38
Tenían a Candy en una silla de respaldo recto contra la pared de la antesala del sheriff. Me obsequió con una mirada de odio cuando pasé a su lado para entrar en el gran despacho cuadrado donde el sheriff Petersen concedía audiencia en medio de una colección de testimonios de gratitud por sus veinte años de servicios al estado de California. Las paredes estaban llenas de fotografías de caballos y el sheriff Petersen aparecía en todas ellas. Las esquinas de su escritorio de madera tallada eran cabezas de caballos. Su tintero era una pezuña de caballo abrillantada y montada y las plumas estaban colocadas en otra igual llena de arena blanca. Una placa dorada en cada una decía algo sobre una fecha. En el centro del inmaculado secante había una bolsita de tabaco Bull Durham y un librillo de papel de fumar moreno. Petersen se liaba los cigarrillos. Era capaz de hacerlo a caballo con una mano, y a menudo lo demostraba, sobre todo cuando presidía un desfile a lomos de un gran caballo blanco con silla de montar mexicana repujada en plata. A caballo Petersen llevaba un sombrero mexicano de copa plana. Montaba con gran soltura y su caballo sabía exactamente cuándo mantenerse tranquilo y cuándo encabritarse un poco de manera que el sheriff, con su sonrisa tranquila e inescrutable, pudiera controlarlo con una sola mano. El sheriff ofrecía un buen espectáculo. Tenía un excelente perfil aguileño y, aunque empezaba ya a flaquearle un poco debajo de la barbilla, sabía cómo mantener la cabeza de forma que no se notara demasiado. Trabajaba a conciencia para que lo sacaran bien en las fotos. Era un cincuentón con mucho camino recorrido hacia los sesenta y su padre, danés de origen, le había dejado mucho dinero. El sheriff no parecía danés, porque era moreno y tenía el pelo oscuro y el aplomo imperturbable de un indio de estanco y aproximadamente la misma inteligencia. Pero nadie había dicho nunca de él que fuese un sinvergüenza. Había habido pillos en su departamento que le habían engañado a él, además de a los contribuyentes, pero la sinvergonzonería le era completamente ajena. Se limitaba a conseguir que lo eligieran sin tener que esforzarse, montaba caballos blancos a la cabeza de los desfiles e interrogaba a sospechosos delante de las cámaras. Eso al menos era lo que decían los pies de las fotos. En realidad nunca interrogaba a nadie. No hubiera sabido cómo hacerlo. Se limitaba a sentarse detrás de la mesa de su despacho mirando con severidad al sospechoso y ofreciendo su perfil a la cámara. Se disparaban los flashes, los fotógrafos daban las gracias al sheriff respetuosamente y se retiraba al sospechoso, que no había llegado a abrir la boca, mientras Petersen regresaba a su rancho en el valle de San Fernando. Allí se le podía localizar siempre. Y si no se lograba entrevistarlo personalmente, siempre se podía hablar con uno de sus caballos.
De cuando en cuando, al llegar la época de las elecciones, algún político mal aconsejado trataba de quitarle el cargo al sheriff Petersen, y era perfectamente posible que lo llamase El Tipo Con El Perfil Incorporado y otras lindezas por el estilo, pero no servía de nada. Al sheriff Petersen seguían reeligiéndolo, vivo testimonio del hecho de que en nuestro país se puede desempeñar un cargo público importante por los siglos de los siglos sin más título que una nariz aguileña, un rostro fotogénico y una boca bien cerrada. Y si además de eso quedas bien encima de un caballo, eres invencible.
Al entrar Ohls y yo, los chicos de la prensa salían por otra puerta y el sheriff Petersen estaba de pie detrás de su escritorio. Tenía puesto el stetson blanco y liaba un cigarrillo. Estaba listo para marcharse a su casa. Me miró con severidad.
—¿Quién es? —preguntó con sonora voz de barítono.
—Se llama Philip Marlowe, jefe —dijo Ohls—. La única persona presente en la casa cuando Wade se quitó la vida. ¿Quiere una foto?
El sheriff me estudió.
—Me parece que no —dijo, antes de volverse hacia un individuo grande, de aspecto cansado y cabellos de color gris acerado—. Si me necesita, estaré en el rancho, capitán Hernández.
—De acuerdo, jefe.
Petersen prendió el cigarrillo con una cerilla de cocina que frotó contra la uña del pulgar. Nada de mecheros para el sheriff Petersen. Era estrictamente «el tipo que los lía y los enciende con una sola mano».
Dio las buenas noches y salió. Un personaje con cara de palo y ojos negros de considerable dureza —su guardaespaldas— se fue con él. La puerta se cerró. El capitán Hernández se dirigió entonces a la mesa, se sentó en el enorme sillón del sheriff y el taquígrafo que estaba en una esquina con su mesita se separó un poco de la pared para tener más espacio. Ohls se sentó en un extremo del escritorio y dio la sensación de estar pasándoselo bien.
—De acuerdo, Marlowe —dijo Hernández con tono enérgico—. Hable.
—¿Cómo es que no me hacen la foto?
—Ya ha oído lo que ha dicho el sheriff.
—Sí, pero ¿por qué? —me lamenté.
Ohls se echó a reír.
—Sabes demasiado bien por qué.
—¿Te refieres a que soy alto, moreno y bien parecido y alguien podría mirarme a mí?
—Ya vale —dijo Hernández con frialdad—. Vayamos con su declaración. Empiece por el principio.
Así lo hice: mi entrevista con Howard Spencer, mi entrevista con Eileen Wade, su petición de que buscara a Roger, cómo lo encontré, la nueva petición de que me quedara en la casa, lo que Wade me pidió que hiciera y cómo lo encontré desmayado cerca de los hibiscos, y todo lo demás. El taquígrafo lo escribió palabra por palabra. Nadie me interrumpió. Todo era verdad. La verdad y nada más que la verdad. Pero no toda la verdad. Lo que dejé fuera era asunto mío.
—Estupendo —dijo Hernández al final—. Pero incompleto. —El tal Hernández era un tipo tranquilo, competente, peligroso. Alguien tenía que serlo en el despacho del sheriff—. La noche en que Wade disparó el revólver en su dormitorio entró usted en el cuarto de la señora Wade y se quedó durante algún tiempo con la puerta cerrada. ¿Qué hizo allí?
—La señora Wade me llamó y me preguntó cómo estaba su marido.
—¿Por qué cerrar la puerta?
—Wade estaba medio dormido y yo no quería hacer ruido. Además el criado andaba por la casa aguzando el oído. Eileen Wade también me pidió que cerrase la puerta. No me di cuenta de que fuese a ser tan importante.
—¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—No lo sé. Tres minutos quizá.
—Sugiero que estuvo un par de horas —dijo Hernández con frialdad—. ¿Me ha entendido o tengo que repetírselo?
Miré a Ohls. Ohls no miraba a nada. Estaba mordisqueando un cigarrillo sin encender, como de costumbre.
—No le han informado bien, capitán.
—Veremos. Después de salir de la habitación bajó al estudio y pasó la noche en el sofá. Quizá debería decir el resto de la noche.
—Eran las once menos diez cuando Roger Wade me telefoneó a casa y bastante después de las dos cuando entré en el estudio por última vez aquella noche. Llámelo el resto de la noche si le gusta.
—Traiga al criado aquí —dijo Hernández.
Ohls salió y regresó con Candy. Lo pusieron en una silla. Hernández le hizo unas cuantas preguntas para determinar quién era y todo lo demás. Luego dijo:
—De acuerdo, Candy (vamos a llamarle así por comodidad), ¿qué sucedió después de que ayudase a Marlowe a acostar a Roger Wade?
Sabía más o menos lo que me esperaba. Candy contó su historia con voz tranquila, feroz, casi sin acento. Parecía capaz de ponerlo y de quitarlo a voluntad. Su historia era que se había quedado en el piso de abajo por si se le necesitaba otra vez, parte del tiempo en la cocina, donde comió algo, y parte en la sala de estar. Mientras estaba allí, sentado cerca de la puerta principal, había visto a Eileen Wade de pie en el umbral de su dormitorio y había visto cómo se quitaba la ropa. Luego se puso una bata sin nada debajo; a continuación Candy me vio entrar en la habitación de la señora, cerrar la puerta y quedarme allí mucho tiempo, unas dos horas, calculaba él. Durante ese tiempo subió por las escaleras y escuchó. Los muelles de la cama hacían ruido. También escuchó susurros. Dejó muy claro el significado que daba a su relato. Cuando terminó me lanzó una mirada feroz al tiempo que su boca se contraía en un gesto de odio.
—Llévenselo —dijo Hernández.
—Un minuto —dije—. Quiero hacerle unas preguntas.
—Aquí las preguntas las hago yo —dijo Hernández con tono cortante.
—Le faltan datos, capitán. Usted no estaba allí. Candy miente, lo sabe y también lo sé yo.
Hernández se recostó en el sillón y cogió una de las plumas del sheriff. Dobló el mango, largo y puntiagudo y hecho con pelo de caballo endurecido. Cuando lo soltó, volvió a la posición primitiva.
—Dispare —dijo por fin.
Me volví hacia Candy.
—¿Dónde estabas cuando viste desnudarse a la señora Wade?
—Estaba sentado en una silla cerca de la puerta principal —respondió Candy con tono malhumorado.
—¿Entre la puerta principal y los dos sofás enfrentados?
—Lo que he dicho.
—¿Dónde estaba la señora Wade?
—Junto a la puerta de su habitación, abierta.
—¿Qué luz había en la sala de estar?
—Una lámpara. La alta a la que llaman la lámpara para el bridge.
—¿Qué luz había en la galería?
—Ninguna luz. La luz del dormitorio de la señora Wade.
—¿Qué clase de luz hay en su dormitorio?
—No mucha luz. La de la mesilla de noche, quizá.
—¿No una luz en el techo?
—No.
—Después de desnudarse, de pie, has dicho, junto a la puerta de su habitación, se puso una bata. ¿Qué clase de bata?
—Bata azul. Larga, para estar por casa. La cierra con un cinturón.
—¿De manera que si no la hubieras visto desnudarse no habrías sabido lo que llevaba debajo de la bata?
Se encogió de hombros. Parecía vagamente preocupado.
—Sí. Es cierto. Pero vi cómo se quitaba la ropa.
—Eres un mentiroso. No hay ningún sitio en la sala de estar desde donde pudieras ver cómo se quitaba la ropa: ni en su misma puerta ni menos aún dentro de su habitación. Tendría que haber salido hasta el borde de la galería. Y si hubiera hecho eso te habría visto.
Me miró con odio. Yo me volví hacia Ohls.
—Tú has visto la casa. El capitán Hernández, no…, ¿o estoy equivocado?
Ohls negó apenas con la cabeza. Hernández frunció el ceño y no dijo nada.
—Si la señora Wade estaba en la puerta de su cuarto o dentro de él, no hay ningún sitio en esa sala de estar, capitán Hernández, desde donde Candy pudiera ver siquiera la parte alta de su cabeza, aunque él estuviera de pie, y dice que estaba sentado. Yo mido diez centímetros más y de pie junto a la puerta principal de la casa sólo logro ver la parte superior de una puerta abierta. La señora Wade tendría que haber salido hasta el borde de la galería para que Candy viera lo que dice que vio. Pero ¿por qué tendría que hacer una cosa así la señora Wade? ¿Por qué iba a desnudarse incluso en el umbral de su puerta? No tiene el menor sentido.
Hernández se limitó a mirarme. Luego miró a Candy.
—¿Qué hay del factor tiempo? —preguntó suavemente, hablando conmigo.
—Ahí se trata ya de su palabra contra la mía. Estoy hablando de lo que se puede probar.
Hernández habló en español a Candy demasiado deprisa para que yo me enterase. Candy se limitó a mirarlo con gesto malhumorado.
—Lléveselo —dijo Hernández.
Ohls movió un pulgar y abrió la puerta. Candy salió. Hernández sacó una cajetilla, se colocó un pitillo entre los labios y lo encendió con un mechero de oro.
Ohls regresó. Hernández dijo con mucha calma:
—Sólo le he explicado que si hubiera una investigación judicial y contase esa historia, se iba a encontrar cumpliendo de uno a tres años en San Quintín por perjurio. No ha parecido impresionarle mucho. Es bastante evidente lo que le pasa. Un caso muy tradicional de tipo salido. Si hubiera estado en la casa y tuviéramos alguna razón para sospechar un asesinato, haría un excelente sospechoso…, aunque el tal Candy habría utilizado la navaja. Ya me había parecido antes que estaba muy afectado por la muerte de Wade. ¿Quiere hacer alguna pregunta, Ohls?
Bernie negó con la cabeza. Hernández me miró y dijo:
—Venga mañana por la mañana y firme su declaración. La tendremos mecanografiada para entonces. Es posible que para las diez tengamos también el informe de la autopsia, al menos el preliminar. ¿Hay algo que no le guste en este asunto, Marlowe?
—¿Le importaría formular de otra manera la pregunta? La forma que tiene de hacerla sugiere que quizá haya algo que me gusta.
—De acuerdo —dijo con tono cansado—. Lárguese. Me voy a casa. Me puse en pie.
—Por supuesto nunca me creí esa historia que Candy intentaba colarnos —dijo—. Sólo lo he utilizado como sacacorchos. No me guardará rencor, espero.
—Nada en absoluto, capitán. Por supuesto.
Me vieron marchar y no me dieron las buenas noches. Recorrí el largo corredor hasta la entrada de Hill Street, subí a mi coche y me fui a casa.
Nada en absoluto era la expresión correcta. Me sentía tan hueco y tan vacío como el espacio entre las estrellas. Cuando llegué a casa me serví un whisky muy abundante, me situé junto a la ventana abierta en el cuarto de estar, escuché el ruido sordo del tráfico en el bulevar de Laurel Canyon y contemplé el resplandor de la gran ciudad enfurecida que asomaba sobre la curva de las colinas a través de las cuales se abrió el bulevar. Muy lejos subía y bajaba el gemido como de alma en pena de las sirenas de la policía o de los bomberos, que nunca permanecían, en silencio mucho tiempo. Veinticuatro horas al día alguien corre y otra persona está intentando alcanzarle. Allí fuera, en la noche entrecruzada por mil delitos, la gente moría, la mutilaban, se hacía cortes con cristales que volaban, era aplastada contra los volantes de los automóviles o bajo sus pesados neumáticos. A la gente la golpeaban, la robaban, la estrangulaban, la violaban y la asesinaban; gente que estaba hambrienta, enferma, aburrida, desesperada por la soledad o el remordimiento o el miedo; airados, crueles, afiebrados, estremecidos por los sollozos. Una ciudad no peor que otras, una ciudad rica y vigorosa y rebosante de orgullo, una ciudad perdida y golpeada y llena de vacío.