22

Victor’s estaba tan en silencio que casi se oía el descenso de la temperatura al cruzar la puerta. En un taburete, ante el mostrador, una mujer con un vestido negro hecho a la medida que, en aquella época del año, tenía que ser de algún tejido sintético como orlón, estaba sola, con una bebida pálida de color verdoso delante, al tiempo que fumaba un cigarrillo con una larga boquilla de jade. Tenía ese aire intenso, delicadamente demacrado, que denuncia unas veces el temperamento neurótico, otras el hambre de sexo y que en ocasiones es sólo el resultado de una dieta drástica.

Me senté dos taburetes más allá y el barman me hizo una inclinación de cabeza, pero no sonrió.

—Un gimlet —dije—. Sin angostura.

Me colocó delante la servilletita y después me siguió mirando.

—¿Sabe una cosa? —dijo con voz satisfecha—. Una noche les oí hablar a usted y a su amigo y conseguí una botella de Rose’s Lime Juice. Pero después no volvieron ya y no la he abierto hasta esta noche.

—Mi amigo se ausentó —le expliqué—. Doble, si no le parece mal. Y gracias por tomarse la molestia.

El barman se alejó. La mujer de negro me lanzó una ojeada y luego volvió a mirar su copa.

—Son muy pocas las personas que los beben por aquí —dijo en voz tan baja que en un primer momento no me di cuenta de que estaba hablando conmigo. Luego miró de nuevo en mi dirección. Tenía grandes ojos oscuros y las uñas más rojas que yo había visto nunca. Pero no parecía un ligue fácil ni había indicios en su voz de que estuviera tirándome los tejos—. Me refiero a los gimlets.

—Un amigo tuvo la culpa de que me aficionara —dije.

—Sería inglés.

—¿Por qué?

—El zumo de lima. Es tan inglés como el pescado cocido acompañado de esa espantosa salsa de anchoas que parece como si el cocinero hubiese sangrado encima. Uno de los apodos de los ingleses viene de ahí.

—Pensaba más bien que era una bebida tropical, para defenderse del calor. Malaya u otro sitio por el estilo.

—Quizá tenga razón.

Se volvió y dejó de mirarme.

El barman me colocó delante la copa. El zumo de lima le da al gimlet un aspecto levemente verdosoamarillento y algo turbio. Lo probé. Era al mismo tiempo dulce y fuerte. La mujer de negro me observaba. Luego alzó hacia mí su copa. Los dos bebimos. Fue entonces cuando me di cuenta de que bebíamos lo mismo.

El paso siguiente estaba cantado, de manera que no lo di. Seguí en mi sitio.

—No era inglés —dije al cabo de un momento—. Imagino que tal vez estuvo allí durante la guerra. Veníamos aquí de cuando en cuando, a primera hora como hoy. Antes de que al local se k salten las costuras.

—Es una hora agradable —dijo ella—. En un bar casi la única hora agradable. —Apuró su copa—. Quizá conocía a su amigo —dijo—. ¿Cómo se llamaba?

No contesté de inmediato. Encendí un cigarrillo y la contemplé mientras expulsaba de la boquilla de jade la colilla de uno y lo reemplazaba con otro. Extendí el brazo con un mechero.

—Lennox —dije.

Me dio las gracias por el fuego y me lanzó una breve mirada inquisitiva. Luego asintió.

—Sí, lo conocía muy bien. Quizá un poco demasiado bien.

El barman se acercó a donde estábamos y miró mi copa.

—Otras dos de lo mismo —dije—. En una mesa.

Me bajé del taburete y esperé. Podía aceptar mi invitación o rechazarla. No me importaba demasiado. De vez en cuando, en este país excesivamente consciente del sexo, es posible que un hombre y una mujer se conozcan y hablen sin intervención directa de la cama. Aquél podía ser uno de esos casos, aunque quizá la mujer de negro pensara que quería ligar. Si era así, podía irse al infierno.

Vaciló, pero no mucho. Recogió unos guantes negros y un bolso negro de ante con cierre dorado, se dirigió a una mesa en una esquina y se sentó sin decir palabra. Me senté enfrente.

—Me llamo Marlowe.

—Y yo Linda Loring —dijo calmosamente—. Es usted un poquito sentimental, señor Marlowe, ¿no le parece?

—¿Porque vengo aquí a beber un gimlet? ¿Qué me dice de usted?

—Quizá me gusten.

—Quizá también a mí. Pero sería demasiada coincidencia.

Me sonrió vagamente. Llevaba pendientes de esmeraldas y un broche en la solapa también con esmeraldas. Parecían auténticas por la manera en que estaban cortadas: planas con bordes biselados. E incluso a la escasa luz del bar tenían un brillo interior.

—De manera que es usted el hombre —dijo.

El barman trajo las copas y las dejó sobre la mesa. Cuando se marchó dije:

—Soy un tipo que conocía a Terry Lennox; confieso que me caía bien y que de vez en cuando tomaba un trago con él. Era una cosa de poca monta, una amistad casual. No estuve nunca en su casa ni llegué a conocer a su mujer. La vi una vez en un aparcamiento.

—Hubo un poco más de lo que dice, ¿no es cierto?

Tomó la copa. Llevaba una sortija con una esmeralda en un lecho de brillantes. A su lado, una fina alianza de platino hacía saber que estaba casada. La situé en la segunda mitad de los treinta, al comienzo de la segunda mitad.

—Quizá —dije—. Era un tipo que me incomodaba. Aún lo sigue haciendo. ¿Y a usted?

Se apoyó en un codo y me miró sin ninguna expresión en particular.

—Ya he dicho que quizá lo conocía demasiado bien. Demasiado bien para pensar que tuviera mucha importancia lo que le sucediera. Tenía una mujer rica que le permitía todos los lujos. Todo lo que pedía a cambio era que la dejaran en paz.

—Parece razonable —dije.

—No se ponga sarcástico, señor Marlowe. Algunas mujeres son así. No lo pueden evitar. Y no es que Terry no lo supiera desde el principio. Si de pronto se acordó de su orgullo, la puerta estaba abierta. No necesitaba matarla.

—Estoy de acuerdo con usted.

Se enderezó y me miró con dureza. Sus labios se curvaron.

—De manera que salió corriendo y, si lo que se oye es verdad, usted le ayudó. Imagino que se enorgullece de ello.

—No —dije—. Sólo lo hice por el dinero.

—Lo que ha dicho no tiene nada de divertido, señor Marlowe. La verdad, no sé por qué estoy sentada aquí bebiendo con usted.

—Eso se soluciona fácilmente, señora Loring. —Apuré mi copa de un trago—. Pensé que podría decirme algo sobre Terry que yo no supiera. No estoy interesado en especular sobre el motivo por el que golpeó el rostro de su mujer hasta convertirlo en una masa sanguinolenta.

—Es una manera muy brutal de contarlo —dijo, enfadada.

—¿No le gustan las palabras? A mí tampoco. Y no estaría aquí bebiendo un gimlet si creyera que Terry había hecho una cosa así.

Me miró fijamente. Al cabo de un momento dijo muy despacio:

—Se suicidó y dejó una confesión completa. ¿Qué más quiere?

—Tenía un arma —dije—. En México eso pudo ser excusa suficiente para que cualquier policía nervioso lo llenara de plomo. Muchos policías americanos han matado de la misma manera…, algunos a través de puertas que no se abrían lo bastante deprisa para su gusto. En cuanto a la confesión, yo no la he visto.

—Sin duda la falsificó la policía mexicana —dijo Linda Loring con aspereza.

—No sabrían cómo hacerlo; no en un sitio tan pequeño como Otatoclán. No; la confesión, probablemente, es real, pero no demuestra que matara a su mujer. No me lo demuestra a mí, en cualquier caso. Todo lo que demuestra es que Terry no vio ninguna salida. En una situación así, cierto tipo de hombre, al que se le puede llamar débil o blando o sentimental, si eso le divierte a uno, quizá decida salvar a otras personas de mucha publicidad dolorosa.

—Eso es increíble —dijo—. Un hombre no se quita la vida ni se hace matar aposta para evitar un pequeño escándalo. Sylvia ya estaba muerta. En cuanto a su hermana y a su padre…, son capaces de cuidarse solos de manera bastante eficaz. Las personas con dinero, señor Marlowe, siempre se pueden proteger.

—De acuerdo; me equivoco en cuanto al motivo. Quizá me equivoque de cabo a rabo. Hace un minuto estaba muy enfadada conmigo. ¿Quiere que me vaya ahora…, para que pueda beberse su gimlet?

Sonrió de repente.

—Lo siento. Empiezo a creer que es usted sincero. Lo que pensaba entonces era que trataba de justificarse, bastante más que justificar a Terry. Pero por alguna razón creo que no es cierto.

—No me estoy justificando. Hice una tontería y tuve que pagarla. Hasta cierto punto, al menos. No niego que la confesión de Terry me libró de algo bastante peor. Si lo hubieran repatriado y juzgado, supongo que también me habría tocado a mí algo. Al menos me habría costado bastante más dinero del que me puedo permitir.

—Por no hablar de su licencia —dijo la señora Loring con sequedad.

—Quizá. Hubo una época en la que cualquier polizonte con resaca podía darme un disgusto. Ahora es un poco distinto. Se celebra una vista ante una comisión del organismo estatal que concede las licencias. Y esas personas están un poco hartas de la policía metropolitana.

Saboreó su copa y dijo despacio:

—Considerándolo todo, ¿no le parece que lo que ha pasado ha sido lo mejor? Ni juicio, ni titulares sensacionales, nada de echar porquería sobre la gente sólo para vender periódicos y sin el menor respeto por la verdad o el juego limpio o por los sentimientos de personas inocentes.

—¿No ha sido eso lo que he dicho? Y usted lo ha calificado de increíble. Se recostó en el asiento y apoyó la cabeza en el almohadillado del respaldo.

—Increíble que Terry Lennox se quitara la vida sólo para conseguir eso. Pero no que fuese mejor así para todos los interesados.

—Necesito otra copa —dije, e hice un gesto para llamar al camarero—. Siento un soplo helado en la nuca. ¿No estará relacionada, por casualidad, con la familia Potter, señora Loring?

—Sylvia Lennox era mi hermana —dijo con sencillez—. Pensé que lo sabía. El camarero se acercó y le transmití un mensaje urgente. La señora Loring hizo un gesto con la cabeza y dijo que no quería nada más.

—Dado el silencio que el viejo Potter, perdóneme, el señor Harlan Potter, ha impuesto sobre esta historia —dije cuando el camarero se alejó—, sería todo un éxito para mí hasta saber que la mujer de Terry tenía una hermana.

—Sin duda exagera, señor Marlowe. El poder de mi padre no llega tan lejos y no es, desde luego, tan implacable. Reconozco que tiene ideas muy anticuadas sobre el respeto a su intimidad. Nunca concede entrevistas, ni siquiera a sus periódicos. Nunca aparece en fotografías, no pronuncia discursos y viaja sobre todo en coche o en su avión personal con su propia tripulación. Pero es bastante humano a pesar de todo eso. Terry le caía bien. Decía que era un caballero las veinticuatro horas del día en lugar de los quince minutos que transcurren desde la llegada de los invitados hasta los efectos del primer cóctel.

—Se dejó ir un poco al final. Eso fue lo que le pasó a Terry.

El camarero se acercó con mi tercer gimlet. Lo probé para cerciorarme del sabor y luego me quedé quieto con un dedo en la base de la copa.

—La muerte de Terry ha sido de verdad un golpe para él, señor Marlowe.

Y está usted volviendo al sarcasmo. No lo haga, por favor. Mi padre sabía que a algunas personas les iba a parecer demasiado perfecto. Le hubiese gustado mucho más que Terry se limitara a desaparecer. Y si Terry le hubiera pedido ayuda, creo que se la habría prestado.

—No, no, señora Loring. Era su hija la asesinada.

Mi interlocutora hizo un gesto de irritación y me miró con frialdad.

—Esto que voy a decir le va a parecer muy violento, me temo. Mi padre había prescindido de Sylvia hacía mucho tiempo. Cuando se veían apenas hablaba con ella. Si dijera lo que piensa, cosa que ni ha hecho ni hará, estoy segura de que tendría tantas dudas sobre la culpabilidad de Terry como usted. Pero una vez muerto, ¿qué importaba? Los dos podrían haberse matado al estrellarse un avión o haber perdido la vida en un fuego o en un accidente de tráfico. Si Sylvia tenía que morir, era el mejor momento para que lo hiciera. Dentro de otros diez años habría sido una bruja atormentada por el sexo como alguna de esas espantosas mujeres que se ven en las fiestas de Hollywood, o se veían hace unos años. Los desechos de la sociedad internacional.

De repente me enfadé mucho, sin ninguna buena razón. Me levanté y miré más allá de la mesa. La más cercana estaba aún vacía. En la siguiente un tipo leía el periódico ajeno a todo. Me volví a dejar caer del golpe, aparté la copa y me incliné sobre la mesa. Tenía el buen sentido suficiente para mantener la voz baja.

—Por todos lo demonios del infierno, señora Loring, ¿qué está tratando de venderme? ¿Que Harlan Potter es un personaje tan dulce y encantador que nunca soñaría con utilizar su influencia sobre un fiscal del distrito con intereses políticos para lograr que un asesinato nunca llegara a investigarse? ¿Que tenía dudas sobre la culpabilidad de Terry pero no permitió que nadie levantase un dedo para descubrir quién era realmente el asesino? ¿Que no utilizó el poder político de sus periódicos y de su cuenta en el banco y de los novecientos tiparracos que se tropezarían con la barbilla tratando de averiguar lo que Harlan Potter quiere que se haga antes de que él mismo lo sepa? ¿Que no arregló las cosas de manera que un abogado muy dócil y nadie más, nadie del despacho del fiscal del distrito o de la policía metropolitana, se trasladase a México para asegurarse de que era verdad que Terry se había metido una bala en la cabeza en lugar de caer a manos de algún indio con una pistola robada y que sólo quería divertirse? Su padre de usted vale cien millones de dólares, señora Loring. No sabría decir cómo los ha ganado, pero sé perfectamente que no los habría conseguido sin una organización que llega muy lejos. No es un blandengue. Es un hombre duro y fuerte. Hay que serlo en nuestro tiempo para ganar dinero en esas cantidades. Y hay que hacer negocios con gente curiosa. Quizá no se reúna uno con ellos ni les estreche la mano, pero están ahí, en el límite, y se hace negocios con ellos.

—Es usted un imbécil —dijo, enfadada—. Ya he tenido más que suficiente.

—Seguro. No toco el tipo de música que le gusta oír. Déjeme decirle algo. Terry habló con el señor Potter la noche que murió Sylvia. ¿De qué? ¿Qué le dijo su padre? «Vete corriendo a México y pégate un tiro, muchacho. Que todo quede en familia. Sé que mi hija es una golfa y que cualquiera entre una docena de cabrones borrachos podría, después de perder los estribos, haberle machacado la cara. Pero eso es secundario, muchacho. El asesino se arrepentirá cuando se le pase la cogorza. Has llevado una vida muy regalada y ahora te toca pagar. Lo que queremos es mantener el hermoso apellido Potter tan fragante como los lirios del valle. Sylvia se casó contigo porque necesitaba una tapadera. Ahora que está muerta la necesita más que nunca. Y ahí entras tú. Si te puedes perder y seguir perdido, estupendo. Pero si te encuentran, te despides por el foro. Nos veremos en el depósito de cadáveres».

—¿De verdad cree —preguntó la mujer de negro con hielo en la voz— que mi padre habla así?

Me eché hacia atrás y reí desagradablemente.

—Podríamos pulir un poco el diálogo si eso ayuda.

Recogió sus cosas y se deslizó entre la mesa y el asiento.

—Me gustaría ofrecerle unas palabras de advertencia —dijo despacio y con mucho cuidado—; unas simples palabras de advertencia. Si cree que mi padre es ese tipo de persona y si va por ahí pregonando ideas como las que acaba de expresar en mi presencia, su carrera en ésta, o en cualquier otra profesión, está destinada a ser extraordinariamente breve y a concluir de forma repentina.

—Perfecto, señora Loring. Perfecto. Me lo dice la policía, me lo dicen los maleantes, me lo dicen las personas pudientes. Cambian las palabras, pero el significado es el mismo. Déjalo ya. Vengo aquí a beber un gimlet porque un individuo me lo pidió. Y ahora míreme. Estoy casi en el cementerio.

De pie, asintió brevemente con un gesto de cabeza.

—Tres gimlets. Dobles. Quizá esté borracho.

Dejé demasiado dinero sobre la mesa y me levanté también, colocándome a su lado.

—Usted se ha tomado uno y medio, señora Loring. ¿Por qué tanto? ¿Se lo pidió alguien o fue idea suya? También a usted se la ha soltado un poco la lengua.

—¿Quién sabe, señor Marlowe? ¿Quién sabe? ¿Hay alguien que sepa de verdad algo? Por cierto, un individuo que está junto al mostrador no nos pierde de vista. ¿Algún conocido suyo?

Me volví, sorprendido de que la señora Loring se hubiera dado cuenta. Un individuo delgado y moreno estaba sentado, ante el mostrador, en el taburete más cercano a la puerta.

—Es Chick Agostino —dije—. El guardaespaldas de un dueño de garitos llamado Menéndez. Vamos a saltarle encima y a ponerlo fuera de combate.

—No hay duda de que está usted borracho —dijo Linda Loring muy deprisa, echando a andar.

La seguí. El individuo del taburete se dio la vuelta y miró al frente. Cuando llegué a su altura me coloqué detrás de él y le cacheé rápidamente debajo de ambos brazos. Es posible que estuviera un poquito borracho.

Agostino se volvió muy enfadado y se bajó del taburete.

—Ándese con ojo, payaso —gruñó.

Con el rabillo del ojo vi que la señora Loring se había detenido junto a la puerta para volverse a mirar.

—¿Desarmado, señor Agostino? ¡Qué imprudencia por su parte! Es casi de noche. ¿Y si se tropezara con un enano correoso?

—¡Lárguese! —dijo con ferocidad.

—Vaya, esa réplica tan brillante se la ha robado al New Yorker.

Se le movieron los labios, pero siguió donde estaba. Lo dejé y seguí a la señora Loring hasta el espacio bajo la marquesina. Un chófer de cabellos grises conversaba con el chico del aparcamiento. Se llevó la mano a la gorra, desapareció y regresó con una vistosa limusina Cadillac. Abrió la portezuela y la señora Loring entró. El chófer cerró como si estuviera poniéndole la tapa a un joyero.

Luego dio la vuelta al coche para regresar al asiento del conductor.

Linda Loring bajó el cristal de la ventanilla y me miró, sonriendo a medias.

—Buenas noches, señor Marlowe. Ha sido agradable, ¿o quizá no?

—Nos hemos peleado mucho.

—Quiere decir que se ha peleado usted, sobre todo consigo mismo.

—Suele suceder. Buenas noches, señora Loring. No vive por aquí cerca, ¿verdad?

—No exactamente. Vivo en Idle Valley. Al otro extremo del lago. Mi marido es médico.

—¿No conocerá por casualidad a un matrimonio llamado Wade? Frunció el ceño.

—Sí; conozco a los Wade. ¿Por qué?

—¿Por qué lo pregunto? Son las únicas personas de Idle Valley que conozco.

—Entiendo. Bien, buenas noches otra vez, señor Marlowe.

Se recostó en el asiento, el Cadillac ronroneó educadamente y se incorporó al tráfico que circulaba por el Strip.

Al darme la vuelta, casi choqué con Chick Agostino.

—¿Quién es esa muñeca? —dijo con soma—. Y la próxima vez que quiera hacer un chiste búsquese otro pardillo.

—Nadie que tenga interés en conocerle —dije.

—De acuerdo, lumbrera. He apuntado el número de la matrícula. A Mendy le gusta enterarse de pequeñeces como ésa.

Se abrió con violencia la portezuela de un coche y un gigante de dos metros de alto y más de un metro de ancho se apeó de un salto, reparó en Agostino, dio una zancada y lo agarró por la garganta con una mano.

—¿Cuántas veces tengo que deciros, matones de mierda, que no rondéis por los sitios donde como? —rugió.

Zarandeó a Agostino y luego lo empujó con fuerza contra la pared. Chick se arrugó, tosiendo.

—La próxima vez —gritó el gigante—, acabarás con más agujeros que un colador y, créeme, muchacho, te encontrarán con un arma en la mano.

Chick movió la cabeza y no dijo nada. El gigante me lanzó una mirada penetrante y sonrió.

—Usted lo pase bien —dijo, antes de entrar en Victor’s.

Vi cómo Chick se enderezaba y recobraba un poco de compostura.

—¿Quién es su amigo? —le pregunté.

—Big Willie Magoon —dijo con dificultad—. Un imbécil de la brigada antivicio. Se cree duro.

—¿Quiere decirme que no está convencido? —le pregunté cortésmente.

Me miró sin emoción y se alejó. Recogí el coche en el aparcamiento y regresé a casa. En Hollywood puede suceder cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa.