32

Era la casa más rara que había visto nunca. Una caja cuadrada y gris, de tres pisos, con tejado abuhardillado, muy inclinado e interrumpido por veinte o treinta ventanas dobles con muchísimas decoraciones —a su alrededor y entre ellas— de estilo tarta nupcial. La entrada tenía dobles columnas de piedra a cada lado, pero la guinda del pastel era una escalera de caracol exterior con barandilla de piedra, coronada por un torreón desde donde debía de verse el lago en toda su extensión.

El piso del patio para los coches también era de piedra. Lo que aquel sitio parecía necesitar era una alameda de un kilómetro de largo, un parque con ciervos, un jardín romántico, una terraza con tres niveles, unos cuantos centenares de rosas en el exterior de la ventana de la biblioteca y, desde todas las ventanas, un amplio panorama verde que terminara en bosque, silencio y tranquila inmensidad. Lo que tenía en realidad era un muro de piedra en torno a cinco o seis hectáreas, lo que supone bastante espacio para una zona superpoblada. Un seto de cipreses podados en redondo bordeaba la entrada de los coches. Había árboles ornamentales de todas clases en pequeños grupos aquí y allá, pero no parecían árboles californianos. Plantas de importación. El constructor, fuera quien fuese, había tratado de traer la costa atlántica al otro lado de las montañas Rocosas. Se había esforzado, pero sin llegar a conseguirlo.

Amos, el chófer negro de mediana edad, detuvo suavemente el Cadillac delante de la entrada con columnas, se apeó y dio la vuelta al automóvil para mantener la puerta abierta mientras salía la señora Loring. Descendí primero y le ayudé a sujetar la puerta. Luego ayudé a Linda Loring a salir. Apenas había abierto la boca desde que entramos en el coche delante de mi despacho. Parecía cansada y nerviosa. Quizá la deprimía aquel absurdo pedazo de arquitectura. Hubiera deprimido hasta a un asno, obligándolo a zurear como una paloma torcaz con mal de amores.

—¿Quién construyó este sitio? —le pregunté—. ¿Y con quién estaba enfadado? Sonrió por fin.

—¿No lo había visto nunca?

—Nunca he llegado tan lejos por este valle.

Me llevó hasta el otro lado de la avenida y señaló hacia lo alto.

—La persona que construyó este edificio se tiró desde el torreón y cayó más o menos donde está usted ahora. Era un conde francés apellidado La Tourelle y, a diferencia de la mayoría de los condes franceses, tenía mucho dinero. Se casó con Ramona Desborough, que tampoco estaba precisamente en la miseria. En los días del cine mudo ganaba treinta mil dólares a la semana. La Tourelle construyó esta casa para darle un hogar. Se supone que es una reproducción en miniatura del cháteau de Blois. Lo conoce usted, por supuesto.

—Como la palma de mi mano —dije—. Ya recuerdo. Una de esas historias que publican los periódicos en su edición dominical. Ramona lo dejó y el conde se suicidó. Había también un testamento muy extraño, ¿no es eso?

La señora Loring asintió.

—Dejó a su exmujer unos cuantos millones para gastos de bolsillo y creó una fundación con el resto. La propiedad tenía que conservarse tal como estaba, sin cambiar nada. Había que poner la mesa todas las noches como en los días de fiesta y no se permitía la entrada a nadie, a excepción de los criados y los abogados. El testamento fue impugnado y se anuló, por supuesto. A la larga la propiedad se dividió en cierta medida y cuando me casé con el doctor Loring mi padre me la ofreció como regalo de boda. Debió de costarle una fortuna hacer las reformas necesarias para poder habitarla de nuevo. Es un sitio que detesto. Desde siempre.

—No tiene por qué seguir aquí, ¿no es cierto?

Se encogió de hombros con un gesto de cansancio.

—Parte del tiempo, al menos. Una de sus hijas debe dar a mi padre algún signo de estabilidad. Al doctor Loring le gusta este sitio.

—Lógico. Un individuo capaz de hacer la escena que organizó en casa de Wade debería llevar polainas con el pijama.

Arqueó las cejas.

—Vaya, gracias por tomarse tanto interés, señor Marlowe. Pero creo que ya se ha dicho bastante sobre ese asunto. ¿Entramos? A mi padre no le gusta que le hagan esperar.

Cruzamos de nuevo la avenida, subimos los escalones de piedra, la mitad de las grandes puertas dobles se abrieron sin ruido y un personaje sin duda muy bien pagado y de aspecto altanero se hizo a un lado para dejarnos pasar. El vestíbulo era más grande que todo el espacio habitable de la casa en que yo vivía. Suelo de mosaico y, al parecer, ventanas con vidrieras de colores en la parte de atrás; si hubiera pasado algo de luz a través de ellas quizá podría haber visto qué más había. Después del vestíbulo atravesamos otras dobles puertas talladas para llegar a una habitación en penumbra que no tendría menos de veinte metros de largo. Una persona que nos contempló con frialdad estaba sentada allí, en silencio, esperando.

—¿Llego tarde, padre? —preguntó precipitadamente la señora Loring—. Te presento al señor Philip Marlowe. El señor Harlan Potter.

El aludido se limitó a mirarme y bajó la barbilla algo así como un centímetro.

—Llama para que traigan té —dijo—. Siéntese, señor Marlowe.

Me senté y lo miré. Harlan Potter me examinó como un entomólogo a un coleóptero. Nadie dijo nada. El silencio fue completo hasta que llegó el té, que se colocó sobre una enorme bandeja de plata en una mesa china. Linda se sentó delante y sirvió el té.

—Dos tazas —dijo Harlan Potter—. Tú lo puedes tomar en otra habitación, Linda.

—Sí, padre. ¿Cómo le gusta el té, señor Marlowe?

—De cualquier manera —dije.

Mi voz pareció resonar muy lejos, empequeñecida y solitaria.

La señora Loring ofreció una taza al anciano y otra a mí. A continuación se levantó sin decir nada y salió de la habitación. Estuve mirándola mientras salía. Bebí un sorbo de té y saqué un cigarrillo.

—No fume, por favor. Sufro de asma.

Volví a colocar el pitillo en el paquete. Me quedé mirándolo. No sé lo que se siente cuando se poseen cien millones, pero desde luego el señor Harlan Potter no daba la impresión de pasárselo nada bien. Era un hombre enorme, más de un metro noventa, y construido a escala. Llevaba un traje gris de tweed sin hombreras. No las necesitaba. Camisa blanca con corbata oscura, sin pañuelo en el bolsillo exterior, del que sobresalía en cambio la funda de unas gafas, de color negro, como los zapatos. El pelo también negro, sin nada de gris. Se lo peinaba de lado, a la manera del general MacArthur. Tuve la corazonada de que no había nada debajo, excepto el cráneo desnudo. Su voz parecía venir desde muy lejos. Bebió el té como si lo aborreciera.

—Ahorraremos tiempo, señor Marlowe, si le digo con claridad lo que pienso. Creo que está interfiriendo en mis asuntos. Si eso es cierto, me propongo poner fin a esa interferencia.

—No sé lo suficiente de sus asuntos para interferir en ellos, señor Potter.

—Disiento.

Bebió algo más de té y dejó la taza a un lado. Se recostó en el amplio sillón en el que estaba sentado y me desmenuzó con sus implacables ojos grises.

—Sé quién es usted, como es lógico. Y cómo se gana la vida, si es que se la gana, y cómo entró en relación con Terry Lennox. Se me ha informado de que ayudó a Terry a salir del país, de que tiene dudas sobre su culpabilidad y de que posteriormente se ha puesto en contacto con un individuo que mi difunta hija conocía. No se me ha explicado con qué propósito. Explíquemelo.

—Si ese individuo tiene un nombre —dije—, démelo.

Sonrió muy levemente pero no como si estuviera simpatizando conmigo.

—Wade. Roger Wade. Alguien que escribe, según creo. Autor, me dicen, de libros más bien lascivos que nunca me ha interesado leer. Tengo entendido además que es un alcohólico peligroso. Tal vez eso le haya dado a usted ideas peculiares.

—Quizá sea mejor que me permita tener mis propias ideas, señor Potter. No son importantes, por supuesto, pero son todo lo que tengo. En primer lugar, no creo que Terry asesinara a su mujer; por la manera en que se hizo y porque no creo que fuera esa clase de persona. En segundo lugar, no me puse en contacto con Wade. Se me pidió que viviera en su casa y que hiciera lo que pudiera para mantenerlo sobrio mientras acababa un libro. En tercer lugar, si es un alcohólico peligroso, no he tenido la menor prueba de ello. Cuarto, mi primer encuentro con Roger Wade se produjo a petición de su editor neoyorquino y en aquel momento no tenía ni la más remota idea de que hubiera conocido a su hija Sylvia. Quinto, rechacé aquella oferta de empleo y más adelante, cuando la señora Wade me pidió que encontrase a su marido, desaparecido, al parecer, por causa de una cura, lo encontré y lo devolví a su casa.

—Muy metódico —dijo el señor Potter con sequedad.

—No he terminado de ser metódico, señor Potter. Sexto (creo que es el número correcto), usted, o alguien que seguía sus instrucciones, envió a un abogado llamado Sewell Endicott para sacarme de la cárcel. No dijo quién lo enviaba, pero no había nadie más que pudiera hacerlo. Séptimo, cuando salí de la cárcel un maleante llamado Mendy Menéndez me dio un repaso y me advirtió que no metiera la nariz donde nadie me llamaba y me contó con pelos y señales cómo Terry Lennox les había salvado la vida a él y al dueño de un casino de Las Vegas llamado Randy Starr. Hasta donde se me alcanza la historia podría ser cierta. Menéndez aseguraba estar dolido porque Terry no le había pedido ayuda para llegar a México y sí, en cambio, a un don nadie como yo. Él, Menéndez, podría haberlo hecho por activa y por pasiva con sólo levantar un dedo y mucho mejor por añadidura.

—Sin duda —dijo Harlan Potter con una sonrisa desolada— no se le ha ocurrido pensar que los señores Menéndez y Starr figuran entre mis conocidos.

—No sabría decirlo, señor Potter. Un hombre no gana el dinero que usted tiene de maneras que yo pueda entender. La siguiente persona que me aconsejó desinteresarme del caso Lennox fue su hija, la señora Loring. Nos encontramos por casualidad en un bar y hablamos porque los dos bebíamos gimlets, la bebida favorita de Terry, pero poco frecuente por estos parajes. No supe quién era hasta que me lo dijo. Le conté algo de mis sentimientos hacia Terry y me hizo saber que tendría una carrera breve y desgraciada si enojaba a su señor padre. ¿Está usted enojado, señor Potter?

—Cuando lo esté —dijo con frialdad— no necesitará preguntármelo. No tendrá duda alguna sobre el particular.

—Era lo que pensaba. He estado más o menos esperando que se presentara una cuadrilla de matones, pero por el momento no ha sido así. Tampoco me ha molestado la policía. Podría. Y hacerme pasar un mal rato. Creía que todo lo que usted deseaba, señor Potter, era tranquilidad. ¿En qué manera, exactamente, la he alterado?

Sonrió. Era una sonrisa un poco agria, pero una sonrisa al fin y al cabo. Unió sus largos dedos amarillos, se cruzó de piernas y se recostó cómodamente en el asiento.

—Un discursito muy convincente, señor Marlowe, que, como ve, le he permitido hacer. Ahora escúcheme usted. Tiene toda la razón cuando piensa que todo lo que quiero es tranquilidad. Es muy posible que su relación con los Wade sea casual, accidental y una simple coincidencia. Que siga siendo así. Soy un hombre apegado a la familia en una época en la que eso apenas significa nada. Una de mis hijas se casó con un mojigato de Boston y la otra hizo una serie de bodas absurdas, la última con un sumiso indigente que le permitía llevar una vida sin sentido e inmoral hasta que de repente y sin ninguna razón de peso perdió el control y la asesinó. Usted piensa que eso es imposible de aceptar debido a la brutalidad del crimen. Se equivoca. La mató con una Mauser automática, la misma arma que se llevó a México. Y después de disparar hizo lo que todos sabemos para ocultar la herida de bala. Reconozco la brutalidad de esto último, pero recuerde que la persona en cuestión estuvo en una guerra, fue gravemente herido, sufrió mucho y vio sufrir a otros. Quizá no se propusiera matarla. Puede que haya habido un forcejeo de algún tipo, dado que el arma pertenecía a mi hija. Era un arma pequeña pero potente, de calibre 7,65 mm, un modelo llamado PPK. El proyectil le atravesó por completo la cabeza y fue a incrustarse en la pared, detrás de una cortina de cretona. No se encontró de inmediato y es un dato al que no se ha dado publicidad. Consideremos ahora la situación. —Se interrumpió—. ¿Está muy necesitado de un cigarrillo?

—Lo siento, señor Potter. Lo he sacado sin pensar. La fuerza de la costumbre.

Volví a guardar el pitillo por segunda vez.

—Terry acababa de matar a su esposa. Desde el punto de vista policial, siempre bastante limitado, tenía motivos más que suficientes. Pero disponía además de una defensa excelente: se trataba de la pistola de Sylvia, que él trató de arrebatarle, sin conseguirlo, y ella se quitó la vida. Un buen abogado defensor podría haber hecho mucho con eso. Probablemente lo habrían absuelto. Si me hubiera llamado entonces, le habría ayudado. Pero al convertir el asesinato en un acto de brutalidad para ocultar las huellas del proyectil, Terry cerró ese camino. Tenía que escapar y hasta eso lo hizo torpemente.

—Desde luego que sí, señor Potter. Pero antes le llamó a usted a Pasadena, ¿no es cierto? A mí me dijo que lo hizo.

Harlan Potter asintió.

—Le dije que desapareciese y que de todos modos vería lo que podía hacer. No quería saber dónde estaba. Eso era imperativo. No me era posible esconder a un criminal.

—Moralmente impecable, señor Poner.

—¿Detecto acaso una nota de sarcasmo? No importa. Cuando supe los detalles vi que no se podía hacer nada. No podía permitir el tipo de proceso que esa clase de asesinato acarrearía. Si he de ser sincero, me alegré mucho de saber que Terry se había suicidado en México y que había dejado una confesión.

—Lo entiendo perfectamente, señor Potter.

Frunció las cejas.

—Tenga cuidado, joven. No me gusta la ironía. ¿Entiende ahora por qué no puedo tolerar ninguna investigación más por parte de nadie? ¿Y por qué he utilizado toda mi influencia para hacer lo más breve posible la que se llevó a cabo y darle además la mínima publicidad?

—Claro que sí…, si está convencido de que Terry la mató.

—Claro que lo hizo. Con qué propósito es otra cuestión. Pero ya no tiene importancia. No soy un personaje público y no tengo intención de llegar a serlo. Siempre me he esforzado por evitar cualquier clase de publicidad. Tengo influencia, pero no abuso de ella. El fiscal del distrito de Los Ángeles es un hombre ambicioso con demasiado sentido común para destrozar su carrera por una notoriedad momentánea. He visto un destello en sus ojos, señor Marlowe. Olvídelo. Vivimos en lo que se llama una democracia, el gobierno de la mayoría. Un espléndido ideal si fuese posible hacer que funcionara. El pueblo elige, pero la maquinaria del partido nomina, y las maquinarias de partido, para ser eficaces, necesitan mucho dinero. Alguien se lo tiene que dar, y ese alguien, ya sea individuo, grupo financiero, sindicato o cualquier otra cosa espera cierta consideración a cambio. Lo que yo y las personas como yo esperamos es que se nos permita vivir nuestra vida en la intimidad. Soy propietario de periódicos, pero no me gustan. Los considero una amenaza constante a la poca intimidad que todavía nos queda. Sus constantes aullidos en pro de una prensa libre significan, con honrosas pero escasas excepciones, libertad para vender escándalos, delincuencia, sexo, sensacionalismo, odio, insinuaciones y para la utilización política y financiera de la propaganda. Un periódico es un negocio en el que se trata de ganar dinero gracias a los ingresos que proporcionan los anuncios. Eso depende de los ejemplares que se vendan y ya sabe usted de qué dependen las ventas.

Me levanté y di una vuelta alrededor de mi asiento. El señor Potter me estudió con fría atención. Me volví a sentar. Necesitaba un poquito de suerte. Demonios, necesitaba carretadas de suerte.

—De acuerdo, señor Potter, ¿adónde vamos a parar a partir de ahí?

No me escuchaba. Fruncía el ceño ante sus propios pensamientos.

—Hay algo muy peculiar acerca del dinero —continuó—. En grandes cantidades tiende a adquirir vida propia, incluso conciencia propia. El poder del dinero resulta muy difícil de controlar. El ser humano ha sido siempre un animal venal. El crecimiento de las poblaciones, el enorme costo de las guerras, las presiones incesantes de una fiscalidad insoportable… Todas esas cosas hacen al hombre más y más venal. El hombre corriente está cansado y asustado y un hombre cansado y asustado no está en condiciones de permitirse ideales. Necesita comprar alimentos para su familia. En esta época nuestra hemos visto un deterioro escandaloso tanto de la moral pública como de la privada. De personas cuya vida está constantemente sujeta a la falta de calidad, no cabe esperar calidad. No se puede tener calidad con producción en masa. No se la desea porque dura demasiado. De manera que se echa mano del diseño, que es una estafa comercial destinada a producir una obsolescencia artificial. La producción en masa no puede vender sus productos al año siguiente si no logra que parezca pasado de moda lo que ha vendido este año. Tenemos las cocinas más blancas y los cuartos de baño más resplandecientes del mundo. Pero en esas cocinas blancas tan encantadoras el ama de casa americana es incapaz de producir una comida aceptable, y los baños resplandecientes son sobre todo un receptáculo para desodorantes, laxantes, pastillas para dormir y todos los productos de esa estafa organizada que recibe el nombre de industria cosmética. Hacemos los mejores paquetes del mundo, señor Marlowe. Pero lo que hay dentro es en su mayor parte basura.

Sacó un pañuelo blanco de gran tamaño y se lo pasó por las sienes. Yo seguía allí sentado con la boca abierta, preguntándome qué era lo que movía a aquel hombre, porque todo parecía disgustarle.

—Para mí hace demasiado calor en esta parte del país —dijo—. Estoy acostumbrado a climas más fríos. Empiezo a parecerme a esos editoriales que han olvidado qué era lo que se proponían demostrar.

—Le he entendido perfectamente, señor Potter. No le gusta cómo va el mundo y usa el poder que tiene para aislar un rincón privado donde vivir lo más cerca posible del estilo de vida de hace cincuenta años, antes de la época de la producción en masa. Tiene usted cien millones de dólares, pero con ellos sólo ha comprado decepciones.

Tensó el pañuelo tirando de dos esquinas opuestas, luego hizo un rebujo con él y se lo metió en el bolsillo.

—¿Y entonces? —se limitó a preguntar.

—Eso es todo lo que hay, nada más. Le tiene sin cuidado quién asesinó a su hija, señor Potter. La dio por perdida hace mucho tiempo. Incluso aunque Terry Lennox no la hubiera matado y el verdadero asesino siguiera en libertad, a usted le daría lo mismo. No quiere que se le encuentre, porque eso reviviría el escándalo y habría un juicio y el abogado defensor haría saltar por los aires su intimidad hasta convertirla en algo tan visible como el Empire State. A no ser, por supuesto, que tuviera la delicadeza de suicidarse antes de que se celebrase el juicio. Preferiblemente en Tahití o en Guatemala o en medio del desierto del Sahara. En cualquier sitio donde al distrito de Los Ángeles encontrara muy fastidioso incurrir en el gasto de enviar a alguien para comprobar lo sucedido.

Sonrió de pronto; una gran sonrisa espontánea con un porcentaje razonable de sentimientos amistosos.

—¿Qué quiere de mí, Marlowe?

—Si está pensando en dinero, no quiero nada. No he pedido venir aquí. Se me ha traído. He contado la verdad sobre cómo conocí a Roger Wade. Pero esa persona conocía a su hija y tiene un historial de violencia, aunque yo no he visto nada de todo eso. Anoche Wade trató de pegarse un tiro. Es un hombre obsesionado. Tiene un complejo de culpa fenomenal. En el caso de que yo estuviera buscando un buen sospechoso, podría servirme. No se me oculta que es sólo uno entre muchos, pero sucede que es el único que conozco.

Harlan Potter se levantó del asiento y de pie era realmente grande. Además de duro. Se acercó y se me puso delante.

—Una llamada telefónica, señor Marlowe, le privaría de su licencia. No intente jugar conmigo. No lo permitiría.

—Dos llamadas telefónicas y me despertaría besando una alcantarilla y con un agujero en la nuca.

Rió con aspereza.

—No es ésa mi manera de actuar. Imagino que en su peculiar tipo de trabajo es natural que piense así. Ya le he concedido demasiado tiempo. Llamaré al mayordomo para que le acompañe.

—No será necesario —dije, poniéndome en pie—. He venido y se me ha hecho una advertencia. Gracias por dedicarme parte de su tiempo.

Me tendió la mano.

—Gracias por venir. Creo que es usted una persona muy sincera. Pero no se esfuerce por ser un héroe, mi joven amigo. No se consigue ningún tanto por ciento.

Nos dimos la mano. Me apretó como lo haría una llave inglesa, sonriéndome benévolamente ya. Era el Gran Hombre, el vencedor, todo controlado.

—Cualquier día de estos quizá esté en condiciones de proporcionarle algún trabajo —dijo—. Y no se vaya pensando que compro ni a los políticos ni a la policía. No necesito hacerlo. Hasta la vista, señor Marlowe. Y gracias de nuevo por haber venido.

Se quedó donde estaba y me siguió con la vista hasta que abandoné la habitación. Tenía ya la mano en el picaporte de la puerta principal cuando Linda Loring salió de una sombra en algún sitio.

—¿Y bien? —me preguntó sin alzar la voz—. ¿Qué tal se ha entendido con mi padre?

—Estupendamente. Me ha explicado la civilización. Me refiero a la opinión que le merece. Va a permitir que siga adelante por el momento. Pero más le valdrá tener cuidado y no interferir con su vida privada. Si eso sucede, es muy capaz de telefonear a Dios y anular el pedido.

—Es usted imposible —dijo.

—¿Yo? ¿Imposible? Señora, eche una ojeada a su progenitor. Comparado con él, soy un bebé de ojos azules con un sonajero recién estrenado.

Salí y allí estaba Amos, esperándome con el Cadillac, para devolverme a Hollywood. Quise darle una propina pero no la aceptó. Me ofrecí a comprarle los poemas de T. S. Eliot. Dijo que ya los tenía.