciturno.
—No, gracias.
—De acuerdo, lárguese. No lo queremos por aquí.
—¿Quiénes?
Levantó la tapa de una caja y cogió un pitillo. Lo encendió y me echó el humo de manera insolente.
—Yo me cuido del patrón —dijo.
—¿Es mucho lo que le sacas?
Frunció el ceño primero y luego asintió.
—Sí, claro. Mucho dinero.
—¿Cuánto dinero extra, por no contar lo que sabes?
Volvió al español.
—No entiendo.
—Entiendes perfectamente. ¿Cuánto consigues que afloje? Apuesto a que no pasa de un par de metros.
—¿Qué es eso? ¿Un par de metros?
—Doscientos dólares.
Sonrió.
—Es usted el que me va a dar un par de metros, sabueso. Para que no le diga al patrón que anoche salió del cuarto de su esposa.
—Con eso compraría un autobús entero de espaldas mojadas como tú. Se limitó a encogerse de hombros.
—El patrón se vuelve muy violento cuando se enfada. Mejor pagar, sabueso.
—Calderilla para escuincles —dije despreciativamente—. Lo que te llega no es nada. Muchos hombres echan una cana al aire cuando están borrachos. En cualquier caso, la señora lo sabe todo. No tienes nada que vender. Le brillaron los ojos.
—Lo que hace falta es que no vuelva por aquí, tío duro.
—Ya me marcho.
Me puse en pie y di la vuelta a la mesa. Se movió lo suficiente para seguir viéndome de frente. Le vigilé la mano, pero no llevaba una navaja. Cuando estuvo lo bastante cerca, lo abofeteé.
—A mí el servicio no me llama hijo de puta, bola de sebo. Tengo cosas que hacer aquí y vengo siempre que me apetece. La lengua quieta de ahora en adelante. Podrían marcarte con una pistola y esa bonita cara tuya no volvería nunca a ser la misma.
No reaccionó en absoluto, ni siquiera a la bofetada. Eso y que lo llamara bola de sebo eran insultos mortales. Pero se quedó quieto, con cara de palo. Luego, sin una palabra, recogió la bandeja del café y se marchó.
—Gracias por el café —le dije cuando ya me daba la espalda.
Siguió andando. Cuando se hubo marchado me toqué la barbilla, necesitada de un afeitado, me desperecé y decidí marcharme. Había tenido más que suficiente de la familia Wade.
Mientras cruzaba la sala de estar Eileen bajaba las escaleras vestida con pantalón blanco, sandalias que dejaban los dedos al descubierto y camisa de color azul pálido. Me miró con auténtica sorpresa.
—No sabía que estuviera aquí, señor Marlowe —dijo, como si llevara una semana sin verme y hubiera aparecido en aquel momento para tomar el té.
—He dejado el revólver en el escritorio —dije.
—¿Revólver? —Al cabo de un momento pareció tomar conciencia de lo que le decía—. Sí, claro. Tuvimos una noche algo agitada, ¿no es cierto? Pero pensé que habría vuelto a su casa.
Me acerqué a ella. Llevaba una fina cadena de oro en torno al cuello y algún tipo de elegante medallón en oro y azul sobre esmalte blanco. La parte de esmalte azul parecía un par de alas, pero no estaban desplegadas. Recortada sobre ellas había una daga ancha de esmalte blanco y oro que atravesaba un pergamino. No me fue posible leer las palabras. Era algún tipo de emblema militar.
—Me emborraché —dije—. A sabiendas y de manera nada elegante. Estaba un poco solo.
—No hubiera sido necesario —dijo, y sus ojos tenían la transparencia del agua. Ni una brizna de malicia en ellos.
—Una cuestión opinable —dije—. Voy a marcharme ya y no estoy seguro de que vuelva. ¿Ha oído lo que he dicho sobre el revólver?
—Que lo ha puesto en el escritorio de Roger. Quizá fuera una buena idea llevarlo a otro sitio. Aunque en realidad no tenía intención de pegarse un tiro, ¿no es cierto?
—No estoy en condiciones de responder a eso. Pero quizá su marido lo utilice de verdad la próxima vez.
Negó con la cabeza.
—No lo creo. De verdad. Nos prestó usted una ayuda maravillosa anoche, señor Marlowe. No sé cómo darle las gracias.
—Hizo un excelente intento.
Se puso colorada primero y luego se echó a reír.
—Tuve un sueño muy extraño por la noche —dijo despacio, mirando al infinito por encima de mi hombro—. Alguien a quien conocí hace tiempo estaba aquí, en casa. Alguien que lleva diez años muerto. —Tocó con los dedos el medallón de oro y esmaltes—. Ésa es la razón de que hoy me haya puesto esto. Me lo regaló él.
—También yo tuve un sueño curioso —dije—. Pero no le voy a contar el mío. Infórmeme de qué tal sigue Roger y de si hay algo que pueda hacer.
Me miró directamente a los ojos.
—Ha dicho que no iba a volver.
—He dicho que no estaba seguro. Tal vez tenga que volver. Espero que no. Hay algo muy negativo en esta casa. Y sólo procede en parte de las botellas de whisky.
Me miró fijamente, frunciendo el ceño.
—¿Qué significa eso?
—Creo que sabe de qué estoy hablando.
Se lo pensó con calma. Aún seguía tocándose con suavidad el medallón. Dejó escapar un suspiro lento y paciente.
—Siempre hay alguna mujer —dijo sin levantar la voz—. En un momento u otro. No es mortal de necesidad. Estamos hablando desde dos puntos de vista diferentes, ¿no es cierto? Quizá ni siquiera de la misma cosa.
—Podría ser —dije. Eileen seguía en los escalones, el tercero empezando por abajo. Acariciaba el medallón con los dedos y aún parecía un sueño dorado—. Sobre todo si se tiene en cuenta que la otra mujer es Linda Loring.
La mano abandonó el medallón y Eileen descendió un escalón más.
—El doctor Loring parece estar de acuerdo conmigo —dijo con indiferencia—. Debe de tener alguna fuente de información.
—Usted dijo que había interpretado esa escena con la mitad de los varones del valle.
—¿Eso dije? Bueno… Es la frase convencional que se dice en esos momentos. Bajó otro escalón.
—No me he afeitado —dije.
Aquello la sobresaltó. Luego se echó a reír.
—Oh; no esperaba que me hiciese el amor.
—Exactamente, ¿qué esperaba de mí, señora Wade, al principio, cuando me persuadió por primera vez para que saliera de caza? ¿Por qué yo? ¿Por qué me hizo aquella oferta?
—Mantuvo su palabra —dijo tranquilamente—. Aunque no creo que le resultara nada fácil.
—Me conmueve usted. Pero no creo que fuera ésa la razón.
Bajó el último escalón y tuvo que alzar los ojos para mirarme.
—Entonces, ¿cuál fue la razón?
—Si lo fue…, es difícil elegir peor. Probablemente la peor razón del mundo. Frunció apenas el ceño.
—¿Por qué?
—Porque lo que hice, mantener la palabra, es algo que ni siquiera un tonto hace dos veces.
—¿Sabe lo que me parece? —dijo con tono desenfadado—. Creo que esta conversación se está volviendo muy enigmática.
—Es usted una persona muy enigmática, señora Wade. Hasta la vista y buena suerte. Si realmente se interesa por Roger, será mejor que le encuentre un médico que le convenga…, y que lo haga cuanto antes.
Rió de nuevo.
—Lo de anoche fue un ataque sin importancia. Debería verlo cuando se encuentra realmente mal. Esta misma tarde estará levantado y trabajando.
—Eso no se lo cree ni usted.
—Pues le aseguro que lo hará. Lo conozco muy bien.
Le disparé la última andanada a bocajarro y sonó francamente desagradable.
—En realidad no quiere salvarlo, ¿no es cierto? Sólo quiere que parezca que está tratando de salvarlo.
—Eso que acaba de decir —respondió muy despacio— ha sido una cosa imperdonable.
Pasó a mi lado y atravesó las puertas del comedor. La gran sala de estar quedó vacía, crucé la puerta principal y abandoné la casa. Era una perfecta mañana de verano en aquel luminoso valle tan apartado. Estaba demasiado lejos de Los Ángeles para que le llegara la contaminación de la gran ciudad y las montañas lo libraban de la humedad del océano. Iba a hacer calor más adelante, pero de una manera delicada, refinada, selecta; nada tan brutal como el calor del desierto, ni pegajoso y fétido como el calor de la urbe. Idle Valley era un lugar perfecto para vivir. Perfecto. Personas agradables con casas muy bonitas, coches agradables, caballos agradables y perros simpáticos; era posible que hasta hijos simpáticos.
Pero todo lo que un individuo llamado Marlowe quería de aquel sitio era marcharse. Y cuanto antes.