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LA PRIMERA VEZ que le eché la vista encima, en el interior de un RollsRoyce Silver Wraith, junto a la terraza de Los Bailarines, Terry Lennox estaba borracho. El guardacoches había traído el automóvil hasta la entrada y mantenía la portezuela abierta porque el pie izquierdo de Lennox seguía balanceándose fuera, como si su propietario hubiera olvidado que le pertenecía. Aunque sus facciones eran juveniles, tenía el pelo canoso. Bastaba mirarlo a los ojos para darse cuenta de que estaba más borracho que una cuba pero, por lo demás, su aspecto lo asemejaba a cualquier joven de buena familia, vestido de esmoquin, dispuesto a gastarse demasiado dinero en uno de esos locales que sólo existen para sacarles los cuartos a tipos como él.

Había una chica a su lado. Su pelo tenía una preciosa tonalidad de rojo, en los labios lucía una sonrisa distante y sobre los hombros llevaba un abrigo de visón azul que casi convertía el RollsRoyce en un automóvil más. No del todo. Nada lo consigue.

El guardacoches era un tipo duro a medias, como suelen serlo los de su clase, enfundado en una chaqueta blanca con el nombre del restaurante bordado en rojo. Empezaba a estar hasta las narices.

—Oiga, jefe —dijo con voz que dejaba traslucir su irritación—, ¿le costaría demasiado trabajo meter la pierna dentro para que pueda cerrar la puerta? ¿O será mejor que la abra del todo y vea si se cae?

La chica le lanzó una mirada capaz de atravesar a cualquiera y sobresalirle por detrás al menos diez centímetros. Pero el otro no se echó a temblar. En The Dancers están acostumbrados al tipo de gente que hace dudar de que las clases particulares de tenis mejoren a las personas.

Un coche deportivo extranjero, descapotable, el chasis casi pegado al suelo, entró en el aparcamiento; el conductor se apeó y utilizó el mechero del salpicadero para encender un pitillo desmesuradamente largo. Vestía camisa a cuadros, pantalones amarillos y botas de montar. Luego se alejó dejando una estela de nubes de incienso, sin molestarse siquiera en mirar al RollsRoyce. Probablemente le parecía cursi. Antes de empezar a subir los escalones que llevaban a la terraza, se detuvo para colocarse el monóculo.

La chica dijo con un simpático estallido de buen humor:

—Se me ha ocurrido una idea estupenda, cariño. ¿Por qué no vamos a tu apartamento en taxi y sacamos el descapotable? Hace una noche maravillosa para subir por la costa hasta Montecito. Sé de unos tipos que dan un baile junto a una piscina.

El muchacho del pelo blanco dijo cortésmente:

—Lo siento muchísimo, pero ya no lo tengo. Me he visto obligado a venderlo. —Por su voz y la manera de vocalizar nadie habría pensado que hubiera bebido algo más alcohólico que un zumo de naranja.

—¿Venderlo, corazón? ¿Qué quieres decir?

Se apartó de él en el asiento, pero su voz se alejó bastante más.

—Quiero decir que no me ha quedado otro remedio —dijo él—. Dinero para comer.

—Ah, entiendo.

—Un helado al corte no se le hubiera derretido en la boca.

El encargado del aparcamiento tenía ya al muchacho del pelo canoso en un sitio donde estaba por completo a su alcance: un nivel muy bajo de ingresos.

—Oiga, amigo —dijo—. Tengo que ocuparme de otro coche. Ya hablaremos más adelante, quizá.

Dejó que la portezuela se abriera por completo. El borracho se deslizó del asiento y acabó sentado sobre el asfalto. De manera que di un paso al frente e hice mi buena obra. Imagino que siempre es un error meter baza con un borracho. Aunque te conozca y le caigas bien siempre es posible que se ponga flamenco y te salte un par de dientes. Lo agarré por los sobacos y conseguí ponerlo en pie.

—Muchísimas gracias —dijo cortésmente.

La chica se deslizó por el asiento delantero para colocarse delante del volante.

—Siempre se pone así de británico cuando está hasta la bandera —dijo con voz de acero inoxidable—. Gracias por sujetarlo.

—Lo pondré en el asiento de atrás —dije.

—Lo siento mucho. Voy a llegar tarde a una cita. —Pisó el acelerador y el Rolls empezó a deslizarse—. No es más que un perro perdido. —Añadió con una sonrisa distante—. Quizá consiga usted encontrarle un hogar. Está enseñado…, más o menos.

El Rolls se alejó despacio hasta llegar a Sunset Boulevard, giró a la derecha y desapareció. Aún miraba yo en su dirección cuando regresó el guardacoches. Yo seguía sujetando al borracho, que se me había dormido entre los brazos.

—Bueno; es una manera de hacerlo —le dije al de la chaqueta blanca.

—Claro —respondió cínicamente—. ¿Por qué malgastar el tiempo con un borrachín? ¿Con esas curvas tan preciosas y todo lo demás?

—¿Usted lo conoce?

—He oído a esa prójima llamarlo Terry. Pero lo que se dice conocerlo, no lo distinguiría del trasero de una vaca. Aunque sólo llevo aquí dos semanas.

—Tráigame el coche, haga el favor. —Le di el tique.

Para cuando apareció con el Oldsmobile tenía la impresión de estar sosteniendo un saco de plomo. El de la chaqueta blanca me ayudó a meterlo en el coche. El otro abrió un ojo, nos dio las gracias y se volvió a dormir.

—Es el borracho más educado que he conocido nunca —le comenté al guardacoches.

—Los hay de todas las formas y tamaños y se comportan de las maneras más distintas —dijo. Pero son todos unos mantas. Parece que a éste le han arreglado la cara alguna vez.

—Sí.

Le di un dólar y me lo agradeció. Tenía razón en lo de la cirugía plástica. El lado derecho de la cara de mi nuevo amigo estaba rígido y lechoso y con un rosario de estrechas y delicadas cicatrices. La piel, a lo largo de las cicatrices, tenía un brillo especial. Operación de cirugía plástica y de las más radicales.

—¿Qué piensa hacer con él?

—Llevarlo a casa y conseguir que se despeje lo suficiente para que me diga dónde vive.

El de la chaqueta blanca me sonrió.

—De acuerdo, primo. Si fuera yo, lo dejaba caer en la cuneta y seguía adelante. Los borrachines sólo traen problemas y no son nada divertidos. Tengo mi filosofía sobre esas cosas. Tal como está la competencia hoy en día, uno tiene que ahorrar fuerzas para protegerse cuando se encuentra en un aprieto.

—Ya veo que le ha servido para cosechar grandes éxitos —dije.

Pareció desconcertado y luego empezó a enfadarse, pero para entonces yo estaba en el coche y en movimiento.

Tenía razón en parte, claro está. Terry Lennox me trajo muchos problemas. Pero, después de todo, es así como me gano el sustento.

Aquel año vivía yo en una casa de la avenida Yucca, en el distrito de Laurel Canyon. Una casita en la ladera de una colina y en una calle sin salida, con un tramo muy largo de escalones de secuoya hasta la puerta principal y un bosquecillo de eucaliptos al otro lado. Estaba amueblada y pertenecía a una mujer que se había ido a pasar una temporada a Idaho con su hija viuda. El alquiler era modesto, en parte porque la propietaria quería poder volver sin tener que avisarme con mucho tiempo, y en parte por los escalones. La dueña empezaba a ser demasiado mayor para superarlos cada vez que volvía a casa.

No sé muy bien cómo, pero conseguí subirlos con el borracho, que estaba deseoso de ayudar, pero tenía las piernas de goma y seguía quedándose dormido a mitad de cada frase de disculpa. Abrí la puerta, lo arrastré dentro, lo tumbé en el sofá, le eché por encima una manta de viaje y lo dejé que siguiera durmiendo. Roncó como una marsopa por espacio de una hora. Luego se despertó de repente y quiso ir al baño. Cuando regresó me miró inquisitivamente, los párpados semicerrados, y quiso saber dónde demonios estaba. Se lo expliqué. Dijo que se llamaba Terry Lennox, que vivía en un apartamento de Westwood y que no le esperaba nadie. Se expresaba con claridad y sin arrastrar las palabras.

Luego añadió que no le vendría mal una taza de café. Cuando se la traje, bebió el contenido cuidadosamente, manteniendo el platillo muy cerca de la taza.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó, mirando a su alrededor.

—Salió un poco cargado de Los Bailarines en un Rolls Royce. La chica que lo acompañaba se deshizo de usted.

—Claro —dijo—. Estoy seguro de que tenía toda la razón del mundo.

—¿Es inglés?

—He vivido allí, pero soy americano. Si me permite llamar a un taxi, no le molestaré más.

—Tiene uno esperándolo.

Bajó los escalones de la entrada sin ayuda de nadie. No dijo gran cosa camino de Westwood, excepto que yo era muy amable y que sentía mucho haberme causado tantas molestias. Probablemente lo había dicho con tanta frecuencia y a tanta gente que se había convertido en algo maquinal.

Su apartamento era pequeño, opresivo e impersonal. Podría haberse mudado allí aquella misma tarde. Sobre una mesita de café, delante de un sofá muy duro tapizado de verde, había una botella de whisky medio vacía, hielo licuado en un cuenco, tres botellas de soda vacías, dos vasos y un cenicero de cristal cargado de colillas con manchas de carmín y sin ellas. No había ni fotografías ni objetos personales en toda la casa. Podría haber sido una habitación de hotel, alquilada para un encuentro o una despedida, para beber unas copas y charlar, o para darse un revolcón. No parecía un sitio donde viviera nadie.

Me ofreció una copa y dije no, gracias. Tampoco me senté. Al salir me volvió a dar las gracias, no como si hubiera escalado por él una montaña, pero tampoco de manera puramente formularia. Estaba un poco tembloroso y se mostraba un tanto tímido, pero cortés hasta decir basta. Luego mantuvo la puerta abierta esperando a que subiera el ascensor y me metiese dentro. Puede que tuviera muchos defectos, pero sus modales eran impecables.

No había vuelto a mencionar a la chica. Tampoco me había dicho que no tenía trabajo ni perspectivas de empleo, y que casi se había gastado el último dólar pagando la cuenta en Los Bailarines, deseoso de obsequiar a un bombón de clase alta que no se quedó después lo bastante para comprobar si los polizontes de algún coche patrulla lo ponían a la sombra o si un taxista sin escrúpulos se lo llevaba y lo dejaba tirado en algún terreno baldío.

Mientras bajaba en el ascensor tuve la tentación de subir otra vez y quitarle la botella de whisky. Pero no era asunto mío y de todos modos nunca sirve para nada. Los borrachos siempre encuentran alguna manera de conseguir su veneno particular si es eso lo que quieren.

Volví a casa mordiéndome los labios. Se supone que soy un tipo duro, pero había algo en aquel individuo que me afectó. No sabía de qué se trataba, como no fuese el pelo blanco, el rostro marcado por las cicatrices, la voz bien modulada y la cortesía. Quizá bastara con eso. No había ninguna razón para que tuviera que volver a verlo. No era más que un perro perdido, como había dicho la chica.