3. Cada uno en su lugar

El que intente conocer a los japoneses tiene que empezar por comprender lo que para ellos significa «ocupar cada uno el lugar que le corresponde». Su confianza en el orden y en la jerarquía y nuestra fe en la libertad y en la igualdad son dos polos opuestos, y a nosotros nos resulta difícil dar a la jerarquía su justo valor como posible mecanismo social. La confianza del Japón en la jerarquía es un sentimiento básico en su concepto de la relación del hombre con sus semejantes, así como en la del hombre con el Estado, y sólo describiendo algunas de sus instituciones nacionales, como la familia, el Estado, la vida religiosa y económica, nos será posible entender su punto de vista sobre la vida.

Los japoneses han enfocado el problema de las relaciones internacionales según su interpretación de la jerarquía, igual que han hecho con problemas internos. Durante la última década se habían imaginado a sí mismos a punto de alcanzar el vértice de esa pirámide, y ahora que esta situación corresponde, por el contrario, a las naciones occidentales, ese mismo sentido de jerarquía condiciona su aceptación del actual estado de cosas. Sus documentos internacionales manifiestan constantemente el valor que conceden los japoneses a esta idea. El preámbulo del Pacto Tripartito con Alemania e Italia que el Japón firmó en 1940 dice: «Los gobiernos del Japón, Alemania e Italia consideran como condición primordial de una paz duradera el que a cada nación del mundo se le garantice el lugar que les corresponde […]». Y el Rescripto Imperial dado en la firma del Pacto afirmaba lo mismo:

Acrecentar nuestra justa reputación en toda la tierra y convertir el mundo en un solo hogar es el gran mandamiento que nos legaron nuestros antepasados imperiales y que llevamos en nuestro corazón día y noche. En la enorme crisis con que ahora se enfrenta el mundo parece evidente que la guerra y la confusión se agravarán indefinidamente, debido a lo cual la humanidad sufrirá desastres incalculables. Esperamos fervientemente que cesen los disturbios y sea restaurada la paz lo más pronto posible […] Estamos, por tanto, satisfechos de la firma de este Pacto entre las Tres Potencias.

La tarea de hacer posible que cada nación encuentre su lugar en el conjunto y que todas las personas vivan en paz y seguridad es de suma importancia. No tiene paralelo en la historia. Pero este objetivo está todavía distante […]

El día mismo del ataque a Pearl Harbor, los enviados japoneses entregaron al secretario de Estado, Cordell Hull, una declaración muy explícita sobre este punto:

Constituye la política inmutable del Gobierno japonés […] hacer posible que cada nación encuentre su propio puesto en el mundo […] El Gobierno japonés no puede tolerar que se perpetúe la situación actual, ya que va contra la política fundamental del Japón de posibilitar que cada nación disfrute de su propia posición en el mundo.

Este memorándum japonés era la respuesta al que les había entregado el secretario Hull unos días antes, invocando principios americanos tan básicos para nosotros, y tan venerados, como lo era el de la jerarquía para ellos. El secretario Hull enumeraba cuatro principios: la inviolabilidad de la soberanía y de la integridad territorial; la no intervención en los asuntos internos de otras naciones; la confianza en la cooperación y conciliación internacionales, y el principio de igualdad. Éstos son puntos fundamentales de la fe americana en la igualdad e inviolabilidad de derechos y constituyen los principios sobre los cuales pensamos nosotros que deben basarse la vida cotidiana y también las relaciones internacionales. La igualdad es, para el americano, el principio más importante y sólido sobre el que fundamenta la esperanza de un mundo mejor. Significa para nosotros la libertad frente a la tiranía, frente a las injerencias y las imposiciones. Significa la igualdad ante la ley y el derecho a mejorar la propia situación en la vida. Es la base de los derechos del hombre tal como están organizados en el mundo que conocemos. Defendemos la virtud de la igualdad incluso cuando la violamos y luchamos contra la jerarquía con un sentimiento de justa indignación.

Siempre fue así, desde que Estados Unidos se constituyó en nación. Jefferson lo incluyó en la Declaración de Independencia, y la ley de Derechos Civiles incorporada en la Constitución se basa en este principio. Estas declaraciones formales en los documentos públicos de una nación nueva eran importantes porque reflejaban un modo de vida que se estaba configurando en la existencia cotidiana de hombres y mujeres de este continente, un modo de vida desconocido para los europeos. Uno de los grandes documentos de la literatura universal es el libro que un joven francés, Alexis de Tocqueville, escribió sobre este tema de la igualdad tras su visita a Estados Unidos en los años treinta del siglo pasado. Era un observador inteligente que simpatizaba con la nueva nación y que vio muchas cosas buenas en este mundo americano, tan extraño para él. Y no podía ser de otra forma, pues el joven De Tocqueville se crió entre la aristocracia francesa, que, como recordaban hombres aún activos e influyentes, había sido sacudida en sus cimientos primero por la Revolución Francesa y luego por las nuevas y radicales leyes de Napoleón. De Tocqueville fue generoso en su valoración de un nuevo y extraño régimen de vida en América, pero lo vio con ojos de aristócrata francés, y su libro fue un informe dirigido al Viejo Mundo acerca de lo que estaba por venir. Estados Unidos, creía él, era la avanzadilla de una evolución que tendría también lugar en Europa, si bien con algunas diferencias.

Hizo, por tanto, un extenso informe sobre este nuevo mundo. En él, los hombres se consideraban realmente iguales entre sí, y las relaciones sociales estaban basadas en criterios nuevos y más abiertos.

Conversaban de ser humano a ser humano. Los americanos no se preocupaban de las pequeñas deferencias prescritas por la etiqueta jerárquica; no se las exigían a los demás ni esperaban recibirlas de ellos. Les gustaba decir que no debían nada a nadie. La familia en el viejo sentido aristocrático o romano no existía, y había desaparecido la jerarquía social que dominó el Viejo Mundo. Los americanos creían en la igualdad más que en ninguna otra cosa; en la práctica, decía Tocqueville, incluso la libertad, a menudo, no era sino letra muerta —cosa que los americanos fingían ignorar—. Sin embargo, vivían la igualdad.

Es alentador para los americanos contemplar a sus antepasados a través de los ojos de este extranjero que escribía sobre nuestro modo de vivir hace más de cien años. Desde entonces ha habido muchos cambios en nuestro país, pero las directrices principales no se han modificado. A medida que leemos su libro nos damos cuenta de que la América de 1830 era ya la América que hoy conocemos. Ha habido, y hay todavía, en este país personas que, como Alexander Hamilton en la época de Jefferson, preferirían una ordenación más aristocrática de la sociedad. Pero incluso los Hamilton reconocen que nuestra forma de vivir no es aristocrática.

Por tanto, cuando poco antes de Pearl Harbor comunicábamos al Japón los principales fundamentos morales sobre los cuales Estados Unidos basaba su política en el Pacífico, estábamos pregonando nuestros más queridos principios. Cada paso en la dirección señalada contribuiría a mejorar, de acuerdo con nuestras convicciones, un mundo todavía imperfecto. También los japoneses, al confiar en el principio de «a cada uno su lugar», se apoyaban en la norma de vida que les había sido inculcada por su propia experiencia social. La desigualdad ha sido durante siglos la norma que regía su estructurada vida, precisamente en las ocasiones en que es más previsible y aceptada. El reconocimiento de la jerarquía es para los japoneses algo tan natural como respirar. Pero no se trata de un simple autoritarismo al estilo occidental. Tanto quienes ejercen el control como quienes están bajo el control de otros actúan de conformidad con una tradición muy distinta a la nuestra, y ahora que los japoneses han aceptado el lugar preeminente que ocupa la autoridad americana en el país, es aún más necesario que nos hagamos una idea lo más clara posible de sus convenciones. Sólo de esta manera podremos imaginarnos la forma en que probablemente actuarán en la presente situación(2).

A pesar de su reciente occidentalización, el Japón es todavía una sociedad aristocrática. Cada saludo, cada contacto personal, debe indicar el tipo y grado de la distancia social que existe entre unos y otros. Cuando una persona dice a otra «come» o «siéntate», utiliza palabras diferentes si se dirige a un familiar, si habla a un inferior o a un superior. Existe un «tú» o un «usted» diferente que debe utilizarse en cada caso, y los verbos tienen formas distintas para cada uno de ellos. En otras palabras, los japoneses tienen lo que se llama un «lenguaje de respeto», como lo tienen muchos otros pueblos del Pacífico, y lo acompañan con reverencias e inclinaciones adecuadas. Este comportamiento se rige por meticulosas normas y convencionalismos. No basta saber ante quién se inclina uno, sino que es necesario saber cuánto se tiene uno que inclinar. Un saludo que sería adecuado para determinada persona podrá ser considerado como un insulto por otra que se hallase en una relación ligeramente distinta con el que saluda. Y la gama de las reverencias va desde la postura de rodillas en que se inclina el cuerpo hasta tocar con la frente las palmas de las manos, colocadas sobre el suelo, a la simple inclinación de la cabeza y los hombros. Uno debe aprender, y desde edad muy temprana, la reverencia adecuada para cada caso particular. No se trata sólo de tener siempre presentes las diferencias de clase —en todo caso, importantísimas—; también deben tenerse en cuenta el sexo, la edad, los lazos familiares y cualquier clase de relación previa entre dos personas.

Incluso entre las mismas dos personas se requieren diversos grados de respeto en diferentes ocasiones: un civil puede tratar familiarmente a otra persona y no inclinarse ante ella; pero cuando lleva uniforme militar, su amigo, si viste de paisano, se inclinará ante él. Cumplir con las normas establecidas por la jerarquía es un arte que requiere el equilibrio de innumerables factores, algunos de los cuales pueden excluir a los otros en un determinado caso, o bien añadirse a ellos.

Existen, naturalmente, personas que se tratan con poca ceremonia. En Estados Unidos, esto se aplica a las personas del círculo familiar. Nosotros abandonamos incluso las más simples formalidades de la etiqueta cuando entramos en el seno de nuestra familia. En el Japón es precisamente en la familia donde las normas de respeto se aprenden y observan más meticulosamente. Cuando la madre todavía lleva al niño atado a la espalda, ya le obliga —apoyando su propia mano en la cabeza del hijo— a inclinarse, y las primeras lecciones del pequeño consisten en aprender a comportarse respetuosamente con su padre y su hermano mayor.

La mujer se inclina ante su marido; el niño, ante su padre; los hermanos menores, ante los mayores, y la hermana se inclina ante todos sus hermanos, cualquiera que sea la edad de éstos. No se trata de un gesto vacío de sentido; significa que el que se inclina reconoce el derecho del otro a actuar como desee respecto a cosas de las cuales quizá prefiera hacerse cargo él mismo, y el que recibe el cumplido reconoce a su vez ciertas responsabilidades que le incumben en razón del puesto que ocupa. La jerarquía basada en el sexo, en la edad y en la primogenitura forma parte integrante de la vida familiar.

La piedad filial es, naturalmente, una de las normas éticas más importantes del Japón, que comparte con China. La formulación china de este principio fue adoptada en época temprana por el Japón, junto con el budismo, la ética confucionista y la antiquísima cultura china, en los siglos VI y VII después de Cristo. Pero el carácter de la piedad filial hubo necesariamente de sufrir modificaciones para poder adaptarse a la estructura peculiar de la familia japonesa. En China, incluso hoy, uno debe lealtad al enorme y ramificado clan al que pertenece. A veces se trata de un clan con jurisdicción sobre cientos de miles de personas, de las cuales recibe apoyo. Las circunstancias varían según las diversas partes de este extenso país, pero en muchos lugares de China todas las personas de una aldea son miembros de un mismo clan. Entre los 450 millones de habitantes que ahora tiene China(3), no hay más de 470 apellidos, y todas las personas que llevan el mismo patronímico se consideran en cierto grado hermanos de clan. En una zona determinada puede suceder que todos los habitantes sean de un mismo clan y que, además, pertenezcan a él familias que viven en ciudades muy apartadas. En zonas populosas como Kwangtung, todos los miembros del clan contribuyen a sostener grandes santuarios y en determinados días veneran hasta mil tablillas ancestrales de los miembros fallecidos que descienden de un antepasado común. Los clanes poseen propiedades, tierras y templos, y administran fondos que se utilizan para pagar la educación de alguno de los niños del clan que parece prometer más. Se mantienen en contacto con los miembros dispersos y publican complicadas genealogías que son puestas al día cada diez años, aproximadamente, a fin de dar a conocer los nombres de aquellos que tienen derecho a compartir sus privilegios. Tienen leyes ancestrales que llegan incluso a prohibirles entregar al Estado a alguien de la familia acusado de un crimen, si el clan no está de acuerdo con las autoridades. En la época imperial, estas grandes comunidades de clanes semiautónomos eran gobernados, no muy rígidamente, en nombre del Estado, mediante mandarinatos encabezados por funcionarios estatales rotatorios que no eran de la región.

En el Japón todo esto era distinto. Hasta mediados del siglo XIX, solamente las familias nobles y los guerreros (samurái) tenían derecho a utilizar apellidos. Los apellidos eran fundamentales en el sistema de clanes del pueblo chino, y sin ellos, o sin un equivalente, no puede desarrollarse la organización del clan. En algunas tribus, el equivalente podía ser el mantenimiento de una genealogía. Pero en el Japón solamente la clase alta mantenía genealogías, e incluso en estas familias el registro se llevaba, como hacen las Hijas de la Revolución Americana en Estados Unidos, desde el momento presente hacia atrás, es decir, partiendo de la persona viva para retroceder en el tiempo, y no desde el pasado hacia el presente para incluir a todos los contemporáneos procedentes de un antepasado común, lo cual es muy distinto. Además, el Japón era un país feudal. La lealtad no se debía a un nutrido número de parientes, sino a un señor feudal, amo supremo y perpetuo, y la diferencia entre éste y los mandarines burocráticos temporales de China, que eran siempre extranjeros en sus distritos, no podía ser mayor. Lo importante en el Japón era pertenecer al feudo de Satsuma o al de Hizen. Cada persona estaba ligada a su feudo.

Otra forma de institucionalizar los clanes es la adoración de los antepasados remotos o de los dioses del clan en santuarios o lugares sagrados. Esto habría sido posible para el «pueblo bajo» japonés, incluso al no contar con apellidos ni genealogías. Pero en el Japón no existe el culto a los antepasados remotos. En los santuarios en que el pueblo se reúne, todos los campesinos acuden juntos sin necesidad de probar la existencia de antepasados comunes. Se les llama «hijos» del dios del santuario, pero son «hijos» porque viven en su territorio. Estos campesinos están, naturalmente, ligados entre sí, como les ocurre a los campesinos de cualquier parte del mundo tras la residencia en el mismo lugar de innumerables generaciones, pero no son por ello un grupo cohesivo de un mismo clan que desciende de un antepasado común.

La veneración debida a los antepasados se presta en un santuario muy diferente, situado en el cuarto de estar de la familia, donde se honra solamente la memoria de los seis o siete últimos miembros de la familia fallecidos. En las familias japonesas de todas las clases sociales, se rinde diariamente homenaje ante este altar, y se coloca comida para los padres y los abuelos, así como para los parientes próximos a quienes se recuerda en vida y que están representados sobre el altar con lápidas en miniatura. En los cementerios nadie se ocupa de las tumbas de sus tatarabuelos, y la identidad de la tercera generación ancestral cae rápidamente en el olvido. Las relaciones familiares en el Japón se reducen casi a las mismas proporciones occidentales, siendo tal vez la familia francesa el equivalente más próximo.

La «piedad filial» en el Japón es, pues, una cuestión limitada a los familiares más íntimos. Significa ocupar cada uno el sitio que le corresponde según la generación, el sexo y la edad, dentro de un grupo que incluye poco más que el propio padre, el padre del padre y sus hermanos y descendientes. Incluso cuando se trata de linajes importantes en los que a veces se incluyen grupos mayores, la familia se divide en líneas independientes y los hijos más jóvenes establecen ramificaciones familiares. Dentro de este limitado grupo familiar, las normas que regulan «el sitio correspondiente» son muy meticulosas. Se guarda una estricta obediencia a los mayores, hasta que éstos deciden «retirarse» formalmente (inkyo).

Aun en nuestros días, un hombre con hijos ya mayores no realizará transacción alguna sin que haya sido aprobada por el abuelo, si éste no se ha retirado. Los padres deciden sobre el casamiento o el divorcio de sus hijos, incluso cuando éstos tienen treinta o cuarenta años. Al padre, como cabeza de familia, se le sirve el primero en las comidas, entra el primero en el baño familiar y recibe con una simple inclinación de cabeza las profundas reverencias de su familia. Hay en el Japón un acertijo popular que podría traducirse de esta forma: «¿Por qué un hijo que quiere dar consejos a sus padres se parece a un sacerdote budista que quiere tener pelos en la coronilla?». (Los sacerdotes budistas van tonsurados). La respuesta es: «Porque por mucho que quiera, no puede».

Ocupar el propio puesto significa tener en cuenta no sólo las diferencias generacionales, sino también las diferencias de edad. Cuando los japoneses desean expresar una confusión total, dicen que «no es ni hermano mayor ni hermano menor», en el sentido en que nosotros decimos «no es ni carne ni pescado», pues para los japoneses el hermano mayor debe mantenerse fiel a su condición con el mismo rigor con que un pez debe permanecer en el agua. El hermano mayor es el heredero. Los viajeros hablan de «ese aire de responsabilidad que el hijo mayor adquiere tan pronto en el Japón». Comparte en alto grado las prerrogativas del padre. Antiguamente, su hermano menor dependía totalmente de él; ahora, especialmente en pueblos y aldeas, es el mayor quien se queda en casa aferrado a la rutina de siempre, mientras sus hermanos menores, en ocasiones, salen de ella para conseguir una educación más completa y mayores ingresos. Pero los antiguos hábitos impuestos por la jerarquía son muy fuertes.

Incluso en las declaraciones políticas de hoy salen a colación las prerrogativas tradicionales de los hermanos mayores, a propósito de la política de la Gran Asia Oriental. En la primavera de 1942, un teniente coronel que hablaba en nombre del Ministerio de la Guerra dijo, refiriéndose a la llamada Esfera de Coprosperidad:

El Japón es el hermano mayor, y ellos son los hermanos menores. De esta verdad han de convencerse los habitantes de los territorios ocupados. Si mostramos demasiada consideración hacia ellos, podrían aprovecharse de la benevolencia del Japón y hacer exigencias que quizá tuviesen efectos perniciosos sobre la dominación japonesa.

El hermano mayor, en otras palabras, decide lo que le conviene al hermano menor, y no debe mostrar «demasiada consideración» al hacer uso de su superioridad.

Sea cual sea la edad de una persona, su situación en la jerarquía dependerá de si es varón o hembra. Cuando una mujer sale con su marido, camina unos cuantos pasos detrás de él; su situación social es en todo inferior. Incluso las mujeres que en ocasiones visten trajes europeos y andan a su lado, precediéndole al entrar por una puerta, se colocan inmediatamente detrás de él cuando visten el kimono. La hija japonesa debe arreglárselas como pueda, mientras que los regalos, las atenciones y el dinero para la educación se destinan a sus hermanos varones. Cuando se establecieron escuelas superiores para las jóvenes, se sobrecargó el programa de estudios con enseñanzas relativas a la etiqueta y al movimiento corporal. La formación intelectual, desde luego, no estaba al mismo nivel que la de los chicos. El director de una de estas escuelas, al abogar por que se enseñara a las chicas de la clase media alta que acudían a su centro algún idioma europeo, basaba su recomendación en el hecho de que, así, la mujer sería capaz de colocar los libros de su marido en la posición correcta tras hacer la limpieza de la biblioteca.

No obstante, la mujer japonesa disfruta de gran libertad si se la compara con la de otros países asiáticos, y esto no se debe solamente al proceso de occidentalización. En el Japón nunca existió el vendaje de los pies femeninos, tal como se practicaba en las clases superiores chinas, y las mujeres indias de hoy se admiran de que las japonesas salgan de casa, vayan de compras y paseen por las calles libremente. Las mujeres japonesas casadas hacen las compras de la familia y tienen a su cargo el dinero familiar. Si falta éste, son ellas las que han de elegir algún objeto de la casa para empeñarlo. La mujer manda a los criados, interviene en el matrimonio de los hijos y, cuando llega a ser suegra, dirige los dominios del hogar con mano tan firme como si no hubiera sido durante la mitad de su vida una humilde violeta que a todo asentía.

Grandes son las prerrogativas de las generaciones, el sexo y la edad entre los japoneses. Pero los que ejercen estos privilegios actúan como fideicomisarios más que como arbitrarios autócratas. El padre —o el hermano mayor— es responsable de la casa, tanto si sus familiares están vivos como si están muertos o aún por nacer. Debe tomar las decisiones y hacer que se cumplan. Sin embargo, su autoridad no es incondicional. Debe actuar responsablemente en defensa del honor de la familia. Ha de recordarle a su hijo o a su hermano menor el legado de la familia, tanto material como espiritual, e incitarle a hacerse digno de él. Incluso si es un campesino, invocará d principio de la fidelidad a los antepasados de la familia, y el peso de su responsabilidad será tanto mayor cuanto más alta sea la clase a la que pertenece. Los derechos de la familia tienen prioridad sobre los derechos del individuo.

En cualquier asunto de importancia, el cabeza de familia —sea cual sea la clase social— convoca un consejo familiar en el que se discute la cuestión. Para una de estas reuniones, como, por ejemplo, un compromiso matrimonial, los miembros de la familia han de desplazarse quizá desde partes muy distantes del país. En el proceso de tomar una decisión influyen, naturalmente, los imponderables de la personalidad. El hermano menor o la esposa pueden influir en el resultado, y, por otra parte, el cabeza de familia se coloca en una situación que puede acarrear grandes problemas si actúa sin tener en cuenta la opinión del grupo. Naturalmente, las decisiones pueden ser totalmente antagónicas a los deseos de la persona cuyo destino se está discutiendo. Sin embargo, sus mayores, que a su vez se sometieron a lo largo de toda su vida a las decisiones de los consejos familiares, exigen que los jóvenes acaten lo que ellos acataron en su día. Pero lo hacen en virtud de algo muy distinto de aquello que, tanto por ley como por costumbre, da al padre prusiano derechos arbitrarios sobre su esposa y sus hijos. La actitud no es en el Japón menos exigente, pero los efectos son distintos. Los japoneses no están acostumbrados a valorar en su vida doméstica la autoridad arbitraria y no se fomenta el hábito de someterse a ella fácilmente. La sumisión a la voluntad de la familia se exige en nombre de un supremo valor, el cual, por muy onerosas que sean sus exigencias, a todos beneficia. Se exige en nombre de una lealtad común.

Todo japonés aprende los principios de la jerarquía por primera vez en el seno de su familia, y lo que allí aprende lo aplica luego al campo más amplio de la vida política y económica. Aprende que una persona debe toda su deferencia a quienes están por encima de ella, ocupan un «lugar correspondiente» dentro de la jerarquía que está por encima del suyo, independientemente de que sean o no personas realmente dominantes en el grupo. Incluso un marido dominado por su mujer, o un hermano mayor por el menor, reciben idéntica deferencia de carácter formal. Las fronteras formales entre las prerrogativas no se rompen por el hecho de que sea otra persona la que en realidad lleva las riendas. La fachada no se modifica con el fin de adaptarla al hecho concreto del dominio, sino que permanece inviolable. Representa incluso una cierta ventaja táctica actuar desde los extramuros de las apariencias jerárquicas; le hace a uno menos vulnerable. Los japoneses aprenden también, gracias a la experiencia, que una decisión lleva tanto más peso si procede de la convicción, sostenida por todos los familiares, de que con ella se contribuye a mantener el honor de la familia. La decisión no es un decreto impuesto con mano de hierro por un tirano que no es otro que el jefe de la familia. Él es, más bien, el administrador y depositario de un patrimonio material y espiritual, igualmente importante para todos los miembros de la familia, a cuyos requisitos han de subordinar su voluntad personal. Los japoneses aborrecen las férreas imposiciones, pero no por ello dejan de subordinarse a las exigencias de la familia ni de conceder a los que están por encima de ellos la deferencia que se les debe. En la organización familiar se mantiene la jerarquía, aunque los mayores tengan pocas posibilidades reales de actuar como autócratas.

Una formulación tan escueta de la jerarquía impide que el lector americano, cuyo concepto de las relaciones interpersonales es muy distinto, capte en toda su justicia los fuertes lazos emocionales que existen en la familia japonesa. Hay en el hogar japonés un grado muy considerable de solidaridad, y la forma en que se llega a adquirir es uno de los temas de este libro. Entre tanto, para intentar comprender la extensión de la jerarquía a los campos más amplios del Gobierno y de la vida económica, es importante apreciar con qué rigurosidad se aprende este hábito en el seno de la familia. Las reglas jerárquicas que rigen la vida japonesa han sido tan severas en las relaciones entre las clases como en las relaciones familiares. Durante toda su historia, el Japón ha sido una sociedad de clases y de castas muy estrictas, y una nación habituada a un sistema de castas que se remonta varios siglos tiene cierta fuerza y cierta debilidad que son de la máxima importancia. Las castas han dominado la vida de los japoneses a todo lo largo de su historia escrita, y en el siglo VII después de Cristo ya había empezado a adaptar las formas de vida que tomó prestadas de la sociedad china, donde no había régimen de castas, incorporándolas a su cultura jerárquica. En los siglos VII y VIII, el emperador japonés y su corte se impusieron la tarea de enriquecer al Japón con los usos y costumbres de una civilización superior que había despertado la admiración de sus embajadores en el gran reino de la China. Y a ello se dedicaron con incomparable energía. Anteriormente, el Japón ni siquiera conocía la escritura; fue en el siglo VII cuando adoptó los ideogramas chinos y los utilizó para transcribir su idioma, totalmente distinto. Había profesado una religión con 40.000 dioses que tutelaban las montañas y las aldeas y traían buena suerte a la gente; una religión popular que, tras una serie sucesiva de modificaciones, ha sobrevivido en el moderno sintoísmo. En el siglo VII, Japón adoptó el budismo de la China, considerándolo como una religión «excelente para proteger al Estado»[3]. El Japón no había tenido un gran estilo arquitectónico duradero, ni público ni privado, y los emperadores decidieron construir una nueva capital, Nara, sobre el modelo de la capital china, así como grandes templos y monasterios budistas muy ornamentados, siguiendo el modelo chino.

Los emperadores japoneses introdujeron títulos, jerarquías y leyes chinas, de cuya existencia les informaron sus enviados. Es difícil hallar en la historia otro momento en el cual una nación soberana haya planeado y realizado con tanto éxito la importación de una cultura. El Japón, sin embargo, fracasó desde el primer momento a la hora de imitar la organización social china, libre de castas. Los títulos oficiales adoptados por los japoneses en China eran dados a funcionarios públicos que habían aprobado los exámenes estatales, pero en el Japón se les daba a los nobles hereditarios y a los señores feudales, llegando a formar parte del sistema de castas. El Japón fue dividido en un gran número de feudos semisoberanos, cuyos señores rivalizaban constantemente unos con otros, y las disposiciones sociales que verdaderamente importaban eran las que se referían a las prerrogativas de señores, vasallos y criados. Por muy meticulosamente que el Japón hubiera adoptado la civilización china, no podía aceptar ciertas formas de vida que sustituyesen el sistema jerárquico por una burocracia administrativa o por el dilatado sistema chino de clanes, que unía a gentes de las más diversas clases sociales en un gran clan. Tampoco adoptó de China la idea de un emperador secular. El nombre japonés para la familia imperial es «Los que viven por encima de las nubes», y solamente las personas pertenecientes a esa familia pueden llegar a ser emperador. El Japón no ha tenido nunca un cambio de dinastía, al contrario de China, que los ha tenido a menudo. El emperador era inviolable y su persona sagrada. No cabe duda de que los emperadores japoneses y sus cortes, al introducir la cultura china en el país, no podían imaginar siquiera la configuración real que en China tenían las medidas importadas, ni conocían tampoco el alcance de los cambios que estaban implantando en el Japón.

A pesar, pues, de todas las importaciones culturales japonesas de China, la nueva civilización preparó el camino únicamente para siglos de conflicto entre la nobleza hereditaria, que lucharía para decidir cuál de los señoríos se haría con el control del país. Antes de finalizar el siglo VIII, la noble familia de Fujiwara había afianzado su dominio y relegado al emperador a la oscuridad. Cuando, en el curso del tiempo, los señores feudales se disputaron el dominio de los Fujiwara y todo el país quedó sumergido en guerra civil, uno de ellos, el famoso Yoritomo Minamoto, venció a todos sus rivales y se convirtió en amo absoluto del país con el viejo título militar de «Shogun», que literalmente quiere decir ‘Generalísimo Subyugador de los Bárbaros’. Este título, como era usual en el Japón, lo hizo hereditario para la familia Minamoto, mientras sus descendientes pudieron tener a los otros señores feudales subyugados. El emperador se convirtió en una figura decorativa, y su importancia principal residía en que el Shogun dependía del emperador para su investidura ritual. No tenía ningún poder civil.

El poder auténtico lo tenía el partido militar, como se le llamaba, que intentaba mantener su dominio sobre los feudos revoltosos por medio de la fuerza. Cada señor feudal, o daimio, tenía sus hombres de armas, los samuráis, cuyas espadas estaban a su servicio, siempre dispuestos, en períodos de desorden, a disputar el poder a los feudos rivales o al Shogun dominante.

En el siglo XVI, la guerra civil se había hecho endémica. Tras varias décadas de desorden, el gran Ieyasu venció a todos sus rivales y en 1603 se convirtió en el primer Shogun de la casa Tokugawa. El Shogunado permaneció bajo la estirpe de los Ieyasu durante dos siglos y medio, terminando en 1868, cuando el «gobierno dual» del emperador y el Shogun fue abolido a principios del período moderno. En muchos sentidos, la larga era Tokugawa es una de las más notables de la historia. Mantuvo una paz armada en el país hasta la última generación antes de extinguirse y creó una administración centralizada que sirvió admirablemente a los propósitos de los Tokugawa.

Ieyasu se enfrentó con muchos problemas difíciles sin elegir nunca soluciones fáciles. Los señores de algunos de los más poderosos feudos habían luchado contra él durante la guerra civil y sólo se le sometieron después de una desastrosa derrota final. Estos derrotados fueron los llamados Señores Excluidos. Dejó que siguieran ejerciendo poder sobre sus feudos y sus samurái, y, desde luego, de todos los señores feudales fueron los que mantuvieron una mayor autonomía en sus dominios. Sin embargo, no les concedió el honor de ser sus vasallos y se les excluyó de todos los cargos importantes, reservados para los Señores Incluidos que apoyaron a Ieyasu durante la guerra civil. Para mantener este régimen lleno de dificultades, los Tokugawa emplearon la estrategia de impedir que los señores feudales, los daimios, se hiciesen con un poder demasiado concentrado y evitar todo tipo de combinaciones que entre ellos pusieran en peligro el poder del Shogun. Los Tokugawa no solamente no abolieron el sistema feudal, sino que, con el fin de mantener la paz en el Japón y el dominio de la casa Tokugawa, procuraron fortalecerlo y hacerlo más rígido.

La sociedad feudal japonesa estaba rigurosamente estratificada, y el estatus de cada hombre se transmitía por herencia. Los Tokugawa hicieron más sólido este sistema, fijando incluso los detalles de la conducta cotidiana de cada casta. Todos los cabezas de familia tenían que hacer constar en la puerta de sus casas su categoría social y los datos requeridos acerca de su estatus hereditario. Las ropas que podían llevar, los alimentos que podían comprar y el tipo de casa que legalmente podían habitar estaban establecidos de acuerdo con el rango hereditario. Por debajo de la familia imperial y los nobles de la corte había cuatro castas situadas en un orden jerárquico: los guerreros (samurái), los campesinos, los artesanos y los comerciantes. Después de ellos, y en última posición, se encontraban los parias. Los más numerosos y famosos de éstos eran los Eta, los que hacían los trabajos malditos. Eran los basureros, los enterradores de los ajusticiados, los desolladores y los curtidores de piel. Eran los intocables del Japón o, más exactamente, sus incontables, pues ni siquiera se contaban los kilómetros de los caminos que atravesaban sus aldeas, como si las tierras y los habitantes de aquellos lugares no existieran. Eran de una pobreza atroz y, aunque se les garantizaba el ejercicio de sus trabajos, estaban situados al margen de la estructura formal.

Los comerciantes ocupaban un escalón por encima de los parias. Y por muy extraño que esto les parezca a los norteamericanos, era algo sumamente realista en una sociedad feudal. La clase mercantil es siempre una amenaza para la sociedad feudal, pues en cuanto el hombre de negocios empieza a ser respetado y a prosperar, el feudalismo decae. Cuando los Tokugawa, mediante las leyes más drásticas que nación alguna haya promulgado, decretaron el aislamiento del Japón en el siglo XVII, cortaron la hierba bajo los pies de los mercaderes. El Japón había tenido un comercio ultramarino a lo largo de las costas de Corea y China y, como era de esperar, estaba en desarrollo una clase comerciante. Los Tokugawa detuvieron este proceso al convertir en delito, castigado con la pena capital, la construcción o el uso de barcos que sobrepasaran determinado tamaño. Las pequeñas embarcaciones permitidas no podían hacer la travesía hasta el continente ni llevar mercancías. El comercio interior fue también severamente restringido mediante barreras aduaneras situadas en los límites de cada feudo, con reglas estrictas para impedir el intercambio de mercancías. Otras leyes fueron dirigidas a acentuar la baja posición social de los comerciantes. Las leyes suntuarias regulaban las ropas que podían vestir, las sombrillas que podían llevar, el dinero que podían gastar para una boda o un funeral. No se les permitía vivir en los distritos de los samuráis y no tenían ninguna protección legal contra las espadas de estos guerreros privilegiados. La política de los Tokugawa de mantener a los comerciantes en una posición inferior tenía necesariamente que fracasar en un país de economía monetaria, y en aquel período el Japón funcionaba como tal. Sin embargo, lo intentaron.

Los Tokugawa crearon disposiciones para delimitar rígidamente las dos clases fundamentales en todo sistema feudal estable: los guerreros y los campesinos. Durante las guerras civiles, liquidadas finalmente por Ieyasu, el gran señor de la guerra, Hideyoshi, había ya completado, mediante su famosa «caza de espadas», la separación entre las dos clases. Desarmó a los labriegos y concedió a los samuráis el derecho exclusivo de llevar espadas. Los guerreros ya no podían ser ni campesinos, ni artesanos, ni comerciantes. Ni siquiera al de más baja graduación se le permitía ser trabajador; era miembro de una clase parasitaria cuyo estipendio anual de arroz provenía de los impuestos que pagaban los campesinos. El daimio controlaba el arroz y distribuía a cada servidor samurái la cantidad asignada; el samurái, pues, no tenía otro lugar donde buscar apoyo, dependía enteramente de su señor. En épocas anteriores de la historia japonesa se crearon lazos sólidos entre el señor feudal y sus guerreros, forjados en las casi continuas guerras entre los feudos; en la era de paz de los Tokugawa, los lazos fueron económicos. El guerrero-servidor, al contrario de su equivalente europeo, no era un subseñor con tierras y siervos propios, ni tampoco un soldado de fortuna. Era un pensionado cuyo estipendio —nada elevado— había sido fijado para su linaje familiar al principio de la era Tokugawa. Los estudiosos japoneses han calculado que el estipendio medio de un samurái era, aproximadamente, igual a lo que ganaba un campesino, lo cual suponía un nivel mínimo de subsistencia[4]. Nada podía ser más desventajoso para una familia que la división de este estipendio entre los herederos, y, en consecuencia, el samurái limitó el número de hijos. Por otra parte, nada era más ofensivo para ellos que el hecho de que su prestigio dependiera de la riqueza y la ostentación, por lo cual destacaron la frugalidad como una de las virtudes superiores de todo su código. Un abismo separaba al samurái de las otras tres clases: campesinos, artesanos y comerciantes. Estas tres formaban «el pueblo llano». Las espadas que los samuráis llevaban como prerrogativa suya y como signo de casta no eran simple adorno. Tenían el derecho de usarlas contra el estamento inferior. Así lo venían haciendo desde antes de los tiempos de los Tokugawa, y las leyes de Ieyasu se limitaron a sancionar unas viejas costumbres cuando promulgaron: «Cualquier miembro del pueblo llano que se porte incorrectamente con un samurái o que no muestre respeto hacia sus superiores puede ser muerto en el acto». No formaba parte del designio de Ieyasu que se estableciera una relación de dependencia mutua entre el pueblo llano y los samuráis. Su política se basaba en una estricta regulación jerárquica. Ambas clases tenían como señor al daimio y trataban directamente con él; era como si estuvieran situadas en planos diferentes, en cada uno de los cuales hubiera leyes, reglamentos, controles y reciprocidad. Pero entre los dos planos no había sino distancia. Las circunstancias hacían que esta distancia entre las dos clases tuviera que ser salvada una y otra vez; sin embargo, esto no formaba parte del sistema.

Durante la era Tokugawa, los servidores samurái no fueron solamente espadachines. Se convirtieron progresivamente en los administradores de las posesiones de sus superiores jerárquicos y en especialistas en artes pacíficas, como el drama clásico y la ceremonia del té. Todo el protocolo caía dentro de su esfera y eran ellos quienes manipulaban habilidosamente las intrigas entre los daimios. Doscientos años de paz es un tiempo muy largo, y la actividad de un espadachín tiene sus límites. Al igual que los comerciantes, que, a pesar de las regulaciones de castas, habían desarrollado un modo de vida en el que ocupaban un lugar destacado las actividades sociales, artísticas y otras de naturaleza grata, también los samuráis, aun cuando siempre estaban dispuestos a utilizar sus espadas, desarrollaron las artes de la paz.

Los campesinos, no obstante la escasa defensa legal que tenían frente a los samuráis, los pesados tributos de arroz y las restricciones que se les imponían, tenían garantizadas ciertas seguridades, como la posesión de sus campos, y en el Japón poseer tierras daba prestigio a un hombre. Bajo el régimen Tokugawa, la tierra no podía ser enajenada permanentemente, y esta ley era una garantía para el cultivador individual, y no, como en el feudalismo europeo, para el señor feudal. El campesino tenía derecho permanente sobre algo que valoraba por encima de todo, y parece que trabajaba su tierra con la misma diligencia y el mismo tenaz cuidado con que sus descendientes cultivan hoy sus campos de arroz. Sin embargo, él era el Atlas que sostenía la totalidad de las clases altas parasitarias, que sumaban, aproximadamente, dos millones de personas, asumiendo los costes del gobierno del Shogunado, de las posesiones de los daimios y los estipendios de los servidores samurái. Pagaba un tributo en bienes; es decir, pagaba al daimio un porcentaje de sus cosechas. Mientras que en Siam, otro país productor de arroz, el tributo tradicional era del 10 por ciento, en el Japón de los Tokugawa era del 40 por ciento, aunque en la realidad se elevaba a más. En algunos feudos llegaba al 80 por ciento, y siempre existía la corvée o prestación individual que absorbía la fuerza y el tiempo del campesino. Como los samuráis, los campesinos también limitaban el número de hijos, por lo cual la totalidad de la población del Japón permaneció casi en el mismo nivel durante toda la era de los Tokugawa. Para un país asiático durante un largo período de paz, estas cifras de población estática dicen mucho sobre su régimen. Era espartano en sus restricciones, tanto sobre los militares, que vivían de los impuestos, como sobre las clases productoras, pero en las relaciones entre un superior y su subordinado era relativamente asequible. Un hombre conocía sus obligaciones, sus prerrogativas y el lugar que le correspondía, y si éstas eran infringidas, incluso el más pobre podía protestar.

Los campesinos, incluso los sumidos en la pobreza más miserable, llevaban sus protestas no sólo hasta el señor feudal, sino hasta las mismas autoridades del Shogunado. Hubo, por lo menos, mil revueltas durante los dos siglos y medio de la era Tokugawa. No las ocasionó la onerosa regla tradicional del «40 por ciento para el príncipe y el 60 por ciento para los cultivadores»; fueron protestas contra impuestos adicionales. Cuando las condiciones se hacían ya insoportables, en ocasiones los campesinos se dirigían en masa contra su señor, aunque el procedimiento de la petición y el juicio se realizaba de modo ordenado. Los campesinos redactaban sus peticiones formales de desagravio, que sometían a un chambelán del daimio. Cuando sus peticiones eran interceptadas o el daimio no daba respuesta a sus quejas, enviaban representantes a la capital para presentarlas por escrito ante el Shogunado. En ciertos casos, que luego se harían célebres, sólo podía asegurar su entrega insertándolos en algunos de los palanquines de los altos funcionarios que pasaban por las calles de la capital. Pero, fueran cuales fuesen los riesgos que corrían los campesinos al entregar su petición, el hecho es que las autoridades del Shogunado hacían una investigación, y aproximadamente la mitad de los juicios se fallaban a favor de aquéllos[5].

Sin embargo, las exigencias japonesas de ley y orden no se satisfacían con el dictamen del Shogunado sobre las peticiones de los campesinos. Quizá fuesen justas y conviniese que el Estado las atendiera, pero los dirigentes campesinos habían transgredido la ley estricta de la jerarquía. Independientemente de cualquier decisión tomada en su favor, habían roto la ley esencial de su fidelidad, y esto no podía pasar por alto. Por ello, pues, eran condenados a muerte. Su causa justa nada tenía que ver con el asunto. Hasta los mismos campesinos aceptaban esto como cosa inevitable. Los hombres condenados eran sus héroes, y el pueblo acudía en gran número a la ejecución, en la cual los dirigentes eran hervidos en aceite, decapitados o crucificados, pero jamás se sublevaba la multitud durante la ejecución. Era la ley y el orden. Podían después elevar un santuario a los hombres muertos y honrarlos como mártires, pero aceptaban la ejecución como parte esencial de las leyes jerárquicas por las cuales se regían.

El Shogunado de los Tokugawa intentó consolidar la estructura de castas dentro de cada feudo y hacer que cada clase dependiese del señor feudal. El daimio estaba en la cima de la jerarquía en cada feudo y se le permitía ejercer sus prerrogativas sobre quienes dependían de él. El mayor problema administrativo del Shogunado consistía en controlar a los daimios, evitar por todos los medios que se aliaran o llevaran a cabo intentos de sublevación. Había inspectores de aduanas en las fronteras da cada feudo para vigilar estrictamente a «las mujeres que salían y los fusiles que entraban», e impedir que cualquier daimio intentara enviar fuera a sus mujeres o introducir armas. Ningún daimio podía contraer matrimonio sin el permiso del Shogunado, para evitar alianzas políticas peligrosas. El comercio entre los feudos estaba obstaculizado hasta tal punto que muchos puentes quedaban intransitables debido al abandono voluntario por parte de las autoridades. Los espías del Shogun tenían a éste bien informado de los gastos del daimio; y si las arcas feudales se llenaban, el Shogun le ordenaba emprender costosas obras públicas para tenerlo así sometido. La más famosa de las ordenanzas era aquella que exigía al daimio vivir la mitad del año en la capital y, cuando volvía a su feudo para residir en él, dejar a su mujer tras él, en Yedo (Tokio), como rehén en manos del Shogun. Con todos estos recursos, la administración se aseguraba en el poder y reforzaba su posición dominante dentro de la jerarquía.

El Shogun no era, desde luego, la máxima autoridad dentro de la estructura, ya que gobernaba por delegación del emperador. Éste y su corte de nobles hereditarios (kuge) estaban aislados en Kioto, pero en realidad no tenían ningún poder. Los recursos financieros del emperador eran menores que los de un daimio de poco relieve, e incluso las ceremonias de la corte estaban estrictamente delimitadas por las ordenanzas del Shogunado. Sin embargo, ni el más poderoso de los Shogunes de la familia Tokugawa intentó acabar con ese poder dual del emperador y el dirigente efectivo. Esta situación no era nueva en el Japón. Desde el siglo XII, un generalísimo (Shogun) había gobernado el país en nombre de un trono sin autoridad real. Al cabo de algunos siglos, la división de funciones llegó tan lejos que el poder real, delegado con carácter hereditario por el simbólico emperador en un jefe secular, fue delegado a su vez en un consejero de ese jefe, también con cargo hereditario. Siempre hubo una delegación de otra delegación de la autoridad originaria. Aun en los últimos y desesperados días del régimen Tokugawa, el comodoro Perry ni siquiera sospechó la existencia de un emperador, y nuestro primer enviado, Towsend Harris, que negoció el primer tratado comercial con el Japón en 1858, tuvo que descubrir por sí mismo que, en efecto, existía. La verdad es que el concepto japonés del emperador es el mismo que con tanta frecuencia se encuentra en las islas del Pacífico. Es el jefe sagrado, que puede o no tomar parte en la administración.

En algunas islas del Pacífico sí ejercía el poder, mientras que en otras delegaba su autoridad. Pero siempre su persona era sagrada. Entre las tribus de Nueva Zelanda, el jefe sagrado era tan sacrosanto que había que darle de comer y la cuchara no debía tocar sus dientes sagrados. Cuando salía de su territorio, tenía que ser transportado de forma que sus pies no tocaran la tierra, pues si lo hacían, ésta quedaba automáticamente santificada y tenía que pasar a ser posesión del jefe sagrado. Su cabeza era especialmente sacra, y ningún hombre podía tocarla; sus palabras eran escuchadas por los dioses de la tribu. En algunas islas del Pacífico, como Samoa y Tonga, el jefe sagrado no descendía a la palestra de la vida. Un jefe secular era quien realizaba todas las obligaciones del Estado. James Wilson, que visitó la isla de Tonga, en el Pacífico oriental, a fines del siglo XVIII, escribió que su gobierno «se parece más que nada al gobierno del Japón, donde la majestad sagrada es una especie de prisionero de Estado del capitán general»[6].

Los jefes sagrados de Tonga estaban apartados de los asuntos públicos, pero realizaban obligaciones rituales. Tenían que recibir los primeros frutos de los huertos y presidir una ceremonia antes de que cualquier hombre pudiera comerlos. Cuando el jefe sagrado moría, su muerte era anunciada mediante la frase: «El cielo está vacío», y se le enterraba, con el ceremonial debido, en una gran tumba real. Pero no tomaba parte en la administración.

El emperador, aun cuando era políticamente inoperante y «una especie de prisionero de Estado del capitán general», ocupaba, según las definiciones japonesas, su «lugar correspondiente» en la jerarquía. La participación activa del emperador en los asuntos mundanos no era para los japoneses una medida de su estatus. Su corte en Kioto era un valor intrínseco que preservaron durante los largos siglos del dominio de los generalísimos subyugadores de los bárbaros. Sus funciones eran superfluas sólo desde un punto de vista occidental. Los japoneses, que en todos los aspectos estaban acostumbrados a una definición rigurosa de la función jerárquica, tenían una idea muy distinta sobre esta cuestión.

El sistema jerárquico japonés, delimitado de manera extrema en los tiempos feudales, y abarcando desde los parias hasta el emperador, ha dejado profunda huella en el Japón moderno. Después de todo, el régimen feudal terminó legalmente hace sólo unos setenta y cinco años, y unas costumbres nacionales tan arraigadas no se borran en el tiempo que dura la vida de un hombre.

Los estadistas japoneses del período moderno también elaboran sus planes cuidadosamente, como veremos en el capítulo siguiente, para preservar gran parte del sistema, a pesar de las radicales alteraciones en los objetivos de su país.

Los japoneses, más que cualquier otra nación soberana, han sido condicionados para vivir en un mundo en el que los más nimios detalles de la conducta están trazados de antemano y donde el estatus está previamente asignado. Durante dos siglos, cuando la ley y el orden eran mantenidos con mano de hierro, los japoneses aprendieron a identificar esta jerarquía, meticulosamente urdida, con la salvación y la seguridad. Mientras permanecían dentro de los límites conocidos, y cumplían las obligaciones conocidas, podían estar seguros de su mundo. El bandidaje estaba controlado y anulada la posibilidad de guerra civil entre los daimios. Si los súbditos eran capaces de probar que alguien se había excedido en sus derechos, podían apelar al Shogunado, como hacían los campesinos cuando eran explotados. Era peligroso para el que lo hacía, pero estaba aprobado. El mejor de los Shogunes de la era de los Tokugawa incluso tenía una caja o buzón para las quejas, en la cual cada ciudadano podía depositar sus protestas y cuya única llave estaba en posesión del Shogun. Había auténticas garantías de que cualquier agresión sería castigada, siempre que se tratase de actos prohibidos en el esquema vigente. Uno se fiaba del esquema y estaba a salvo sólo si lo acataba. Se demostraba valor e integridad conformándose con él, no modificándolo ni sublevándose contra él. Cercado por límites manifiestos, era un mundo conocido y, a los ojos de los japoneses, digno de confianza. Estas reglas no eran abstractos principios éticos de un decálogo, sino especificaciones de lo que se debía hacer en esta situación y de lo que se debía hacer en esta otra; lo que se esperaba de un samurái y lo que se esperaba de un hombre corriente; lo que era correcto para un hermano mayor y lo que era correcto para un hermano menor.

Los japoneses no se convirtieron en un pueblo sumiso y pacífico bajo este sistema, como ha pasado con algunas naciones sometidas a un fuerte régimen jerárquico. Es importante reconocer que a cada clase se le concedían ciertas garantías. Incluso los parias tenían garantizado el monopolio de sus negocios especiales y sus entidades de autogobierno eran reconocidas por las autoridades. Las restricciones sobre cada clase eran grandes, pero había también orden y seguridad.

Las restricciones de casta también tenían cierta flexibilidad, algo que las de la India, por ejemplo, no tienen. Las costumbres japonesas proporcionaban varias técnicas explícitas para manipular el sistema sin violentar las normas aceptadas. Un hombre podía cambiar su estatus de casta de muchas maneras. Cuando los prestamistas y los comerciantes se hacían ricos, como inevitablemente ocurría en la economía monetaria japonesa, los ricos disponían de varios sistemas tradicionales para infiltrarse en las clases superiores. Se convertían en «terratenientes» mediante la utilización del embargo y de las rentas. Es verdad que la tierra de los campesinos era inalienable, pero las rentas de las fincas eran excesivamente altas y resultaba provechoso dejar a los campesinos en sus tierras.

Los prestamistas se asentaban en la tierra y recibían sus rentas, y esta «posesión» de tierras daba prestigio y a la vez beneficios. Sus hijos emparentaban con los samuráis y se convertían en patricios.

Otra de las maneras tradicionales de atravesar la rígida muralla de las castas era la adopción. Ofrecía la posibilidad de comprar el estatus de samurái. Como los comerciantes se hacían ricos, a pesar de las restricciones de los Tokugawa, concertaban la adopción de sus hijos por una familia samurái. En el Japón casi nunca se adopta un hijo; se adopta un marido para la propia hija, al cual se le llama «marido adoptado», y se convierte en heredero de su suegro, pero paga un precio muy alto, porque su apellido es borrado de su propio registro familiar y entra en el de su mujer, cuyo nombre toma. Y además, ha de vivir en casa de su suegra. Pero si el precio es alto, las ventajas también son muy grandes, porque los descendientes del próspero comerciante se convierten en samurái y la familia empobrecida del samurái consigue aliarse con la riqueza. No se ha violentado el sistema de castas, que permanece igual que siempre, pero ha sido manipulado para proporcionar un estatus de clase alta a los ricos.

Como vemos, en el Japón no se exigía que los miembros de una casta se casaran únicamente entre sí. Existían disposiciones que permitían el matrimonio entre gente de distinto estatus. El resultado de la infiltración de los comerciantes ricos en la clase baja de los samuráis jugó un importante papel al acentuar uno de los mayores contrastes entre la Europa occidental y el Japón. La caída del feudalismo en Europa se debió a la presión ejercida por una clase media en expansión, y cada vez más poderosa, que dominaría el moderno período industrial. En el Japón no hubo tal desarrollo de la clase media. Los comerciantes y los prestamistas «compraron» un estatus superior mediante métodos aprobados, convirtiéndose de este modo en los aliados de los samuráis más modestos. Es curioso y sorprendente señalar que, durante el tiempo en que el feudalismo estaba en trance de muerte en ambas civilizaciones, en el Japón se admitía la movilidad de clases con más facilidad que en la Europa continental, y la prueba más evidente de esta afirmación es la ausencia de cualquier indicio de guerra de clases entre la aristocracia y la burguesía. Sería muy fácil alegar que estas circunstancias se dieron en el Japón porque el convenio era ventajoso para las dos clases que lo establecieron, pero también hubiera podido serlo en Francia. En aquellas aisladas ocasiones en que se produjo en Europa occidental, resultó igualmente ventajoso. Pero en Europa había barreras muy rígidas entre las clases, y esto provocó conflictos que en Francia llevaron a la expropiación de la aristocracia.

En el Japón, los dos grupos se unieron, y esta alianza entre comerciantes-financieros y los samuráis fue precisamente lo que derribó al decadente Shogunado. En la época moderna, el Japón conservó el sistema aristocrático, lo que difícilmente hubiera ocurrido sin las reconocidas técnicas japonesas de movilidad social.

Si los japoneses amaban y confiaban en su esquema de conducta, meticulosamente explícito, estaban hasta cierto punto justificados, pues constituía una garantía de seguridad mientras se aplicaran las reglas; permitía protestas contra las transgresiones no autorizadas y podía ser manipulado en provecho propio. Requería el cumplimiento de obligaciones recíprocas. Cuando el régimen Tokugawa se derrumbó, en la primera mitad del siglo XIX, ningún grupo de la nación estaba dispuesto a romper el esquema. No hubo ninguna Revolución Francesa. No hubo ni siquiera un 1848. Sin embargo, corrían tiempos difíciles. Todos, tanto el pueblo llano como los Shogunados, andaban endeudados con los prestamistas y los comerciantes. El elevado número de clases no productivas y los grandes dispendios oficiales habían llegado a ser insoportables. Cuando la garra de la pobreza atenazó a los daimios, no pudieron pagar los estipendios fijos a sus servidores samurái, y toda la red de lazos feudales se convirtió en un engaño. Intentaron mantenerse a flote aumentando los ya elevados impuestos de los campesinos. Se les cobraban con muchos años de adelanto, y los agricultores se vieron reducidos a una extrema necesidad. El Shogunado también estaba en bancarrota, y poco podía hacer para mantener el statu quo.

El Japón había llegado al límite cuando en 1853 llegó el almirante Perry con sus buques de guerra. A esta entrada forzada le siguió un tratado comercial con Estados Unidos que el Japón no podía rechazar.

El grito que surgió del Japón, sin embargo, fue Isshin: volvamos al pasado, recobremos lo perdido. Era lo opuesto a una actitud revolucionaria. Ni siquiera era progresiva. Unido al grito de «Restauremos al emperador», surgió el de «Arrojemos a los bárbaros», igualmente popular. La nación apoyaba el programa de volver a la edad dorada del aislamiento, y los pocos dirigentes que vieron cuán imposible era seguir semejante camino fueron asesinados por sus esfuerzos de renovación. Parecía no existir ni la más mínima probabilidad de que un país no revolucionario, como el Japón, cambiara de rumbo para adaptarse a un patrón occidental, y todavía menos de que al cabo de cincuenta años estaría compitiendo con las naciones occidentales en el propio terreno de éstas. Sin embarco, eso fue lo que ocurrió. El Japón empleó todas sus fuerzas, que no se parecían en absoluto a las fuerzas de los occidentales, en alcanzar una meta que ningún grupo de poder altamente situado ni tampoco la opinión popular habían exigido. Si un occidental de la década de 1860 hubiera visto el futuro en una bola de cristal, no lo habría creído.

No parecía existir en el horizonte ni el más ligero indicio de la gran actividad que iba a desarrollar el Japón en las décadas siguientes. Sin embargo, lo que parecía imposible se hizo realidad. Aquel pueblo atrasado y sometido a un sistema de jerarquías emprendió un nuevo camino y se mantuvo en él.