42
Hacia el norte, al atravesar Coldwater Canyon, aumentó la temperatura. Cuando coronamos la subida e iniciamos el sinuoso descenso hacia el valle de San Fernando el aire era irrespirable y el sol abrasaba. Miré de reojo a Spencer. Llevaba chaleco, pero el calor no parecía molestarlo. Había algo que le preocupaba muchísimo más. Miraba al frente a través del parabrisas y no decía nada. Una densa capa de smog había descendido sobre todo el valle. Desde arriba parecía niebla ordinaria, pero luego entramos en ella y eso sacó a Spencer de su silencio.
—Dios del cielo, creía que el sur de California disfrutaba de un clima excelente —dijo—. ¿Qué están haciendo? ¿Quemar neumáticos viejos?
—En Idle Valley se estará mejor —le tranquilicé—. Tienen la brisa del océano.
—Me alegro de que tengan algo además de borrachos —dijo—. Por lo que he visto de la población local en los barrios residenciales de los ricos, creo que Roger Wade cometió una trágica equivocación al venir aquí a vivir. Un escritor necesita estímulos, y no de los que se embotellan. No hay nada por estos alrededores si se exceptúa una enorme resaca tostada por el sol. Me refiero, por supuesto, a la gente de la clase más alta.
Abandoné la autovía y reduje la velocidad durante el trozo polvoriento de la entrada a Idle Valley, luego encontramos de nuevo el firme pavimentado y al cabo de muy poco la brisa del océano se dejó sentir, penetrando a través del hueco entre las colinas en el extremo más alejado del lago. Rociadores que lanzaban el agua muy alta daban vueltas sobre amplias y suaves extensiones de césped y el agua hacía un sonido peculiar al golpear la hierba. En aquel momento del año la mayor parte de la gente con dinero se había marchado a algún otro sitio. Se notaba en las casas, que parecían cerradas a cal y canto, y en la manera en que la furgoneta del jardinero estaba aparcada en mitad de la avenida. Luego llegamos a la propiedad de los Wade, pasé entre los pilares de la entrada y detuve el coche detrás del Jaguar de Eileen. Spencer se apeó y se dirigió con decisión a través de las baldosas al pórtico de la casa. Llamó al timbre y la puerta se abrió casi al instante. Candy estaba allí con la chaqueta blanca, el rostro moreno y bien parecido y los penetrantes ojos negros. Todo en orden.
Spencer entró. Candy, después de mirarme un momento me dio con la puerta en las narices. Esperé y no pasó nada. Me apoyé en el timbre y oí el carillón. La puerta se abrió de golpe y Cady salió gruñendo.
—¡Váyase! Desaparezca. ¿Quiere una navaja en la tripa?
—He venido a ver a la señora Wade.
—La señora no quiere saber nada de usted.
—Apártate de mi camino, palurdo. Tengo cosas que hacer.
—¡Candy! —Era la voz de Eileen, con un tono muy cortante.
Me miró una última vez con cara de pocos amigos y retrocedió hacia el interior de la casa. Entré y cerré la puerta principal. La señora Wade estaba de pie al extremo de uno de los sofás enfrentados y Spencer se hallaba a su lado. Parecía más hermosa que nunca. Llevaba pantalones blancos, con la cintura muy alta, una camisa blanca de sport con manga corta y del bolsillo sobre el pecho izquierdo se le desbordaba un pañuelo de color lila.
—Candy se está volviendo bastante dictatorial últimamente —le dijo a Spencer—. Me alegro de verte, Howard. Te agradezco mucho que te hayas molestado en venir hasta aquí. No sabía que ibas a hacerlo acompañado.
—Marlowe se ofreció a traerme —respondió Spencer—. Me ha dicho además que quería verte.
—No se me ocurre por qué razón —dijo con frialdad. Finalmente me miró, pero no como si dejar de verme una semana hubiera provocado un vacío en su vida—. ¿Bien?
—Llevará algún tiempo —dije.
Se sentó despacio. Yo lo hice en el otro sofá. Spencer fruncía el ceño. Se quitó las gafas y las limpió. Aquello le dio una oportunidad de fruncir el ceño con más naturalidad. Luego se sentó en el otro extremo del sofá que ocupaba yo.
—Estaba convencida de que llegarías a tiempo para almorzar —le dijo Eileen, sonriendo.
—Hoy no, gracias.
—¿No? Lo comprendo, si estás demasiado ocupado. Entonces sólo quieres ver la novela.
—Si es posible.
—Claro que sí. ¡Candy! Vaya, se ha marchado. Está en el escritorio de Roger. Iré a por ella.
Spencer se puso en pie.
—¿Puedo ir yo?
Sin esperar una respuesta empezó a cruzar la habitación. Tres metros más allá, desde detrás de ella, se detuvo y me dirigió una mirada llena de crispación. Luego siguió adelante. No me moví y esperé a que la cabeza de Eileen se volviera y sus ojos me dirigiesen una mirada fría e impersonal.
—¿Por qué motivo deseaba verme? —me preguntó con voz cortante.
—Varios motivos. Veo que se ha puesto otra vez el colgante.
—Me lo pongo con frecuencia. Me lo regaló un amigo muy querido hace ya mucho tiempo.
—Sí. Me lo contó. Es una insignia militar británica de algún tipo, ¿no es cierto? La alzó con la mano todo lo que le permitió la delgada cadena de la que colgaba.
—Es una reproducción, hecha por un joyero. Más pequeña que la original y en oro y esmaltes.
Spencer regresó, se sentó de nuevo y colocó el montón de hojas amarillas en la esquina de la mesa de cóctel, delante de donde él se había sentado. Lo contempló distraídamente, pero enseguida sus ojos se volvieron hacia Eileen.
—¿Podría verlo un poco más de cerca? —le pregunté.
Eileen hizo girar la cadena hasta que estuvo en condiciones de abrir el cierre. Después me tendió el colgante o, más bien, me lo dejó caer en la mano. Luego cruzó las suyas sobre el regazo y miró con curiosidad.
—¿Por qué le interesa tanto? Es la insignia de un regimiento de la reserva llamado Artists’ Rifles. La persona que me lo regaló desapareció poco después. En Andalsnes de Noruega, en la primavera de aquel año terrible…, 1940. —Sonrió e hizo un breve gesto con una mano—. Estaba enamorado de mí.
—Eileen pasó en Londres todo el período de los bombardeos —dijo Spencer con voz opaca—. No podía marcharse.
Ninguno de los dos le hicimos caso.
—Y usted estaba enamorada de él —dije yo.
Miró hacia el suelo, luego alzó la cabeza y nuestras miradas se encontraron.
—Fue hace mucho tiempo —me respondió—. Durante una guerra siempre suceden cosas extrañas.
—Hubo un poco más que eso, señora Wade. Tal vez olvida hasta qué punto se sinceró conmigo. «Esa clase de amor desenfrenado, misterioso, improbable, que sólo se siente una vez». Cito sus palabras. En cierta manera todavía sigue enamorada de él. Es todo un detalle por mi parte compartir las mismas iniciales. Supongo que eso influyó en el hecho de que usted me eligiera.
—Su nombre no era en absoluto como el de usted —dijo con frialdad—. Y está muerto, requetemuerto.
Tendí el colgante de oro y esmaltes a Spencer. Lo aceptó a regañadientes.
—Ya lo he visto antes —murmuró.
—Corríjame si me equivoco —dije—. Consiste en una daga de hoja ancha en esmalte blanco con un borde de oro. La daga está dirigida hacia abajo y la hoja pasa por delante de dos alas en esmalte azul que se curvan hacia lo alto. Luego atraviesa un pergamino, en el que están escritas las palabras: QUIEN SE ATREVE VENCE.
Parece exacto —dijo Spencer—. ¿En dónde radica su importancia?
—La señora Wade dice que es la insignia de los Artists’ Rifles, una unidad de la reserva. Dice que se lo dio alguien que formaba parte de ese regimiento, pero que desapareció en la primavera de 1940 en Andalsnes, durante la campaña en Noruega del ejército británico.
Había conseguido que me prestaran atención. Spencer no me quitaba ojo. Se daba cuenta de que no hablaba a tontas y a locas. También Eileen lo sabía. Sus cejas leonadas se unían en una expresión de perplejidad que podía ser sincera, además de muy poco amistosa.
—Es una insignia que se lleva en la manga —dije—. Se creó porque los Artists’ Rifles se incorporaron o se integraron o se trasladaron temporalmente, o cualquiera que sea el término correcto, a una unidad especial de las fuerzas aéreas. Originalmente había sido un regimiento de infantería de la reserva. Esa insignia ni siquiera existía antes de 1947. Por consiguiente, nadie se la dio a la señora Wade en 1940. Ningún integrante del Artists’ Rifles desembarcó en Andalsnes en Noruega en 1940. Fueron los regimientos de los Sherwood Foresters y de los Leicestershires, ambos de la reserva. Artists’ Rifles, no. ¿Estoy resultando desagradable?
Spencer dejó el colgante sobre la mesa y lo empujó despacio hasta situarlo delante de Eileen. No dijo nada.
—¿Cree que no lo sabría si fuera cierto? —preguntó Eileen desdeñosamente.
—¿Cree que el Ministerio de la Guerra británico no lo sabría? —le pregunté a mi vez.
—Sin duda existe algún error —dijo Spencer con ánimo conciliador. Me di la vuelta y lo miré con severidad.
—Es una manera de enfocarlo.
—Otra es decir que soy una mentirosa —protestó gélidamente Eileen—. Nunca conocí a nadie llamado Paul Marston; nunca lo quise ni él a mí. Nunca me regaló una reproducción de la insignia de su regimiento, nunca desapareció en el campo de batalla, ni existió nunca. La insignia la compré en una tienda de Nueva York especializada en artículos de lujo importados de Gran Bretaña, cosas como objetos de cuero, zapatos de artesanía, corbatas de regimientos y de colegios privados y chaquetas de cricket, chucherías con escudos de armas y otras cosas por el estilo. ¿Le resultaría satisfactoria esa explicación, señor Marlowe?
—La última parte, sí. No la primera. Sin duda alguien le dijo a usted que era una insignia de los Artists’ Rifles y olvidó mencionar de qué clase, o no lo sabía. Pero es cierto que conoció usted a alguien llamado Paul Marston, que luchó en esa unidad y al que dieron por desaparecido en Noruega. Pero eso no sucedió en 1940, señora Wade. Sucedió en 1942 y por entonces Paul Marston pertenecía a los comandos, y no fue en Andalsnes, sino en una islita cerca de la costa, donde su comando hizo una incursión rápida.
—No veo la necesidad de adoptar una actitud tan hostil —dijo Spencer con tono de ejecutivo.
Había empezado a juguetear con las hojas amarillas que tenía delante. Yo no sabía si trataba de hacer de comparsa en beneficio mío o si estaba sencillamente irritado. Alzó un montón de hojas amarillas y lo sopesó con la mano.
—¿Lo va a comprar al peso? —le pregunté.
Pareció sorprendido, pero luego me obsequió con una sonrisa un tanto difícil.
—Eileen lo pasó muy mal en Londres —dijo—. La memoria juega a veces malas pasadas.
Me saqué del bolsillo un papel doblado.
—Seguro —dije—. Como olvidar a la persona con la que nos casamos. Esto es una copia legalizada de un certificado de matrimonio. El original se encuentra en el registro civil de Caxton Hall. La fecha de la boda es agosto de 1942. Los contrayentes son Paul Edward Marston y Eileen Victoria Sampsell. En cierto sentido la señora Wade tiene razón. No existía nadie llamado Paul Edward Marston. Era un nombre falso porque en el ejército se necesita tener permiso para casarse. El contrayente se inventó una identidad nueva. En el ejército su nombre era otro. Dispongo de todo su historial militar. Me parece sorprendente que la gente nunca quiera darse cuenta de que todo lo que hay que hacer es preguntar.
Spencer callaba ya. Se recostó en el asiento y miró fijamente. Pero no a mí. Miró a Eileen. Y ella le devolvió la mirada con una de esas sonrisas mínimas, mitad de desaprobación, mitad seductoras, que las mujeres utilizan con tanta destreza.
—Pero había muerto, Howard. Mucho antes de que conociera a Roger. ¿Qué importancia puede tener? Roger lo sabía todo. Nunca dejé de utilizar mi apellido de soltera. Dadas las circunstancias tenía que hacerlo. Estaba en el pasaporte. Luego, después de que Paul muriera en acción… —Se detuvo, respiró despacio y dejó caer una mano lenta y suavemente sobre la rodilla—. Todo terminado, acabado; todo perdido.
—¿Estás segura de que Roger lo sabía? —preguntó Howard muy despacio.
—Sabía algo —intervine—. El nombre de Paul Marston tenía un significado para él. Se lo pregunté en una ocasión y apareció en sus ojos una expresión curiosa. Pero no me dijo por qué.
Eileen hizo caso omiso de mis palabras y se dirigió a Spencer.
—Claro que Roger lo sabía.
Sonreía ya pacientemente, como si Spencer estuviera demostrando ser un poco duro de mollera. ¡Las mañas que tienen!
—En ese caso, ¿por qué mentir sobre las fechas? —preguntó Spencer con sequedad—. ¿Por qué decir que desapareció en 1940 cuando eso sucedió en 1942? ¿Por qué ponerte una insignia que no pudo regalarte y repetir una y otra vez que sí lo hizo?
—Quizás estaba perdida en un sueño —dijo Eileen dulcemente—. O en una pesadilla, para ser más exactos. A muchos de mis amigos los mataron en los bombardeos. Cuando decías buenas noches por aquel entonces tratabas de conseguir que no sonara como un adiós. Pero con frecuencia lo era. Y cuando decías adiós a un soldado todavía era peor. A los más amables y simpáticos los mataban siempre.
Spencer no dijo nada. Tampoco yo. Eileen contempló el colgante que descansaba sobre la mesa delante de ella. Lo recogió y volvió a colocárselo en la cadena que llevaba alrededor del cuello. Luego se recostó serenamente en el asiento.
—Sé que no tengo ningún derecho a seguir interrogándote, Eileen —dijo Spencer despacio—. Vamos a olvidarlo. Marlowe ha hecho una montaña de la insignia, del certificado de matrimonio y de todo lo demás. Supongo que por un momento ha conseguido desconcertarme.
—El señor Marlowe —le dijo ella con mucha tranquilidad— desorbita cosas sin importancia. Pero cuando se trata de algo realmente importante, como salvarle la vida a una persona, se encuentra en la orilla del lago, contemplando una estúpida lancha motora.
—Y nunca más volvió a ver a Paul Marston —dije yo.
—¿Cómo hubiera podido si estaba muerto?
—Usted no sabía que hubiera muerto. La Cruz Roja nunca le informó de su muerte. Podían haberlo hecho prisionero.
Se estremeció de repente.
—En octubre de 1942 —dijo muy despacio—, Hitler dio la orden de que los prisioneros de los comandos se entregaran a la Gestapo. Creo que todos sabíamos lo que eso significaba. La tortura y una muerte anónima en cualquier calabozo. —Se estremeció de nuevo—. Es usted horrible —me lanzó, ardiendo de indignación—. Quiere que viva todo aquello otra vez, para castigarme por una mentira sin importancia. Imagine que alguien a quien usted amaba hubiese sido capturado por esa gente y supiera lo que le había sucedido, lo que tuvo que sucederle. ¿Es tan extraño que trate de construirme otro tipo de recuerdos, aunque sean falsos?
—Necesito una copa —dijo Spencer—. La necesito de verdad. ¿Puedo…? Eileen dio unas palmadas y Candy se materializó de la nada, como hacía siempre. Inclinó la cabeza en dirección a Spencer.
—¿Qué le gustaría beber, señor Spencer?
—whisky solo, y mucho —dijo Spencer.
Candy se acercó a un rincón e hizo aparecer el bar que estaba empotrado en la pared. Tomó una botella y sirvió una buena cantidad en un vaso. Regresó y lo colocó en la mesa delante de Spencer. Enseguida inició la retirada.
—Quizá, Candy —dijo Eileen muy serena—, también el señor Marlowe quiera beber algo.
El mexicano se detuvo y la miró, testarudo, la expresión sombría.
—No, gracias —dije—. Nada para mí.
Candy resopló y se alejó. Se produjo otro silencio. Spencer dejó sobre la mesa la mitad de su whisky. Encendió un cigarrillo. Y se dirigió a mí sin mirarme.
—Estoy seguro de que la señora Wade o Candy podrán llevarme más adelante a Beverly Hills. O puedo pedir un taxi. Considero que ya ha dicho usted lo que quería decir.
Volví a doblar la copia legalizada del certificado de matrimonio y me la guardé en el bolsillo.
—¿Seguro que es eso lo que quiere? —le pregunté.
—Eso es lo que quiere todo el mundo.
—Bien. —Me puse en pie—. Supongo que he sido un tonto llevando las cosas de esta manera. Dado que es usted un editor importante y que tiene la capacidad intelectual correspondiente, si es que se necesita alguna, debería haber comprendido que no he venido hasta aquí sólo para hacer de malo. No saco a relucir historias pasadas ni me gasto dinero en enterarme de los hechos sólo para retorcérselos a alguien en torno al cuello. No he investigado a Paul Marston porque la Gestapo lo asesinara, ni porque la señora Wade llevara una insignia equivocada, ni porque confundiera las fechas, ni porque se casara con él en unas de esas precipitadas bodas que se producen en las guerras. Cuando empecé a investigar a Paul Marston no sabía ninguna de esas cosas. Todo lo que sabía era su nombre. ¿Y cómo supone usted que lo supe?
—Sin duda alguien se lo dijo —me replicó Spencer con tono cortante.
—Cierto, señor Spencer. Alguien que lo conoció en Nueva York después de la guerra y más adelante lo vio aquí, en Chasen’s, con su mujer.
—Marston es un apellido muy corriente —dijo Spencer antes de tomar otro trago de whisky. Volvió la cabeza hacia un lado y el párpado derecho se le bajó algo así como un centímetro. De manera que me volví a sentar—. Incluso es bien difícil que haya un solo Paul Marston. En la guía telefónica del Gran Nueva York, por ejemplo, hay diecinueve Howard Spencer. Y cuatro de ellos son exactamente Howard Spencer sin inicial intermedia.
—Sí. ¿Cuántos Paul Marston diría usted que podrían tener un lado de la cara destrozado por un proyectil de mortero de acción retardada y que mostrasen las cicatrices y las marcas de la cirugía plástica con que se corrigieron los destrozos?
A Spencer se le abrió la boca. Hizo un ruido como de alguien que respira con dificultad. Sacó un pañuelo y se lo pasó por las sienes.
—¿Cuántos Paul Marston diría usted que podrían haber salvado simultáneamente la vida de un par de dueños de garitos llamados Mendy Menéndez y Randy Starr? Los dos están aún vivitos y coleando y tienen buena memoria. Saben hablar cuando les conviene. ¿Por qué seguir fingiendo, Spencer? Paul Marston y Terry Lennox eran la misma persona. Y se puede probar sin sombra de duda.
No esperaba que nadie diera saltos de dos metros o gritara y nadie lo hizo. Pero hay un tipo de silencio que es casi tan fuerte como un grito. Eso fue lo que conseguí. Un silencio a todo mi alrededor, denso y total, oí correr el agua en la cocina. En el exterior, oí el ruido sordo de un periódico doblado al golpear la avenida, y luego el silbar suave, desafinado, del chico que se alejaba otra vez en su bicicleta.
Sentí una picadura insignificante en la nuca. Me aparté lo más deprisa que pude y volví la cabeza. Vi a Candy de pie, con la navaja en la mano. El rostro, moreno, seguía como tallado en madera, pero advertí en sus ojos algo que no había visto otras veces.
—Está cansado, amigo —dijo amablemente—. Le preparo algo de beber, ¿no?
—whisky con hielo, gracias —dije.
—Ahorita mismo, señor.
Cerró la navaja con un ruido seco, la dejó caer en el bolsillo de la chaqueta blanca y se alejó sin hacer ruido.
Luego miré por fin a Eileen. Estaba inclinada hacia delante, las manos entrelazadas con fuerza. La inclinación del rostro ocultaba su expresión, si es que tenía alguna. Y cuando habló, su voz transmitió la lúcida vacuidad de la voz impersonal que da el tiempo por teléfono y que, si se siguiera escuchando, cosa que nadie hace porque no hay razón para ello, seguiría diciendo eternamente cómo pasan los segundos, sin el menor cambio de inflexión.
—Lo vi una vez, Howard. Sólo una vez. Pero no le hablé. Ni él a mí. Estaba terriblemente cambiado. El pelo blanco y el rostro…, no era ya la misma cara. Por supuesto lo reconocí y claro está que él a mí. Nos miramos. Eso fue todo. Luego salió de la habitación y al día siguiente se había marchado también de la casa. Era en el domicilio de los Loring donde lo vi, y también a ella. Una tarde, a última hora. Estabas allí, Howard. Roger también. Supongo que lo viste.
—Nos presentaron —dijo Spencer—. Sabía con quién estaba casado.
—Linda Loring me dijo que desapareció sin dar explicación alguna. No hubo una pelea. Luego, al cabo del tiempo, esa mujer se divorció de él. Y más adelante oí que lo volvió a encontrar. Paul estaba en una situación penosa. Se casaron de nuevo. Dios sabe por qué. Supongo que como no tenía un céntimo, todo le daba igual. Sabía que me había casado con Roger. Estábamos perdidos el uno para el otro.
—¿Por qué? —preguntó Spencer.
Candy me puso el vaso delante sin decir una palabra. Miró a Spencer, que hizo un gesto negativo con la cabeza. Candy se esfumó. Nadie le prestaba la menor atención. Era como el atrezista en una obra de teatro chino, el individuo que cambia de sitio las cosas en el escenario, mientras los actores y el público se comportan como si no existiera.
—¿Por qué? —repitió ella—. No; no lo entenderías. Lo que teníamos en común se había perdido. Imposible recuperarlo. La Gestapo no acabó con él después de todo. Debió de haber algunos nazis decentes que no obedecieron la orden de Hitler sobre los comandos. De manera que sobrevivió y regresó. Por mi parte, fantaseaba a veces con la esperanza de volver a verlo tal como había sido, entusiasta, joven, intacto. Pero encontrarlo casado con aquella puta pelirroja…, aquello era repugnante. Yo sabía ya lo de ella y Roger. No me cabe duda de que también Paul lo sabía. Y Linda Loring, que también es un poco golfa, pero no del todo. Todas lo son en ese grupo. Me preguntas por qué no dejé a Roger y volví con Paul. ¿Después de que hubiera estado en brazos de su mujer, los mismos brazos en los que Roger había encontrado tan buena acogida? No, muchas gracias. Necesito algo un poco más estimulante. A Roger podía perdonárselo. Bebía, no sabía lo que estaba haciendo. Le angustiaba su trabajo y se despreciaba porque no era más que un mercenario, un emborronador de cuartillas. Una persona débil, en guerra consigo mismo, frustrado, pero disculpable. Un marido. Paul o era mucho más o no era nada. Al final no fue nada.
Bebí un trago de mi whisky. Spencer había terminado el suyo. Rascaba distraídamente la tela del sofá. Se había olvidado del montón de papel que tenía delante: la novela inconclusa de un autor muy popular y totalmente acabado.
—Yo no diría que no era nada —intervine.
Eileen alzó los ojos, me miró distraídamente y bajó de nuevo la cabeza.
—Menos que nada —dijo, con una nota de sarcasmo en la voz que era nueva—. Sabía lo que Sylvia hacía y se casó con ella. Luego, porque su mujer era lo que era, la mató. Y después salió huyendo y se suicidó.
—No la mató —dije—, y usted lo sabe.
Se irguió, sin brusquedad alguna, y me miró como sin comprender. Spencer dejó escapar un ruido impreciso.
—La mató Roger —dije—, y también eso lo sabe.
—¿Se lo dijo él? —preguntó sin alzar la voz.
—No hizo falta. Me dio un par de pistas. Lo hubiera contado con el tiempo, a mí o a otra persona. Le estaba destrozando no hacerlo.
Eileen negó apenas con la cabeza.
—No, señor Marlowe. Ésa no es la razón de que se atormentara de la manera en que lo hacía. Roger no sabía que la había matado. No recordaba nada en absoluto. Sabía que algo no encajaba y quería sacarlo a la superficie, pero no lo conseguía. La violencia de los hechos había borrado el recuerdo de lo sucedido. Quizá acabaría por aflorar y quizá fue eso lo que sucedió en los últimos momentos de su vida. Pero no antes. No hasta entonces.
—Cosas así no suceden, Eileen —dijo Spencer con algo parecido a un gruñido.
—Sí, sí; suceden —intervine yo—. Sé de dos casos totalmente comprobados. Uno de un borracho con lagunas en la memoria que mató a una mujer con la que ligó en un bar. La estranguló con un fular que se sujetaba con un alfiler llamativo. La mujer fue a casa del borracho y no se sabe lo que sucedió allí, excepto que ella acabó muerta y que cuando la policía echó el guante al asesino, llevaba el alfiler en la corbata y no tenía ni la más remota idea de cómo había llegado a su poder.
—¿Nunca? —preguntó Spencer—. ¿O sólo en el momento?
—Nunca reconoció haberlo hecho. Y ya no es posible preguntárselo. Lo enviaron a la cámara de gas. El otro caso es de un individuo con una herida en la cabeza. Vivía con un homosexual rico, de ésos que coleccionan primeras ediciones, son expertos en cocina y tienen una biblioteca secreta, muy lujosa, detrás de una pared falsa. Los dos discutieron y se pelearon por toda la casa, de habitación en habitación; todo acabó patas arriba y el tipo con dinero se llevó finalmente la peor parte. El homicida, cuando lo atraparon, tenía docenas de magulladuras y un dedo roto. Sólo estaba seguro de que le dolía la cabeza y de que no encontraba el camino para regresar a Pasadena. No hacía más que dar vueltas y detenerse en la misma gasolinera para que lo orientaran. El tipo de la gasolinera decidió que estaba loco y llamó a la policía. Cuando volvió a pararse allí, lo estaban esperando.
—No creo que a Roger le pasara una cosa así —dijo Spencer—. No estaba más loco que yo.
—Perdía el conocimiento cuando se emborrachaba —aseguré.
—Yo estaba presente. Le vi hacerlo —dijo Eileen con perfecta calma.
Sonreí a Spencer. Era al menos algo parecido a una sonrisa, no una muy alegre con toda seguridad, pero noté que mi cara lo estaba haciendo lo mejor que podía.
—Nos lo va a contar —le dije—. Escuche. Es eso lo que va a hacer. No se puede contener.
—Sí, es cierto —afirmó Eileen sesudamente—. Hay cosas que a nadie le gusta contar acerca de un enemigo, y mucho menos aún de su propio esposo. Y si tengo que contarlas públicamente en el estrado de los testigos, no lo vas a pasar bien, Howard. Tu excelente autor, con tanto talento, incluso tan popular y lucrativo, va a resultar bastante despreciable. Un conquistador, irresistible para las mujeres, ¿no es eso? En la página impresa, quiero decir. ¡Y hasta qué punto el pobre imbécil se esforzaba por estar a la altura de su reputación! Sylvia Lennox no era para él más que un trofeo de caza. Los espié. Debería avergonzarme de haberlo hecho. Es obligado decir cosas así, pero no me avergüenzo de nada. Presencié la odiosa escena. El pabellón de huéspedes que utilizaba para sus aventuras es un lugar convenientemente aislado con garaje propio y entrada por un callejón sin salida, a la sombra de grandes árboles. Llegó el momento, como inevitablemente sucede con personas como Roger, en que dejó de ser un amante satisfactorio. Tan sólo un poquito demasiado borracho. Roger trató de marcharse, pero ella fue detrás gritando, completamente desnuda, esgrimiendo una estatuilla. Utilizaba un lenguaje tan sucio y depravado que no voy a intentar describirlo. Luego trató de golpearlo con la estatuilla. Ustedes dos son hombres y deben de saber que nada escandaliza tanto a un varón como oír a una mujer, en teoría refinada, emplear el lenguaje del arroyo y de los urinarios públicos. Estaba borracho, sufría ataques repentinos de violencia y tuvo uno entonces. Le arrancó la estatuilla de la mano. Pueden imaginarse lo demás.
—Tuvo que correr mucha sangre —dije.
—¿Sangre? —rió amargamente—. Deberían haberlo visto cuando llegó a casa. Mientras yo salía corriendo en busca de mi coche para marcharme, Roger, inmóvil, se limitaba a contemplarla, tendida a sus pies. Luego se inclinó, la cogió en brazos y la devolvió al pabellón de huéspedes. Yo sabía entonces que la impresión lo había serenado en parte. Volvió a casa al cabo de una hora. Muy tranquilo. Se estremeció al ver que lo estaba esperando. Pero ya no estaba borracho. Sólo aturdido. Tenía sangre en la cara, en el pelo, en toda la parte delantera de la chaqueta. Lo llevé al aseo anexo al estudio, lo desnudé y lo limpié lo suficiente para que pudiera subir a ducharse al piso alto. Luego lo acosté. Busqué una maleta vieja, bajé, recogí toda la ropa manchada de sangre y la metí dentro. Limpié el lavabo y el suelo y luego me aseguré también, con una toalla húmeda, de que su coche quedaba limpio. Lo guardé en el garaje y saqué el mío. Me fui al embalse de Chatsworth y ya se pueden imaginar lo que hice con la maleta llena de ropa y toallas ensangrentadas.
Guardó silencio. Spencer se estaba rascando la palma de la mano izquierda. Eileen lo miró un instante y prosiguió.
—Mientras yo estaba fuera Roger se levantó y bebió muchísimo whisky. A la mañana siguiente no recordaba absolutamente nada. Es decir, no dijo una palabra sobre todo ello, y se comportó como si no tuviera otra cosa en la cabeza que los efectos de la resaca. Y yo no dije nada.
—Echaría de menos la ropa —dije.
Eileen asintió con la cabeza.
—Creo que se dio cuenta a la larga, pero no lo dijo. Todo pareció precipitarse. Los periódicos no hablaban de otra cosa, Paul desapareció y a los pocos días estaba muerto en México. ¿Cómo iba yo a saber lo que sucedería? Se trataba de mi marido. Había hecho una cosa terrible, pero Sylvia era una mujer espantosa. Y Roger ni siquiera supo lo que hacía. Luego, casi tan de repente como había empezado, los periódicos dejaron de hablar del asunto. El padre de Linda tuvo sin duda algo que ver. Roger leía los periódicos, por supuesto, y hacía exactamente el tipo de comentarios que se esperaría de un simple espectador que por casualidad conoce a los protagonistas.
—¿No tenías miedo? —preguntó Spencer con tono sosegado.
—Enfermé de miedo, Howard. Si Roger recordaba lo sucedido, lo más probable sería que me matara. Era un buen actor, la mayoría de los escritores lo son, y quizá lo sabía ya y estaba esperando una oportunidad. Pero tampoco estaba segura. Cabía, era posible, que lo hubiera olvidado todo para siempre. Y Paul había muerto.
—Si no mencionó nunca la ropa que usted había tirado al embalse, eso demuestra que sospechaba algo —intervine—. Y, recuerde, en aquellas notas que dejó en la máquina de escribir, cuando disparó una vez en el piso de arriba y la encontré a usted tratando de quitarle la pistola, decía que un hombre bueno había muerto por él.
—¿Decía eso?
Sus ojos se dilataron en la medida adecuada.
—Lo escribió…, a máquina. Lo rompí, me lo pidió él. Supuse que usted lo había leído ya.
—Nunca leía nada de lo que escribía en su estudio.
—Leyó la nota que dejó cuando Verringer se lo llevó. Incluso sacó algo de la papelera.
—Aquello fue diferente —dijo con frialdad—. Buscaba una pista que me indicara dónde se había ido.
—De acuerdo —dije, recostándome en el asiento—. ¿Hay algo más? Negó con la cabeza, despacio, con infinita tristeza.
—Supongo que no. Al final, la tarde que se quitó la vida, cabe que recordara. Nunca lo sabremos. ¿Queremos saberlo?
Spencer se aclaró la garganta.
—¿Qué papel desempeñaba Marlowe en todo esto? Fue idea tuya utilizarlo. Tú me convenciste, no sé si lo recuerdas.
—Estaba terriblemente asustada. Me daba miedo Roger y también temía por él. El señor Marlowe era amigo de Paul, casi la última persona entre quienes lo conocían que lo había visto con vida. Paul podía haberle contado algo. Tenía que estar segura. Si era peligroso, quería que estuviese de mi parte. Si descubría la verdad, quizá hubiera aún alguna manera de salvar a Roger.
De repente, y sin ningún motivo que a mí me pareciera claro, Spencer endureció su actitud. Se inclinó hacia delante y sacó la mandíbula.
—Vamos a ver si consigo aclararme, Eileen. Tenemos a un detective privado que ya estaba mal visto por la policía. Lo habían metido en la cárcel. Se suponía que había ayudado a Paul (lo llamo así porque lo haces tú) a escapar a México. Eso es un delito grave si Paul era un asesino. De manera que si lograba descubrir la verdad y demostrar su inocencia, ¿contabas con que se quedara mano sobre mano sin hacer nada? ¿Era ésa tu idea?
—Tenía miedo, Howard. ¿Es que no lo entiendes? Vivía con un asesino capaz de ataques violentos de locura. Estaba sola con él buena parte del tiempo.
—Eso lo entiendo —dijo Spencer, todavía mostrándose duro—. Pero Marlowe no aceptó y tú seguías sola. Luego Roger disparó con el revólver y durante una semana más seguiste sola. Finalmente Roger se suicidó y, muy convenientemente, fue Marlowe quien se quedó solo con él.
—Es cierto —dijo ella—. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Podía yo evitarlo?
—De acuerdo —dijo Spencer—. Existe otra posibilidad: quizá pensaste que Marlowe descubriría la verdad y, con el precedente de que Roger ya había disparado una vez, entregara el revólver a tu marido y le dijera algo así como «Mire, amigo, es usted un asesino; lo sé yo y también lo sabe su esposa, que es una mujer estupenda. Ya ha sufrido bastante. Por no decir nada del marido de Sylvia Lennox. ¿Por qué no se porta como un caballero y se quita de en medio? Todo el mundo dará por sentado que ha sido consecuencia de los excesos en la bebida. De manera que me iré dando un paseo hasta la orilla del lago y me fumaré un pitillo, compadre. Buena suerte y hasta siempre. Ah, aquí está el revolver. Cargado y todo suyo».
—Te estás poniendo insoportable, Howard. No pensé nada parecido.
—Le dijiste a la policía que Marlowe había matado a Roger. ¿Se puede saber con qué intención?
Eileen me miró brevemente, casi con timidez.
—Fue una terrible equivocación. No sabía lo que decía.
—Quizá pensabas que Marlowe había disparado contra Roger —sugirió Spencer con mucha calma.
Eileen entornó los ojos.
—¡No, Howard, no! ¿Por qué haría Marlowe una cosa así? Es una idea abominable.
—¿Por qué? —Spencer quería saberlo—. ¿Qué tiene de abominable? La policía pensó la mismo. Y Candy les dio el motivo. Dijo que Marlowe pasó dos horas en tu dormitorio la noche que Roger hizo un agujero en el techo…, después de que Roger se durmiera a fuerza de pastillas.
La señora Wade enrojeció hasta la raíz del pelo. Lo miró incapaz de hablar.
—Y además que ibas desnuda —añadió Spencer de manera brutal—. Eso fue lo que Candy les dijo.
—Pero durante la investigación… —protestó Eileen con la voz quebrada. Spencer la interrumpió.
—La policía no creyó la historia de Candy. Por eso no la repitió ante el juez de instrucción.
—Ah. —Era un suspiro de alivio.
—Además —continuó Spencer con gran frialdad— la policía sospechaba de ti. Todavía sospecha. Todo lo que se necesita es un motivo. Tengo la impresión de que ahora estarían en condiciones de encontrar uno.
Eileen se había puesto en pie.
—Será mejor que salgan los dos de mi casa —dijo indignada—. Cuanto antes mejor.
—Bien, ¿lo hiciste o no lo hiciste? —preguntó Spencer con mucha tranquilidad, sin moverse excepto para buscar su vaso, que estaba vacío.
—¿Hice o no hice qué?
—Disparar contra Roger.
De pie, se lo quedó mirando. El color había desaparecido. La tez, blanca, y el rostro tenso y furioso.
—Estoy haciéndote las preguntas que te harían en un juicio.
—Había salido. Olvidé las llaves. Tuve que llamar al timbre para entrar en casa. Estaba muerto cuando llegué. Son hechos conocidos. ¿Qué mosca te ha picado, por el amor de Dios?
Spencer se sacó el pañuelo y se limpió los labios.
—He estado veinte veces en esta casa, Eileen. Nunca he visto que, de día, la puerta principal se cerrase con llave. No digo que disparases. Sólo te lo he preguntado. Y no me digas que era imposible. Tal como se pusieron las cosas habría sido muy fácil.
—¿Maté a mi esposo? —preguntó despacio y con asombro.
—Suponiendo —dijo Spencer con el mismo tono indiferente— que fuese tu marido. Tenías otro cuando te casaste con él.
—Gracias, Howard. Muchísimas gracias. El último libro de Roger, su canto del cisne, está ahí delante de ti. Cógelo y vete. Creo que será mejor que llames a la policía y les digas lo que piensas. Un final encantador para nuestra amistad. Imposible superarlo. Adiós, Howard. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. Voy a ir a mi habitación a tumbarme un rato. En cuanto al señor Marlowe, y supongo que es él quien está detrás de todo lo que has dicho, sólo puedo decirle que si no mató a Roger en un sentido literal, desde luego lo empujó a la muerte.
Se dio la vuelta para marcharse.
—Señora Wade —dije con aspereza—; sólo un momento. Vamos a terminar el trabajo. No hay por qué tomárselo a mal. Todos estamos tratando de hacer las cosas como es debido. La maleta que tiró usted al pantano de Chatsworth, ¿pesaba mucho?
Se volvió y me miró fijamente.
—Era una maleta vieja, como ya he dicho. Sí, pesaba mucho.
—¿Cómo consiguió pasarla por encima de la cerca metálica, muy alta, que rodea el pantano?
—¿La cerca? —Hizo un gesto de impotencia—. Supongo que en los momentos difíciles se tiene una fuerza anormal para hacer lo que se tiene que hacer. No sé cómo pero el caso es que lo hice. Nada más.
—No hay ninguna cerca —dije.
—¿No hay una cerca? —repitió débilmente, como si la frase no significase nada.
—Ni había sangre en la ropa de Roger. En cuanto a Sylvia Lennox, no la mataron fuera del pabellón de huéspedes, sino dentro, en la cama. Y no hubo sangre prácticamente, porque ya estaba muerta, por herida de bala, de manera que cuando se utilizó la estatuilla para convertirle la cara en una masa sanguinolenta, se estaba golpeando a una muerta. Y los muertos, señora Wade, apenas sangran.
Torció el gesto en mi dirección, despreciativamente.
—Supongo que estaba usted allí —dijo con desdén.
Luego se alejó.
Nos quedamos mirándola. Subió despacio las escaleras, moviéndose con tranquila elegancia. Desapareció en su habitación y la puerta se cerró con suavidad pero con firmeza tras ella. Silencio.
—¿Qué historia es ésa de la cerca metálica? —me preguntó Spencer distraídamente.
Movía la cabeza hacia atrás y hacia delante, muy colorado y cubierto de sudor. Se lo estaba tomando con mucho ánimo, pero no le resultaba fácil.
—Sólo un truco —dije—. Nunca he estado lo bastante cerca del pantano de Chatsworth para saber el aspecto que tiene. Puede que tenga una cerca, puede que no.
—Entiendo —dijo melancólicamente—. Pero lo importante es que Eileen tampoco lo sabía.
—Por supuesto que no. Fue ella quien mató a los dos.