4. La reforma Meiji

El grito de guerra que anunció en el Japón la era moderna fue Sonno joi, ‘Restauremos al emperador y expulsemos a los bárbaros’. Era una consigna que intentaba mantener al Japón incontaminado del mundo exterior y restaurar la edad de oro del siglo X, antes de que existiera el «poder dual» del emperador y el Shogun. La corte imperial de Kioto era extremadamente reaccionaria. La victoria del partido del emperador significaba, para sus seguidores, la humillación y expulsión de los extranjeros. Significaba reinstaurar los modos tradicionales de vida en el Japón, y también que los «reformadores» no tendrían ni voz ni voto en los asuntos públicos. Los Grandes Señores Excluidos, los daimios de los más poderosos feudos del Japón, que fueron la punta de lanza en el derrocamiento del Shogunado, pensaban en la Restauración como medio para hacerse con el gobierno del Japón y derrocar a los Tokugawa. Querían un simple cambio de personal. Los campesinos deseaban retener una mayor cantidad del arroz que ellos mismos cultivaban, pero odiaban las «reformas». los samuráis querían conservar las pensiones y seguir usando espadas para su mayor gloria. Los comerciantes, que financiaron las fuerzas de la Restauración, querían expandir el mercantilismo, pero nunca denunciaron el sistema feudal.

Cuando triunfaron las fuerzas anti-Tokugawa y el «poder dual» finalizó en 1868 mediante la Restauración del emperador, los vencedores se entregaron a una política, según el punto de vista occidental, rígidamente conservadora y aislacionista; y, sin embargo, desde el principio el régimen siguió el camino opuesto. Llevaba en el poder apenas un año cuando abolió los derechos de los daimios a gravar impuestos en todos los feudos. Reunió a los registradores de la propiedad y se apropió del impuesto del «40 por ciento para el daimio» que pagaban los campesinos. Esta expropiación se hizo no sin compensación. El Gobierno dio a cada daimio el equivalente a la mitad de su renta normal. Al mismo tiempo, liberó a los daimios del sostenimiento de sus servidores samurái y de los gastos de obras públicas. Los servidores samurái, como los daimios, recibieron pensiones del Gobierno. En los cinco años siguientes, toda desigualdad legal entre las clases fue sumariamente abolida. Las insignias y las ropas distintivas de casta o clase fueron proscritas —incluso se prohibió llevar coleta—, los parias fueron emancipados, las leyes contra la enajenación de la tierra se abolieron, las barreras que separaban a un feudo de otro fueron eliminadas y el budismo quedó separado del Estado. En 1876, las pensiones de los daimios y samurái fueron conmutadas por una cantidad global pagadera en un plazo de cinco a quince años. Estas pensiones eran grandes o pequeñas según los ingresos fijos que cada cual hubiera recibido durante los días de los Tokugawa, y el dinero les posibilitó para emprender negocios en una nueva economía no feudal. «Fue la etapa final que selló aquella unión peculiar de comerciantes y príncipes financieros con príncipes feudales o terratenientes, que ya se estaba consolidando durante el período Tokugawa»[7].

Estas notables reformas a principios del régimen Meiji no fueron populares. Hubo mucho más entusiasmo general a favor de una invasión de Corea, desde 1871 a 1873, que por cualquiera de estas medidas. El Gobierno Meiji no sólo persistió en su enérgico empeño de reforma, sino que eliminó el proyecto de invasión. Su programa era tan firmemente opuesto a los deseos de la gran mayoría que había luchado por establecerlo, que en 1877 Saigo, el principal dirigente, organizó una sublevación en gran escala contra el Gobierno. Su ejército representaba todos los anhelos profeudales de quienes apoyaban al Imperio, que desde el primer año de la Restauración habían sido traicionados por el régimen Meiji. El Gobierno formó un ejército voluntario y derrotó a los samuráis de Saigo. Pero la rebelión señaló hasta qué punto se había extendido el descontento en el Japón a causa del nuevo régimen. La insatisfacción de los campesinos fue igualmente notable. Hubo, por lo menos, 190 revueltas agrarias entre 1868 y 1878, la primera década Meiji. En 1877, el nuevo Gobierno llevó a cabo los primeros, aunque tardíos, esfuerzos por reducir la gran carga de impuestos que pesaban sobre los campesinos, y éstos llevaban toda la razón al creer que el régimen les había fallado. Los campesinos se oponían, además, al establecimiento de escuelas, a la conscripción, a la medición de las tierras, a tener que cortarse sus coletas, a la igualdad legal de los parias, a las duras restricciones impuestas al budismo oficial, a las reformas del calendario y a muchas otras medidas que afectaban su forma tradicional de vida.

¿Quién era, pues, este «Gobierno» que emprendió reformas tan enérgicas e impopulares? Era aquella «unión peculiar» de los samuráis modestos y la clase mercantil que determinadas instituciones del país habían fomentado —incluso en los tiempos feudales—. Eran los servidores samurái que habían aprendido el arte de gobernar como chambelanes y administradores de los daimios, y dirigido los monopolios feudales de las minas, los textiles, los cartones y otros similares. Eran los comerciantes que habían comprado el estatus de samurái y extendido sus conocimientos de las técnicas productivas a esta clase. De la alianza de comerciantes y samurái pronto salieron unos administradores capaces y llenos de confianza en sí mismos que trazaron la política Meiji y planearon su ejecución. La cuestión, sin embargo, no es averiguar la clase de la cual procedían, sino cómo llegaron a ser tan capaces y realistas. Japón, que acababa de emerger del medievalismo en la segunda mitad del siglo XIX y era entonces tan débil como lo es hoy Siam, produjo dirigentes capaces de concebir y llevar a cabo una de las tareas de mayor destreza política y mayor éxito jamás abordadas por nación alguna. La fuerza, y también la debilidad, de estos dirigentes tenía sus raíces en el carácter tradicional japonés, y el objeto principal de este libro es describir cómo era y cómo es ese carácter. Aquí sólo podemos mostrar la forma en que los estadistas Meiji cumplieron su cometido.

Pero no lo concebían como una revolución ideológica, sino como una tarea. Su meta, tal y como ellos la veían, era hacer del Japón un país que ejerciera influencia en el marco político mundial. No eran iconoclastas. No querían ultrajar ni empobrecer a la clase feudal; al contrario, la tentaron con pensiones lo bastante grandes como para inclinarla a favor del régimen. Finalmente, mejoraron las condiciones de los campesinos, y el hecho de que tardaran diez años en hacerlo parece que se debió a la lastimosa condición del tesoro en los primeros tiempos del régimen Meiji más que a un rechazo clasista de las reclamaciones de los campesinos.

Los enérgicos e ingeniosos estadistas que dirigían el Gobierno Meiji rechazaron, sin embargo, toda idea de terminar con las jerarquías en el Japón. La Restauración había simplificado el orden jerárquico al colocar al emperador en la cima y eliminar el Shogunado. Por otra parte, los estadistas de la post-Restauración eliminaron el conflicto entre la lealtad a determinado señor y la lealtad al Estado cuando abolieron los feudos. Estos cambios no anularon los hábitos jerárquicos, simplemente les dieron otra orientación. «Sus Excelencias», los nuevos dirigentes del Japón, incluso fortalecieron el poder centralizador para imponer al pueblo sus elaborados programas. Alternaron las órdenes con las gratificaciones, y de este modo lograron sobrevivir. Pero no se les ocurrió que fuese necesario complacer a la opinión pública, que quizá desaprobase la reforma del calendario, el establecimiento de escuelas públicas o la prohibición de todo acto discriminatorio contra los parias.

Una de estas gratificaciones dadas por el Gobierno fue la Constitución del Japón, entregada por el emperador al pueblo en 1889. Mediante ella se le concedía a este último su propio lugar dentro del Estado y se establecía la Dieta. Fue redactada cuidadosamente por «Sus Excelencias», tras un estudio crítico de las distintas Constituciones del mundo occidental. Los redactores, sin embargo, tomaron «todas las precauciones posibles para evitar la interferencia popular y la invasión de la opinión pública»[8]. La misma comisión que la redactó pertenecía al Departamento de la Casa Imperial y, por tanto, era sacrosanta.

Los estadistas Meiji tenían perfectamente delimitados sus objetivos. Durante la década de los ochenta, el príncipe Ito, uno de los que redactaron la Constitución, envió a Inglaterra al marqués Kido para que consultase con Herbert Spencer sobre los problemas que le aguardaban al Japón, y después de largas conversaciones Spencer escribió a Ito sus opiniones. Refiriéndose a la jerarquía, Spencer afirmó que el Japón tenía en sus disposiciones tradicionales una base incomparable para el bienestar nacional, que debía conservar y fomentar. Las obligaciones tradicionales hacia los superiores, dijo, y sobre todo hacia el emperador, eran la gran oportunidad para el Japón; bajo las órdenes de sus «superiores», el Japón avanzaría con paso firme, evitándose, además, las dificultades que inevitablemente amenazan a naciones más individualistas. Los grandes estadistas Meiji quedaron muy satisfechos con esta confirmación de sus propias convicciones. Querían conservar en el mundo moderno las ventajas de «el lugar correspondiente». No tenían intención alguna de socavar la estructura jerárquica.

En cada campo de actividad, ya fuese político, religioso o económico, los estadistas Meiji asignaron al Estado y al pueblo sus deberes mutuos. El conjunto del esquema era tan extraño a las disposiciones establecidas en Inglaterra o Estados Unidos que a menudo se nos escapan sus puntos básicos. Había, desde luego, un Gobierno autoritario que no estaba obligado a seguir la pauta marcada por la opinión pública. Este gobierno era administrado por una alta jerarquía a la cual no podrían pertenecer nunca personas elegidas por el pueblo. A este nivel, el pueblo no tenía voz ni voto. En 1940, la cima de la jerarquía del Gobierno estaba compuesta por aquellos que tenían «acceso» al emperador; es decir, sus consejeros inmediatos y aquellos cuyos nombramientos llevaban el sello privado. En este último grupo se incluían los ministros del Gabinete, los gobernadores de prefecturas, los jueces, los jefes de departamentos nacionales y otros funcionarios responsables.

Ningún funcionario elegido tenía un estatus semejante en la jerarquía, y era totalmente inadmisible el que los miembros electos de la Dieta, por ejemplo, interviniesen a la hora de elegir o aprobar el nombramiento de un ministro del Gabinete o del jefe del departamento de Finanzas o de Transportes.

La Cámara Baja electa de la Dieta era la voz del pueblo y tenía el considerable privilegio de interrogar y criticar a los altos funcionarios, pero, en realidad, no tenía voz en los nombramientos, en las decisiones ni en asuntos presupuestarios, y tampoco podía legislar por iniciación propia. Además, la Cámara Baja podía ser restringida por la Cámara Alta, la mitad de cuyos miembros —ninguno de ellos era elegido— pertenecía a la nobleza y otra cuarta parte se hallaba en ella por nombramiento imperial. Como su poder para aprobar la legislación era, más o menos, igual al de la Cámara Baja, también se encontraba restringida por la estructura jerárquica.

El Japón se aseguró de que aquellos que ocupaban puestos altos en el Gobierno siguieran siendo «Sus Excelencias», pero esto no quiere decir que no existiera autogobierno, si bien limitado a su «lugar correspondiente». En todas las naciones asiáticas, cualquiera que sea el régimen de gobierno, ocurre siempre que el poder ejercido desde arriba se encuentra, en un punto medio de su trayectoria descendente, con gobiernos locales autónomos. Las diferencias al respecto entre los diversos países se basan en el alcance de esa responsabilidad democrática, si ésta es amplia o reducida y si el liderazgo local se mantiene abierto a los deseos de toda la comunidad o es monopolio de los magnates locales en detrimento del pueblo. En el Japón de los Tokugawa había, como en la China, pequeñas unidades de cinco a diez familias, llamadas en tiempos recientes los tonari gumi, que eran las unidades responsables más pequeñas de la población. El jefe de este grupo de familias vecinas asumía la dirección de los asuntos de la comunidad, era responsable de su buen comportamiento, tenía que informar sobre cualquier acto dudoso y entregar a cualquier individuo buscado por el Gobierno. Al principio, los estadistas Meiji abolieron estas unidades, pero más tarde fueron restauradas y llamadas tonari gumi. En las villas y ciudades, el Gobierno las ha fomentado activamente en ocasiones, pero hoy apenas funcionan. Las unidades de aldea (buraku) son más importantes. Los buraku no fueron abolidos ni tampoco incorporados como unidades del Gobierno. Eran zonas en las que la influencia del Estado no se sentía. Estos villorrios de unas quince casas están organizados, incluso hoy, en torno a jefes que se turnan anualmente para

cuidar de la propiedad del villorrio, supervisar la ayuda que la comunidad debe dar a cada familia en caso de muerte o incendio, decidir los días en que debe realizarse el trabajo cooperativo en el campo, en la construcción de casas o reparación de caminos, y anunciar, por medio del toque de la campana o golpeando dos tablas con determinado ritmo, las fiestas locales y los días de descanso[9].

Estos jefes no son responsables, como en algunos países asiáticos, de recoger los impuestos estatales en su comunidad, librándose así de una desagradable tarea. Su posición no es nada ambivalente; se mueven en una zona de responsabilidad democrática.

El Gobierno civil moderno del Japón reconoce oficialmente la administración local de ciudades, villas y pueblos.

Los ancianos elegidos se reúnen para nombrar un jefe responsable que sirva como representante de la comunidad en todos los trámites con el Estado, representado a su vez por los gobiernos prefectuales y nacionales. En los pueblos, el jefe es un antiguo residente, miembro de una familia de campesinos que posee tierras. El servicio le hace perder dinero, pero su prestigio es considerable. Él y los ancianos son los responsables de las finanzas del pueblo, la sanidad pública, el mantenimiento de las escuelas y, sobre todo, del registro de la propiedad y los expedientes individuales. La oficina del pueblo es un lugar de mucha actividad; tiene a su cargo la asignación del Estado para la educación primaria de todos los niños, así como la recaudación y gastos de la parte, muy superior, que le corresponde en la subvención de las escuelas locales, y también el mantenimiento y alquiler de las propiedades del pueblo, el mejoramiento de la tierra, la repoblación forestal y el registro de todas las transacciones de propiedad, que sólo son legales cuando están debidamente registradas en esta oficina.

También ha de mantener al día un registro donde consten el domicilio, el estado civil, el nacimiento de hijos, las adopciones, cualquier tropiezo con la ley u otros datos sobre todo individuo que tenga residencia oficial en la comunidad, además de un registro familiar que reúna datos similares de la familia de cada uno. Toda información pertinente es enviada desde cualquier parte del Japón a la oficina del pueblo donde uno está inscrito y pasa a engrosar su expediente. Cuando alguien solicita un empleo, o tiene que comparecer ante un juez, o por cualquier razón ha de mostrar los documentos que le identifican, esa persona puede escribir a la oficina de su comunidad o acudir a ella, y obtener una copia para enviar a la persona interesada. Por ello, no es cosa de tomar a broma la posibilidad de tener al informe desfavorable en el expediente personal o familiar.

La ciudad, el pueblo y la aldea tienen, pues, una responsabilidad considerable. Pero es una responsabilidad que atañe a la comunidad entera. Incluso en los años veinte de este siglo, cuando el Japón tenía partidos políticos nacionales, lo que en cualquier país significa que los cargos políticos pasan alternativamente de un grupo a otro, la administración local, generalmente, no era modificada por los acontecimientos y continuaba dirigida por los ancianos que actuaban en nombre de toda la comunidad. En tres aspectos, sin embargo, la administración local no tiene autonomía: todo juez es nombrado a nivel nacional, todo policía y todo maestro son empleados del Estado. Como la mayoría de los casos civiles en el Japón son resueltos mediante arbitraje o por un mediador, los juzgados tienen escasa importancia en la administración local. La policía, por el contrario, desempeña un papel fundamental.

Ha de estar presente en las reuniones públicas, pero estos deberes le ocupan poco tiempo, y la mayor parte de él lo dedica a llevar los registros personales y de propiedad. El Estado puede trasladar frecuentemente a los policías de un puesto a otro para que no se creen lazos entre ellos y las comunidades locales, como hace también con los maestros. El Estado regula todo el funcionamiento de las escuelas, y, al igual que en Francia, en todas las escuelas del país se estudia el mismo día la misma lección del mismo libro de texto. Todas las escuelas practican la misma educación física con la misma emisión radiofónica a idéntica hora de la mañana. La comunidad, pues, no tiene autonomía local en lo referente a las escuelas, la policía y los juzgados. El Gobierno japonés es, en todos los aspectos, muy diferente del norteamericano, donde son elegidas las personas que han de desempeñar los más altos cargos ejecutivos y legislativos y donde el control de un área es ejercido por la dirección de policía y los tribunales locales. Sin embargo, no se diferencia formalmente del aparato gubernamental de algunas naciones totalmente occidentales, como Holanda o Bélgica.

En Holanda, por ejemplo, el Ministerio Real redacta todas las leyes propuestas, pues, como ocurre en el Japón, en la práctica, la Dieta no inicia la legislación. La Corona holandesa nombra legalmente incluso a los alcaldes de los pueblos y ciudades, lo que indica que su derecho formal llega más allá, en los asuntos locales, que el japonés antes de 1940; y no invalida esta afirmación el hecho de que, en la práctica, la Corona holandesa suele aprobar nombramientos locales. También en Holanda la policía y los juzgados locales son responsables directamente ante la Corona. Y si bien en Holanda cualquier grupo o secta es libre para fundar una escuela, el sistema escolar japonés encuentra su equivalente en otro país occidental —Francia—. La responsabilidad local en lo que se refiere a los canales, polders y mejoras locales es también un deber de toda la comunidad en Holanda, y no sólo de un alcalde o unos funcionarios elegidos por votación popular.

La verdadera diferencia entre la forma japonesa de gobierno y los casos similares en Europa occidental no reside en la forma, sino en el funcionamiento. Los japoneses se apoyan sobre viejos hábitos de sometimiento creados por su experiencia pasada y formalizados en su sistema de ética y sus conceptos de urbanidad. El Estado puede estar seguro de que, cuando «Sus Excelencias» actúan según lo ordena su «lugar correspondiente», sus prerrogativas serán respetadas, no porque se apruebe su política, sino porque en el Japón se considera incorrecto rebasar los límites entre prerrogativas. En el más alto nivel de la política, la «opinión popular» es algo fuera de lugar. El Gobierno sólo pide «apoyo popular».

Cuando la jurisdicción estatal interfiere en asuntos locales, también es aceptada dócilmente. Al Estado, en lo que respecta a sus funciones domésticas, no se le considera un mal necesario, como generalmente ocurre en Estados Unidos. En opinión de los japoneses, es casi el bien supremo.

El Estado, además, reconoce meticulosamente «el lugar correspondiente» que ha de ocupar la voluntad del pueblo. En sectores de legítima jurisdicción popular no es exagerado decir que el Estado japonés ha tenido que «seducir» al pueblo incluso cuando se trataba del propio bien de éste. El agente estatal de la extensión agraria actúa de una forma tan poco autoritaria, a la hora de introducir nuevos métodos para mejorar la agricultura, como su colega de Idaho. El funcionario estatal que quiere imponer cooperativas de crédito para campesinos, garantizadas por el Estado, o cooperativas de compra y venta para los agricultores, tiene que mantener largas y aburridas mesas redondas con los notables locales y luego atenerse a su decisión. Los asuntos locales requieren gestión local. La forma de vida japonesa asigna la autoridad debida y define su esfera adecuada. Tributa mayor deferencia —y les da, por tanto, más libertad de acción— a los «superiores» que las culturas occidentales, pero ellos también tienen que mantenerse en el puesto que les corresponde. El lema del Japón es «cada cosa en su lugar».

En el campo de la religión, los estadistas Meiji introdujeron cambios formales mucho más extraños que en el gobierno. Sin embargo, estaban aplicando el mismo lema japonés. El Estado hizo suyo un culto que apoya de forma explícita los símbolos de unidad y superioridad nacional, dejando al individuo en libertad, en todo lo demás, para decidir sobre asuntos religiosos. Esta zona de jurisdicción nacional era el sintoísmo estatal. Dado su interés por enseñar el respeto debido a los símbolos nacionales, como ocurre en Estados Unidos con el saludo a la bandera, el sintoísmo estatal, según decían, «no era una religión». El Estado japonés, pues, podía imponerlo a todos los ciudadanos sin violar la norma occidental de libertad religiosa, de la misma manera que no se viola en Estados Unidos por el hecho de exigir el saludo a las Barras y Estrellas. Era, simplemente, un signo de homenaje. Como «no era una religión», el Japón podía enseñarlo en sus escuelas, sin riesgo de ser criticado por Occidente. En las escuelas, el sintoísmo estatal se convirtió en la historia del Japón desde la era de los dioses y la veneración del emperador, «gobernante desde edades eternas». Estaba apoyado y regulado por el Estado. Todos los otros aspectos religiosos, incluso el culto sintoísta, por no hablar de las sectas budistas y cristianas, se dejaban a la iniciativa individual, al igual que en Estados Unidos. Las dos zonas estaban separadas en lo administrativo y lo financiero; el sintoísmo estatal tenía a su cargo su propio departamento en el Ministerio de Gobernación, y los sacerdotes, ceremonias y santuarios recibían el apoyo del Estado. El culto sintoísta, las sectas budistas y las cristianas estaban a cargo de una sección religiosa en el Departamento de Educación y se sostenían con las contribuciones voluntarias de sus miembros.

Debido a la posición oficial japonesa respecto a este asunto, no se puede hablar del sintoísmo oficial como de una vasta Iglesia establecida, pero sí de un vasto sistema establecido. Había más de 110.000 santuarios, desde el gran santuario de Ise, templo de la diosa del sol, hasta los pequeños santuarios locales, que el sacerdote que oficiaba se encargaba de limpiar para las ceremonias especiales. La jerarquía nacional de los sacerdotes era paralela a la existente en la política, y los rangos de autoridad ascendían desde el sacerdote de posición más baja, pasando por los sacerdotes de distrito y prefectura, hasta Sus Excelencias en la cima. Celebraban ceremonias para el pueblo, pero sin la intervención activa de éste, y no había en el sintoísmo estatal nada que se pareciese a nuestra costumbre de asistir periódicamente a una iglesia. Los sacerdotes del sintoísmo oficial tenían prohibido por ley enseñar cualquier dogma —puesto que no era una religión—, y no existían servicios de culto tal y como los entendemos los occidentales. En las numerosas ocasiones en que se celebraban las ceremonias, acudían los representantes oficiales de la comunidad y se colocaban ante el sacerdote, mientras él los purificaba moviendo ante ellos una vara con unas cintas ondulantes de cáñamo y papel. Abría la puerta del santuario interior y, con un grito estridente, rogaba a los dioses que descendieran para participar en la comida ceremonial. El sacerdote rezaba, y cada participante, por orden de rango, presentaba con profundo respeto ese objeto omnipresente tanto en el antiguo como en el nuevo Japón: una ramita de su árbol sagrado del que penden tiras de papel blanco. A continuación, el sacerdote despedía a los dioses con otro grito y cerraba las puertas del santuario interior. En los días festivos del sintoísmo estatal, el emperador a su vez celebraba ritos para el pueblo, y las oficinas del Gobierno cerraban. Pero estas celebraciones no eran fiestas populares e importantes como lo eran las ceremonias en honor de los santuarios locales o incluso los días festivos de los budistas. Ambos tipos de celebraciones se situaban en la zona «libre», fuera del sintoísmo estatal.

El pueblo japonés celebra aquellas fiestas importantes, sean de la secta que sean, que están más cerca de su corazón. El budismo continúa siendo la religión de la mayor parte del pueblo, y las diversas sectas, con sus diferentes maestros y profetas fundadores, son dinámicas y omnipresentes. Incluso el sintoísmo tiene grandes cultos que se hallan fuera del sintoísmo oficial. Algunos de éstos eran baluartes del más puro nacionalismo ya antes de que el Gobierno adoptara esta posición en los años treinta; otros practican la curación por la fe y, a veces, se les ha comparado a la ciencia cristiana; los hay que se basan en dogmas confucianos, y otros que se han especializado en estados de trance y en peregrinaciones a los santuarios de las montañas sagradas. La mayoría de los días de fiestas populares también han quedado fuera del marco del sintoísmo estatal. En estos días acuden grandes multitudes a los santuarios. Cada persona se purifica a sí misma enjuagándose la boca e invocando a los dioses a que desciendan, tirando de la cuerda de una campana o dando palmadas; después de inclinarse con veneración, despide a los dioses de igual manera que los llamó y se marcha a atender los negocios más importantes del día, como son comprar golosinas y baratijas en los puestos instalados por los vendedores, presenciar los combates de lucha libre, los exorcismos o danzas kagura, espléndidamente animadas por payasos, y, en general, disfrutar del bullicio de la muchedumbre. Cierto inglés que vivió en el Japón citaba unos versos de William Blake que siempre le venían a la memoria en los días de fiesta japoneses:

If at the church they would give us some ale,

And a pleasant fire our souls to regale,

We’d sing and we’d pray all the livelong day,

Nor ever once wish from the church to stray(4).

En el Japón, la religión no tiene un carácter austero, excepto para quienes han ingresado en la vida religiosa. Los japoneses son también muy aficionados a las romerías, festividades que cuentan asimismo con gran popularidad.

Los estadistas Meiji, pues, deslindaron cuidadosamente las zonas de intervención estatal en el gobierno y las del sintoísmo estatal en el campo de la religión. Dejaban otras zonas al pueblo, pero se aseguraban a sí mismos, como funcionarios en la cima de la nueva jerarquía, el dominio en asuntos que, a sus ojos, concernían directamente al Estado. Al establecer las Fuerzas Armadas, tuvieron un problema similar. Rechazaron, como en otros campos, el viejo sistema de castas, pero en el Ejército fueron más lejos que en la vida civil: prohibieron incluso el lenguaje de respeto, aunque en la práctica, por supuesto, persiste el viejo uso.

Otro cambio fue que el ascenso al rango de oficial se basaría en el mérito personal, y no en el prestigio de la familia, algo que se logró hasta un grado difícilmente imaginable en otros campos de la vida japonesa. Por ello, la reputación de las Fuerzas Armadas es grande entre los japoneses, lo cual parece estar justificado, y ciertamente fue el mejor medio para captar el apoyo popular hacia el nuevo ejército. Las compañías y los pelotones los integraban vecinos de la misma región, y el servicio militar en tiempos de paz se hacía en puestos cercanos al lugar de residencia de cada cual. Gracias a esto no sólo se conservaban los lazos locales, sino que todos los hombres que hacían el servicio militar pasaban dos años durante los cuales las relaciones entre oficiales y soldados, entre los hombres del primer año y los del segundo, reemplazaban a las de samurái y campesinos, y a las de ricos y pobres. El Ejército funcionaba en muchos aspectos como un nivelador democrático, y en muchos otros como un verdadero ejército popular. Mientras que en la mayor parte de las naciones el Ejército es el brazo armado que defiende el estatus, en el Japón la simpatía del Ejército por el pequeño campesino le ha unido a él en diversas protestas contra los grandes financieros e industriales.

Quizá no les agradara a los estadistas japoneses todas las consecuencias de la creación de un ejército popular; sin embargo, no fue a este nivel donde juzgaron conveniente asegurar la supremacía del Ejército en la jerarquía. Esto lo consiguieron mediante acuerdos en las más altas esferas, pero acuerdos que no figuraron en la Constitución: la independencia del Alto Mando respecto al gobierno civil, reconocida ya desde antes, se convirtió en un procedimiento consuetudinario. Los ministros del Ejército y la Marina, en contraste, por ejemplo, con los de Asuntos Exteriores y del Interior, tenían acceso directo al propio emperador, y por eso podían emplear su nombre para reforzar sus disposiciones. No tenían necesidad de informar ni de consultar a sus colegas civiles del Gabinete. Además, las Fuerzas Armadas tenían una especie de derecho de veto sobre el mismo. Podían impedir la formación de un Gabinete en el que no tuvieran confianza con sólo negarse a proporcionar los generales y el almirante que habían de ocupar las carteras militares en el Gobierno. Sin estos altos oficiales del servicio activo para cubrir los puestos de ministros del Ejército y Marina, que ni civiles ni oficiales retirados podían ocupar, no podía haber Gabinete. De la misma manera, si las Fuerzas Armadas se veían contrariadas por algún acto del Gobierno, podían provocar su disolución deponiendo a sus propios representantes en el Gabinete. A este nivel de alta política fue donde la máxima jerarquía militar tomó medidas para no tener que tolerar interferencias. Y por si hacía falta mayor garantía, la tenía en la Constitución: «Si la Dieta no aprueba el presupuesto formulado, el presupuesto del año anterior queda automáticamente a disposición del Gobierno para el año en curso». La hazaña del Ejército al ocupar Manchuria, después de que el Ministerio del Exterior hubiera prometido que el Ejército no daría este paso, fue solamente uno de los numerosos casos en los cuales la jerarquía apoyó con éxito las acciones de sus mandos, dada la ausencia en el Gabinete de una política concertada.

En el Ejército sucede como en otros campos: cuando se trata de privilegios jerárquicos, los japoneses tienden a aceptarlos con todas sus consecuencias, no porque exista un acuerdo sobre la política adoptada, sino porque no aprueban la supresión de los límites entre las prerrogativas.

En el campo del desarrollo industrial, el Japón siguió una carrera que no tiene paralelo en ninguna nación occidental. De nuevo fueron Sus Excelencias quienes dispusieron el juego y crearon sus reglas. No solamente planearon, sino que construyeron y financiaron con dinero del Gobierno las industrias que creyeron necesitar. Una burocracia estatal las organizó y dirigió. Se importaron técnicos de fuera, y los japoneses fueron enviados al extranjero para aprender. Más tarde, cuando, en su opinión, estas industrias estaban «bien organizadas y los negocios prosperaban», el gobierno las cedía a firmas privadas. Fueron vendidas, sucesivamente, a «precios ridículamente bajos»[10], a una oligarquía financiera elegida por él, la famosa Zaibatsu, que incluía principalmente a las familias Mitsui y Mitsubishi. Los estadistas juzgaron que el desarrollo industrial le era demasiado importante al Japón como para dejarlo en manos de la ley de la oferta y la demanda o de la libre empresa. Pero esta política no se basaba de ninguna manera en el dogma socialista; fueron precisamente los Zaibatsu quienes cosecharon las ventajas. El Japón consiguió que, con un mínimo de gasto y estorbos, se establecieran las industrias que consideraba necesarias.

De este modo logró modificar «el orden moral del punto de partida y las etapas sucesivas de la producción capitalista»[11]. En lugar de empezar con la producción de bienes de consumo y de industria ligera, el Japón se ocupó primero de las industrias pesadas fundamentales. Los arsenales, astilleros, las industrias siderúrgicas y la construcción de ferrocarriles tuvieron prioridad y llegaron rápidamente a una etapa de gran desarrollo técnico. No todas fueron cedidas a empresas privadas; grandes industrias militares quedaron bajo la burocracia estatal y eran financiadas mediante presupuestos especiales del Gobierno.

En todo este campo de la industria, a la que el Gobierno dio prioridad, no había «lugar correspondiente» para el pequeño comerciante o el empresario independiente. Estaba reservado para el Estado y para aquellas empresas financieras políticamente favorecidas, en las que el Estado había depositado su confianza. Pero como en otros aspectos de la vida japonesa, también había en la industria una zona libre, formada por las industrias «sobrantes», que operaban con un mínimo de capitalización y un máximo de utilización de mano de obra barata. Estas industrias ligeras podían existir sin una tecnología moderna, y de hecho así ocurre. Funcionan mediante lo que nosotros llamábamos antes en Estados Unidos sweat-shops caseras(5). Un fabricante de poca envergadura compra materias primas, las «alquila» a una familia o a un taller pequeño con cuatro o cinco obreros, las recoge otra vez, entregándolas de nuevo en otro tallercito para dar un paso nuevo en el proceso de fabricación, y al final vende el producto a un comerciante o exportador. En los años treinta de este siglo, por lo menos el 53 por ciento de las personas empleadas en la industria del Japón trabajaban de esta manera, en talleres y casas que tenían menos de cinco obreros[12]. Muchos de estos trabajadores están protegidos por las viejas costumbres paternalistas de aprendizaje, y muchos de ellos son madres que, en las grandes ciudades japonesas, se quedan en sus propias casas haciendo un trabajo a destajo, con los bebés atados a la espalda. Esta dualidad de la industria es tan importante en la manera de vivir japonesa como la dualidad en el terreno del gobierno o de la religión. Es como si los estadistas japoneses, al decidir que necesitaban una aristocracia financiera correspondiente a las jerarquías en otros campos, hubiesen creado para ella las industrias estratégicas, seleccionando las compañías comerciales, políticamente favorecidas, situándolas en su «lugar correspondiente» junto a las otras jerarquías. No entraba en sus planes que el gobierno se desligase de estas grandes empresas financieras, por lo cual los Zaibatsu se beneficiaron de una especie de paternalismo que les proporcionó no sólo ganancias, sino también un lugar descollante. Era inevitable, debido a las actitudes tradicionales japonesas hacia el beneficio y el dinero, que una aristocracia financiera cayera bajo los ataques del pueblo, pero el Gobierno hizo lo que pudo para estructurarla de acuerdo con las ideas de jerarquía aceptadas. No tuvo un éxito total, pues los Zaibatsu han sido atacados por los llamados grupos de Oficiales Jóvenes del Ejército y por gentes de las zonas rurales. Pero sigue siendo cierto que la mayor acrimonia de la opinión pública japonesa no se dirige contra los Zaibatsu, sino contra los narikin. Narikin se traduce a menudo por «nouveau riche», pero esto no hace justicia a los sentimientos japoneses. En Estados Unidos, «nouveau riche» se refiere estrictamente a los «advenedizos»; son ridículos porque son torpes en el trato social y no han tenido tiempo de pulirse debidamente. Esta desventaja, sin embargo, está equilibrada por la ventaja reconfortante que supone haber ascendido desde la cabaña de troncos, o del carro de mulas, al control de millones en petróleo. Pero en el Japón un narikin es un término tomado del ajedrez japonés y significa ‘un peón que asciende a reina’. Es un peón que se lanza sobre el tablero actuando como si se creyera un «tipo» importante, aunque no tiene ningún derecho jerárquico a hacerlo. La gente piensa que el narikin ha obtenido su riqueza engañando o explotando a otros, y el resentimiento que provoca está muy lejos de parecerse a la actitud que se manifiesta en Estados Unidos hacia el «muchacho del pueblo que llega a triunfar en la vida». El Japón destinó un lugar en su jerarquía a las grandes fortunas y mantuvo una alianza con ellas, pero, cuando la riqueza se ha conseguido fuera de la jerarquía, la opinión pública japonesa se muestra muy mordaz.

Los japoneses, como hemos visto, ordenan su mundo refiriéndolo constantemente a la jerarquía. En la familia y en las relaciones personales, la edad, la generación, el sexo y la clase dictan el comportamiento correcto. En el Gobierno, la religión, el Ejército y la industria, las zonas están cuidadosamente separadas en jerarquías, donde ni el más alto ni el más bajo pueden traspasar impunemente sus prerrogativas. Mientras cada cual se mantiene en el «lugar correspondiente», los japoneses se conducen sin protestar. Se sienten a salvo. Por supuesto, en ocasiones no están «seguros» en el sentido de que su bien más preciado esté protegido, pero están «seguros» porque han aceptado la jerarquía como algo legítimo. Es tan característico de su interpretación de la vida como la fe en la igualdad y en la libre empresa lo es de la norteamericana.

Némesis cayó sobre el Japón cuando éste trató de exportar su fórmula de «seguridad». En su propio país, la jerarquía encajaba en la imaginación popular porque ella misma había moldeado aquélla. Las únicas ambiciones permisibles eran las que podían existir dentro de este esquema. Pero era un artículo fatal para la exportación. Las otras naciones estaban resentidas por las pretensiones grandilocuentes del Japón, que consideraban una impertinencia, o algo peor. Sin embargo, los oficiales y las tropas japonesas se asombraban de que los habitantes de los países que ocupaban no les dieran la bienvenida. ¿No estaban ofreciéndoles un lugar, por muy bajo que fuera, en una jerarquía, y no era la jerarquía deseable incluso para aquellos que estaban en los peldaños más bajos? Sus Servicios de Guerra continuaron produciendo una serie de películas en las que figuraba el «amor» de la China hacia el Japón bajo la imagen de unas muchachas chinas desesperadas y descentradas que encontraban la felicidad al enamorarse de un soldado o de un ingeniero japonés. Era algo muy lejano de la versión nazi de la conquista, pero a la larga fracasaría igualmente. No podían imponer a otras naciones lo que se habían impuesto a sí mismos, y erraron al creer que sería posible. No comprendieron que el sistema moral que les había enseñado a «aceptar el lugar correspondiente» era algo que no podía cuajar en otros sitios; era un sistema ajeno a las demás naciones, un producto genuino del Japón. Para los escritores japoneses, este sistema ético es tan natural que les pasa inadvertido y no lo describen en sus obras, pero su estudio es necesario para comprender a los japoneses.