13. Los japoneses tras el Día de la Victoria

Los norteamericanos tienen buenas razones para sentirse orgullosos de su papel en la administración del Japón tras el Día de la Victoria. La política de Estados Unidos se dio a conocer en las directrices State-War-Navy, transmitidas por radio el día 29 de agosto, y el general MacArthur las ha llevado a la práctica con habilidad. La razón fundamental de ese orgullo ha sido frecuentemente oscurecida por críticas y elogios arbitrarios de la prensa y la radio norteamericanas, y poca gente conoce suficientemente la cultura japonesa para saber si determinada política era deseable o no.

Al producirse la rendición, la cuestión primordial era conocer el cariz que iba a tener la ocupación. ¿Utilizarían los triunfadores el Gobierno existente, incluso al emperador, o lo eliminarían? ¿Se crearía una administración para cada pueblo y provincia, bajo el mando de los oficiales del gobierno militar de Estados Unidos? El modelo utilizado en Alemania e Italia había consistido en establecer cuarteles generales locales del AMG(17) como partes integrantes de las fuerzas de combate y en los asuntos domésticos dejar la autoridad en manos de los administradores aliados. En el Día de la Victoria los encargados del AMG en el Pacífico pensaban aún instaurar ese mismo sistema en el Japón. Los japoneses, por su parte, no sabían qué responsabilidad se les permitiría mantener sobre sus propios asuntos. En la Declaración de Potsdam se decía solamente que «los puntos del territorio japonés que designen los Aliados serán ocupados para asegurar los objetivos que aquí estamos exponiendo» y que se debería eliminar para siempre «la autoridad e influencia de aquellos que han decepcionado y engañado al pueblo del Japón al embarcarlo en la conquista del mundo».

Las directrices State-War-Navy al general MacArthur integraban una gran decisión sobre este asunto, una decisión que el Cuartel General de MacArthur apoyó plenamente. Se les hacía responsables a los japoneses de la administración y reconstrucción de su país.

El Comandante Supremo ejercerá su autoridad mediante los organismos del Gobierno japonés y sus delegaciones, incluido el emperador, en tanto en cuanto ello sirva para promover de un modo satisfactorio los objetivos de Estados Unidos. Al Gobierno japonés se le permitirá, bajo sus instrucciones (del general MacArthur), ejercer los poderes normales de gobierno en los asuntos de administración interior.

La administración de MacArthur en el Japón es, pues, bastante diferente de la impuesta en Alemania e Italia. Es exclusivamente una organización de cuartel general, utilizando la administración japonesa desde el nivel más alto hasta el más bajo. Dirige sus comunicados al Gobierno Imperial del Japón, no al pueblo japonés ni a los habitantes de determinada ciudad o provincia. Su tarea consiste en señalar los objetivos que debe alcanzar el Gobierno japonés, y si un ministro los considera imposibles, puede presentar su dimisión o, en caso de llevar la razón, tal vez consiga que las directrices sean modificadas.

Esta clase de administración fue un golpe audaz. Las ventajas de semejante política, desde el punto de vista de Estados Unidos, son bastante claras. Como dijo el general Hilldring por aquel entonces:

Las ventajas que se consiguen mediante la utilización del Gobierno japonés son enormes. Si no hubiera habido ningún Gobierno japonés disponible para nuestros propósitos, hubiéramos tenido que encargarnos directamente del complicado mecanismo que no quiere la administración de un país de 70 millones de habitantes. Este pueblo difiere de nosotros en el idioma, en las costumbres y actitudes. Mediante la puesta a punto y utilización de la organización del Gobierno japonés ahorraremos nuestro tiempo, nuestro potencial humano y nuestros recursos. En otras palabras, exigimos que los japoneses se encarguen de poner su casa en orden, pero nosotros les diremos cómo hacerlo.

Sin embargo, cuando estas directrices se estaban redactando en Washington, muchos norteamericanos aún temían que los japoneses se mostraran resentidos y hostiles, como una nación de vengadores al acecho, dispuestos a sabotear cualquier programa pacífico. Pero estos temores resultaron infundados, y las razones de ello residían en la curiosa cultura japonesa más que en cualquier axioma universal sobre las naciones derrotadas, la política o la economía. Quizá en ningún otro pueblo se habrían logrado resultados tan buenos mediante una política de buena voluntad. A los ojos de los japoneses, esta política evitaba los símbolos de humillación que acompañan a la dura realidad de la derrota y les retaba a poner en práctica una nueva política nacional, cuya aceptación era posible gracias precisamente al condicionamiento cultural del carácter japonés.

En Estados Unidos hemos discutido interminablemente sobre condiciones de paz duras y magnánimas. El problema real no está en la opción entre lo duro o lo magnánimo. El problema reside en usar aquella cantidad precisa de dureza, ni más ni menos, que rompa los viejos y peligrosos patrones de agresividad y plantee nuevos objetivos. Los medios elegidos dependen del carácter del pueblo y del orden social tradicional de la nación en cuestión. El autoritarismo prusiano, arraigado en la familia y en la vida cívica cotidiana, hace necesarios determinados términos de paz con Alemania. Y para que las directrices de paz fueran adecuadas tendrían que diferir de las impuestas al Japón. Los alemanes no se consideran, como los japoneses, deudores del mundo y de las edades, ni se proponen como objetivo devolver una deuda incalculable, sino evitar convertirse en víctimas. El padre es una figura autoritaria y, como cualquier persona que tiene un estatus de superioridad, es quien, como dice la frase, «impone respeto por la fuerza». Él es quien se siente amenazado si no se le respeta. En Alemania, cada nueva generación se rebela durante la adolescencia contra los autoritarios padres, y se consideran vencidos cuando al llegar a la edad adulta adoptan finalmente una vida gris y aburrida, que identifican con la de sus padres. El punto culminante de su existencia son aquellos años del Sturm und Drang de su adolescencia rebelde.

El problema de la cultura japonesa, sin embargo, no es el autoritarismo craso. El padre es una persona que trata a sus hijos con un respeto y cariño que a casi todos los observadores occidentales les parece excepcional, a juzgar por su propia experiencia. Como el niño japonés da por supuestas ciertas formas de auténtica camaradería con su padre y está francamente orgulloso de él, un simple cambio de entonación en la voz del padre lleva al niño a cumplir sus deseos. Pero el padre no es ningún ordenancista para sus hijos jóvenes, y la adolescencia no es ningún período de rebelión contra la autoridad paterna. Más bien es un período en el cual los niños se convierten en los representantes responsables y obedientes de su familia ante los ojos del mundo que los juzga. Demuestran respeto a sus padres, como dicen los japoneses, «por la práctica», «como formación»; es decir, el padre, como objeto de respeto, es un símbolo despersonalizado de la jerarquía y del comportamiento correcto en la vida. Esta actitud, que el niño aprende desde sus primeros contactos con el padre, se convierte en un patrón que sirve para todas las facetas de la vida social japonesa. Los hombres a quienes se conceden las muestras más elevadas de respeto debidas a su posición jerárquica no suelen ejercer un poder arbitrario, como tampoco suele ocurrir que los funcionarios que encabezan la jerarquía ejerzan la autoridad real. Desde el emperador para abajo, consejeros y grupos de presión actúan desde un segundo plano. Una de las descripciones más claras de este aspecto de la sociedad japonesa fue expuesta por el líder de una de las sociedades superpatrióticas del tipo del Dragón Negro al corresponsal en Tokio de un periódico inglés, al principio de los años treinta. «La sociedad —dijo, refiriéndose, por supuesto, al Japón— es un triángulo controlado por una clavija en una esquina»[53]. El triángulo, en otras palabras, está puesto sobre la mesa a la vista de todos. La clavija es invisible. Algunas veces el triángulo está a la derecha, y a veces, a la izquierda; gira sobre un pivote cuya existencia nunca se manifiesta abiertamente. Todo está hecho, como dicen con frecuencia los occidentales, «con espejos». Se hace lo posible por minimizar la apariencia de una autoridad arbitraria y porque cada acto aparezca como un gesto de lealtad al símbolo del estatus, que casi siempre está divorciado del auténtico ejercicio del poder. Cuando los japoneses identifican una fuente de poder desenmascarado, la consideran como siempre han considerado al prestamista y al narikin; es decir, como un explotador indigno de la sociedad.

Esta forma de enfocar su propio mundo hace que los japoneses puedan rebelarse contra la explotación y la injusticia sin ser revolucionarios. No pretenden volar en pedazos la estructura de su mundo, ya que pueden imponer los cambios más completos, como hicieron durante la era Meiji, sin desacreditar el sistema, y a ello lo llaman una «restauración», una «inmersión» en el pasado.

No son revolucionarios, y los escritores occidentales que han puesto sus esperanzas en movimientos ideológicos de masas en el Japón, que durante la guerra alabaron la resistencia clandestina japonesa, proponiendo que debería asumir el mando tras la capitulación, y que desde el Día de la Victoria han vaticinado el triunfo de la política radical en las urnas, no han sabido interpretar correctamente la situación. Se equivocaron en sus profecías. El primer ministro conservador, el barón Sidehara, fue un portavoz más fiel de los sentimientos japoneses cuando en octubre de 1945, al formar su Gabinete, manifestó:

El Gobierno del nuevo Japón tiene una forma democrática que respeta la voluntad del pueblo […] En nuestro país, y desde los días de antaño, el emperador siempre consideró los deseos del pueblo como los suyos propios. Éste es el espíritu de la Constitución del emperador Meiji, y el Gobierno democrático al que me refiero es en verdad una manifestación de ese espíritu.

A los lectores norteamericanos semejante concepto de democracia no parece prometer gran cosa, pero es indudable que los japoneses pueden extender más fácilmente el área de las libertades civiles y aumentar el bienestar de su pueblo basándose en este tipo de interpretación en lugar de hacerlo en la ideología occidental.

El Japón, naturalmente, adoptará de modo experimental los mecanismos políticos occidentales de la democracia, pero no serán esas estructuras medios fiables para forjar un mundo mejor, como lo son en Estados Unidos. Las elecciones populares y la autoridad legislativa de las personas elegidas van a crear tantas dificultades como resuelvan, y cuando dichas dificultades aparezcan, los japoneses modificarán los métodos sobre los que nosotros nos apoyamos para lograr la democracia. Habrá entonces quienes exclamen en Estados Unidos que la guerra se ha hecho en vano —nuestros instrumentos nos parecen siempre los más adecuados—. En el caso mejor, sin embargo, las elecciones japonesas serán tangenciales a la reconstrucción del Japón como nación pacífica para un largo futuro. El Japón no ha cambiado tan fundamentalmente desde la década de 1890, en que hubo elecciones por primera vez, y probablemente se repetirán algunos de los antiguos problemas que describió Lafcadio Hearn en aquella época:

Realmente, no existía ninguna animosidad personal en aquellas furiosas elecciones que costaron tantas vidas; apenas había antagonismos personales en aquellos debates parlamentarios cuya violencia asombró a los extranjeros. Las luchas políticas no eran entre individuos, sino entre intereses de clan o de partido, y los devotos seguidores de cada clan o partido entendieron la nueva política solamente como una nueva clase de guerra —una guerra de lealtad en la que se luchaba por la causa del dirigente—.[54]

Durante unas elecciones más recientes, en los años veinte, los aldeanos solían decir antes de meter su papeleta en la urna: «Mi cuello está preparado para la espada», una frase que identificaba la contienda electoral con los antiguos ataques de los samuráis privilegiados contra el pueblo llano. Las elecciones en el Japón tendrán, aún hoy, un carácter muy distinto al que tienen en Estados Unidos y será así, independientemente de que el Japón siga o no una política peligrosamente agresiva.

La verdadera fuerza que el Japón puede utilizar para convertirse en una nación pacífica reside en su habilidad para decir de determinado curso de acción: «Aquello fracasó», y canalizar sus energías por otros caminos, pues los japoneses tienen una ética de alternativas. Trataron de conseguir su «lugar correspondiente» por medio de la guerra y perdieron. Ahora pueden descartar aquella trayectoria porque toda su educación les ha condicionado para posibles cambios de dirección. Las naciones con una ética más absolutista tienen que convencerse de que están luchando a favor de ciertos principios, y cuando se rinden a los vencedores dicen: «La verdad se perdió cuando fuimos derrotados», pero el respeto a sí mismos les obliga a esforzarse para que esa «verdad» gane la próxima vez. O quizá reaccionen dándose golpes de pecho y confesando su culpabilidad. Los japoneses no necesitan hacer ninguna de las dos cosas. Cinco días después de la victoria, cuando ningún norteamericano había desembarcado aún en el Japón, el gran periódico de Tokio, Mainichi Shimbun, podía hablar de la derrota y de los cambios políticos que traería aparejados, diciendo: «Pero todo sirvió para la salvación final del Japón». El editorial insistía en el hecho de que nadie debía olvidar ni por un momento que habían sido totalmente derrotados. Puesto que sus esfuerzos para construir un Japón basado en el simple poderío habían fracasado por completo, en lo sucesivo tendrían que marchar por el camino de las naciones pacíficas. El Asahi, otro gran periódico de Tokio, aquella misma semana calificó de «serio error» en su política nacional e internacional la reciente «fe excesiva en la fuerza militar» del Japón. «La antigua actitud, con la cual conseguimos tan poco y sufrimos tanto, debe ser descartada por una nueva que tenga sus raíces en la cooperación internacional y en el amor a la paz».

A los occidentales este cambio de —según ellos— principios les parece sospechoso, y, sin embargo, es parte integral del comportamiento japonés tanto en las relaciones personales como en las internacionales. El japonés reconoce que ha cometido un «error» al seguir una trayectoria que no le lleva a su meta. Cuando fracasa, pues, la descarta como una causa perdida, porque no está condicionado para dedicarse a causas perdidas. «No vale la pena —dice— morderse el propio ombligo». En los años treinta adoptaron el militarismo como medio para conseguir la admiración del mundo —una admiración basada en el poderío militar— y aceptaron todos los sacrificios que tal programa exigía. El 14 de agosto de 1945, cuando el emperador, la voz autorizada del Japón, les dijo que habían perdido aceptaron todo cuanto el hecho implicara, y puesto que una de las consecuencias era la presencia de tropas norteamericanas, les dieron la bienvenida. Implicaba también el fracaso de su empresa dinástica; por tanto, estaban dispuestos a respetar una Constitución que condenara la guerra. Diez días después de la victoria el periódico Yomiuri-Hochi pudo decir sobre «Los inicios de un nuevo arte y de una nueva cultura» que:

Debemos convencernos profundamente de que una derrota militar no tiene nada que ver con el valor cultural de una nación. La derrota militar debe servir como impulso […] (porque) ha sido necesario que ocurriera una derrota nacional para que el pueblo japonés elevara su pensamiento hacia el mundo y viera las cosas objetivamente, como son en realidad. Toda irracionalidad que haya desviado el pensamiento japonés debe ser eliminada mediante un sincero análisis […] Hace falta valor para mirar esta derrota cara a cara, en toda su gravedad, (pero debemos) poner nuestra fe en la cultura japonesa del mañana.

Habían seguido un curso de acción que les llevó al fracaso, ahora probarían las artes pacíficas de la vida. «El Japón —repetían los editoriales— tiene que ser un país que los demás respeten», y el deber de los japoneses era hacerse merecedores de ese respeto sobre nuevas bases.

Estos editoriales de la prensa no representaban sólo la voz de unos cuantos intelectuales, pues todo el mundo, tanto en Tokio como en las aldeas más recónditas, cambió de actitud. A las tropas norteamericanas de ocupación les parecía increíble que este pueblo amistoso fuera el mismo que había jurado luchar hasta la muerte con lanzas de bambú. La ética japonesa contiene muchas cosas que los norteamericanos repudian, pero las experiencias norteamericanas durante la ocupación del Japón son una prueba excelente de cuántos aspectos favorables puede tener una ética extraña.

La administración norteamericana del Japón, bajo el general MacArthur, ha aceptado esta habilidad japonesa de navegar por una nueva ruta en lugar de anularla insistiendo en usar técnicas de humillación. Ello habría sido culturalmente aceptable, según la ética occidental, porque uno de los principios de nuestra ética es que la humillación y el castigo son medios socialmente efectivos para que el pecador reconozca su pecado. Los japoneses, como hemos visto, plantean el problema de otra manera. Su ética hace a un hombre responsable de todas las implicaciones de sus actos, y las consecuencias naturales que se desprenden de un error deben convencerle de que va por mal camino. Dichas consecuencias naturales pueden ser incluso la derrota en una guerra decisiva. Pero el japonés no tiene por qué sentirse humillado ante estas situaciones. En su léxico, una persona, o una nación, humilla a otra mediante la difamación, el ridículo, el desprecio, el empequeñecimiento o insistiendo sobre los símbolos del deshonor. Cuando los japoneses se creen humillados, la venganza es una virtud, y aunque la ética occidental condene duramente este principio, la efectividad de la ocupación norteamericana del Japón depende de que Norteamérica actúe con cautela a este respecto, porque los japoneses separan el ridículo —una grave ofensa para ellos— de las «consecuencias naturales», que según los términos de la rendición incluyen cosas como la desmilitarización e incluso una imposición espartana de indemnizaciones.

El Japón, en la única gran victoria que obtuvo frente a una de las grandes potencias, mostró que, incluso como país vencedor, era capaz de evitar que el enemigo derrotado se sintiera humillado tras su capitulación —siempre que aquella nación no le hubiera hecho objeto de burla—. Existe una famosa foto de la rendición del Ejército ruso en Port Arthur en 1905, conocida por todos los japoneses. Muestra a los rusos llevando sus espadas, y lo único que diferencia a los vencedores de los vencidos es el uniforme, ya que los japoneses no despojaron a los rusos de sus armas. Según el conocido relato japonés de aquella rendición, cuando el general ruso Stoessel manifestó su deseo de conocer las condiciones para una rendición, un capitán y un intérprete japoneses se presentaron en su cuartel general con alimentos. «Todos los caballos, excepto el del general Stoessel, habían sido sacrificados para alimentar a la tropa, así que aquel regalo de cincuenta pollos y cien huevos frescos que los japoneses trajeron consigo fue, por supuesto, muy agradecido». El encuentro entre el general Stoessel y el general Nogi se concertó para el día siguiente.

Los dos generales se estrecharon la mano. Stoessel manifestó su admiración por el valor de los japoneses […] y el general Nogi alabó la larga y brava defensa de los rusos. Stoessel expresó a Nogi su condolencia por la pérdida de sus dos hijos en la campaña […] Stoessel ofreció su hermoso caballo árabe blanco al general Nogi, pero éste dijo que, aunque le agradaba mucho recibir semejante regalo de manos del general, el regalo debía ser ofrecido primeramente al emperador. Prometió, sin embargo, que si el caballo volvía a sus manos, como creía, cuidaría de él igual que si hubiera sido suyo desde siempre[55].

Todo el mundo en el Japón conocía el establo que el general Nogi hizo construir para el caballo de Stoessel a la entrada de su casa, y que muchos han descrito como más pretencioso que la propia casa de Nogi; tras su muerte fue incorporado al santuario nacional construido en su honor.

Se ha dicho que los japoneses han cambiado en los años que mediaron entre la rendición rusa y, por ejemplo, la ocupación de Filipinas, cuando su afán destructivo y su crueldad se hicieron patentes. Un pueblo como el japonés, con una ética tan extremadamente situacional, podría considerar esto de modo distinto. En primer lugar, el enemigo no capituló tras la batalla de Bataan, hubo solamente una rendición local, y cuando los japoneses a su vez se rindieron en Filipinas, el Japón siguió luchando. En segundo lugar, los japoneses nunca consideraron que los rusos les hubieran «insultado», pero todos ellos fueron educados durante los años veinte y treinta en la creencia de que la política americana hacia el Japón consistía en «menospreciar su verdadero valor» o, en frase suya, «ponerlo a la altura del excremento». Ésta fue la reacción japonesa a la Ley de Exclusión, al papel que Estados Unidos desempeñó en la Tratado de Portsmouth y a los acuerdos de la Paridad Naval. Este mismo recelo se les inculcó también respecto a la creciente importancia económica de Estados Unidos en el Lejano Oriente y a la actitud racista del americano hacia la gente no blanca del mundo. La victoria sobre Rusia y la victoria sobre Estados Unidos en Filipinas ilustran el comportamiento japonés en sus dos aspectos más opuestos: cuando ha habido una ofensa y cuando no la ha habido.

La victoria final de Estados Unidos cambió de nuevo la situación para los japoneses. Su derrota causó, como es normal, en el Japón el abandono del rumbo que habían seguido hasta entonces, y la ética peculiar de los japoneses les permitió hacer tabla rasa para comenzar de nuevo. La política americana y la administración del general MacArthur han evitado la aparición de nuevos símbolos de humillación sobre esta nueva tabla, insistiendo solamente sobre aquellas cosas que a los ojos japoneses son consecuencias naturales de la derrota. Ha sido una política acertada.

El hecho de mantener al emperador en el trono ha tenido también gran importancia y se ha llevado con delicadeza. Fue el emperador el que visitó primero al general MacArthur y no al contrario, lo cual constituyó una lección ejemplar para los japoneses, cuyo impacto difícilmente puede evaluarlo un occidental. Se dice que cuando se le sugirió al emperador que abjurara de su divinidad objetó cuan embarazoso le sería a él personalmente despojarse de algo que no tenía. Los japoneses, afirmó con razón, no lo consideraban un dios en el sentido occidental de la palabra. El Cuartel General de MacArthur, sin embargo, le convenció de que la idea que se habían hecho los occidentales sobre su afirmación de divinidad perjudicaría la reputación internacional del Japón, y el emperador se mostró de acuerdo en aceptar la vergüenza que iba a causarle aquella repudiación. Habló el día de Año Nuevo y pidió que le tradujeran todos los comentarios sobre su mensaje aparecidos en la prensa mundial. Cuando los leyó mandó un mensaje al Cuartel General de MacArthur diciendo que estaba satisfecho. Los extranjeros, evidentemente, habían albergado un concepto erróneo hasta entonces y se alegraba de haberse decidido a hablar.

La política americana también ha concedido a los japoneses ciertas gratificaciones. Las directrices State-Army-Navy especifican que «se alentará y favorecerá el desarrollo de organizaciones de trabajo, industria y agricultura, montadas sobre bases democráticas». Los trabajadores se han organizado en muchas industrias, y los viejos sindicatos agrícolas, que fueron muy activos durante los años veinte y treinta, se están consolidando de nuevo. Para muchos japoneses, esta iniciativa que ahora pueden tomar para mejorar sus condiciones es una prueba de que el país ha salido ganando algo de esta guerra. Un corresponsal norteamericano cuenta de un huelguista en Tokio que le dijo a un G. I. sonriendo ampliamente: «Japón gana, ¿no?». Las huelgas de hoy tienen mucho en común con las antiguas sublevaciones campesinas, cuando las súplicas de los agricultores eran siempre que los impuestos y las corvées a las cuales estaban sujetos perjudicaban una producción adecuada. No eran luchas de clases en el sentido occidental, y tampoco tenían el propósito de cambiar el sistema. Hoy en día la producción no disminuye con las huelgas, ya que la forma de acción favorita es que los obreros

ocupen la planta, continúen trabajando y hagan avergonzarse a la dirección al incrementar la producción. Los huelguistas en una mina de carbón de Mitsui prohibieron la entrada a los pozos a todo el personal de dirección y aumentaron la producción de 250 a 620 toneladas diarias. Los obreros en las minas de cobre de Ashio trabajaron durante una ‘huelga’ incrementando la producción y doblaron sus propios salarios[56].

La administración de un país derrotado es, por supuesto, difícil, al margen de la buena voluntad que demuestre la política en vigor. En el Japón los problemas de alimentación, alojamiento y reconversión son inevitablemente serios. Serían igualmente serios, si no peores, en una administración que no utilizara el personal del Gobierno japonés. El problema de los soldados desmovilizados, que tanto temían los administradores norteamericanos antes de terminar la guerra, es, por supuesto, menos amenazador de lo que habría sido de no existir los oficiales japoneses. Sin embargo, no es fácil de resolver. Los japoneses se percatan de la dificultad, y los periódicos hablaron con auténtica compasión el otoño pasado de cuán amarga es la derrota para los soldados que han sufrido y perdido y les rogaban que no dejaran que ello nublara su «buen juicio». El Ejército repatriado, en general, ha mostrado un «buen juicio» notable, pero el desempleo y la derrota han hecho que algunos soldados se agruparan según el viejo sistema de las sociedades secretas con fines nacionalistas. Pero es fácil que se resientan de su estatus actual, pues ya no se les concede su antigua posición privilegiada. Antes el soldado herido iba vestido de blanco y la gente le hacía reverencias en la calle. Incluso en tiempos de paz, al recluta se le daba en la aldea una fiesta de despedida y otra de bienvenida. Había bebidas, refrescos, bailes, disfraces, y él ocupaba el lugar de honor. Hoy el soldado repatriado ya no recibe atenciones semejantes. Su familia le hace un lugar en su seno, pero eso es todo. Además, en muchos pueblos y ciudades es fríamente recibido. Conociendo la amargura que a los japoneses les causa semejante cambio de comportamiento, es fácil imaginar la satisfacción que sienten al reunirse con antiguos compañeros para recordar los viejos tiempos en que la gloria del Japón estaba depositada en sus manos. Por otra parte, algunos de sus camaradas de combate les cuentan cuánto más afortunados que ellos son los soldados japoneses que luchan con los Aliados en Java, Shansi y Manchuria; ¿por qué desesperarse, pues? También ellos lucharán de nuevo, afirman. Las sociedades secretas nacionalistas son instituciones antiquísimas del Japón; ellas «limpiaron el nombre del Japón». Unos hombres condicionados a sentir que «el mundo está desequilibrado» mientras quede algo por hacer para desquitarse de un agravio fueron siempre posibles candidatos para estas sociedades clandestinas. La violencia que propugnaban sociedades como el Dragón Negro o el Océano Negro es la violencia admitida por la ética japonesa por tratarse del giri hacia el nombre de uno, y el gran esfuerzo del Gobierno japonés por resaltar la importancia del gimu a expensas del giri hacia el propio nombre tendrá que proseguir en los próximos años, si se quiere eliminar esta violencia.

Hará falta algo más que una apelación al «buen juicio». Será necesaria una reconstrucción de la economía japonesa que proporcione una manera de ganarse la vida y un «lugar propio» a los hombres que ahora tienen veinte o treinta años. Hará falta también mejorar la suerte del agricultor. Siempre que existen problemas económicos el japonés regresa a su antiguo pueblo agricultor, pero las pequeñas granjas, cargadas de deudas, y en muchos lugares de arriendos, no pueden alimentar muchas bocas más. La industria también tiene que ponerse en marcha, porque la fuerte oposición a repartir la herencia entre los hijos menores hace que, tarde o temprano, todos ellos, excepto el mayor, vayan a buscar fortuna a la ciudad.

Sin duda, los japoneses tienen ante sí un camino largo y difícil; pero si el rearme desaparece de los presupuestos del Estado, tendrán la oportunidad de elevar su nivel de vida. Una nación como el Japón, que gastaba la mitad de la renta nacional en armamento y en las Fuerzas Armadas durante la década anterior a Pearl Harbor, puede establecer los cimientos de una economía sana si prohíbe semejantes gastos y progresivamente reduce las exacciones a los agricultores. Como hemos visto, la fórmula japonesa para dividir los productos agrícolas era el 60 por ciento para el cultivador y el 40 por ciento restante para impuestos y para el pago de los arrendamientos. Esto supone un gran contraste con los países «arroceros» como Birmania y Siam, donde el 90 por ciento era la proporción tradicional que se dejaba para el cultivador. Esta gigantesca exacción que recaía sobre el cultivador japonés fue lo que en los últimos tiempos hizo posible financiar el proyecto nacional de guerra.

Cualquier país europeo o asiático que no se preocupe por la adquisición de armamentos durante la próxima década tendrá una ventaja potencial sobre los países que lo hagan, porque su riqueza se podrá utilizar para construir una economía sana y próspera. En Estados Unidos solemos olvidarnos de esto en nuestra política asiática y europea, porque sabemos que unos programas costosos de defensa nacional no nos van a empobrecer. Nuestro país no ha sido devastado por la guerra, y tampoco es un país fundamentalmente agrícola. Nuestro problema crucial es la superproducción industrial. Hemos perfeccionado la producción en masa y los equipos mecánicos hasta el punto de que nuestra población no puede encontrar empleo a no ser que lancemos grandes programas para la producción de armamento o productos de lujo, o para los servicios del bienestar social y la investigación. También es grave la necesidad de una inversión lucrativa de capital. Esta situación es bastante diferente fuera de Estados Unidos, sin embargo. Es diferente incluso en Europa occidental. Pese a la carga de las indemnizaciones, una Alemania a la que no se le permita el rearme podría, dentro de una década, establecer los cimientos de una economía estable y próspera, lo cual le sería imposible a Francia si su política es construir un gran poderío militar. El Japón podría tener idéntica ventaja sobre China, pues la militarización es una de las metas actuales de China y sus ambiciones están apoyadas por Estados Unidos. Si el Japón no incluye la militarización en su presupuesto, podrá, si quiere, proporcionarse su propia prosperidad durante muchos años y puede hacerse indispensable en el comercio con Oriente. Podría basar su economía sobre los beneficios de la paz y elevar el nivel de vida de su pueblo. Un Japón pacífico alcanzaría un puesto de honor entre las naciones del mundo, y Estados Unidos le sería de gran ayuda si continuase prestando su apoyo a un programa de este tipo.

Lo que Estados Unidos no puede hacer —lo que ninguna nación extranjera puede hacer— es crear por mandato un Japón libre y democrático. Los resultados han sido siempre negativos al tratarse de un país dominado. Ningún extranjero puede decretarle a un pueblo que no comparte ni sus hábitos ni sus creencias una manera de vivir que no es más que el reflejo de la propia. A los japoneses no se les puede obligar mediante leyes a aceptar la autoridad de personas elegidas e ignorar el «lugar correspondiente» según está establecido en su sistema jerárquico. No se les puede obligar tampoco a adoptar esa libertad en las relaciones humanas a la que nosotros estamos acostumbrados, ni nuestra exigencia imperativa de ser independientes o la pasión que cada individuo tiene por elegir su pareja, su trabajo, la casa donde desea vivir o las obligaciones que piensa asumir. Los propios japoneses, sin embargo, se han expresado con claridad sobre los cambios que en este sentido consideran necesarios. Los políticos vienen diciendo desde el Día de la Victoria que el Japón debe alentar a sus hombres y mujeres a vivir sus vidas y a confiar en su propia conciencia. Ellos no lo dicen, por supuesto, pero todo japonés se da cuenta de que están poniendo en tela de juicio el papel de la vergüenza (haji) y de que esperan un nuevo florecimiento de libertad entre sus compatriotas: libertad frente al miedo de las críticas y el ostracismo «del mundo».

Las presiones sociales en el Japón, asumidas voluntaria o involuntariamente, exigen demasiado del individuo. Le exigen que oculte sus emociones, que renuncie a sus deseos y se sitúe como el representante manifiesto de una familia, una organización o una nación. Los japoneses han demostrado que pueden soportar toda la autodisciplina que tal conducta exige. Pero esta carga es extremadamente pesada para ellos. La represión que se les exige es demasiado para su propio bien. El temor de aventurarse a un estilo de vida que supondría un peso menor para su psique hizo que se dejaran llevar por los militaristas hacia un camino en el cual se acumulaban las cargas de un modo interminable. Y por haber pagado un precio tan alto se dejaron llevar por el orgullo excesivo de sus virtudes, despreciando a gentes con una ética menos exigente.

Los japoneses han dado el primer gran paso hacia un cambio social al describir la guerra de agresión como un «error» y una causa perdida. Esperan comprar un billete que les lleve de nuevo a un lugar respetado entre las naciones pacíficas. Si Rusia y Estados Unidos se dedican durante los próximos años a prepararse para un ataque mutuo, el Japón usará de todos sus conocimientos para luchar en esa guerra. Pero admitir este hecho no significa repudiar la idea de un Japón pacífico. Las motivaciones del Japón son situacionales —buscará su lugar dentro de un mundo pacífico si las circunstancias lo permiten—; si no, lo buscará en un mundo organizado como si fuera un campamento armado.

Actualmente, los japoneses ven el militarismo como una luz que se ha extinguido. Pero observan a otras naciones del mundo para ver si también en ellas ha ocurrido lo mismo. Si no es así, quizá vuelva a encender el Japón su propio ardor guerrero y demostrar lo bien que puede hacerlo. Pero si se ha extinguido en los demás lugares, el Japón podrá demostrar que ha aprendido la lección y comprobado que una empresa dinástica imperialista no es el camino del honor.