11. La autodisciplina

La disciplina impuesta por determinada cultura a sus miembros casi siempre suele parecerles superflua a los observadores de otros países. Las técnicas disciplinarias son bastante claras en sí mismas, pero ¿por qué tomarse la molestia?, ¿por qué castigarse voluntariamente, o dedicarse a la contemplación del ombligo, o no gastar nunca el propio capital? ¿Por qué dedicarse a cualquiera de estas formas de austeridad y, sin embargo, no controlar en absoluto otros impulsos que para los extraños son verdaderamente importantes y en su opinión requieren ser educados? Cuando el observador extranjero pertenece a un país donde no existen métodos técnicos de autodisciplina y se encuentra entre una gente que se apoya fuertemente en ellos, lo más probable es que existan malentendidos.

En Estados Unidos los métodos técnicos tradicionales de autodisciplina están relativamente subdesarrollados. El supuesto norteamericano es que un hombre, tras analizar qué posibilidades tiene en la vida, se disciplinará a sí mismo, si es necesario, para alcanzar la meta elegida. Que lo haga o no dependerá de su ambición, de su conciencia o de su «habilidad instintiva para el trabajo», como lo llamaba Veblen. Puede ser que acepte un régimen estoico para poder jugar en un equipo de fútbol y que abandone toda comodidad para convertirse en un músico o para tener éxito en sus negocios. Quizá evite lo malo y lo frívolo por imposición de su conciencia. Pero en Estados Unidos la autodisciplina en sí, en cuanto educación técnica, no es algo que se enseñe como la aritmética, aparte de su aplicación en un caso particular. Semejantes técnicas —cuando se dan en Estados Unidos— las importan ciertos líderes de cultos llegados de Europa, o los Swamis que enseñan prácticas hindúes. Incluso la autodisciplina religiosa de la meditación y el rezo, como la enseñaron y practicaron Santa Teresa o San Juan de la Cruz, apenas existe hoy en Estados Unidos.

El supuesto japonés, sin embargo, es que un muchacho que va a examinarse de grado medio, un hombre que lucha en un combate de esgrima o una persona que simplemente vive la vida de un aristócrata necesitan una autodisciplina, aparte de la educación específica que les es necesaria para desempeñar su función determinada. No importa cuántos datos se haya metido en la cabeza para el examen, ni cuán experto sea con la espada, ni cuán meticuloso para las normas de la etiqueta —han de poner a un lado los libros, la espada y las reuniones y emprender una clase especial de entrenamiento—. No todos los japoneses se someten a un entrenamiento esotérico, por supuesto, pero, incluso para aquellos que no lo hacen, la fraseología y la práctica de la autodisciplina ocupan un destacado lugar en la vida. Los japoneses de todas las clases se juzgan a sí mismos y a los otros por medio de todo un sistema de conceptos que dependen de su noción del autocontrol y autodominio técnicos generalizados.

Sus conceptos de autodisciplina se pueden dividir de forma esquemática entre aquellos que proporcionan competencia y los que dan algo más. A este algo más le llamaré maestría. Los dos grupos están separados en el Japón y persiguen diferentes resultados en la psique humana, tienen distinta razón de ser y se reconocen por signos diferentes. Muchos ejemplos del primer tipo —competencia autodisciplinaria— han sido ya descritos. El oficial del Ejército que tuvo a sus soldados ocupados en maniobras durante sesenta horas permitiéndoles sólo diez minutos para dormir tan sólo pretendía suscitar en ellos un comportamiento competente al afirmar que «ellos sabían dormir, lo que necesitaban era aprender cómo mantenerse despiertos», a pesar de que a nosotros nos parezca exigir demasiado. Expresaba un principio aceptado de la economía psíquica japonesa según el cual la voluntad debe regir al cuerpo, susceptible hasta un grado casi infinito de ser perfeccionado y, por otra parte, exento de leyes para su bienestar que el hombre haya de respetar por su propio bien. Toda la teoría japonesa acerca de los «sentimientos humanos» descansa sobre este supuesto. Cuando se trata de un asunto realmente serio en la vida, las exigencias del cuerpo, por muy esenciales que sean para la salud, y por más que se acepten y cultiven en otros momentos, deben ser drásticamente subordinadas. Sea cual sea el precio de la autodisciplina un hombre debe manifestar el «espíritu japonés» a toda costa.

Sin embargo, esta forma de expresarlo altera los supuestos japoneses, ya que «la autodisciplina al precio que sea» significa en el uso ordinario norteamericano casi la misma cosa que «abnegación al precio que sea», y a menudo también «a costa de cualquier frustración personal». La teoría norteamericana de la disciplina —ya sea impuesta desde afuera o inyectada desde dentro por una conciencia censora— es que desde la niñez los hombres y las mujeres tienen que convertirse en seres sociales mediante la disciplina, aceptada libremente o impuesta por una autoridad, pero supone una frustración. El individuo se resiente de esa represión de sus deseos. Es un sacrificio, e inevitablemente se despiertan en él emociones agresivas. Esta opinión no es sólo la de muchos psicólogos profesionales de Norteamérica. Es también la filosofía que cada generación aprende de sus padres en el hogar, y por ello el análisis de los psicólogos tiene mucho de verdad aplicado a nuestra propia sociedad. Un niño «tiene» que irse a la cama a cierta hora, y por esta actitud de sus padres aprende que ir a la cama es una frustración. En infinitos hogares, el niño expresa su resentimiento oponiéndose furiosamente a lo que se le exige. Ya se ha convertido en un joven norteamericano adoctrinado que considera el dormir como algo que una persona «tiene que hacer» y se rebela contra ello. También su madre ordena que «tiene» que comer ciertas cosas. Sean copos de avena, espinacas, pan o zumo de naranja, el niño norteamericano aprende a elevar su protesta contra comidas que «tiene» que comer. Saca la conclusión de que la comida que «es buena para él» no es la que tiene buen sabor. Esta costumbre norteamericana es desconocida en el Japón, como también lo es en algunas naciones occidentales —por ejemplo, en Grecia—. En Estados Unidos convertirse en adulto significa emanciparse de las frustraciones de la comida. Una persona mayor puede comer las cosas que tienen buen sabor en lugar de aquellas que le convienen.

Estas ideas acerca del sueño y de la comida son, sin embargo, pequeñeces en comparación con toda la concepción occidental acerca de la abnegación. En el sistema normal de Occidente, los padres se sacrifican por su prole, las esposas sacrifican las carreras por sus maridos y los maridos sacrifican su libertad para convertirse en el sostén de la familia. Difícilmente podrían concebir los norteamericanos que en algunas sociedades los hombres y mujeres no reconocen la necesidad del sacrificio personal. Y, sin embargo, es cierto. En sociedades de este tipo, la gente habla de lo encantadores que son los hijos, afirman que las mujeres prefieren el matrimonio a cualquier otro estado y que un hombre que trabaja para sostener a su familia no hace sino dedicarse a su ocupación predilecta, la de cazador o jardinero. ¿Por qué hablar de sacrificio? Cuando la sociedad acentúa estas interpretaciones y permite que la gente viva de acuerdo con ellas, la noción de sacrificio quizá apenas exista. Las cosas que en Estados Unidos hace una persona por los demás «sacrificándose» en otras culturas están consideradas como intercambios recíprocos. Son inversiones que más tarde serán devueltas, o devoluciones de valores ya recibidos. En tales países no es posible que incluso las relaciones entre padre e hijo tengan este mismo carácter, y lo que el padre hace por el hijo durante la infancia de éste lo hará el hijo por el padre en su ancianidad, e incluso después de su muerte. Toda relación de negocios se basa en contratos tradicionales que si bien aseguran una equivalencia en cuanto a los bienes negociados, también suelen obligar a una de las dos partes a ofrecer protección a la otra, que a su vez se convierte en servidor. Si los beneficios de ambas partes se consideran ventajosos, ninguna de las partes estima que sus deberes son un sacrificio.

En el Japón los servicios prestados a otros requieren, por supuesto, la reciprocidad tanto de bienes como de responsabilidades complementarias, que se intercambian por orden de importancia. Así, pues, el lugar que el sacrificio personal ocupa en la moral es muy diferente del que ocupa en Estados Unidos. Los japoneses siempre han objetado particularmente contra las enseñanzas de los misioneros cristianos sobre el sacrificio. Arguyen que un hombre bueno no debe pensar que cuanto hace por los demás supone una frustración para él. «Cuando hacemos cosas que ustedes consideran sacrificios —me dijo un japonés— es porque deseamos dar o porque es bueno dar. No nos autocompadecemos. Aunque tengamos que renunciar a mucho por los demás, no pensamos que el hecho de dar nos eleve espiritualmente, ni que debamos ser “recompensados” por ello». Un pueblo como el japonés, que ha organizado su vida en torno a obligaciones recíprocas tan elaboradas, naturalmente considera el autosacrificio como incongruente. Se entregan completamente cuando han de cumplir obligaciones dificilísimas, pero la norma tradicional sobre reciprocidad les impide sentir la compasión y satisfacción de sí mismos que surge tan fácilmente en países más individualistas y competitivos.

Los norteamericanos, para comprender las prácticas habituales de autodisciplina de los japoneses, hemos de hacer una especie de intervención quirúrgica sobre nuestra idea de «autodisciplina». Debemos cortar las adherencias del «autosacrificio» y la «frustración» que se han apiñado en torno a semejante idea en nuestra cultura. En el Japón uno se autodisciplina para ser un buen jugador, y la actitud japonesa es que se emprende ese entrenamiento con la misma falta de conciencia de sacrificio que el hombre que juega al bridge. El entrenamiento, por supuesto, es estricto, pero esto es inherente a la naturaleza de las cosas. El niño nace feliz, pero sin la capacidad de «saborear la vida». Sólo mediante el entrenamiento mental (o autodisciplina, shuyo) puede un hombre o una mujer conseguir vivir plenamente y «saborear» la vida. La autodisciplina «desarrolla el abdomen (el lugar del control)», engrandece la vida.

La autodisciplina «competente» en el Japón se basa en el razonamiento de que permite a un hombre orientar mejor su propia vida. Cualquier impaciencia que sienta al principio del entrenamiento pasará, dicen, porque con el tiempo o le gustará o lo dejará. El aprendiz desempeñará adecuadamente su oficio, el niño aprenderá judo (jujitsu), la joven esposa se adaptará a las exigencias de su suegra; pero es bastante comprensible que en las primeras etapas del entrenamiento un hombre o una mujer no acostumbrados a las nuevas exigencias deseen librarse del shuyo. Quizá escuchen de labios de sus padres lo siguiente: «¿Qué quieres? Es necesario un poco de entrenamiento para saborear la vida. Si lo abandonas y no te entrenas en absoluto, como consecuencia natural de ello no serás feliz. Y si esto llegara a suceder, yo no estaría muy dispuesto a protegerte contra la opinión pública». Shuyo, en la frase que ellos emplean tan a menudo, limpia «la herrumbre del cuerpo». Hace de un hombre una espada brillante y afilada, que es, por supuesto, lo que desea ser.

Toda esta insistencia en afirmar que la autodisciplina deriva en ventaja propia no significa que los actos extremos exigidos a menudo por el código japonés no sean en realidad graves frustraciones y que tales frustraciones no se conviertan en impulsos agresivos. Esta distinción la entienden los norteamericanos cuando se refiere a los juegos y deportes. El campeón de bridge no se queja del sacrificio que le supone aprender a jugar bien, no pone la etiqueta de «frustración» al tiempo que ha tenido que dedicar para convertirse en un experto. Sin embargo, los médicos afirman que, en algunos casos, la gran atención que se requiere cuando un hombre está jugando por una apuesta de gran importancia o en un campeonato guarda relación con las úlceras estomacales y una tensión excesiva. Lo mismo le ocurre a la gente en el Japón. Pero la norma de la reciprocidad y la convicción japonesa de que la autodisciplina redunda en beneficio propio hacen que a ellos les parezcan fáciles muchos actos que resultarían insoportables para los norteamericanos. Los japoneses dan mucha más importancia al comportamiento «competente» y se permiten menos excusas que los norteamericanos. No suelen descargar las insatisfacciones de su vida sobre cabezas de turco con tanta frecuencia como los norteamericanos, ni se entregan tan a menudo a la autocompasión debido a que, por una causa u otra, no tienen lo que los norteamericanos llaman una felicidad media. Han sido educados para prestar mayor atención a la «herrumbre del cuerpo» de lo que es corriente entre los norteamericanos.

Más allá y por encima de la autodisciplina «competente» se encuentra el plano de la «maestría». Las técnicas japonesas de este último tipo no han sido expuestas de modo muy inteligible para los lectores occidentales por los autores japoneses que han escrito sobre el tema, y los estudios occidentales que se han ocupado especialmente de este asunto a menudo han sido muy despectivos al hablar de ellas. En ocasiones las han llamado «excentricidades». Cierto erudito francés ha escrito que son «un desafío al sentido común» y que la más grande de las sectas disciplinarias, el culto Zen, es «una sarta de solemnes disparates». Los propósitos que las técnicas intentan cumplir no son, sin embargo, impenetrables, y toda esta cuestión arroja considerable luz sobre la economía psíquica japonesa.

Hay una larga serie de palabras japonesas para definir el estado mental que el experto en autodisciplina debe lograr. Algunos de estos términos se aplican a los actores, otros a los devotos religiosos, a los esgrimidores, a los oradores, a los pintores y a los maestros de la ceremonia del té. Todos tienen el mismo sentido general, y yo emplearé solamente la palabra muga, que es la que se emplea en el budismo Zen, el culto floreciente de la clase alta. La descripción de este estado de maestría es que denota aquellas experiencias, ya sean seculares o religiosas, donde «no existe la más mínima ruptura» entre la voluntad del hombre y sus actos. Una descarga eléctrica pasa directamente del polo positivo al negativo. La gente que no ha conseguido la maestría tiene algo parecido a una barrera de no conducción que se interpone entre la voluntad y el acto. Ellos lo llaman el «yo observador», el «yo que se interfiere»; y cuando esta barrera ha sido eliminada mediante diversas formas de entrenamiento, el experto pierde todo sentido de «estar haciendo algo». El circuito corre libremente. El acto se hace sin esfuerzo, es «unilateral». La acción reproduce completamente el cuadro que el actor se había dibujado en su mente.

En el Japón todo tipo de personas busca esta clase de «maestría». Sir Charles Eliot, la gran autoridad inglesa sobre el budismo, nos habla de una colegiala que se dirigió

a un conocido misionero en Tokio y le dijo que quería convertirse al cristianismo. Cuando le preguntaron cuál era la razón replicó que su gran deseo era subir a un aeroplano. Al instarle a explicar la conexión entre los aeroplanos y el cristianismo replicó que le habían dicho que antes de subir a un avión debía tener una mente muy tranquila y muy regulada y que esta clase de mente sólo se adquiere mediante el entrenamiento religioso. Ella pensó que entre las religiones, probablemente la mejor era la cristiana, y por eso había acudido a recibir sus enseñanzas[32].

Los japoneses no solamente relacionan el cristianismo y los aeroplanos; también ven una relación entre el entrenamiento para lograr «un espíritu tranquilo y bien regulado» y, por ejemplo, un examen de pedagogía, o el arte de la oratoria, o la carrera de un estadista. Las técnicas de entrenamiento para la unilateralidad les parecen una ventaja incuestionable en casi todas las tareas.

Muchas civilizaciones han desarrollado técnicas de este tipo, pero los objetivos y los métodos japoneses tienen un marcado carácter propio. Esto tiene especial interés, ya que muchas de las técnicas provienen de la India, donde se las conoce con el nombre de yoga. Las técnicas japonesas de auto-hipnotismo, concentración y control de los sentidos todavía muestran relación con las prácticas indias. Se insiste igualmente en la ausencia de todo pensamiento, en la inmovilidad del cuerpo, en repetir millares de veces una misma frase, en concentrarse en un símbolo elegido. Incluso se sigue usando la terminología empleada en la India. Aparte de estos puntos, sin embargo, la versión japonesa tiene poco en común con la hindú. En la India el yoga es un culto de extremo ascetismo. Y es una vía para librarse del ciclo de las reencarnaciones. El hombre no tiene otra salvación más que ésta, la liberación o nirvana, y el obstáculo en su camino son los deseos humanos, que pueden ser eliminados mediante la abstinencia, la humillación y la búsqueda del sufrimiento físico. Con estos medios un hombre puede llegar a la santidad y lograr la espiritualidad y la unión con lo divino. El yoga es una manera de renunciar al mundo de la carne y escapar de la monotonía que produce la futilidad humana. Es también una manera de conseguir poderes espirituales. El viaje hacia la meta de cada uno es tanto más rápido cuanto más riguroso es el ascetismo.

Semejante filosofía le es extraña al Japón, y aunque es una nación budista, las ideas de transmigración y de nirvana nunca han formado parte de la fe budista del pueblo. Estas doctrinas han sido personalmente aceptadas por algunos sacerdotes budistas, pero nunca han afectado ni a las costumbres ni al pensamiento popular. En el Japón no se evita la muerte de un animal o un insecto por miedo a matar un alma humana transmigrada, y las ceremonias funerarias japonesas, así como los rituales del nacimiento, están libres de toda noción referente al ciclo de reencarnaciones. La transmigración no forma parte del pensamiento japonés. La idea del nirvana no sólo no significa nada para la gente en general, sino que los mismos sacerdotes la han modificado hasta hacerla desaparecer. Los sacerdotes eruditos afirman que un hombre que ha sido «iluminado» (satori) ya está en el nirvana; el nirvana está en el tiempo, en el presente, y un hombre «ve nirvana» en un pino o en un pájaro salvaje. Los japoneses se han desinteresado siempre de las fantasías sobre un mundo del más allá. Su mitología habla de dioses, pero no de la vida de los muertos. Incluso han rechazado las ideas budistas de recompensas y castigos diferenciales después de la muerte. Cualquier hombre, incluso el campesino más insignificante, se convierte en un Buda cuando muere; la misma palabra empleada en las lápidas conmemorativas de los santuarios caseros es «los Budas». Ningún otro país budista emplea un lenguaje semejante, y cuando una nación habla tan audazmente de sus muertos es bastante comprensible que no acepte una meta tan difícil como el alcance del nirvana. Un hombre que se convierte en un Buda no necesita proponerse como meta la cesación total mediante la mortificación de la carne durante toda la vida.

Igualmente extraña les es a los japoneses la doctrina de que la carne y el espíritu son irreconciliables. El yoga es una técnica para eliminar el deseo, y el deseo tiene su asiento en la carne. Pero los japoneses no tienen este dogma. «Los sentimientos humanos» no pertenecen al «mal», y gozar de los placeres de los sentidos forma parte de la sabiduría. La única condición es que sean sacrificados a los deberes serios de la vida. Este principio se lleva a su extremo lógico en la versión japonesa del culto yoga; no sólo ha eliminado el sufrimiento físico, sino que tampoco es un culto ascético. Incluso los «iluminados», a pesar de llamarse ermitaños, solían establecerse cómodamente, con sus mujeres e hijos, en algún lugar agradable del país. La compañía de sus esposas e incluso el nacimiento de hijos eran considerados como totalmente compatibles con su santidad. En la más popular de todas las sectas budistas los sacerdotes se casan y fundan una familia. El Japón nunca ha aceptado fácilmente la teoría de que la carne y el espíritu son incompatibles. La santidad de los «iluminados» consistía en la meditación autodisciplinaria y en su simplificación de la vida, no en llevar ropa sucia, o en cerrar los ojos a las bellezas de la naturaleza o los oídos a los instrumentos de cuerda. Es muy corriente que estos santos hombres llenen sus días componiendo elegantes versos, celebrando el ritual de la ceremonia del té y «contemplando» la luna y los cerezos en flor. El culto Zen incluso ordena a sus devotos evitar «las tres insuficiencias: insuficiencia de vestidos, de alimento y de sueño».

El último principio de la filosofía yoga es también desconocido en el Japón: el que dice que las técnicas del misticismo que ella enseña transportan al devoto hasta una unión extática con el universo. Dondequiera que las técnicas del misticismo han sido practicadas, ya sea por pueblos primitivos, por derviches mahometanos, por yoguis de la India o por cristianos medievales, existe la opinión, casi unánime entre las personas que se han entregado a ellas, de que se llega a una «unión con la divinidad» y se experimenta un éxtasis que «no es de este mundo». Los japoneses tienen las técnicas del misticismo sin tener éste, aunque no significa que no logren el trance. Lo consiguen, pero incluso este trance lo consideran como una técnica preparatoria para la «unilateralidad». No lo describen como éxtasis. El culto Zen no afirma, como hacen los místicos de otros países, que los sentidos estén en suspenso durante el trance, dicen que los «seis» sentidos llegan mediante esta técnica a una condición de agudeza extraordinaria. El sexto sentido se encuentra en la mente, y el entrenamiento lo sitúa por encima de los cinco ordinarios; pero el gusto, el tacto, la vista, el olfato y el oído se entrenan también durante el trance. Uno de los ejercicios del Zen practicados en grupo consiste en percibir pasos sin ruido y poder seguirlos con exactitud mientras van de un lugar a otro, o distinguir los olores tentadores de los alimentos —preparados a propósito— sin que se rompa el trance. Oler, ver, oír, tocar y gustar ayuda al «sexto sentido», y en este estado se aprende a tener «a todos los sentidos en alerta».

Es un entrenamiento muy poco usual en cualquier culto que experimenta con lo extrasensorial. Incluso en trance, estos devotos del Zen no intentan salirse de sí mismos, sino utilizando la frase que Nietzsche emplea al hablar de los antiguos griegos, «continuar siendo lo que son y conservar el nombre de ciudadano». Hay muchas descripciones vívidas sobre este punto en los testimonios que han dejado los grandes maestros japoneses del budismo. Uno de los mejores es el de Dogen, el gran fundador del culto Soto del Zen en el siglo XIII, culto que sigue siendo el mayor y más influyente de todos. Hablando de su propia iluminación (satori), dijo: «Me di cuenta únicamente de que mis ojos estaban horizontales sobre mi nariz perpendicular […] En ello no hay nada misterioso (en la experiencia Zen). El tiempo pasa de modo natural, el sol asciende por el Este y la luna se pone por el Oeste»[33]. Tampoco afirman los escritos del culto Zen que la experiencia del trance proporcione mayor poder que el de la autodisciplina. «El yoga pretende que se pueden adquirir diversos poderes sobrenaturales mediante la meditación —escribe un budista japonés—, pero el Zen no dice cosas tan absurdas»[34].

Los japoneses, de este modo, eliminan los supuestos en los que se basan las prácticas del yoga en la India. El Japón, por ese amor vital de lo finito que nos recuerda a los antiguos griegos, considera las prácticas técnicas del yoga como autoentrenamiento para la perfección, el medio a través del cual un hombre puede conseguir aquella «maestría» gracias a la cual no existe la más mínima discordia entre el hombre y sus actos. Es un entrenamiento para conseguir eficiencia y confianza en uno mismo. Sus recompensas se cosechan aquí y ahora, porque permite a un hombre enfrentarse a cualquier situación empleando el esfuerzo justo, sin pasarse ni quedarse corto, y le da un control de su mente, que de otro modo vacilaría, para que ningún peligro físico externo ni ninguna pasión interna le aparten de su meta.

Semejante entrenamiento es, por supuesto, tan valioso para un guerrero como para un sacerdote, y fueron precisamente los guerreros del Japón los que hicieron suyo el culto Zen. Es muy difícil encontrar fuera del Japón el empleo de técnicas del misticismo que no buscan como recompensa la experiencia de la consumación mística y que han sido adoptadas por guerreros para entrenarse en la lucha de cuerpo a cuerpo. Sin embargo, así ha ocurrido en el Japón desde los primeros tiempos de la influencia del Zen. El gran libro del fundador japonés Ei-sai, del siglo XII, se llamaba La protección del Estado mediante la propagación del Zen, y el Zen ha entrenado a guerreros, estadistas, maestros de esgrima y estudiantes universitarios para alcanzar metas bastante mundanas. Como dice Sir Charles Eliot, nada en la historia del culto Zen en China anunciaba su futuro papel como disciplina militar en el Japón.

El Zen se ha convertido en algo tan japonés como las ceremonias del té o los dramas No. Habría sido de esperar que en un período turbulento como fueron los siglos XII y XIII esta doctrina mística y contemplativa, que encuentra la verdad no en escrituras sagradas, sino en la experiencia inmediata del espíritu humano, hubiera florecido en los seguros puertos de los refugios monásticos, entre quienes habían dejado las tempestades del mundo, pero no que fuera aceptada como regla favorita de vida por la clase militar. Sin embargo, así sucedió[35].

Muchas sectas japonesas, tanto budistas como sintoístas, han dado gran importancia a las técnicas místicas de la contemplación, el autohipnotismo y el trance. Algunas de ellas, sin embargo, ven en el resultado de este entrenamiento pruebas de la gracia de Dios y basan su filosofía en el tariki o ‘ayuda de otro’, es decir, de un dios benigno. Otras, entre las cuales el Zen es el ejemplo máximo, se apoyan sólo sobre la «autoayuda», jiriki. La fuerza potencial —según enseñan— está dentro de uno mismo, y solamente mediante el propio esfuerzo puede aumentar. los samuráis japoneses encontraron esta teoría a su gusto, y como monjes, estadistas o educadores —pues asumían todos estos papeles— empleaban las técnicas del Zen para reforzar su severo individualismo. Las enseñanzas del Zen, por otra parte, eran explícitas en exceso.

El Zen sólo busca la luz que el hombre puede encontrar en sí mismo. No tolera ningún obstáculo en esta búsqueda. Aparta todo obstáculo de tu camino […] Si en tu camino se interpone Buda, ¡mátale! Si se interponen los patriarcas, ¡mátales! Si se interponen los santos, mátalos a todos. Ésta es la única forma de llegar a la salvación[36].

El que busca la verdad no puede aceptar nada de segunda mano, ni las enseñanzas de Buda, ni las escrituras, ni cualquier teología. «Los doce capítulos del canon budista son un trozo de papel». Uno puede sacar provecho de su lectura, pero ello no tiene nada que ver con el relámpago que surge en el alma y que es lo único que proporciona la «iluminación». En un libro del Zen de diálogos, un novicio pide a un sacerdote que comente los Sutra del Loto de la Buena Ley. El sacerdote le hace una brillante exposición, y el oyente dice descarnadamente: «Pues yo pensé que los sacerdotes Zen desdeñaban los textos, las teorías y los sistemas de explicaciones lógicas». «El Zen —replicó el sacerdote— no consiste en no saber nada, sino en la creencia de que el conocimiento está fuera de todos los textos, de todos los documentos. Tú no me dijiste que querías conocer, sino solamente que querías una explicación del texto»[37].

El entrenamiento tradicional que impartían los maestros del Zen estaba encaminado a enseñar a los novicios a «conocer». El entrenamiento puede ser físico o mental, pero su validez última ha de venirle de la conciencia interior del discípulo. El entrenamiento Zen del esgrimidor ilustra esto muy bien. El esgrimidor, por supuesto, tiene que aprender y practicar continuamente el manejo correcto de la espada, pero su pericia en ello pertenece al campo de la simple «competencia». Por añadidura, debe aprender a ser muga. Primero se le obliga a permanecer erguido sobre el suelo, concentrándose en las pocas pulgadas de superficie en que se apoya su cuerpo. Esta pequeña superficie, donde sólo existe espacio para estar de pie, se eleva gradualmente hasta que ha aprendido a mantenerse erguido sobre una columna de cuatro pies(16) tan fácilmente como si estuviera en un patio. Cuando está perfectamente seguro sobre la columna «conoce». Su mente ya no le traiciona con el mareo o el miedo a caerse.

Este uso de la columna transforma la familiar austeridad medieval occidental de San Simeón Estilita en una autodisciplina que sirve para determinado propósito. Ya no es una austeridad. Muchas clases de ejercicios físicos, ya se trate de culto Zen o de las prácticas comunes de los pueblos campesinos, experimentan este tipo de transformación. En numerosos lugares del mundo zambullirse en el agua helada o colocarse bajo las cascadas de las montañas son modelos de austeridad que sirven a veces para mortificar la carne, otras para lograr la compasión de los dioses y otras para provocar el trance. La austeridad del frío preferida por los japoneses consistía en permanecer de pie o sentado bajo una cascada de agua helada en las horas antes del amanecer, o rociarse tres veces en una noche de invierno con agua helada. Pero su finalidad era entrenar al «yo» consciente para que dejara de sentir la incomodidad; al devoto le servía para aprender a meditar sin que ninguna interrupción le apartase de ello. Cuando ni el golpe frío del agua ni el temblar del cuerpo bajo la frialdad del amanecer hacían mella en su ser consciente, era ya un «maestro». Y no había otra recompensa.

El entrenamiento mental tenía su esencia también en el interior de cada uno. Un hombre podía acudir a un maestro, pero éste no le «enseñaba» en el sentido occidental del término, porque nada que un novicio aprendiera de una fuente que estuviera fuera de sí mismo tenía importancia. El maestro dialogaba con el novicio, pero no lo llevaba suavemente hacia un nuevo reino intelectual. Se le consideraba más eficaz cuanto más brusco fuera. Si, sin previo aviso, el maestro rompía la taza de té que el novicio estaba a punto de beber, o le ponía la zancadilla, o golpeaba sus nudillos con una vara de latón, la impresión quizá galvanizara en él una iluminación interior, venciendo su satisfacción consigo mismo. Los libros de los monjes están llenos de incidentes de este tipo.

La técnica favorita para estimular el desesperado afán del novicio por «conocer» eran los koan, literalmente ‘los problemas’. Se dice que existen 1.700 de estos problemas, y en los libros de anécdotas aparece como algo normal que un hombre se dedique durante siete años a resolver uno de ellos. Nadie pretende que sus soluciones sean racionales. Uno de los problemas es «Imaginar el palmoteo de una mano», otro es «Sentir anhelo por la madre antes de ser uno concebido». Otros son: «¿Quién lleva su propio cadáver?», «¿Quién es el que camina hacia mí?», «Todas las cosas retornan al Uno, ¿adónde retorna este último?». Problemas del Zen semejantes a éstos fueron utilizados en China desde antes de los siglos XII y XIII, y los japoneses adoptaron estas técnicas junto con el culto. En el continente no perduraron, pero en el Japón son una parte muy importante del entrenamiento para conseguir la «maestría». Los manuales del Zen los tratan con extrema seriedad: «Los koan encierran el dilema de la vida». Un hombre que medita sobre uno de ellos, afirman, llega a un punto muerto, como si fuera «una rata perseguida que corre por un callejón sin salida»; es como un hombre «con una bola de hierro al rojo vivo en su garganta»; es «un mosquito que intenta morder un trozo de hierro». Se encuentra fuera de sí y redobla sus esfuerzos. Finalmente, el velo de su «yo-observador», que se interpone entre su mente y el problema, desaparece; con la rapidez de un relámpago los dos, mente y problema, se reconcilian. Ya «conoce».

Después de estas descripciones del tenso esfuerzo mental es un anticlímax acudir a los libros para examinar las grandes verdades encontradas gracias a tanto dispendio. Nangaku, por ejemplo, dedicó ocho años al problema «¿Quién es el que camina hacia mí?», y por fin comprendió. Sus palabras fueron: «Incluso cuando uno afirma que hay algo aquí omite el conjunto». Sin embargo, existe un patrón general en las revelaciones que vienen en este diálogo:

NOVICIO.—¿Cómo escaparé de la Rueda del Nacimiento y de la Muerte?

MAESTRO.—¿Quién te coloca bajo esta limitación? (es decir, te ata a esta rueda).

Lo que aprenden es, según ellos y en palabras de la famosa frase china, que «buscaban un buey y estaban montados sobre uno». Aprenden que «lo que se necesita no es la red y la trampa, sino el pez o el animal para los que fueron creados estos instrumentos». Es decir, aprenden, expresándose en fraseología occidental, que los dos términos del dilema son irrelevantes. Aprenden que las metas pueden ser alcanzadas con los medios que ya disponen si los ojos de la mente están abiertos. Todo es posible y sin más ayuda que la que uno mismo se proporciona.

La importancia de los koan no estriba en las verdades que sus indagadores descubren, y que son las verdades de los místicos, sino en la concepción japonesa de la búsqueda de la verdad.

A los koan se les llama «ladrillos con los que golpear en la puerta». «La puerta» está en el muro construido alrededor de la naturaleza humana, no iluminada aún, que duda de que los medios a su disposición sean suficientes y se imagina a sí misma rodeada de una nube de testigos vigilantes que la elogiarán o culparán. Es el muro del haji (‘vergüenza’), que está presente en todo japonés. Una vez que el ladrillo ha golpeado la puerta y ésta se ha desmoronado, uno se encuentra al aire libre y tira el ladrillo lejos de sí. Ya no sigue resolviendo más koan. Ha aprendido la lección y resuelto el dilema de la virtud. Se han arrojado a sí mismos con fuerza desesperada contra el callejón sin salida. «Por pedírselo el entrenamiento» se han convertido en «mosquitos que muerden un trozo de hierro». Al final han aprendido que no hay ningún callejón sin salida —ningún callejón sin salida entre gimu y giri ni entre el giri y los sentimientos humanos, ni entre la rectitud y el giri—. Han encontrado una salida. Están libres y por primera vez pueden «saborear» plenamente la vida. Son muga. Su entrenamiento en la «maestría» ha terminado con éxito.

Suzuki, la gran autoridad del budismo Zen, describe el muga como «éxtasis sin la sensación de estar haciendo algo», «ausencia de esfuerzo»[38]. El «yo-observador» es eliminado; un hombre «se pierde a sí mismo», es decir, deja de ser un espectador de sus actos. Suzuki dice: «Con el despertar de la conciencia, la voluntad se divide en dos: …actor y observador. El conflicto es inevitable porque el yo-actor quiere librarse de las limitaciones del yo-observador». Así, en la «iluminación» el discípulo descubre que no hay ningún yo-observador, «ninguna entidad anímica como cantidad desconocida o incognoscible»[39]. Nada queda sino la meta y el acto que la alcanza. El investigador del comportamiento humano podría volver a formular esta frase para dirigirla más específicamente a la cultura japonesa. En la niñez se educa rigurosamente a las personas para que observen sus propios actos y los juzguen a la luz del «qué dirá la gente»; su yo-observador es terriblemente vulnerable. Pero para entregarse al éxtasis de su alma elimina este «yo» vulnerable. Deja de sentir que «está haciendo algo». Entonces siente que su alma ya está entrenada, de la misma manera que el aprendiz de esgrima se siente preparado para mantenerse erguido sobre un pilar de cuatro pies de alto sin temor a caerse.

El pintor, el poeta, el orador y el guerrero emplean esta preparación de forma similar para conseguir muga. No adquieren la «infinitud», sino una percepción clara y serena de la belleza finita, o el ajuste de medios y fines para que puedan usar la cantidad justa de esfuerzo, «ni más ni menos», y lograr su meta.

Incluso una persona que no ha tenido ninguna preparación puede alcanzar algo parecido a la experiencia del muga. Cuando un hombre contempla los dramas noh o kabuki y se pierde totalmente en el espectáculo también se dice que ha perdido su yo-observador. Las palmas de sus manos se humedecen. Siente el «sudor del muga». El piloto de un bombardero que se acerca a su objetivo también lo siente momentos antes de dejar caer sus bombas. «Él no lo está haciendo». No hay ningún yo-observador en su conciencia. Un artillero antiaéreo, ajeno a todo lo que le rodea, también tiene «el sudor del muga» y ha eliminado al yo-observador. La idea es que en casos como éstos la gente se encuentra en su mejor forma.

Semejantes conceptos son un elocuente testimonio de la pesada carga que supone para los japoneses la autoobservación y autovigilancia. Son libres y eficientes, afirman, cuando estas restricciones desaparecen. Mientras los norteamericanos identifican su yo-observador con el principio racional que hay dentro de cada uno y se enorgullecen del hecho de «mantenerse lúcido» durante una crisis, los japoneses se sienten como si se hubieran liberado de una carga agobiante al entregarse al éxtasis de sus almas y olvidarse de las restricciones impuestas por la autoobservación. Como hemos visto, su cultura les inculca la necesidad de la circunspección, pero los japoneses han reaccionado a ello declarando que allí donde esa carga se ha eliminado aparece en el hombre un plano consciente mucho más eficaz.

La forma más extrema —para oídos occidentales— de expresar este principio es su entusiástica aprobación del hombre «que vive como si ya estuviera muerto». La traducción literal occidental sería «el cadáver viviente», que en todos los idiomas de Occidente se emplea como una expresión de terror. Usamos esta frase para expresar que el «yo» de un hombre ha muerto, pero tras sí queda su cuerpo, abrumando la tierra. Ningún principio vital queda en él. Los japoneses, sin embargo, emplean la expresión «viviendo como si estuviera muerto» para significar que alguien vive en el plano de la «maestría» y se emplea corrientemente como exhortación. Para animar a un muchacho que está preocupado por sus exámenes finales de grado medio se le dice: «Hazlos como si estuvieras ya muerto y los aprobarás fácilmente». Para alentar a alguien que ha emprendido un asunto importante un amigo le dirá: «Sé como alguien ya muerto». Cuando un hombre pasa por una gran crisis anímica y no puede encontrar la solución, corrientemente sale de la crisis con la resolución de «vivir como si estuviera ya muerto». El gran dirigente cristiano Kagawa, que desde el Día de la Victoria sobre el Japón fue miembro de la Cámara Alta, dice en su autobiografía novelada:

Como un hombre embrujado por un mal espíritu, se pasaba los días en su habitación sollozando. Sus ataques de llanto bordeaban la histeria. Su agonía duró mes y medio, pero, finalmente, la vida obtuvo la victoria […] viviría dotado con la fuerza de la muerte […] Entraría en el conflicto como alguien ya muerto […] Decidió convertirse al cristianismo[40].

Durante la guerra los soldados japoneses decían: «Estoy decidido a vivir como alguien ya muerto y así devolveré ko-on al emperador», y ello significaba, entre otras cosas, realizar su propio funeral antes de embarcarse, prometer el cuerpo de uno «al polvo de Iwo Jima» y decidir «caer con las flores de Birmania».

La filosofía sobre la cual se basa el muga es también la que sirve de apoyo al «vivir como alguien ya muerto». En este estado, un hombre se olvida de vigilarse a sí mismo y, por tanto, de todo miedo y circunspección. Llega a ser como un muerto que ha rebasado la necesidad de pensar en cuál es el camino adecuado para la acción que va a emprender. Los muertos ya no devuelven on; están libres. Por ello, decir: «Yo viviré como uno que ya está muerto» significa la suprema liberación del conflicto. Significa: «Mi energía y atención están libres para pasar directamente al cumplimiento de mi propósito. Mi yo-observador, con todas sus cargas de miedo, ya no se interpone entre mi objetivo y yo. Con ello ha desaparecido la sensación de tensión y tirantez, así como la tendencia hacia la depresión que turbó mis primeros esfuerzos. Ahora todo es posible para mí».

Empleando el lenguaje occidental, diríamos que los japoneses que practican el muga y el «vivir como si se estuviera muerto» han eliminado la conciencia. Lo que ellos llaman el «yo-observador», «el yo que se interpone», es el censor que juzga los propios actos. Esto señala vívidamente la diferencia entre las psicologías occidental y oriental, ya que cuando nosotros hablamos de una persona sin conciencia nos referimos a un hombre que ya no tiene el sentido del pecado que debe acompañar a todo acto malo, pero cuando un japonés emplea la frase equivalente habla de un hombre que ya no siente tensiones ni impedimento alguno. Para el occidental significa un hombre malo; para el japonés, un hombre bueno, un hombre preparado, un hombre capaz de utilizar sus habilidades al máximo. Es un hombre que puede realizar las más difíciles y fervorosas hazañas altruistas. La causa que más influye en Norteamérica para el buen comportamiento es el miedo a sentir culpa; un hombre que, debido a una conciencia insensible, ya no puede sentirla se ha convertido en un ser antisocial. El japonés plantea el problema en forma diferente. De acuerdo con su filosofía, todo hombre es bueno en el interior de su alma; actuará virtuosamente y con facilidad si puede incorporar el impulso del alma a la empresa que va a realizar. Así, pues, se dedica, con miras a adquirir «maestría», a entrenarse para eliminar la autocensura de la vergüenza (haji). Solamente entonces estará su «sexto sentido» libre de obstáculos. Ésta es la forma suprema de liberarse de la conciencia de sí mismo y de todo conflicto.

La filosofía de la autodisciplina es un galimatías únicamente cuando se separa de la experiencia real de cada uno, dentro de la cultura japonesa. Ya hemos visto cuánto pesa sobre ellos esta vergüenza (haji), que achacan al «yo-observador», pero el verdadero significado que tiene esta filosofía en su economía psíquica permanece oscuro sin una descripción de la educación de los niños japoneses. En todas las culturas, las leyes morales tradicionales se transmiten a cada nueva generación no sólo mediante la palabra, sino también a través de las actitudes de los mayores hacia sus hijos, y un extraño apenas puede entender los intereses principales de una nación sin estudiar la educación de sus niños. La educación japonesa aclara muchos de los supuestos nacionales acerca de la vida que hasta ahora hemos descrito sólo al nivel de los adultos.