44
Igual que la vez anterior, excepto que era de día y estábamos en el despacho del capitán Hernández; el sheriff se había marchado a Santa Bárbara para inaugurar la Semana Grande. El capitán Hernández, Bernie Ohls, un subordinado del juez de instrucción, el doctor Loring, que daba la impresión de que lo habían sorprendido practicando un aborto, y un individuo llamado Lawford, ayudante del fiscal del distrito, un tipo alto, flaco, inexpresivo, de cuyo hermano se rumoreaba vagamente que era uno de los mandamases de la lotería ilegal en Central Avenue.
Hernández tenía delante unas hojas de bloc escritas a mano, papel de barba color carne, y tinta verde.
—Esta reunión es oficiosa —dijo Hernández, cuando todo el mundo estuvo todo lo cómodo que se puede estar en sillas de respaldo recto—. Ni taquígrafos ni grabaciones. Digan lo que quieran. El doctor Weiss representa al juez de instrucción que decidirá si se necesita una investigación. ¿Doctor Weiss?
Era un individuo gordo y alegre y parecía competente.
—En mi opinión no es necesaria —dijo—. Existen todos los indicios de intoxicación por estupefacientes. Cuando llegó la ambulancia la víctima todavía respiraba débilmente, pero se hallaba en coma profundo y todos los reflejos eran negativos. En ese estadio tan avanzado no se consigue salvar ni a un uno por ciento de los pacientes. La piel estaba fría y sin un examen detenido no se hubiera advertido que respiraba aún. El criado la juzgó muerta. El óbito se produjo aproximadamente una hora después. Tengo entendido que la señora Wade sufría de cuando en cuando violentos ataques de asma bronquial. El doctor Loring había recetado demerol como medida de emergencia.
—¿Alguna información o deducción sobre la cantidad de demerol ingerida, doctor Weiss?
—Una dosis mortal —dijo, sonriendo débilmente—. No hay ninguna manera rápida de confirmarlo sin conocer el historial médico, la tolerancia adquirida o natural. De acuerdo con su propia confesión habría tomado dos mil trescientos miligramos, cuatro o cinco veces la dosis letal mínima para alguien sin dependencia.
Miró de manera inquisitiva al doctor Loring.
—La señora Wade no era una toxicómana —dijo el doctor Loring con frialdad—. La dosis prescrita oscilaba entre una o dos tabletas de cincuenta miligramos. Y lo máximo que permito son tres o cuatro durante un período de veinticuatro horas.
—Pero usted le dio cincuenta de una vez —dijo el capitán Hernández—. Un medicamento más bien peligroso para tenerlo disponible en esa cantidad, ¿no le parece? ¿Hasta qué punto era grave esa asma bronquial, doctor?
Loring sonrió desdeñosamente.
—Era intermitente, como sucede siempre con el asma. Nunca llegaba a lo que denominamos en medicina «estado asmático», un ataque tan intenso que el enfermo parece a punto de asfixiarse.
—¿Alguna observación, doctor Weiss?
—Bien —dijo Weiss muy despacio—, en el caso de que no existieran ni la nota ni otras pruebas acerca de la cantidad ingerida, podría tratarse de una sobredosis accidental. El margen de seguridad no es muy amplio. Mañana lo sabremos con certeza. Hernández, por el amor de Dios, ¿no querrá prescindir de la nota?
Hernández frunció el ceño con la vista fija en la mesa del despacho.
—Sólo estaba reflexionando. No sabía que los estupefacientes fuesen un tratamiento normal en caso de asma. Todos los días se aprende algo nuevo. Loring enrojeció.
—He hablado de medida de emergencia, capitán. Un médico no puede estar en todas partes al mismo tiempo. El comienzo de una nueva crisis asmática puede ser muy repentino.
Hernández lo miró un instante y luego se volvió hacia Lawford.
—¿Qué sucedería en su departamento si pasara esta carta a la prensa? El ayudante del fiscal del distrito me miró sin expresión.
—¿Qué hace aquí ese tipo, Hernández?
—Lo he invitado yo.
—¿Cómo sabe que no va a repetir todo lo que se diga aquí a algún periodista?
—Claro, es muy hablador. Ya lo descubrieron ustedes. Cuando lo retiraron de la circulación.
Lawford sonrió y después se aclaró la garganta.
—He leído esa pretendida confesión —dijo midiendo mucho las palabras—. Y no me creo una sola palabra. Nos encontramos con unos antecedentes de agotamiento emocional, pérdida reciente del cónyuge, cierta utilización de drogas, el estrés de la vida en Inglaterra en época de guerra bajo los bombardeos, el matrimonio clandestino, el esposo que regresa a Estados Unidos, etc., etc. Sin duda se creó en la difunta un sentimiento de culpa del que trató de liberarse por medio de algo semejante a una transferencia. —Se detuvo y miró a su alrededor, pero todo lo que vio fueron rostros carentes de expresión—. No puedo hablar en nombre del fiscal del distrito, pero mi impresión personal es que esa confesión de ustedes no serviría de base para formular cargos ni siquiera en el caso de que la difunta hubiese vivido.
—Y dado que creyeron en su día otra confesión, no tienen interés en creer una segunda que contradice la primera —dijo Hernández con causticidad.
—No se suba a la parra, Hernández. Cualquier organismo encargado de hacer que se cumpla la ley ha de tener en cuenta las relaciones públicas. Si los periódicos publican esa confesión tendremos problemas. Eso es seguro. Existen grupos reformistas en abundancia, muy entusiastas y trabajadores, que están esperando una oportunidad como ésa para darnos una puñalada. Tenemos un jurado de acusación que ya está nervioso por la paliza que le dieron al teniente de su Brigada Antivicio la semana pasada.
—De acuerdo —dijo Hernández—, la criaturita es toda suya. Fírmeme el recibo.
Reunió las hojas de papel de barba rosado y Lawford se inclinó para firmar un impreso. Recogió las hojas, las dobló, se las guardó en el bolsillo del pecho y salió de la habitación.
El doctor Weiss se puso en pie. Era un tipo de natural amable, pero firme y que no se dejaba impresionar fácilmente.
—La última investigación judicial sobre la familia Wade se hizo demasiado deprisa —dijo. Supongo que ni siquiera nos molestaremos en convocar ésta.
Saludó con una inclinación de cabeza a Ohls y a Hernández, dio la mano ceremoniosamente a Loring y salió. Loring se puso en pie para marcharse, pero luego tuvo un momento de vacilación.
—¿Deduzco que puedo hacer saber a cierta persona interesada que no se volverá a investigar sobre este asunto en el futuro? —preguntó fríamente.
—Siento haberle mantenido tanto tiempo alejado de sus pacientes, doctor.
—No ha contestado a mi pregunta —dijo Loring con aspereza—. Será mejor que le advierta…
—Piérdase de vista —dijo Hernández.
El doctor Loring casi se tambaleó de la impresión. Luego se dio la vuelta y salió de la habitación lo más rápidamente que pudo. La puerta se cerró y pasó medio minuto antes de que alguien abriera la boca. Hernández se estiró y luego encendió un pitillo. A continuación me miró.
—¿Bien? —dijo.
—¿Bien qué?
—¿Qué está esperando?
—¿Esto es el fin, entonces? ¿Acabado? ¿Kaput?
—Díselo, Bernie.
—Sí, claro que se ha terminado —dijo Ohls. Yo ya estaba preparado para traerla aquí e interrogarla. Wade no se mató. Demasiado alcohol en el cerebro. Pero, como ya te dije, ¿dónde estaba el motivo? Su confesión puede ser falsa en algunos detalles, pero demuestra que lo espiaba. Conocía la distribución de las habitaciones en el pabellón de huéspedes de Encino. La mujer de Lennox le había quitado a sus dos hombres. Lo que sucedió allí es exactamente lo que quieras imaginar. Olvidaste hacerle una pregunta a Spencer. ¿Tenía Wade una Mauser PPK? Sí, era propietario de una pequeña Mauser automática. Hoy ya hemos hablado por teléfono con Spencer. Wade era un borracho con lagunas en el recuerdo. El pobre desgraciado o bien creía que había matado a Sylvia Lennox o la mató de verdad o tenía alguna razón para saber que lo había hecho su mujer. En cualquier caso iba a acabar por contarlo. Cierto, llevaba mucho tiempo empinando el codo, pero era un hombre muy masculino casado con una hermosa nulidad. El mexicano está informadísimo. El muy condenado se lo sabe prácticamente todo. Eileen Wade era una mujer perdida en sus sueños. Parte de ella estaba aquí y ahora, pero la mayor parte estaba en otro sitio y en el pasado. Si alguna vez tuvo un intenso deseo sexual, el objeto no era su marido. ¿Sabes de lo que estoy hablando?
No le contesté.
—Estuviste a punto de beneficiártela, ¿no es cierto?
Le di la misma respuesta.
Tanto Ohls como Hernández sonrieron con acritud.
—No somos del todo unos descerebrados —dijo Ohls—. Sabíamos que tenía algún fundamento esa historia de que se desnudó por completo. Callaste al mexicano a base de palabras y él te dejó. Estaba dolido y confuso, le tenía cariño a Wade y quería estar seguro. Cuando supiera la verdad utilizaría la navaja. Para él se trataba de una cuestión personal. Nunca fue con historias sobre Wade. La mujer sí lo hizo, y complicó deliberadamente las cosas para confundir a Wade. Todo encaja. Al final supongo que le tenía miedo. Pero Wade no la tiró nunca por la escalera. Fue un accidente. Eileen Wade tropezó y su marido intentó sujetarla. También lo vio Candy.
—Nada de eso explica por qué quería tenerme cerca.
—Podría darte algunas razones. Una de ellas es una cosa sabida desde siempre. Todos los policías se han tropezado cien veces con ello. Eras el cabo perdido, el tipo que había ayudado a escapar a Lennox, su amigo y, probablemente, en cierta medida, su confidente. ¿Qué era lo que sabía Lennox y qué era lo que te había contado? Se apoderó del arma que acabó con su mujer y sabía que alguien la había utilizado. Eileen Wade pudo pensar que lo hizo por ella. Dedujo que sabía que era ella quien la había utilizado. Cuando Lennox se suicidó estuvo segura. Pero ¿y tú? Seguías siendo el cabo suelto. Quería sonsacarte, tenía el arma de su encanto y una situación que le venía como anillo al dedo para acercársete. Y si necesitaba una cabeza de turco, ahí estabas tú. Se puede decir que coleccionaba cabezas de turco.
—Le atribuyes un exceso de conocimientos —dije.
Ohls partió un cigarrillo en dos y empezó a mascar una mitad. La otra se la colocó detrás de la oreja.
—Otra razón es que quería un varón, un tipo grande y fuerte que pudiera estrecharla en sus brazos y hacer que soñara de nuevo.
—Me odiaba —dije—. Ésa no me sirve.
—Por supuesto —intervino Hernández con sequedad—. La había rechazado. Pero lo hubiera superado. Y acto seguido usted le hizo estallar toda la historia en la cara con Spencer como espectador cualificado.
—¿Les ve algún psiquiatra a ustedes dos últimamente?
—Demonios —dijo Ohls—, ¿no lo sabes? Nos los encontramos hasta en la sopa. Tenemos un par en plantilla. Lo que hacemos ya no es trabajo de policías. Se ha convertido en parte del tinglado de la medicina. Esos dos trabajan dentro y fuera de la cárcel, en los tribunales y en las salas donde se llevan a cabo los interrogatorios. Escriben informes de quince páginas sobre por qué un gamberro menor de edad asaltó una bodega o violó a una colegiala o vendía marihuana a los alumnos de un curso superior. Dentro de diez años tipos como Marty y yo estaremos administrando el test de Rorschach y el de asociaciones de palabras en lugar de hacer ejercicios para fortalecer la moral y prácticas de tiro. Cuando salimos a ocuparnos de un caso llevamos maletines negros con detectores de mentiras y frascos de suero de la verdad. Es una pena que no pilláramos a los cuatro graciosos que le dieron un repaso a Big Willie Magoon. Quizá hubiéramos sido capaces de desinadaptarlos y hacerles que quisieran a sus madres.
—¿No tienen inconveniente en que ahueque el ala?
—¿Qué es lo que no le convence? —preguntó Hernández, estirando una goma elástica primero y soltándola después.
—Estoy convencido. El caso está muerto. Eileen Wade está muerta, todos están muertos. Todo muy limpio y muy conveniente. Nada que hacer excepto irse a casa y olvidar que alguna vez pasó algo. De manera que eso es lo que voy a hacer.
Ohls echó mano al medio pitillo que tenía detrás de la oreja, lo miró como si se preguntara qué había estado haciendo allí, y luego lo arrojó por encima del hombro.
—¿De qué se lamenta? —dijo Hernández—. Si la señora Wade no se hubiera quedado sin armas, podría haber vuelto a hacer blanco.
—Además —dijo Ohls ceñudamente— ayer funcionaba el teléfono.
—Sí, claro —dije. Habrían mandado a alguien a la carrera y al llegar allí sólo habrían conseguido la historia confusa de una persona que no reconocía nada, excepto unas cuantas mentiras estúpidas. Hoy por la mañana tienen lo que imagino es una confesión completa. No me la han dejado leer, pero no habrían hecho venir a un representante del fiscal del distrito si sólo se tratara de una carta de amor. Si hubieran trabajado de verdad en el caso Lennox en su momento, alguien habría desenterrado el historial militar de Terry y habría descubierto dónde lo hirieron y todo lo demás. A lo largo de todo ese recorrido habría aparecido en algún sitio la conexión con los Wade. Roger Wade sabía quién era Paul Marston. Lo mismo le sucedía a otro investigador privado con el que me puse en contacto.
—Quizá —reconoció Hernández—, pero no es así como funciona el trabajo de investigación de la policía. No nos dedicamos a darle vueltas a un caso perfectamente claro, incluso aunque nadie esté presionando para acabarlo y olvidarlo. He investigado cientos de homicidios. Algunos están cortados por el mismo patrón, pulcros, ordenados y de acuerdo con todas las reglas. La mayoría funcionan por un lado, pero no por otro. Ahora bien, cuando se dispone de motivo, medios, oportunidad, huida, confesión escrita y un suicidio inmediatamente después, lo dejas estar. Ningún departamento de policía del mundo dispone ni de los hombres ni del tiempo para dudar sobre lo evidente. El único dato en contra de que Lennox fuera un asesino era que alguien pensaba que era un buen chico incapaz de hacer una cosa así y que otras personas también podían haberlo hecho. Pero los otros no salieron corriendo, ni se confesaron autores de lo sucedido ni se volaron la tapa de los sesos. Lennox sí lo hizo. En cuanto a lo de ser un buen chico, calculo que el sesenta o el setenta por ciento de los asesinos que acaban en la cámara de gas o en la silla eléctrica o al extremo de una soga son personas cuyos vecinos consideran tan inofensivos como un vendedor de enciclopedias. Tan inofensivo y tan tranquilo y tan bien educado como la señora de Roger Wade. ¿Quiere leer lo que escribió en esa carta? De acuerdo, léalo. Tengo que bajar al vestíbulo. —Se puso en pie, abrió un cajón y dejó una carpeta encima de la mesa—. Aquí hay cinco fotocopias, Marlowe. Que no le pille mirándolas.
Se encaminó hacia la puerta, pero luego volvió la cabeza y le dijo a Ohls:
—¿Quieres que vayamos juntos a hablar con Peshorek?
Ohls asintió con la cabeza y salió con él. Cuando me quedé solo en el despacho abrí la carpeta y examiné las fotocopias, con el texto en blanco sobre fondo negro. Luego, tocando únicamente los bordes las conté. Había seis, cada una de varias páginas sujetas con grapas. Me apoderé de la primera, la enrollé y me la guardé en el bolsillo. Luego leí la siguiente. Cuando hube terminado me senté y esperé. Al cabo de unos diez minutos Hernández regresó solo. Se sentó de nuevo detrás del escritorio, contó las fotocopias y volvió a guardar la carpeta en el cajón.
Alzó los ojos y me miró sin expresión alguna.
—¿Satisfecho?
—¿Sabe Lawford que tiene esas copias?
—Yo no se lo he dicho. Bernie tampoco, que es quien las ha hecho. ¿Por qué?
—¿Qué sucedería si una se extraviara?
Sonrió desagradablemente.
—No sucederá. Pero si sucediera, no sería por culpa del despacho del sheriff.
También el fiscal del distrito dispone de un aparato para hacer fotocopias.
—No le tiene demasiada simpatía a Springer, ¿no es cierto, capitán? Pareció sorprendido.
—¿Yo? A mí me cae simpático todo el mundo, incluido usted. Y ahora lárguese. Tengo cosas que hacer.
Me levanté para marcharme.
—¿Suele llevar un arma? —me preguntó de repente.
—A ratos.
—Big Willie Magoon llevaba dos. Me pregunto por qué no las utilizó.
—Pensaba, me imagino, que tenía asustado a todo el mundo.
—Podría ser eso —dijo Hernández con tono indiferente. Cogió una goma elástica y empezó a estirarla entre los pulgares, insistiendo hasta que finalmente se rompió. Luego se frotó el pulgar en el sitio donde la goma rota le había golpeado—. Todo se puede estirar demasiado —dijo. Por muy dura que parezca una persona. Hasta la vista.
Cerré la puerta al salir y abandoné el edificio lo más deprisa que pude. Primo una vez, primo siempre.