9. El círculo de los sentimientos humanos
Un código ético como el del Japón, que lleva a tales extremos la obligación de devolver y exige tan firmes renuncias, podría, consecuentemente, haber calificado los deseos personales como un mal que debe ser desarraigado del corazón. Esta es la clásica doctrina budista, y por eso sorprende doblemente que el código japonés sea tan comprensivo respecto a los placeres de los sentidos. A pesar de que el Japón es una de las naciones budistas más importantes del mundo, su ética en este punto contrasta grandemente con las enseñanzas de Gautama Buda y de los libros sagrados del budismo. Los japoneses no condenan la satisfacción del placer. No son puritanos. Consideran los placeres físicos como algo bueno que se debe cultivar. Los buscan y los valoran, pero han de ser mantenidos en su lugar; nunca deben interferir con los asuntos serios de la vida.
Semejante código mantiene la vida en una tensión muy elevada. Un hindú comprende más fácilmente que un norteamericano las consecuencias de la aceptación japonesa de los placeres sensuales. Los norteamericanos no creen que el placer exija un aprendizaje; un hombre puede rehusar entregarse a los placeres sensuales, pero la tentación a la cual se resiste le es conocida. Sin embargo, los placeres, igual que los deberes, requieren aprendizaje. En muchas culturas, los placeres no son objeto de enseñanza y por ello es especialmente fácil para la gente entregarse al cumplimiento del deber, aunque exija sacrificios personales. Incluso la atracción física entre hombre y mujer ha sido en ocasiones minimizada hasta tal punto que rara vez amenaza el suave curso de la vida familiar, cuyos puntos de apoyo, en estos países, están en otro tipo de consideraciones. Los japoneses se complican la vida al cultivar los placeres físicos y establecer después un código en el cual estos mismos placeres son cosas secundarias a las que no hay que entregarse como si fueran de importancia vital. Cultivan los placeres de la carne como artes y luego, cuando los han saboreado plenamente, los sacrifican al deber.
Uno de los pequeños placeres corporales más apreciado en el Japón es el baño caliente. Para el cultivador de arroz más pobre o el criado más humilde, igual que para el rico aristócrata, bañarse diariamente en agua extremadamente caliente es parte de la rutina del final de la tarde. La bañera más corriente es un barril de madera con un fuego de carbón vegetal debajo para mantener el agua caliente a 43 grados centígrados o más. La gente se lava y se enjuaga completamente antes de meterse en el baño, y luego se entregan al placer y relajamiento de la inmersión en agua caliente. Se sientan en el baño con las rodillas encogidas, en posición fetal, cubiertos de agua hasta la barbilla. El baño diario tiene para ellos el mismo valor higiénico que para los norteamericanos, pero añaden a esto una refinada cualidad recreativa que es muy difícil de encontrar en los hábitos de baño del resto del mundo. Cuanto mayor se hace uno, dicen, más gusta.
Hay numerosas formas de disminuir el costo y las dificultades de procurarse estos baños; es algo a lo cual no renuncian. En las ciudades y pueblos existen baños públicos, como piscinas, donde uno puede ir, meterse en el agua y charlar con el vecino que la ocasión le depare. En las aldeas rurales, varias mujeres se turnan en la preparación del baño en el jardín de la casa —evitar la presencia de los demás mientras uno se baña no forma parte del pudor japonés— que sus familias usarán por turno. En cualquier familia, incluso en las casas más elegantes, siempre se entra en la bañera familiar siguiendo un orden estricto: el invitado, el abuelo, el padre, el hijo mayor, y así sucesivamente hasta el criado más humilde. Salen del baño rojos como cangrejos y se reúnen para gozar de la hora más relajada del día, antes de la comida de la tarde.
A pesar de ser el baño un placer tan sumamente apreciado, también era tradicional la costumbre austerísima de darse duchas frías con el fin de «endurecerse». Se le suele llamar «ejercicio invernal» o «la fría austeridad», y todavía existe, pero no en la antigua forma tradicional. Ésta exigía salir antes del amanecer para ponerse debajo de la cascada de un frío arroyo de montaña. El solo hecho de verter agua helada sobre uno mismo en una noche de invierno y en la propia casa —sin calefacción— era de por sí una severa disciplina. Percival Lowell describe la costumbre tal como existía en la última década del siglo pasado. Los hombres que aspiraban a poderes especiales de curación o de profecía —sin que ello supusiera convertirse en sacerdotes— practicaban la austeridad del frío antes de acostarse y se levantaban a las dos de la madrugada para repetir esa acción a la hora «en que los dioses se bañan». Lo volvían a hacer al levantarse por la mañana, al mediodía y al anochecer[24].
La práctica de esta disciplina antes del amanecer era particularmente popular entre personas que querían aprender a tocar un instrumento musical o prepararse para alguna otra carrera secular. Exponerse a cualquier tipo de frío es un buen método para endurecerse, y se considera muy meritorio que los niños, al estudiar caligrafía, terminen sus períodos de prácticas con los dedos agarrotados y con sabañones. Las escuelas elementales modernas no tienen calefacción, y esto se considera muy recomendable porque endurece a los niños para las futuras dificultades de la vida. Los occidentales, sin embargo, se han impresionado más por los continuos constipados y las narices mocosas, que esta costumbre en nada remedia.
Dormir es otro placer favorito. Es una de las artes más perfeccionadas por los japoneses. Duermen con una relajación completa, en cualquier posición y en circunstancias en que para nosotros sería totalmente imposible. Esto ha sorprendido a muchos occidentales interesados en el Japón. Los norteamericanos consideran el insomnio casi como sinónimo de tensión psíquica, y, según nuestro barómetro, en el carácter japonés se dan tensiones muy elevadas. Sin embargo, para ellos dormir bien es un juego de niños. Se acuestan temprano, y es difícil encontrar otra nación oriental que haga lo mismo. Los aldeanos, que se acuestan poco después del anochecer, no siguen nuestra teoría de acumular energías para la mañana siguiente, ya que desconocen este tipo de cálculo. Un occidental muy familiarizado con el carácter japonés escribió: «Cuando uno va al Japón tiene que dejar de creer que es un deber ineludible prepararse para el trabajo de la mañana siguiente durmiendo y descansando por la noche. Hay que considerar el sueño como algo independiente de la recuperación, el descanso o el recreo». Es algo que debe hallar en sí mismo su justificación, como debería ocurrir con el trabajo, «sin referencia a ningún otro hecho conocido de la vida o de la muerte»[25]. Los norteamericanos están acostumbrados a considerar el sueño como algo que uno hace para mantenerse en forma, y el primer pensamiento que acude a la mayoría de nosotros al despertarnos por la mañana es calcular cuántas horas hemos dormido durante la noche. Del número de horas depende la energía y eficiencia que tendremos durante el día. Los japoneses duermen por otras razones. Les gusta, y cuando no hay ningún inconveniente en ello, se van de buena gana a dormir.
De la misma manera, están dispuestos a sacrificar despiadadamente el sueño sin ningún miramiento. Un estudiante que se prepara para los exámenes trabaja de día y de noche, sin que le frene la idea de que el sueño le serviría de ayuda para hacer un buen examen. En el entrenamiento de un soldado, el sueño es simplemente algo que se sacrifica a la disciplina. El coronel Harold Doud, agregado al Ejército japonés desde 1934 a 1935, cuenta su conversación con cierto capitán Teshima. Durante las maniobras de tiempo de paz, las tropas se vieron obligadas, «en dos ocasiones, a pasarse tres días y dos noches sin dormir, excepto lo que pudieran aprovechando los descansos de diez minutos y los breves momentos de tranquilidad. Algunas veces, los hombres dormían al caminar. Nuestro alférez causó gran hilaridad al chocar contra un montón de madera al lado de la carretera por caminar completamente dormido». Cuando, al fin, llegaron al campamento, tampoco tuvieron oportunidad de dormir; todos fueron asignados a puestos en la avanzada o a patrullar. «Pero ¿por qué no deja usted que algunos duerman?», pregunté. «¡Oh, no! —contestó—. No es necesario. Ellos ya saben dormir. Necesitan aprender a estar despiertos»[26]. Esto sintetiza maravillosamente el punto de vista japonés.
El comer, como el baño y el dormir, es a la vez una relajación que se disfruta simplemente por placer y una disciplina impuesta para endurecer. A modo de ceremonia placentera, los japoneses se entregan a comidas de innumerables platos, que toman a cucharaditas y que se elogian tanto por su aspecto como por su sabor. Pero, por otra parte, se insiste en la disciplina. «Comer rápido, defecar rápido; estas dos cosas juntas constituyen una de las virtudes japonesas mayores», dice Eckstein citando a un aldeano japonés[27]. «El comer no está considerado como un acto importante […] Comer es necesario como sustento; por tanto, debe realizarse lo más rápidamente posible. A los niños, sobre todo a los varones, no se les enseña, como en Europa, a comer lentamente, sino que se les anima a hacerlo lo más rápidamente posible»[28]. En los monasterios budistas, donde los sacerdotes viven bajo una disciplina, se pide en las oraciones de antes de comer que no se les permita olvidar nunca que el alimento es tan sólo una medicina; la idea es que quienes desean fortalecerse deberán ignorar la comida como placer y considerarla únicamente como una necesidad.
De acuerdo con las ideas japonesas, la privación voluntaria del alimento es una prueba especialmente buena para demostrar lo «endurecido» que uno está. Quedarse sin comer, lo mismo que renunciar a los baños calientes y al sueño, es una oportunidad de demostrar que uno puede «aguantar» y, como el samurái, de meterse «un palillo entre los dientes». Si uno resiste esta prueba de aguantar sin comer, sus fuerzas, en lugar de disminuir por falta de calorías y vitaminas, aumentarán gracias a la victoria que ha supuesto para el espíritu. Los japoneses no reconocen la relación que los norteamericanos postulan entre la nutrición del cuerpo y su fortaleza. Por eso, durante la guerra, Radio Tokio podía aconsejar a las personas en los refugios antiaéreos que la gimnasia devolvería fuerza y vigor a quienes padecían hambre.
El amor romántico es otro «sentimiento humano» que los japoneses cultivan. Es algo que forma parte de la vida japonesa, por más que se contradiga con las costumbres matrimoniales y las obligaciones hacia la familia. Sus novelas se ocupan constantemente de él, y, como en la literatura francesa, los protagonistas ya están casados. Los dobles suicidios de parejas enamoradas son temas favoritos en la lectura y en la conversación. El relato de Genji, del siglo X, es una novela de amor romántico tan elaborada como pueda serlo cualquiera de las grandes novelas de otros países, y los relatos amorosos, tanto de señores feudales como de samurái del período feudal, son de este mismo estilo romántico. Hoy en día sigue siendo uno de los temas fundamentales de sus novelas y ofrece un gran contraste con la literatura china. Los chinos se ahorran muchos problemas al minimizar el amor romántico y los placeres eróticos, y, en consecuencia, su vida familiar tiene un carácter notablemente estable.
Los norteamericanos podemos, por supuesto, comprender a los japoneses mejor que a los chinos en este aspecto, pero es una comprensión bastante limitada. Tenemos muchos tabúes sobre los placeres eróticos que no tienen los japoneses, pues en esta cuestión no son moralistas, mientras que nosotros sí lo somos. Para ellos, el sexo, como cualquier otro «sentimiento humano», es de todo punto bueno, siempre que conserve su lugar secundario en la vida. Nada hay de malo en los «sentimientos humanos»; por tanto, no es necesario ser moralista acerca de los placeres sexuales. Todavía comentan el hecho de que los norteamericanos y británicos consideren pornográficos algunos de sus más apreciados libros de pinturas, o que vean al Yoshiwara —el distrito de las geishas y las prostitutas— bajo una luz tan turbia. Los japoneses, ya en los primeros años de contacto con Occidente, se mostraron muy sensibles ante esta censura de los extranjeros y promulgaron leyes para hacer que sus costumbres estuvieran más conformes con las normas occidentales. Pero ninguna regulación legal ha sido capaz de tender un puente entre las diferencias culturales.
Los japoneses cultos se percatan claramente de que los ingleses y los norteamericanos consideran inmorales y obscenas cosas que para ellos no lo son; sin embargo, no son tan conscientes del abismo existente entre nuestras actitudes convencionales y su credo de que los «sentimientos humanos» no deben mezclarse con los asuntos serios de la vida. No obstante, es una de las causas principales de nuestra dificultad para comprender la actitud japonesa sobre el amor y el placer erótico. Ellos hacen dos apartados distintos: en el uno está la esposa y en el otro el placer erótico. Ambos están abiertos y a la vista de todos en lugar de separados, como en la vida norteamericana, por el hecho de ser uno de los sectores aquel que un hombre admite públicamente y el otro algo subrepticio. Para los japoneses, la diferencia entre los sectores se debe a que uno está en el círculo de las principales obligaciones del hombre y el otro en el del esparcimiento. Esta manera de situar cada sector en su «lugar correspondiente» hace que ambos estén igual de separados tanto para el padre de familia ideal como para el libertino. Los japoneses no idealizan, como lo hacemos en Estados Unidos, al amor y al matrimonio presentándolos como la misma cosa. Nosotros consideramos el amor como la base de la elección de cónyuge. «Estar enamorado» es nuestra razón más importante para el matrimonio. Una vez casados, la atracción física que siente el marido hacia otra mujer es humillante para la esposa porque está ofreciendo a otra lo que con todo derecho le pertenece a ella. Los japoneses lo juzgan de modo distinto. En la elección de una esposa, el joven debe inclinarse ante la decisión de sus padres y casarse ciegamente, y ha de observar gran formalidad en las relaciones con su esposa. Incluso en la vida cotidiana de la familia, los hijos no observan jamás ningún gesto de índole erótica entre sus padres. «El objeto real del matrimonio es considerado en este país —dice un japonés contemporáneo en una revista— como la procreación de hijos y la continuidad de la vida familiar a través de ellos. Cualquier otro propósito sólo sirve para desvirtuar su auténtico significado».
Esto no quiere decir que un hombre, para permanecer virtuoso, haya de limitarse a este tipo de vida. Si puede permitirse el lujo, tendrá una querida. En fuerte contraste con China, no incorpora a la familia a la mujer con la que se ha encaprichado. Si lo hiciera, confundiría esos sectores de la vida que debe mantener separados. Puede que la muchacha sea una geisha, muy adiestrada en la música, el baile, el masaje y las artes del entretenimiento, o quizá sea una prostituta. En cualquier caso, él firma un contrato con la casa donde está empleada, y este contrato la protege a ella del abandono y le asegura una compensación financiera. La instala en una casa propia. Solamente en casos excepcionales, como, por ejemplo, cuando la muchacha tiene un hijo que el hombre quiere educar junto a los habidos de su matrimonio, la lleva a su hogar, pero se la considera como una de las criadas, no como una concubina. El niño llama a la esposa legal «madre» y no se reconocen lazos entre la madre verdadera y su hijo. La institución oriental de la poligamia, rasgo tradicional tan característico en China, no lo es en el Japón. Los japoneses mantienen las obligaciones familiares y los «sentimientos humanos» separados incluso en el espacio.
Solamente en la clase alta pueden permitirse el lujo de mantener queridas, pero la mayor parte de los hombres visitan alguna vez en su vida a geishas o a prostitutas. Estas visitas no tienen nada de subrepticias. La esposa puede que ayude al marido a vestirse y componerse para su tarde de asueto. Quizá la casa que él visita envíe la factura a la esposa, que la pagará como cosa muy normal. Puede que se sienta disgustada por ello, pero eso es asunto suyo. Una visita a una casa de geishas es más cara que a una de prostitutas, pero lo que el hombre paga por el privilegio de una tarde así no incluye el derecho de convertir a la geisha en su pareja sexual. Lo que recibe es el placer de ser atendido por muchachas bellamente vestidas y de modales exquisitos, que han sido meticulosamente preparadas para su papel. Para tener acceso sexual a una geisha determinada, el hombre tendría que convertirse en su patrón y firmar un contrato según el cual ella se convertiría en su querida, o tendría que cautivarla mediante sus atractivos para que ella se le entregara libremente. Sin embargo, una tarde con muchachas geishas no es un asunto asexual. Sus danzas, sus ingeniosidades, sus canciones, sus gestos, son tradicionalmente sugestivos y están cuidadosamente calculados para expresar todo lo que a una mujer de la clase alta no se le deja expresar. Las geishas están dentro del círculo de los «sentimientos humanos» y sirven de alivio a las responsabilidades del «círculo del ko». No existe ninguna razón para no entregarse a esos placeres, pero las dos esferas permanecen separadas.
Las prostitutas viven en casas autorizadas, y un hombre, tras pasar la tarde con una geisha, tal vez desee visitar a una. La tarifa es baja, y los hombres con poco dinero tienen que contentarse con esta forma de esparcimiento y renunciar a las geishas. En el exterior de la casa se exhiben los retratos de las chicas, y los clientes pasan generalmente bastante tiempo estudiándolos en público y haciendo su elección. Estas muchachas tienen un estatus muy bajo y no se las sitúa en el pedestal en que están las geishas. La mayor parte de ellas, hijas de gente pobre, fueron vendidas a los establecimientos por sus familiares cuando éstos andaban mal de dinero y no han sido instruidas en las artes geisha de la recreación. Antiguamente, antes de que los japoneses se dieran cuenta de que los occidentales desaprobaban la costumbre y la prohibieran, las muchachas solían sentarse en público, mostrando sus rostros impasibles a los clientes que escogían su mercancía humana. Esto se sustituyó por las fotografías.
Una de estas chicas puede ser elegida por un hombre que luego se convierte en su patrón exclusivo y la establece como su querida después de firmar un contrato con la casa. La muchacha está protegida por los términos del acuerdo. Un hombre puede, sin embargo, tomar una sirvienta o dependienta como amante sin que exista ningún contrato entre ellos, y estas «amantes voluntarias» son las más indefensas. Suelen ser, precisamente, mujeres que se han enamorado de sus compañeros, pero están fuera de todos los círculos reconocidos de obligaciones. Cuando los japoneses leen nuestros relatos y poemas de muchachas que se lamentan «con un bebé sobre mis rodillas», abandonadas por sus amantes, identifican a estas madres de hijos ilegítimos con sus «amantes voluntarias».
Las concesiones a la homosexualidad son también una parte tradicional de los «sentimientos humanos». En el antiguo Japón era uno de los placeres permitidos a los hombres de estatus elevado, como los samuráis y los sacerdotes. En el período Meiji, cuando el Japón declaró ilegales muchas de sus costumbres, en un esfuerzo por ganar la aprobación de los occidentales, se decretó que esta costumbre sería castigada por la ley. Pero todavía se encuentra dentro de la categoría de los «sentimientos humanos» sobre los cuales no es conveniente tomar una actitud moralista. Ha de ocupar el lugar que le corresponde y no debe interferir con el mantenimiento de la familia. Por ello es difícil concebir que haya peligro en que un hombre o una mujer se «convierta» en homosexual, como decimos los occidentales, aunque un hombre, si quiere, puede elegir la profesión de geisha masculino. Los japoneses se horrorizan de los homosexuales adultos pasivos que existen en Occidente. Los adultos, en el Japón, buscarían compañeros muy jóvenes, porque consideran que el papel pasivo va contra su dignidad. Los nipones delimitan las cosas que un hombre puede hacer sin que su honor sufra por ello, pero sus límites son diferentes de los nuestros.
Tampoco son moralistas con respecto a los placeres autoeróticos. No existe ningún otro pueblo que haya utilizado nunca tantos artefactos para estos propósitos. Pero también en esto intentaron los japoneses evitar la censura extranjera, eliminando parte de la publicidad más destacada que de estos objetos se hacía, aunque ellos no los consideran instrumentos del mal. Le severa actitud occidental contra la masturbación —incluso más severa en la mayor parte de Europa que en Estados Unidos— está profundamente impresa en nuestro subconsciente desde antes de hacernos mayores. Un chico oye susurrar que la masturbación lo volverá loco o lo dejará calvo. Su madre lo vigilaba atentamente cuando era un bebé, reconviniéndole duramente llegado el caso, y tal vez castigándole incluso de obra. Quizá le atara las manos o le dijera que Dios le iba a castigar. Los bebés y los niños japoneses no sufren estas experiencias y, por tanto, cuando son mayores, no pueden adoptar nuestra actitud. El autoerotismo es un placer frente al cual no sienten ninguna culpabilidad y del que piensan que está suficientemente controlado al asignarle el lugar menor que le corresponde en una vida decorosa.
La embriaguez es otro de los «sentimientos humanos» permisibles. Los japoneses consideran nuestros propósitos de abstinencia total como una de las más raras extravagancias del Occidente. También piensan lo mismo de los movimientos locales para hacer de determinadas regiones zonas «secas». Beber sake es un placer del que ningún hombre sensato se privaría. Pero las bebidas alcohólicas están entre los placeres menores, y ningún hombre juicioso se obsesionaría por ellos. Según su manera de pensar, no hay por qué temer «convertirse» en borrachín del mismo modo que uno no se «convierte» en homosexual, y es cierto que la embriaguez compulsiva no es un problema social en el Japón. Las bebidas alcohólicas son un placer agradable, y ni la familia, ni incluso el público, consideran a un hombre como algo repulsivo cuando está bajo la influencia del alcohol. No es muy probable que se ponga violento, y desde luego a nadie se le ocurre que vaya a pegar a sus hijos. Lo más probable es que la borrachera sea «llorona», y lo que sí ocurre siempre es un relajamiento de las estrictas reglas japonesas sobre las posturas y los gestos. En las fiestas urbanas de sake, los hombres suelen sentarse en el regazo de un compañero.
Los japoneses más convencionales separan estrictamente el beber del comer. En las fiestas de las aldeas donde se sirve sake, en el momento que un hombre prueba el arroz significa que ya no va a beber más. Ha pasado a otro «círculo» y mantiene a los dos separados. Puede ser que en su casa tome un sake después de las comidas, pero nunca come y bebe a la vez. Se entrega por turno a uno u otro de estos placeres.
Esta actitud japonesa ante los «sentimientos humanos» tiene varias consecuencias. Anula la filosofía occidental de las dos potencias, la carne y el espíritu, que luchan continuamente por la supremacía en la vida de todo hombre. Según la filosofía japonesa, la carne no es ningún mal. Disfrutar de los placeres que pueda ofrecer no es pecado. El espíritu y el cuerpo no son fuerzas opuestas del universo, y los japoneses llevan esta idea a su conclusión lógica: el mundo no es un campo de batalla entre el bien y el mal. Sir George Sansom escribe: «A través de su historia, los japoneses parecen haber conservado en alguna medida esta incapacidad de discernir el problema del mal, o quizá sea una aversión a enfrentarse con él»[29]. De hecho, lo han repudiado constantemente como manera de enfocar la vida. Creen que el hombre tiene dos almas, pero no las describe como los buenos impulsos que luchan con los malos. Existen el alma «apacible» y el alma «bronca», y hay ocasiones en la vida de todos los hombres —y de todas las naciones— en que se debe ser «apacible» y otras en que se debe ser «bronco». Sus almas no están destinadas al infierno una y al cielo otra. Ambas son necesarias y buenas según las ocasiones.
Incluso sus dioses son, en este mismo sentido, buenos-y-malos. El dios más popular es Susanowo, ‘Su Majestad Masculina Impetuosa y Veloz’, hermano de la diosa del Sol, por cuyo ultrajante comportamiento con su hermana se le hubiera identificado con el diablo en la mitología occidental. Su hermana intenta echarle de sus habitaciones porque sospecha de sus motivos al acercarse a ella. Él se comporta perversamente, arrojando excremento en el comedor donde ella y su séquito celebran la ceremonia de los Primeros frutos. Rompe las divisiones entre los campos de arroz —una ofensa terrible—, pero la peor ofensa —y la más enigmática para un occidental— es que arroja al cuarto de su hermana, por un agujero hecho en el techo, un caballo picazo que él «había desollado en sentido contrario». Susanowo, por todos estos ultrajes, es juzgado por los dioses, multado gravemente y desterrado del cielo al País de las Tinieblas. Pero él sigue siendo un dios favorito del panteón japonés y recibe debidamente su culto. Estos personajes divinos aparecen con frecuencia en las mitologías mundiales. Sin embargo, en las religiones de ética más elaborada se les excluye, pues para una filosofía basada en el conflicto cósmico entre el bien y el mal resulta más conveniente separar los seres sobrenaturales en grupos tan diferentes como el negro y el blanco.
Los japoneses siempre han negado tajantemente que la virtud consista en luchar contra el mal. Como sus filósofos y maestros religiosos han venido diciendo durante siglos, semejante código moral le es extraño al Japón. Proclaman con calor que esto demuestra la superioridad moral de su pueblo. Los chinos, alegan, tuvieron que crear un código moral que elevara el jen —comportamiento justo y benevolente— al nivel de norma absoluta a la cual tenían que ajustarse todos los hombres y todos sus actos. «Un código moral les convenía a los chinos, ya que sus naturalezas inferiores requerían semejantes frenos artificiales». Así escribió el gran sintoísta del siglo XVIII, Motoöri, y tanto los maestros budistas como los dirigentes nacionalistas de los tiempos modernos han escrito y hablado sobre el mismo tema. La naturaleza humana en el Japón, afirman, es buena y fiable. No necesita luchar contra otra mitad mala. Necesita limpiar las ventanas de su alma y actuar de la forma más apropiada según cada ocasión. Si se ha dejado «ensuciar», bastará con limpiar rápidamente las impurezas, y la bondad esencial del hombre brillará de nuevo. La filosofía budista ha ido más lejos en el Japón que en cualquier otra nación al enseñar que todo hombre es un Buda en potencia y que las reglas sobre la virtud no se encuentran en las escrituras sagradas, sino en lo que uno descubre en su propia alma iluminada e inocente. ¿Por qué desconfiar de lo que uno encuentra en ella? No hay mal alguno inherente al alma del hombre. En su teología no se encuentra ninguna exclamación como la del salmista: «He aquí que fui criada en la iniquidad, y en pecado me concibió mi madre». No enseñan la doctrina de la caída del hombre. Los «sentimientos humanos» son bendiciones que nadie debe condenar, y de hecho, ni el filósofo ni el campesino los condenan.
A los ojos de los norteamericanos, semejantes doctrinas parecen llevar a una filosofía de autoindulgencia y libertinaje; sin embargo, los japoneses, como hemos visto, consideran que la principal tarea de la vida es cumplir con las obligaciones de cada cual. Aceptan plenamente el hecho de que devolver el on implica sacrificar los deseos y placeres personales. La idea de la búsqueda de la felicidad como meta primordial en la vida les parece una doctrina asombrosa e inmoral. La felicidad es una relajación a la que uno se entrega cuando puede, pero dignificarla hasta el punto de ponerla por encima de la familia y el Estado es bastante inconcebible. Se da por supuesto que un hombre sufrirá a menudo intensamente al cumplir las obligaciones debidas al chu, ko o giri, y ello hace la vida ingrata, pero están preparados para afrontarlo. Continuamente renuncian a placeres que no consideran malos en manera alguna, lo cual requiere fuerza de voluntad, pero esta fuerza es la virtud más admirada en el Japón.
De acuerdo con esta actitud japonesa, raramente se encuentra una novela o drama que tenga un «final feliz». El público popular norteamericano ansía que las cosas se solucionen, quiere creer que los personajes serán felices para siempre. Quieren saber que la virtud ha sido recompensada. Si han de llorar al final del drama, que sea debido a un defecto del héroe o porque éste ha sido víctima de una sociedad injusta. Pero es mucho más agradable que todo salga felizmente para el héroe. El gran público japonés se deshace en lágrimas contemplando cómo el héroe llega a su trágico final y la adorable heroína es asesinada por un giro adverso de la fortuna. Tales son los argumentos favoritos para pasar la tarde. Son los que atraen a la gente al teatro. Incluso las películas actuales se basan en el tema del sufrimiento del héroe y la heroína. Si están enamorados, renuncian a sus amantes respectivos; si forman un matrimonio feliz, uno u otro se tiene que suicidar para cumplir con su deber. La esposa que se ha dedicado en cuerpo y alma a conseguir que su marido triunfe y a animarle para que cultive sus grandes dotes como actor se oculta en la gran ciudad la víspera de su éxito para dejarle que disfrute de su nueva vida en libertad, y el mismo día en que él consigue su gran triunfo muere ella, desamparada, pero sin una queja. No hace falta un final feliz. El héroe y la heroína que se sacrifican, se ganan automáticamente la lástima y las simpatías del público. Su sufrimiento no procede de ningún castigo divino. Demuestra que ellos han cumplido con su deber a toda costa sin permitir que nada —ni el abandono, la enfermedad o la muerte— les desvíe del camino recto.
Las películas modernas de guerra siguen la misma tradición. Los norteamericanos que han presenciado estas películas suelen decir que son la mejor propaganda pacifista que han visto en su vida. Ésta es una reacción característica de los norteamericanos, porque las películas están totalmente centradas en el sacrificio y sufrimiento de la guerra. No le sacan partido a los desfiles y bandas militares, ni a las orgullosas demostraciones de maniobras navales o de armamento. Lo mismo si tratan de la guerra ruso-japonesa como del «Incidente Chino», insisten machaconamente en la rutina y monotonía de las marchas por el barro, en el sufrimiento de los combates sin gloria, en el resultado incierto de algunas campañas. Las últimas escenas no son las de una victoria, ni siquiera las de una carga de los banzai. Son las de un alto en el camino durante la noche en una ciudad china, gris y llena de barro, o las de personajes cojos, heridos y ciegos que representan a tres generaciones de una familia japonesa, superviviente de tres guerras. O bien muestran a la familia en casa, tras la muerte de un soldado, lamentando la pérdida del esposo y padre, del sostén de la familia, y uniéndose todos para salir adelante sin él. El fondo conmovedor de las películas anglonorteamericanas del tipo Cavalcade les es completamente desconocido. No dramatizan tampoco el tema de la rehabilitación de los veteranos heridos, ni mencionan siquiera los motivos por los que se luchó. Al público japonés le basta con comprobar que todos cuantos aparecen en la pantalla han devuelto el on a pesar de haberles supuesto un tremendo esfuerzo. Por ello puede afirmarse que en el Japón estas películas eran propaganda militarista; sus patrocinadores sabían perfectamente que no inclinarían a los espectadores hacia el pacifismo.