5. Deudor de las edades y del mundo

En inglés solíamos aplicarnos la frase heirs of the ages(6). Dos guerras y una gran crisis económica disminuyeron un tanto la confianza en nosotros mismos implicada en esta frase, pero el cambio, por otra parte, no ha aumentado nuestro sentimiento de deuda hacia el pasado. Las naciones orientales le dan la vuelta a la moneda: se consideran deudoras del pasado. Mucho de lo que los occidentales llaman veneración de los antepasados, en realidad, no es veneración, ni se dirige exclusivamente a los antepasados; es una manifestación ritual de la gran deuda del hombre hacia todo lo que existió anteriormente. Pero no está en deuda únicamente con el pasado, ya que el contacto diario con los demás aumenta aquélla. En esta deuda han de basarse las decisiones y acciones diarias; es el punto fundamental. Como los occidentales prestan tan escasa atención a su deuda con el mundo por lo que éste les ha dado en cuidados, educación y bienestar, o por el mero hecho de haber nacido, los japoneses sienten que nuestras motivaciones son inadecuadas. Los hombres virtuosos no proclaman, como lo hacen en Norteamérica, que no deben nada a ningún hombre. No se olvidan del pasado. La rectitud en el Japón depende del reconocimiento del lugar que cada uno ocupa en la gran red de obligaciones mutuas que abraza juntamente a los antepasados y a los contemporáneos.

Es fácil expresar con palabras este contraste entre Oriente y Occidente, pero difícil apreciar la diferencia que supone en el modo de entender la vida. Hasta que lo comprendamos no podremos llegar a las causas por las cuales el japonés es capaz de sacrificarse a sí mismo hasta los extremos que pudimos comprobar durante la guerra y capaz de sentir un profundo resentimiento en situaciones donde un occidental no lo concibe. Ser deudor puede hacer a un hombre extremadamente susceptible a las ofensas, y el japonés es prueba de ello. También carga sobre él una gran responsabilidad.

Tanto los chinos como los japoneses tienen muchas palabras que significan «obligaciones». Estas palabras no son sinónimas, y su significado específico no tiene traducción literal en inglés porque las ideas que expresan nos son extrañas. La palabra para «obligaciones» que abarca la deuda de una persona, desde la mayor hasta la menor, es on. Su sentido se traduce al inglés mediante una larga serie de palabras que van desde «obligations» (‘obligaciones’) y «loyalty» (‘lealtad’) hasta «kindness» (‘bondad’) y «love» (‘amor’), pero estas palabras desfiguran su significado. Si realmente fuera amor, o incluso obligación, los japoneses podrían hablar del on que sienten hacia sus hijos, pero es imposible usar la palabra en este sentido. Tampoco significa lealtad, pues este concepto se expresa en japonés con otras palabras que de ninguna manera son sinónimas de on. On significa un peso, una deuda, una carga que uno lleva lo mejor que puede. Un hombre recibe on de un superior, pero el hecho de aceptar un on de cualquier hombre que no sea su superior, o por lo menos su igual, le crea una sensación incómoda de inferioridad. Cuando ellos dicen: «Llevo un on hacia él», están diciendo: «tengo una carga de obligaciones hacia él», y a este acreedor, a este benefactor, le llaman su «hombre on».

«Acordarse del on de uno» puede significar una inmensa devoción recíproca. Un cuentecillo japonés incluido en un libro de lectura del segundo año escolar y titulado «No olvides el on» emplea la palabra en este sentido. Es un cuento para los niños pequeños, usado en las clases de ética.

Hachi es un perro gracioso. Tan pronto como nació se lo llevó un extraño, quien lo trató como a uno de sus hijos. Por esta razón, incluso su débil cuerpo se hizo sano, y cuando su amo se iba al trabajo todas las mañanas, Hachi le acompañaba a la estación de tranvías, y por la tarde, cuando se aproximaba el momento en que él (su amo) volvía a casa, regresaba de nuevo a la estación para esperarle.

Con el tiempo, el amo murió. Hachi —no sabemos si ignoraba o no lo ocurrido— seguía yendo a buscar a su amo todos los días. Iba como siempre a la estación a ver si su amo estaba entre la multitud que salía del tranvía. De esta manera se sucedieron los días y los meses. Pasó un año, pasaron dos, tres años, incluso cuando ya habían pasado diez años, la vieja figura de Hachi se podía ver todos los días en la estación, todavía buscando a su amo.

La moral de este cuentecillo es la lealtad, que no es sino otro nombre del amor. Un hijo que quiere profundamente a su madre hablará de no olvidar el on que ha recibido de ella, con lo cual está expresando la misma devoción absoluta que Hachi tenía por su amo. El término, sin embargo, no se refiere específicamente al amor del hijo, sino a todo lo que su madre hizo por él cuando era un niño, sus sacrificios durante la adolescencia de éste y todo lo que ella hizo en pro de sus intereses al hacerse hombre, todo cuanto le debe a ella por su sola presencia. Implica devolver, al menos en parte, lo que se debe, y por esto significa amor. Pero su significado principal es ‘deuda’, mientras que nosotros pensamos en el amor como algo que se da libremente, sin la servidumbre de la obligación.

On se usa siempre en el sentido de devoción sin límites cuando se refiere a la primera y más grande deuda de uno, su on imperial. Es ésta la deuda de cada cual hacia el emperador, que se debe recibir con gratitud indeleble. Sería imposible, piensan ellos, sentirse satisfecho del propio país, de la vida y de los intereses personales, grandes o pequeños, sin pensar al mismo tiempo que estos beneficios le han sido otorgados a uno. En toda la historia del Japón, la persona con quien uno estaba endeudado en última instancia era el superior más alto dentro de su propia esfera. Según la época, esta persona era el señor local, el señor feudal o el Shogun. Hoy es el emperador. Quienquiera que fuera el superior, lo realmente importante es la primacía en que se ha mantenido durante siglos el hábito japonés de «acordarse del on». En el Japón moderno se han empleado todos los medios para centrar ese sentimiento sobre el emperador. Por cada satisfacción que un hombre tenga en su vida aumentará su on imperial; cada cigarrillo distribuido durante la guerra a los hombres del frente en nombre del emperador subrayaba el on que cada soldado tenía hacia él; cada sorbo de sake distribuido en pequeñas porciones antes de entrar en combate incrementaba el on imperial. Los pilotos kamikaze de los aviones suicidas estaban pagando, según decían, su on imperial; todas las tropas que, como ellos afirmaban, dieron hasta su último hombre defendiendo alguna isla en el Pacífico estaban devolviendo su on sin límites al emperador.

Un hombre también tiene su on hacia personas de menos categoría que el emperador. Existe, por supuesto, el on que uno ha recibido de sus padres. Es la base de la célebre piedad filial de los orientales, que coloca a los padres en una posición de autoridad tan estratégica sobre sus hijos. Se expresa como la deuda que sus hijos les deben y desean pagar. Por eso son los hijos los que han de esforzarse por cumplir con la obediencia debida a los padres, en contraste con Alemania, otra nación en la que los padres tienen gran autoridad sobre los hijos y, sin embargo, son aquéllos quienes han de exigir y obligar a esa obediencia. Los japoneses siguen una versión muy realista de la piedad filial oriental, y tienen un refrán sobre el on que reciben de sus padres y que se puede traducir libremente de este modo: «Sólo cuando una persona se convierte en padre o madre se da cuenta exacta de la deuda que tiene contraída con sus propios progenitores». Es decir, el on paterno no es más que el cuidado y los problemas a los que los padres y las madres han de atender a diario. A esto se debe el que los japoneses limiten la veneración a los antepasados a aquellos que aún recuerdan. Ponen el énfasis en la dependencia real que existe durante la niñez, pues huelga decir que toda persona fue una vez un niño indefenso que no habría sobrevivido de no ser por los desvelos de sus padres, quienes le proveyeron de alimento, ropa y un hogar hasta llegar a adulto. Los japoneses se escandalizan porque piensan que los norteamericanos minimizan todo esto y que, como dice un escritor: «En Estados Unidos, recordar el on hacia los padres no significa apenas más que ser bueno hacia el padre y la madre». Ninguna persona puede dejar on a sus hijos, por supuesto, pero el devoto cuidado de los propios hijos es una devolución de la deuda a los padres adquirida cuando uno estaba desamparado. El on hacia los padres se paga, en parte, al dar una buena, o mejor, educación a los propios hijos. Las obligaciones que uno tiene hacia sus hijos son meramente subsumidas en «el on debido a los propios padres».

Asimismo, cada cual tiene un on particular hacia su profesor y hacia su patrón (nushi). Ambos le han ayudado a encaminarse en la vida, y el on que se tiene hacia ellos quizá obligue en el futuro a acceder a una petición suya cuando tengan alguna dificultad, o a prestar especial ayuda a algún joven pariente suyo, pongamos por caso, tras la muerte de aquéllos. Cada uno tiene que hacer lo posible para pagar la obligación, y el tiempo no disminuye la deuda. Por el contrario, aumenta con los años, pues se acumula como una especie de interés. Un on hacia alguien es un asunto muy serio, y como dice el refrán japonés: «Nunca se devuelve ni la diezmilésima parte de un on». Es una carga pesada, pero se considera que «el poder del on» debe estar siempre por encima de las meras preferencias personales.

El buen funcionamiento de esta ética de la deuda depende de que cada hombre se pueda considerar un gran deudor sin sentir demasiado resentimiento al desempeñar las obligaciones bajo las cuales se encuentra. Ya hemos visto hasta qué extremos llega la organización jerárquica en el Japón. Y gracias a las costumbres concomitantes debidamente acatadas le es posible al japonés pagar su deuda moral hasta un punto que un occidental nunca llegaría a imaginar. Es mucho más fácil de cumplir si a los superiores se les considera bienquerientes. El lenguaje japonés aporta evidencia de que a los superiores se les atribuía verdaderamente la cualidad de portarse afectuosamente con sus subordinados. Ai significa ‘amor’, y los misioneros del siglo pasado consideraban que ésta era la única palabra japonesa que se podía utilizar para traducir el concepto cristiano de «amor». La usaron al traducir la Biblia para significar el amor de Dios hacia el hombre y el amor del hombre a Dios. Pero ai significa específicamente el amor de un superior hacia los que de él dependen. Un occidental puede que lo interprete como «paternalismo», pero su uso en el japonés significa mucho más que eso. Era una palabra que significaba ‘afecto’, y en el Japón contemporáneo ai se usa todavía en este sentido estricto del amor de un superior hacia un subordinado, pero, debido quizá en parte a su uso cristiano, y sin duda como resultado de los esfuerzos oficiales por romper las distinciones de casta, hoy se puede emplear también en el sentido de amor entre iguales.

A pesar de todas las mitigaciones culturales que puedan existir, «llevar» un on sin sentirse ofendido es, no obstante, una circunstancia afortunada en el Japón. A la gente no le gusta cargar casualmente con la deuda de gratitud que el on implica. Hablan siempre de «obligar a una persona a llevar un on», y a menudo la traducción más cercana es imposing upon another(7), aunque en Estados Unidos imposing significa exigir algo de alguien, y en el Japón la frase expresa la idea de dar algo o hacer un favor. Los favores ocasionales otorgados por personas relativamente desconocidas son los que causan mayor resentimiento, pues respecto a los vecinos y a las relaciones jerárquicas antiguamente establecidas un hombre ya conoce, y ha aceptado, las complicaciones del on. Pero resulta enojoso en el caso de simples conocidos, o de personas que pertenecen, más o menos, al mismo nivel. Prefieren evitar las engorrosas complicaciones que lleva consigo el on. La pasividad que muestra en el Japón una multitud callejera cuando ocurre un accidente no es solamente falta de iniciativa. Es que saben que cualquier interferencia no oficial haría que el receptor llevara un on. Una de las leyes más conocidas de la época pre-Meiji era: «Si se entabla una riña o disputa, uno no debe intervenir innecesariamente en ella», y en el Japón se piensa que una persona que ayuda a otra en tales situaciones, sin una justificación clara, se aprovecha indebidamente de otra. El hecho de que quien recibe la ayuda queda muy endeudado no incita a las personas a aprovecharse de esta ventaja, sino que las inclina a ser muy cautelosas a la hora de prestar ayuda. Es en situaciones no formalizadas, sobre todo, cuando los japoneses se muestran extremadamente cautelosos para evitar caer en las redes del on. Incluso la oferta de un cigarrillo por parte de una persona con quien no se ha tenido previamente relación alguna le hace a uno sentirse incómodo, y la manera cortés para dar las gracias es decir: «¡Oh, esta incómoda sensación (kino doku)!». «Es más fácil de soportar —me dijo un japonés— si se admite claramente lo mal que se siente uno. Como nunca habías pensado en hacerle un favor, te resulta bochornoso recibir el on». Kino doku, por tanto, se traduce a veces como «Gracias» (por los cigarrillos); otras como «Lo siento» (por la deuda); y aun otras como «Me siento terriblemente avergonzado» (porque usted se me adelantó en este acto de generosidad). Significa todas estas cosas y ninguna.

Los japoneses tienen muchas formas de decir «Gracias» que expresan esta misma inquietud al recibir un on. La menos ambivalente, la frase que ha sido adoptada en los grandes almacenes de las ciudades modernas, significa: «Oh, esta cosa es difícil» (arigato). Los japoneses, generalmente, afirman que esta «cosa difícil» es el beneficio grande y raro que el cliente está otorgando a la tienda al comprar. Es un cumplido. También se emplea cuando uno recibe un regalo y en muchas otras ocasiones. Otras palabras igual de corrientes para dar las gracias, como kino doku, se refieren a la dificultad de recibir. Tenderos al frente de sus propias tiendas suelen decir, literalmente: «Oh, esto no termina aquí» (sumimasen), es decir, «Yo he recibido on de usted, pero por culpa de las disposiciones económicas modernas, nunca podré corresponderle; siento hallarme en semejante situación». Sumimasen se traduce por «Gracias», «Se lo agradezco», o «Lo siento», «Discúlpeme». Se emplea esta palabra con preferencia a cualquier otra forma de dar las gracias si alguien, por ejemplo, corre tras el sombrero que usted ha perdido en un día de viento. Cuando se lo devuelve, la cortesía exige que usted reconozca su propia incomodidad interna al recibirlo. «Él me está ofreciendo un on, y yo nunca le había visto antes. Nunca tuve la oportunidad de ofrecerle el primer on. Me siento culpable de ello, pero quedaré algo más tranquilo si le pido disculpas. Sumimasen es quizá la palabra más corriente para decir gracias en todo el Japón. Le digo que reconozco que he recibido un on de él y que esto no termina con el acto de aceptar mi sombrero. Pero ¿qué puedo hacer yo? Somos dos desconocidos».

La misma actitud ante la deuda se expresa incluso más agudamente, desde el punto de vista japonés, mediante otra palabra utilizada para dar las gracias, katajikenai, que está escrita con el signo utilizado para expresar «insulto» o «desprestigio». Significa, a la vez, ‘me siento insultado’ y ‘estoy agradecido’. El diccionario japonés dice que con este término se expresa lo avergonzado e insultado que uno se siente por recibir un beneficio extraordinario y, en su opinión, no merecido. Se reconoce explícitamente la vergüenza que causa recibir un on, y la vergüenza —haji— es en el Japón, como veremos, fuente de gran amargura. Katajikenai —‘me siento insultado’—sigue siendo utilizado por los tenderos conservadores al dar las gracias a sus clientes, y los clientes lo emplean cuando piden que carguen a sus cuentas las compras efectuadas. Es una palabra hallada continuamente en los romances pre-Meiji. Una muchacha hermosa de la clase baja que sirve en la corte y que es elegida como amante por el amo le dice Katajikenai, es decir: «Estoy avergonzada de aceptar sin merecerlo este on; me siento aturdida por su bondad». De igual forma se expresaría un samurái sorprendido por las autoridades en una riña y luego puesto en libertad. Al decirles Katajikenai querría dar a entender que «Me deshonra aceptar este on; no es correcto colocarme en una posición tan humilde; lo siento; doy humildemente las gracias».

Estas frases expresan, mejor que cualquier generalización, el «poder del on». Uno lo lleva constantemente y con ambivalencia. En relaciones estructuralizadas aceptadas, la gran deuda que ello implica a menudo estimula a un hombre a ofrecerse enteramente a sí mismo en compensación. Pero es difícil ser un deudor, y los resentimientos surgen fácilmente. La famosa novela Botchan, de uno de los novelistas más conocidos del Japón, Soseki Natsume, describe esto último con todo detalle. Botchan, el héroe, es un muchacho de Tokio que se inicia como maestro de escuela en un pueblecillo de provincias. Pronto empieza a sentir odio hacia la mayoría de sus compañeros, con los cuales no se lleva bien. Pero hay un maestro joven con quien hace amistad, y un día que salen juntos, su nuevo amigo, a quien él llama Erizo, le invita a un vaso de agua helada. Paga un sen y medio por ello, algo así como la quinta parte de un centavo.

No mucho después, otro maestro cuenta a Botchan que Erizo ha hablado mal de él. Botchan se cree lo que el chismoso le ha contado y al instante comienza a preocuparle el on que ha recibido de Erizo.

Llevar un on de semejante compañero, incluso si procede de una cosa tan trivial como un vaso de agua helada, afecta a mi honor. Sea un sen o medio sen, no moriré en paz si llevo sobre mí este on […] El hecho de haber recibido el on de alguien sin protestar fue un acto de buena voluntad por el cual demostré tomar al otro a simple vista como una persona decente. En lugar de insistir en pagar mi agua helada, acepté el on y expresé mi gratitud. Ése es un reconocimiento que no se puede comprar con dinero. No tengo título ni posición oficial, pero soy un hombre independiente, y que un hombre independiente acepte el on supone mucho más que si devolviera un millón de yen. Dejé que Erizo tirara un sen y medio, y yo le di mi agradecimiento, que es más valioso que un millón de yen.

Al día siguiente arroja un sen y medio sobre el escritorio de Erizo, porque solamente después de dejar de llevar el on por el vaso de agua helada puede empezar a ajustar la cuenta pendiente entre ellos: el comentario insultante de que le habían hablado. Quizá signifique intercambiar golpes con él; pero primero ha de borrar el on porque ya no es un on entre amigos.

En Estados Unidos, esta misma hipersensibilidad respecto a cosas triviales, esta dolorosa vulnerabilidad, la encontráis en los expedientes sobre bandas de adolescentes y en los historiales clínicos de neuróticos. En el Japón, sin embargo, se considera una virtud. En opinión de los propios japoneses, serían pocas las personas que llevarían el asunto hasta ese extremo, ya que la mayoría es poco exigente. Los comentaristas japoneses que escriben sobre Botchan se refieren a él como «un temperamento ardiente, puro como el cristal, un campeón del deber». El autor también se identifica con Botchan, y, de hecho, los críticos han visto siempre en este personaje el autorretrato de aquél. El relato es un ejemplo de virtud moral, ya que la persona que recibe el on sólo puede despojarse de su condición de deudor si tiene la convicción de que su gratitud vale «un millón de yen» y actúa consecuentemente. Sólo lo puede recibir de una «persona decente». En el momento de ira de Botchan, el autor compara el on hacia Erizo con el on que había recibido, hace mucho tiempo, de su vieja aya. Ésta sentía una gran debilidad por él y pensaba que nadie en la familia lo apreciaba debidamente. Solía traerle pequeños regalos a escondidas: dulces o lápices de colores, y una vez le dio tres yen. «Su constante atención me estremecía hasta la médula». Pero, aunque se sentía «insultado» por la oferta de los tres yen, los aceptó como un préstamo, aunque jamás los devolvió. Sin embargo, el no devolverlos, se dice a sí mismo, al comparar aquello con el efecto que le ha causado su on hacia Erizo, se debió a que «Yo la considero a ella como una parte de mí mismo». Ésta es la clave de las reacciones del japonés respecto al on. Se puede soportar, aunque vaya acompañado de muy diversos sentimientos, con tal de que el «hombre on» sea en realidad uno mismo; es decir, cuando se trata de alguien que ocupa un lugar en «mi» esquema jerárquico, o que hace algo que muy bien podría hacer yo para otra persona, como devolverme el sombrero en un día de viento, o que me admira. Si no se ajusta a estas categorías, el on se convierte en una herida cada vez más irritante. Por muy trivial que sea la deuda contraída, es una virtud resentirse de ella.

Todos los japoneses saben que si el on es demasiado pesado, sean cuales sean las circunstancias, uno se encontrará con muchas dificultades. Un buen ejemplo procede de la «Sección de consultas» de una revista actual. Esta sección es una especie de «Consultorio sentimental» y aparece en el Tokyo Psychoanalytic Journal. El consejo ofrecido es muy poco freudiano, pero completamente japonés. Un anciano escribe pidiendo consejo:

Soy padre de tres hijos varones y una hija. Mi mujer murió hace dieciséis años. Debido a que sentía pena por mis hijos no volví a casarme, y mis hijos consideraban este hecho como una virtud mía. Ahora todos mis hijos se han casado. Hace ocho años, cuando mi hijo contrajo matrimonio, me retiré a una casa unas cuantas manzanas más lejos. Es vergonzoso confesarlo, pero durante tres años he estado jugando con una muchacha en la oscuridad [una prostituta contratada en una casa pública]. Me contó su situación y sentí lástima de ella. Compré su libertad por una pequeña cantidad, la llevé a mi casa, le enseñé a comportarse correctamente y la mantuve como criada. Tiene gran sentido de la responsabilidad y es admirablemente ahorradora. Sin embargo, mis hijos, mi nuera, y mi hija y su marido me miran por ello con cierto desdén y me tratan como a un desconocido. Pero no se lo reprocho; la culpa es mía.

Los padres de la muchacha no parecieron comprender la situación, y como está en edad de matrimonio me escribieron para que la devolviera a su casa. He conocido a los padres y les he explicado las circunstancias. Ellos son muy pobres, pero no buscan mi dinero. Han prometido considerarla como muerta y permitir que la muchacha continúe en la misma situación. Ella misma quiere quedarse a mi lado mientras yo viva. Pero nuestra diferencia de edades es como la de un padre y una hija, y por eso, a veces, considero que debo mandarla a su casa. Mis hijos creen que ella quiere heredar mis pertenencias.

Tengo una enfermedad crónica y creo que me quedan sólo uno o dos años de vida. Agradecería que ustedes me mostraran el camino que debo tomar. Permítanme decirles que aunque la muchacha fue una vez una «chica en la oscuridad», ello se debió a las circunstancias. Su carácter es bueno y sus padres no son rapaces.

Para el psicólogo japonés, el problema estaba claro: el anciano había obligado a sus hijos a cargar con un on demasiado pesado. Le contestó:

Nos ha descrito usted un caso que se da todos los días […]

Déjeme iniciar mis consejos diciéndole que, según me da a entender su carta, me está pidiendo la contestación que usted desea oír y ello me predispone hasta cierto punto contra usted. Por supuesto, me doy cuenta de lo difíciles que serían sus largos años de viudez, pero usted ha utilizado esto para hacer que sus hijos lleven el on y también para justificar su comportamiento actual ante sí mismo. Esto no me gusta. No creo que actúe usted de mala fe; lo que ocurre es que su personalidad es muy débil.

Hubiera sido mejor explicar a sus hijos que tenía que vivir con una mujer —si no podía pasar sin ello— y no hacerles llevar el on (por no haberse vuelto a casar). Es natural que sus hijos estén contra usted, ya que ha subrayado excesivamente este on. Después de todo, los seres humanos no pierden sus deseos sexuales y es natural que los sientan. Pero uno procura superar el deseo. Sus hijos pensaban que así haría usted, pues esperaban que viviera conforme al ideal que de usted se habían formado. Por el contrario, se han sentido traicionados y comprendo lo duro que es para ellos, aunque sea una actitud egoísta por su parte. Ellos están casados y satisfechos sexualmente, pero, de modo egoísta, le niegan lo mismo a su padre. Usted piensa de una manera y sus hijos de otra (como acabamos de ver). Son dos puntos de vista muy distintos.

Dice que la muchacha y sus padres son buena gente. Esto es lo que usted quiere pensar. Todos sabemos que la bondad y la maldad de las gentes dependen de las circunstancias, de la situación del momento, y por el hecho de que en un momento determinado no intenten buscar ventajas no se puede afirmar rotundamente que son «buena gente». Creo que los padres de la muchacha se comportan tontamente al permitirle ser la concubina de un hombre al borde de la muerte. Si contemplan la posibilidad de que su hija se convierta en concubina, lo lógico es que intenten sacar ventaja o provecho de ello. Es solamente su fantasía la que le hace verlo de otra manera.

No me sorprende que sus hijos estén preocupados pensando que los padres de la muchacha buscan algo de usted; yo pienso lo mismo. La muchacha es joven y quizá no se le haya ocurrido esto, pero lo más probable es que a sus padres sí.

Hay dos caminos abiertos para usted:

1) Como «hombre completo» (uno tan cabal que nada le es imposible), cortar con la chica y llegar a un acuerdo con ella. Pero no creo que usted pueda hacerlo; sus sentimientos humanos no lo permitirían.

2) «Volver a ser un hombre corriente» (abandonar sus pretensiones) y destruir la imagen de hombre ideal que sus hijos se han hecho de usted.

Con respecto a sus propiedades, haga testamento inmediatamente y declare cuáles son las partes que corresponden a la muchacha y cuáles a sus hijos.

Para acabar, recuerde que es usted un hombre viejo y se está volviendo un poco infantil, según me demuestra su letra. Su pensamiento es más emocional que racional. Usted quiere a esa chica como sustitutivo de una madre, aunque se exprese como si quisiera salvarla del arroyo. A mi parecer, un niño no puede vivir si su madre lo abandona, y por eso le aconsejo que tome el segundo camino.

Esta carta dice muchas cosas sobre el on. Si una persona hace que otra lleve un on desmesuradamente pesado, aunque se trate de sus propios hijos, sólo bajo su propio riesgo podrá cambiar su línea de conducta. Debe saber que sufrirá por ello. Además, por muy caro que a él le resultase el on contraído por sus hijos, no puede utilizarlo como mérito para luego sacar ventaja de ello; no está bien usarlo «para justificar su comportamiento actual». Es «natural» que sus hijos estén resentidos, y como su padre emprendió algo que no pudo llevar a cabo, se sienten «traicionados». Es una tontería por parte del padre imaginar que tan sólo porque él se entregó enteramente a ellos cuando necesitaban su cuidado, los hijos van a mostrarse ahora especialmente solícitos con él. Por el contrario, recuerdan únicamente el on que sobre ellos ha caído y «es natural que […] estén contra usted».

Los norteamericanos no juzgan una situación semejante bajo esta luz. Nosotros pensamos que un padre que se ha dedicado a sus hijos, huérfanos de madre, merece un lugar muy especial en sus corazones, y no hay razón para estar «contra él». Para comprender la actitud japonesa, sin embargo, hemos de considerarlo como una transacción financiera, ya que en esta esfera sí tenemos actitudes comparables. Sería perfectamente comprensible para nosotros que un hijo estuviese «en contra» de su padre si éste, tras prestarle dinero en una transacción formal, le exigiera su devolución con intereses. También en estos términos podemos entender por qué una persona que ha aceptado un cigarrillo habla de su «vergüenza», en vez de decir directamente «Gracias». Podemos comprender el resentimiento con que hablan de una persona que obliga a otra a llevar un on, y entrever las razones por las cuales Botchan da tan exagerada importancia a la deuda del vaso de agua helada. Sin embargo, los norteamericanos no están acostumbrados a aplicar estos criterios financieros a una invitación casual en la barra de una cafetería, ni a la larga devoción de un padre hacia sus hijos, ni a la devoción de un perro fiel como Hachi. El japonés, sí. El amor, la bondad, la generosidad, que nosotros valoramos exactamente en la proporción en que son dados sin exigir nada a cambio, en el Japón implican obligación por parte de quien los recibe. Y cada ocasión en que se ofrecen le convierte a uno en deudor. Como dice un refrán popular: «Se requiere (un grado inverosímil de) generosidad innata para recibir un on».