24

Cuando Roger Wade abrió la puerta, el ruido de la sala de estar nos explotó en la cara. Parecía más intenso que antes, si es que eso era posible. Como unas dos copas más alto. Wade saludó a diestro y siniestro, y la gente pareció alegrarse de verlo. Pero para entonces se hubieran alegrado de ver a un asesino en serie con su sierra mecánica. La vida no era más que un gran espectáculo de variedades.

Camino del bar nos encontramos, cara a cara, con el doctor Loring y su esposa. El médico se puso en pie y dio un paso al frente para colocarse delante de Wade, el rostro casi desfigurado por el odio.

—Me alegro de verlo, doctor —dijo Wade amablemente—. Qué tal, Linda. ¿Dónde te has escondido últimamente? No; me parece que ha sido una pregunta un poco tonta. Quería…

—Señor Wade —dijo Loring con voz un tanto temblorosa—. Tengo algo que decirle. Algo muy sencillo y espero que muy definitivo. No se acerque a mi mujer.

Wade lo miró con curiosidad.

—Doctor, está usted cansado. Y no se ha tomado una copa. Déjeme traérsela.

—No bebo, señor Wade, como muy bien sabe. Estoy aquí con un propósito y ya he dicho lo que quería decir.

—Bien; creo que me doy por enterado —dijo Wade, siempre amable—. Y dado que es usted un invitado en mi casa, no tengo nada que decir excepto que me parece que desvaría.

A nuestro alrededor se habían interrumpido muchas conversaciones. Los chicos y las chicas eran todo oídos. Gran producción. El doctor Loring se sacó un par de guantes del bolsillo, los estiró, luego sujetó uno por la parte de los dedos y golpeó con fuerza el rostro de Wade.

Wade ni siquiera pestañeó.

—¿Pistolas y café al amanecer? —preguntó sin alzar la voz.

Vi cómo Linda Loring, roja de indignación, se ponía en pie despacio y se enfrentaba con su marido.

—Dios del cielo, cariño, cómo te gusta el histrionismo. Deja de comportarte como un cretino, ¿no te parece? ¿O prefieres seguir aquí hasta que alguien te cruce la cara?

Loring se volvió hacia ella y alzó los guantes. Wade se interpuso.

—Cálmese, doctor. En nuestro círculo sólo pegamos a las mujeres en privado.

—Si habla de sí mismo, lo sé perfectamente —replicó Loring con desdén—. Y desde luego no necesito que me dé lecciones de comportamiento.

—Sólo acepto alumnos prometedores —dijo Wade—. Siento que tenga que marcharse tan pronto. —Alzó la voz—: ¡Candy! ¡Que el doctor Loring salga de aquí en el acto! —Se volvió hacia Loring—. En el caso de que no sepa español, eso quiere decir que la puerta se encuentra en esa dirección.

Hizo un gesto con la mano.

Loring lo miró fijamente sin moverse.

—Le he hecho una advertencia, señor Wade —dijo con entonación helada—. Y son bastantes las personas que me han oído. No le haré ninguna más.

—No será necesario —dijo Wade con tono cortante—. Pero si lo hace, busque un terreno neutral. Eso me dará un poco más de libertad de acción. Lo siento, Linda. Pero tú te casaste con él.

Se frotó la mejilla suavemente en el sitio donde le había golpeado el extremo más pesado del guante. Linda Loring, que sonreía amargamente, se encogió de hombros.

—Nos marchamos —dijo Loring—. Vamos, Linda.

Su mujer se sentó de nuevo y cogió la copa, al tiempo que lanzaba una mirada de tranquilo desprecio al médico.

—Tú te marchas —dijo—. Tienes varias visitas que hacer, recuérdalo.

—Tú vienes conmigo —dijo Loring, furioso.

Su mujer le volvió la espalda. El médico se inclinó de repente y la agarró por el brazo. Wade le puso la mano en el hombro y le obligó a girar.

—Cálmese, doctor. No se pueden ganar todas.

—¡Quíteme las manos de encima!

—Claro, pero tranquilícese —dijo Wade—. Se me ocurre una idea, doctor. ¿Por qué no va a ver a un buen médico?

Alguien rió con fuerza. Loring se tensó como un animal que se dispone a saltar. Wade se dio cuenta y, con gran habilidad, le dio la espalda y se alejó, lo que dejó al doctor Loring en una situación desairada. Si se lanzaba tras Wade, aún caería más en el ridículo. No le quedaba otra solución que marcharse, lo que efectivamente hizo. Atravesó rápidamente la habitación, mirando siempre hacia delante, mientras Candy mantenía la puerta abierta. Cuando salió el doctor, Candy cerró la puerta, el rostro impasible, y regresó junto al bar. Me acerqué a él y pedí whisky. No vi qué hacía Wade. Simplemente desapareció. Tampoco vi a Eileen. Me volví de espaldas a la habitación y los dejé que chisporrotearan mientras me bebía el whisky.

Una chiquita de pelo color cieno y una cinta en la frente apareció a mi lado, depositó una copa en el bar y dijo algo con tono lastimero. Candy asintió y le preparó otra.

La chiquita se volvió hacia mí.

—¿Le interesa el comunismo? —me preguntó. Tenía una mirada vidriosa y se pasaba una lengüecita muy roja por los labios como si buscara una miguita de chocolate—. Creo que debería interesarle a todo el mundo —continuó—. Pero cuando preguntas a cualquiera de los varones aquí presentes lo único que quieren es sobarte.

Asentí y contemplé por encima de mi copa la nariz respingona y la piel estropeada por el sol.

—No es que me importe mucho si se hace con delicadeza —me dijo, extendiendo el brazo para apoderarse de la nueva copa.

A continuación me mostró los molares mientras ingería la mitad.

—No cuente conmigo —dije.

—¿Cómo se llama?

—Marlowe.

—¿Con «e» o sin ella?

—Con.

—Ah, Marlowe —salmodió—. Un apellido muy hermoso y muy triste.

Dejó la copa, casi completamente vacía, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y casi me sacó un ojo al extender los brazos. Su voz vibró, emocionada, mientras decía:

¿Fue éste el rostro que navíos mil lanzó al mar Y de Troya las torres truncas incendió? Hazme, dulce Elena, con un beso, inmortal.

Abrió los ojos, recuperó su copa y me guiñó un ojo.

—Eso no te quedó nada mal, amigo. ¿Has escrito algo de poesía últimamente?

—No mucho.

—Me puedes besar si quieres —dijo tímidamente.

Un tipo con una chaqueta de shantung y una camisa de cuello abierto apareció por detrás de mi interlocutora y me sonrió por encima de su cabeza. Llevaba el pelo rojo muy corto y tenía un rostro semejante a un pulmón colapsado. Nunca había visto a nadie tan feo. Acto seguido procedió a darle unas palmadas en la cabeza a mi acompañante.

—Vamos, gatita. Hora de irse a casa.

La interpelada se volvió furiosa.

—¿Vas a decirme que tienes que volver a regar tus begonias, maldita sea? —preguntó a voz en grito.

—Vamos, gatita, escucha…

—Quítame las manos de encima, maldito violador —aulló antes de arrojarle a la cara lo que había en la copa, apenas un sorbo de líquido y dos trozos de hielo.

—Por el amor de Dios, corazón, soy tu marido —respondió él, gritando también, mientras buscaba un pañuelo para secarse la cara—. ¿Te enteras? Tu marido.

La chiquita empezó a sollozar con fuerza y se arrojó en sus brazos. Di la vuelta a su alrededor y me alejé de allí. Todas las fiestas son iguales, incluido el diálogo.

La casa empezaba a gotear invitados sobre el aire de la noche. Voces que se debilitaban, coches que se ponían en marcha, los adioses saltaban de aquí para allá como pelotas de goma. Me dirigí hacia una de las puertas ventana y salí a la terraza embaldosada. El terreno se inclinaba hacia el lago, que estaba tan inmóvil como un gato dormido. Distinguí un embarcadero de madera con un bote de remos atado con una amarra blanca. Hacia la orilla más distante, que no estaba muy lejos, una polla de agua describía, como un patinador, curvas perezosas que no parecían provocar siquiera ondas superficiales.

Extendí una hamaca almohadillada de aluminio, encendí una pipa y me puse a fumar pacíficamente mientras me preguntaba qué demonios estaba haciendo allí. Roger Wade parecía tener control suficiente para dominarse si realmente quería hacerlo. Lo había hecho a la perfección con Loring. Ni siquiera me habría sorprendido un puñetazo bien colocado en la puntiaguda barbillita de Loring. Una cosa así habría estado fuera de lugar. Pero la actuación del médico había estado aún mucho más fuera de lugar.

Si las reglas tienen todavía algún sentido, señalan que no se puede elegir una habitación repleta de gente para amenazar a un individuo y cruzarle la cara con un guante cuando tu mujer está a tu lado y prácticamente la estás acusando de ponerte los cuernos. Para una persona todavía insegura después de un paso difícil con el alcohol, Wade lo había hecho bien. Más que bien. Por supuesto yo no le había visto borracho. Ignoraba cómo se comportaría. Ni siquiera tenía la seguridad de que fuera alcohólico. Ésa es la gran diferencia. Una persona que a veces bebe demasiado sigue siendo la misma persona que cuando está serena. Un alcohólico, un alcohólico de verdad, no es la misma persona en absoluto. No se puede predecir nada con seguridad, excepto que será alguien con quien no has tratado nunca.

Pasos ligeros sonaron detrás de mí y Eileen Wade atravesó la terraza y vino a sentarse a mi lado en el borde de una silla.

—Y bien, ¿qué le ha parecido? —preguntó sin alzar la voz.

—¿El caballero al que se le disparan los guantes?

—No, no. —Frunció el ceño. Luego se echó a reír—. Detesto a las personas que montan esos números tan teatrales. Loring es un médico excelente, pero ha interpretado esa escena con la mitad de los varones del valle. Su mujer no es una cualquiera. Ni lo parece, ni habla como si lo fuera, ni se comporta así. Ignoro qué es lo que hace que el doctor Loring actúe de ese modo.

—Quizá sea un bebedor reformado —sugerí—. Muchos se vuelven muy estrictos.

—Es posible —dijo, antes de ponerse a contemplar el lago—. Este sitio es muy tranquilo. Cualquiera pensaría que un escritor puede ser feliz aquí…, si es que existen escritores felices en algún sitio. —Se volvió para mirarme—. De manera que no se le puede convencer para que haga lo que Roger le ha pedido.

—Carece de sentido, señora Wade. No serviría nada de lo que yo pueda hacer. Ya lo he dicho antes. ¿Cómo estar presente en el momento oportuno? Tendría que acompañarlo constantemente. Eso es imposible, incluso aunque yo no tuviera nada más que hacer. Si sufriera un ataque, por ejemplo, pasaría todo en un abrir y cerrar de ojos. Y no he tenido la menor indicación de que sufra ataques. A mí me parece francamente sólido.

Eileen Wade se miró las manos.

—Si pudiera acabar el libro creo que las cosas irían mucho mejor.

—No le puedo ayudar en eso.

Mi interlocutora miró hacia lo alto y puso las manos en el borde de la silla vecina. Luego se inclinó un poco hacia delante.

—Le puede ayudar si Roger lo cree así. Eso es lo más importante. ¿Tal vez le parece desagradable hospedarse aquí y que se le pague por ello?

—Lo que Roger necesita es un psiquiatra. Si conocen ustedes a alguno que no sea un charlatán.

Pareció sorprendida.

—¿Un psiquiatra? ¿Por qué?

Sacudí la ceniza de la pipa y me quedé con ella en la mano, esperando a que la cazoleta se enfriara antes de guardármela.

—Puesto que quiere la opinión de un simple aficionado, ahí va. Su marido cree que guarda un secreto en la cabeza, pero es incapaz de desenterrarlo. Quizá sea un secreto vergonzoso suyo o tal vez de otra persona. Cree que lo que le lleva a beber es el hecho de no poder descubrir ese secreto. Probablemente piensa que, ocurriera lo que ocurriese, sucedió mientras estaba borracho, y debería descubrirlo yendo a dondequiera que va la gente cuando está borracha, realmente muy borracha, como le sucede a él. Eso es tarea para un psiquiatra. Hasta ahí no hay nada que objetar. Si eso no es cierto, entonces se emborracha porque quiere o porque no lo puede evitar, y en ese caso la idea del secreto es sólo su excusa. No es capaz de escribir el libro o al menos no es capaz de acabarlo. Porque se emborracha. Es decir, el punto de partida sería que no puede acabar el libro porque la bebida lo deja fuera de combate. Pero podría ser exactamente al revés.

—No, no —dijo ella—. Roger tiene muchísimo talento. Estoy totalmente convencida de que lo mejor de su obra está todavía por llegar.

—Ya le he dicho que era la opinión de un aficionado. Hace unos días dijo usted que quizá ya no estaba enamorado de su mujer. Ésa es otra cosa que podría funcionar a la inversa.

Eileen Wade miró hacia la casa y luego se volvió de espaldas. Miré en la misma dirección y vi a su marido, junto a una puerta ventana, que nos contemplaba. Y a continuación vi que se situaba detrás del bar y echaba mano a una botella.

—No sirve de nada importunarlo —dijo ella, hablando deprisa—. No lo hago nunca. Nunca. Supongo que tiene usted razón, señor Marlowe. Hay que dejarle que haga el esfuerzo de sacarse la bebida del organismo.

La pipa se había enfriado y me la guardé.

—Dado que estamos buscando a tientas en el fondo del cajón, ¿qué tal si lo enfocamos a la inversa?

—Quiero a mi marido —dijo Eileen Wade con sencillez—. Quizá no como una chica joven, pero le quiero. Las mujeres sólo son jóvenes una vez. La persona que quise ha muerto. Murió en la guerra. Su nombre, extrañamente, tenía las mismas iniciales que el de usted. Ahora ya no importa…, excepto que a veces no me acabo de creer que esté muerto. Nunca encontraron el cadáver.

—Pero eso ha sucedido con otros muchos. —Me miró inquisitivamente—. A veces, no con frecuencia, por supuesto, cuando voy a un bar tranquilo o estoy en el vestíbulo de un buen hotel en una hora sin movimiento, o en la cubierta de un transatlántico a primera hora de la mañana o ya de noche, pienso que quizá lo vea, esperándome en algún rincón en sombra. —Hizo una pausa y bajó los ojos—. Es una tontería y me avergüenzo de ello. Estábamos muy enamorados; esa clase de amor desenfrenado, misterioso, improbable, que sólo se siente una vez.

Dejó de hablar y se quedó inmóvil, medio en trance, mirando hacia el lago. Volví los ojos hacia la casa. Wade estaba delante de una de las puertas ventana abiertas, con una copa en la mano. Luego miré otra vez a Eileen. Para ella yo había dejado de estar allí. Me levanté y regresé a la casa. Wade seguía en el mismo sitio y lo que bebía parecía bastante fuerte. La expresión de sus ojos tampoco auguraba nada bueno.

—¿Qué tal se entiende con mi mujer, Marlowe?

Acompañó la frase con una mueca.

—No me he propasado con ella, si es eso lo que quiere decir.

—Exactamente eso. La otra noche consiguió besarla. Probablemente se considera un conquistador relámpago, pero le aseguro que pierde el tiempo, compadre. Incluso aunque tuviera usted el lustre adecuado.

Traté de entrar en la casa evitándolo, pero me lo impidió con un hombro robusto.

—No tenga tanta prisa. Nos gusta tenerlo aquí. Vienen muy pocos detectives privados.

—Soy yo el que sobra, de todos modos —dije.

Alzó la copa y bebió. Al volverla a bajar me miró de soslayo maliciosamente.

—Tendría que concederse un poco más de tiempo para reforzar la resistencia —le dije—. Palabras vacías, ¿no es eso?

—Está bien, jefe. Tengo delante a todo un reformador moral, ¿no es eso? Le falta un poco de sentido común si trata de educar a un borracho. Los borrachos no son educables, amigo mío. Se desintegran. Parte del proceso es sumamente divertido. —Bebió una vez más de la copa, dejándola casi vacía—. Y otra parte es horrible. Pero si se me permite citar las palabras chispeantes del excelente doctor Loring (un hijo de mala madre con un maletín negro, donde los haya) no se acerque a mi mujer, Marlowe. Seguro que va tras ella. Todos lo hacen. Le gustaría llevársela al huerto. Lo mismo que a todos. Le gustaría compartir sus sueños y aspirar el aroma de la rosa de sus recuerdos. Quizá también a mí. Pero no hay nada que compartir, compadre; nada, absolutamente nada. Está usted completamente solo en la oscuridad.

Terminó la copa y la puso boca abajo.

—Vacía, Marlowe. Nada de nada. Soy el experto.

Dejó la copa en el borde del bar y caminó rígidamente hasta el pie de la escalera. Subió como unos doce escalones, agarrado al pasamanos, se detuvo y se inclinó sobre él. Luego me miró desde arriba con una sonrisa amarga.

—Perdone el sarcasmo sensiblero, Marlowe. Es usted un tipo simpático. No me gustaría que le sucediera nada.

—¿Nada como qué?

—Quizá Eileen no haya tenido aún tiempo de llegar a la magia evocadora de su primer amor, el fulano que desapareció en Noruega. No le gustaría desaparecer también, ¿verdad, compadre? Usted es mi detective privado particular, que me encuentra cuando estoy perdido en el esplendor salvaje de Sepulveda Canyon. —Inició un movimiento circular con la palma de la mano sobre la madera barnizada del pasamanos—. Me dolería muchísimo que también se perdiera usted. Como aquel personaje que combatió con los ingleses. Acabó tan perdido que a veces uno se pregunta si existió alguna vez. Cabe imaginar que quizá Eileen lo inventó para tener un juguete con que distraerse.

—¿Cómo podría saberlo yo?

Me miró otra vez desde arriba. Ahora tenía unas ojeras muy marcadas y un rictus de amargura en la boca.

—¿Cómo podría saberlo nadie? Quizá no lo sabe ni ella misma. Este niñito está cansado. Este niñito ha pasado demasiado tiempo con sus juguetes rotos y se quiere ir a la cama.

Siguió escaleras arriba. Me quedé allí hasta que apareció Candy y empezó a poner orden en el bar, colocando copas en una bandeja, examinando botellas para ver lo que quedaba, sin prestarme la menor atención. O eso creía yo. Luego dijo:

Señor. Lo justo para una copa. Una lástima desperdiciarlo.

Alzó una botella.

—Bébaselo usted.

Gracias, señor, no me gusta. Una cerveza, no más. Ése es mi límite.

—Hombre sensato.

—Un borrachín en la casa es suficiente —dijo, mirándome con fijeza—. Hablo buen inglés, ¿no es cierto?

—Claro que sí, estupendo.

—Pero pienso en español. A veces pienso con una navaja. El patrón es asunto mío. No necesita ninguna ayuda, carajo. Soy yo quien lo cuida.

—Un trabajo de primera el que estás haciendo, mequetrefe.

Hijo de la flauta —dijo entre dientes, sumamente blancos.

Recogió una bandeja repleta de copas, y se la colocó sobre el borde del hombro y la palma de la mano, estilo camarero.

Fui hasta la puerta y salí, preguntándome cómo una expresión como aquélla había llegado a convertirse en un insulto. No medité mucho rato. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. Había algo más que alcohol en los problemas de la familia Wade. El alcohol no era más que una cortina de humo.

Más tarde, aquella noche, entre nueve y media y diez, llamé al número de los Wade. Después de ocho timbrazos colgué, pero no había hecho más que retirar la mano cuando empezó a sonar el mío. Era Eileen Wade.

—Alguien acaba de llamar —dijo. He tenido la sensación de que podía ser usted. Me disponía a darme una ducha.

—Era yo, pero no se trataba de nada importante. Parecía un poco perdido cuando me fui…, me refiero a Roger. Quizá me sienta ya algo responsable.

—Está perfectamente —dijo—. Profundamente dormido. Creo que el doctor Loring le ha disgustado más de lo que dejaba traslucir. Sin duda le ha dicho a usted muchas tonterías.

—Me dijo que estaba cansado y que se quería ir a la cama. Me pareció muy razonable.

—Si todo lo que dijo es eso, sí. Bien; buenas noches y gracias por llamar, señor Marlowe.

—No he dicho que eso fuera todo. Sólo he dicho que dijo eso.

Después de una pausa, la señora Wade prosiguió:

—Todo el mundo fantasea de cuando en cuando. No le haga demasiado caso a Roger. No olvide que tiene una imaginación muy fértil. Es lógico. No debería haber vuelto a beber tan pronto después de la última vez. Por favor, trate de olvidarlo todo. Imagino que, entre otras cosas, fue descortés con usted.

—No fue descortés conmigo. Y ha dicho cosas muy sensatas. Su marido es una persona capaz de mirarse con calma y de ver lo que encuentra en su interior. No es un don muy corriente. La mayoría de la gente utiliza la mitad de su energía en proteger una dignidad que nunca ha tenido. Buenas noches, señora Wade.

Colgamos y yo saqué el tablero de ajedrez. Llené la pipa, coloqué las piezas, les pasé revista para ver si se habían afeitado correctamente o les faltaba algún botón, y jugué una partida de campeonato entre Gortchakoff y Meninkin, setenta y dos movimientos para hacer tablas, ejemplo destacado de una fuerza irresistible que encuentra un objeto inamovible, una batalla sin armadura, una guerra sin sangre, y un desperdicio de inteligencia tan llamativo como pueda darse en cualquier otro sitio a excepción quizá de una agencia de publicidad.