10. El dilema de la virtud
El modo japonés de enfocar la vida es justamente aquel que expresan las fórmulas del chu, ko, giri, jin y los sentimientos humanos. Para ellos, «el deber total del hombre» está parcelado, como un mapa que se divide en distintas provincias. Según afirman, la vida individual consiste en «el círculo de chu», el «círculo de ko», el «círculo de giri», el «círculo de jin», el «círculo de los sentimientos humanos» y muchos más. Cada círculo tiene su código especial detallado, y un hombre no juzga a sus semejantes atribuyéndoles una determinada personalidad, sino diciendo de ellos que «no saben lo que es el ko», o «no saben lo que es el giri». En lugar de acusar aun hombre de ser injusto, como haría un norteamericano, especifican el círculo de comportamiento que no ha cumplido. En lugar de acusarle de egoísta o despiadado, los japoneses nombran la provincia particular cuyo código ha violado. No invocan ningún imperativo categórico ni ninguna regla de oro. La aprobación del comportamiento está relacionada con el círculo dentro del cual aparece. Cuando un hombre está actuando «por el ko» actúa de una manera, y cuando lo hace «simplemente por el giri» o «en el círculo del jin» actúa de otra —o al menos así les parece a los occidentales—. Los códigos, incluso dentro de cada círculo, están estructurados de tal manera que cuando las condiciones cambian puede ser necesario, y legítimo, un comportamiento muy distinto. El giri al señor de uno exigía lealtad suprema; pero si ofendía al servidor, cualquier traición era poca. Hasta agosto de 1945, el chu exigía que el pueblo japonés combatiera con el enemigo hasta caer el último hombre. Cuando el emperador cambió las exigencias del chu al proclamar por radio la capitulación del Japón, los japoneses se deshacían tratando de expresar su cooperación con los visitantes.
Esto asombró a los occidentales. Según nuestra experiencia, la gente actúa «de acuerdo con su carácter». Separamos los «corderos de las cabras» según sean leales o traidoras, cooperativos u obstinadas. Clasificamos a la gente y esperamos que su comportamiento futuro se atenga al del pasado. Son generosas o tacañas, complacientes o sospechosas, conservadoras o liberales. Esperamos que tengan una ideología política y que, por tanto, luchen contra la ideología opuesta.
Durante nuestra experiencia bélica en Europa pudimos comprobar la existencia de colaboracionistas, así como de personas dedicadas a la resistencia, y dudábamos, con toda razón, de que después del Día de la Victoria los colaboracionistas cambiaran de chaqueta. En las controversias internas en Estados Unidos, por ejemplo, identificamos a unos como New Dealers y a otros como anti-New Dealers(14), y creemos que, a medida que surjan nuevas situaciones, estos dos grupos seguirán actuando de acuerdo con sus ideas. Si un individuo cambia de ideas —como cuando un incrédulo se convierte al catolicismo, o un «rojo» se convierte en conservador—, a dicho cambio se le califica como una conversión y presupone la creación de una nueva personalidad.
Esta fe de los occidentales en un comportamiento integrado no siempre está justificada, por supuesto, pero tampoco es una ilusión. En la mayoría de las culturas, primitivas o civilizadas, los hombres y las mujeres se ven a sí mismos actuando como un tipo determinado de persona. Si están interesados en el poder, calculan sus éxitos o fracasos según la sumisión de los demás a su voluntad. Si lo que desean es que se les quiera, se sienten frustrados en las situaciones impersonales. Se ven a sí mismos, bien como seres con un sentido estricto de la justicia, o dotados de un «temperamento artístico», o muy hogareños. Generalmente logran una Gestalt en el propio carácter. Aportan un orden a la existencia humana.
A los occidentales no les resulta fácil creer en la habilidad de los japoneses para pasar de un comportamiento a otro sin ningún daño psíquico. En nuestra experiencia no entran posibilidades tan extremas. Sin embargo, estas contradicciones —según nos parecen a nosotros— se basan en su concepción de la vida de un modo tan profundo como las «uniformidades» del occidental en la suya propia. Los occidentales deben comprender, y esto es muy importante, que entre los «círculos» que dividen la vida de los japoneses no hay ningún «círculo del mal». Esto no significa que los japoneses no reconozcan la existencia del mal comportamiento, es simplemente que no ven la vida humana como un escenario en el cual las fuerzas del bien contienden con las fuerzas del mal. Ven la existencia como un drama que exige un cuidadoso equilibrio entre las exigencias de un «círculo» y las de otro, entre un modo de proceder y otro, siendo cada círculo y cada modo de proceder buenos en sí mismos. Si las personas se guiaran por sus instintos verdaderos, todo el mundo sería bueno. Como hemos visto, consideran que si los chinos tienen preceptos morales es porque necesitan apoyarse en ellos, lo cual demuestra su inferioridad. Los japoneses, afirman, no tienen necesidad de mandamientos éticos que lo abarquen todo. En frase de Sir George Sansom, que ya hemos citado, «no luchan con el problema del mal». En su opinión, explican adecuadamente el mal comportamiento sin tener que recurrir a imágenes tan cósmicas. Aunque en su origen todas las almas brillan por su virtud como una espada nueva, sin embargo, terminan oxidándose si no se mantienen pulidas. Esta «herrumbre de mi cuerpo», como ellos lo expresan, ocasiona el mismo deterioro que el que sufre la espada. Un hombre debe cuidar su carácter como cuidaría aquélla. Pero su alma brillante y resplandeciente está aún presente bajo la herrumbre, y lo único que hace falta es pulirla de nuevo.
Esta visión de la vida de los japoneses hace que sus leyendas, novelas y obras teatrales les parezcan inconcluyentes a los occidentales —al menos que podamos, como sucede a menudo, reconstruir el argumento adaptándolo a nuestras ideas sobre la consistencia de carácter y el conflicto entre el bien y el mal—. Pero no es ésta la manera en que los japoneses enfocan los argumentos de sus obras. Su comentario es que el héroe está atrapado en un conflicto de «el giri contra los sentimientos humanos», «el chu contra el ko» y «el giri contra el gimu». El héroe fracasa porque permite que los sentimientos humanos oscurezcan las obligaciones del giri o porque no puede pagar a la vez la deuda del chu y la del ko. No puede actuar rectamente (gi) debido al giri. Está acorralado por el giri y sacrifica a su familia. Estos conflictos así descritos se producen entre dos obligaciones que son igual de ineludibles. Ambas son «buenas». La elección entre ellas es como la del deudor que ha contraído demasiadas deudas. Puede pagar alguna e ignorar las otras durante un tiempo, pero el hecho de que pague una deuda no lo libera del resto.
Esta forma de entender la vida del héroe contrasta enormemente con la occidental. Nuestros héroes son buenos precisamente porque «han elegido la parte buena» y se les enfrenta contra enemigos que son malos. «La virtud triunfa», decimos. El final debería de ser siempre feliz, y el bueno merece que se le premie. Los japoneses, sin embargo, tienen un insaciable apetito por los relatos del «caso extremo» en los cuales el héroe finalmente liquida deudas con el mundo y con su nombre —incompatibles—, eligiendo la muerte como solución. En muchas culturas estas narraciones servirían como ejemplos de resignación ante un amargo destino. Pero en el Japón significan exactamente lo contrario. Son ejemplos de iniciativa y de implacable determinación. Los héroes se lanzan con todo empeño a cumplir una de las muchas obligaciones que les incumben y, al hacerlo, dejan a un lado otras obligaciones. Pero al final acaban cumpliendo con el «círculo» que habían logrado burlar.
La verdadera epopeya nacional del Japón es la historia de Los cuarenta y siete ronin. No es un relato que tenga gran importancia en la literatura mundial, pero goza de inmenso prestigio entre los japoneses. Todos los chicos conocen no sólo la historia principal, sino los argumentos secundarios. Estas historias se narran y editan continuamente y se hacen adaptaciones modernas para películas populares. Los sepulcros de los cuarenta y siete han sido durante generaciones un lugar predilecto de peregrinación donde miles de personas han acudido a ofrecer tributo. Allí depositan sus tarjetas de visita, que a menudo blanqueaban toda la tierra alrededor de los sepulcros.
El tema de Los cuarenta y siete ronin se centra en el giri hacia el señor de cada uno. Según lo entienden los japoneses, describe los conflictos entre el giri y el chu, así como entre el giri y la rectitud, siendo el giri, por supuesto, la virtud triunfante; se ocupa también del enfrentamiento del «simple giri» con el giri sin límites. Es un relato histórico de 1703, los grandes días del feudalismo, cuando los hombres eran de verdad hombres, en opinión de los japoneses modernos, y el giri no tenía ese matiz «involuntario». Los cuarenta y siete héroes ofrecen todo al giri: su reputación, sus padres, sus esposas, sus hermanas, su rectitud (gi). Finalmente ofrecen al chu sus vidas, muriendo por sus propias manos.
El noble Asano es uno de los dos daimios nombrados por el Shogunado para encargarse del ceremonial mediante el cual todos los daimios hacían periódicamente juramento de fidelidad al Shogun. Los dos maestros de ceremonias son nobles provincianos, y por ello tienen que pedir instrucciones sobre la etiqueta requerida a un gran daimio de la corte, el noble Kira. Desgraciadamente el servidor más sensato de Asano, Oishi —el héroe del relato—, que hubiera podido aconsejarle prudentemente, se halla en la provincia, y a Asano no se le ocurre ofrecerle un «regalo» suficiente a su importante instructor. Los servidores del otro daimio al que instruye Kira son hombres de mundo y cubren al maestro de ricos regalos. Kira, por tanto, instruye a Asano con mala voluntad e intencionadamente le indica un atuendo totalmente inadecuado para la ceremonia. En el día señalado, Asano se presenta con esta indumentaria, y cuando se da cuenta de la burla de que ha sido objeto saca su espada y hiere a Kira en la frente antes de que logren separarlos. Su virtud como hombre de honor —el giri hacia su nombre— le obliga a vengarse por el insulto de Kira, pero sacar la espada en el palacio del Shogun sería una falta hacia el chu. Asano se ha comportado virtuosamente en cuanto al giri hacia su nombre, pero solamente puede satisfacer el chu matándose, de acuerdo con las reglas del seppuku. Se retira a su casa y se viste para el sacrificio, esperando solamente el retorno de su más sabio y fiel servidor, Oishi. Cuando los dos han intercambiado una larga mirada de adiós, Asano, habiéndose sentado en la forma requerida, clava la espada en su vientre y muere por su propia mano. Ningún pariente quiere suceder en su puesto al señor muerto que ha violado el chu y caído en desgracia ante el Shogunado y por ello el feudo de Asano es confiscado y sus servidores se convierten en ronin sin dueño.
De acuerdo con las obligaciones del giri, los servidores samurái de Asano deben hacer seppuku en honor a su señor, como él lo ha hecho. Si por el giri hacia su señor hicieran lo que él hizo por el giri hacia su nombre, esta acción expresaría su protesta por la ofensa de Kira a Asano. Pero Oishi decide secretamente que el seppuku es un acto demasiado pequeño para expresar su giri. Lo que deben hacer es completar la venganza que su propio señor no había sido capaz de llevar a cabo cuando los servidores le separaron de su encumbrado enemigo. Deben, pues, matar a Kira. Pero esto implica violar el chu, ya que Kira está demasiado cerca del Shogunado para que el Estado otorgue a los ronin el permiso oficial para realizar su venganza. En los casos más comunes, el grupo que proyectaba vengarse presentaba su plan al Shogunado declarando la fecha límite, antes de la cual debía llevarse a cabo el acto de venganza o abandonar la empresa. Este acuerdo permitía que algunos afortunados pudieran reconciliar sus obligaciones hacia el chu y hacia el giri. Oishi sabía que ni él ni sus compañeros podían recurrir a esta solución. Así, reúne a los ronin que habían sido guerreros samurái de Asano, pero no les comunica su plan de matar a Kira. Había más de trescientos ronin, y —según se contaba esta historia en las escuelas japonesas en 1940— todos estaban de acuerdo en cometer seppuku. Oishi sabía, sin embargo, que no todos ellos tenían un giri ilimitado —en la frase japonesa, «giri más sinceridad»—, por lo cual sería difícil confiar en ellos para realizar la peligrosa hazaña de una vendetta contra Kira. Con la intención de separar a los que tenían «simplemente» giri de aquellos que tenían giri más sinceridad utiliza como prueba la repartición de la renta personal de su señor. A los ojos de los japoneses, esta prueba era igual de válida tras tomar la decisión de suicidarse como de no haberlo hecho, ya que quedaban sus familias como posibles beneficiarios. Hay un violento desacuerdo entre los ronin sobre en qué basar la división de la propiedad. El mayordomo jefe, que tiene el sueldo más alto de los servidores, dirige la facción que propone dividir la renta en proporción a los ingresos anteriores. Oishi es el jefe de la facción que quiere dividirla a partes iguales entre todos. Tan pronto como queda establecido cuáles son los ronin que tienen «simplemente» giri, Oishi muestra su acuerdo con el plan del mayordomo jefe para la partición de la hacienda y permite a aquellos que han ganado que abandonen la compañía. El mayordomo jefe se marcha, y por ello adquiere fama de ser un «samurái perro», «un hombre que no conoce el giri» y un réprobo. Oishi juzga que solamente cuarenta y siete de ellos son lo bastante fuertes en giri como para hacerles partícipes de su plan de vendetta. Estos cuarenta y siete que se unen a él se juramentaron mediante aquel acto para que ni la buena fe, ni afecto alguno, ni tampoco las obligaciones del gimu entorpecieran el cumplimiento de su promesa. El giri se convierte en su ley suprema. Los cuarenta y siete se hacen un corte en un dedo y se unen en un voto de sangre.
La primera tarea es despistar a Kira. Se dispersan y fingen haber perdido el honor. Oishi frecuenta las casas públicas de menos categoría y se entrega a las peleas más indignas. Bajo el pretexto de su vida disipada se divorcia de su esposa —un paso habitual y completamente justificado para cualquier japonés que se veía a punto de enredarse con la ley, porque así no se le podía atribuir, ni a su mujer ni a sus hijos, ninguna responsabilidad en el acto final—. La esposa de Oishi se separa de él con gran tristeza, pero su hijo se une a los ronin.
Todo Tokio especula sobre la vendetta. Quienes respetan a los ronin están, por supuesto, convencidos de que intentarán matar a Kira. Pero los cuarenta y siete niegan tener semejante intención. Fingen «no saber lo que es el giri». Sus suegros, ultrajados por tan deshonrosa conducta, les echan de sus casas y disuelven los matrimonios. Los amigos les ridiculizan. Un día, un amigo íntimo encuentra a Oishi borracho y divirtiéndose con mujeres, e incluso ante este amigo Oishi niega el giri hacia su señor. «¿Venganza? —dice—, eso es una tontería. Uno debe disfrutar de la vida. No hay nada mejor que beber y divertirse». Su amigo no le cree y saca la espada de Oishi de la vaina, esperando que su brillo resplandeciente desmienta lo que ha dicho su dueño, pero la espada está oxidada. Esto le obliga a creerle, y en plena calle le pega una patada al borracho Oishi, escupiendo sobre él.
Uno de los ronin, necesitado de dinero para cumplir su parte de la vendetta, vendió a su esposa como prostituta. El hermano de ésta, también uno de los ronin, descubre que el conocimiento de la vendetta ha llegado a oídos de ella y se propone matarla con su propia espada, pensando que con esta prueba de su lealtad Oishi le dejará formar parte de los vengadores. Otro ronin mata a su suegro, y aun otro manda a su hermana a servir como criada y concubina a casa del propio Kira para que los ronin puedan recibir información desde el interior del palacio y saber cuándo podrán atacar; este acto la obliga a suicidarse una vez cumplida la venganza, pues ha de reparar mediante la muerte la falta incurrida al simular estar al lado de Kira.
Una noche de nieve, el 14 de diciembre, Kira da una fiesta en la cual se bebe sake y los guardias se emborrachan. Los ronin atacan la fortaleza, derrotan a los guardias y entran directamente en el dormitorio de Kira. Él no se encuentra allí, pero su cama aún está caliente, y los ronin saben que está escondido en alguna parte del recinto. Por fin descubren a un hombre agazapado en una casita destinada a almacenar carbón de leña. Uno de los ronin mete su lanza por la pared de la choza, pero al sacarla no hay sangre en ella. Desde luego, la lanza ha atravesado a Kira, pero al ir retirándola él limpió la sangre con la manga de su kimono. Su truco, sin embargo, no le ha valido de nada: los ronin le obligan a salir. Declara que no es Kira, sino el mayordomo jefe, pero en ese momento uno de los cuarenta y siete se acuerda de la herida que su señor le hizo a Kira en el palacio de los Shogun. Por esta cicatriz le identifican y exigen que se haga de inmediato el seppuku. Él se niega, lo cual demuestra sin ninguna duda que es un cobarde. Con la espada que el propio Asano había empleado para el seppuku le cortan la cabeza, le lavan ceremoniosamente y, habiendo concluido su tarea, emprenden una procesión para llevar la espada doblemente ensangrentada y la cabeza cortada al sepulcro de Asano.
Todo Tokio vibra de entusiasmo por la hazaña de los ronin. Sus familias y los suegros, que habían dudado de ellos, corren a abrazarles y a rendirles homenaje. Los grandes señores les ofrecen hospitalidad a lo largo de su camino.
Ellos siguen hacia el sepulcro y allí colocan no sólo la cabeza y la espada, sino también un mensaje escrito a su señor que todavía se conserva.
Hemos venido hoy aquí a rendir pleitesía […] No hubiéramos osado presentarnos si no hubiéramos realizado la venganza que tú iniciaste […] Cada día que esperábamos nos parecía tres otoños […] Hemos escoltado a mi señor Kira hasta tu tumba. Esta espada, que tú tanto valorabas el año pasado y que nos confiaste, nosotros te la devolvemos ahora. Te rogamos que la aceptes y que golpees la cabeza de tu enemigo una segunda vez y que tu odio se desvanezca para siempre. Ésta es la declaración respetuosa de cuarenta y siete hombres.
Han pagado su giri. Pero aún les falta pagar su chu. Sólo en la muerte pueden coincidir ambos. Han quebrantado la ley del Estado contra las vendettas no declaradas, pero no están en rebeldía contra el chu. Lo que se les exigía en nombre del chu tenían que cumplirlo, y el Shogunado decreta que los cuarenta y siete deben hacerse el seppuku. Como dicen los libros de lectura japoneses de quinto grado: «Puesto que actuaron en venganza de su señor, la firme rectitud de su giri debería servir de ejemplo para todas las generaciones futuras […] Por esta razón, el Shogunado, tras estudiar el caso, exigió el seppuku, una solución que mataría dos pájaros de un tiro».
Es decir, al matarse con sus propias manos, los ronin pagaron la suprema deuda con el giri y el gimu.
Esta epopeya nacional japonesa tiene versiones diferentes. En una versión cinematográfica moderna, el tema inicial del soborno se ha cambiado por el tema sexual: Kira es descubierto haciendo proposiciones a la esposa de Asano y, debido a la atracción que siente por ella, humilla a Asano dándole falsas instrucciones. El soborno, pues, queda eliminado. Pero todas las obligaciones del giri se cuentan con detalles que estremecen la sangre. «Por el giri abandonaron a sus esposas, dejaron a sus hijos y perdieron (mataron) a sus padres».
El tema del conflicto entre el gimu y el giri es la base de muchos otros relatos y películas. Una de las mejores películas históricas se desarrolla en los tiempos del tercer Shogun Tokugawa. Fue nombrado para ocupar este puesto un joven inexperto, y sus cortesanos estaban divididos en dos facciones sobre la sucesión, ya que algunos de ellos apoyaban a un pariente cercano de su misma edad. Uno de los daimios derrotados siguió guardándole rencor, a pesar de la buena administración del tercer Shogun. Esperó la ocasión propicia. Por fin, el Shogun y su séquito le notificaron que iban a hacer un recorrido por ciertos feudos. El daimio tenía a su cargo el entretenimiento del grupo y aprovechó la oportunidad para desquitarse de todos los agravios y cumplir con el giri hacia su nombre. Dispuso su casa, en realidad una fortaleza, para el acontecimiento que se avecinaba, cerrando las salidas y dejando todo el edificio sellado. Después la acondicionó para que las paredes y los techos se desplomasen sobre las cabezas del Shogun y su comitiva. Preparó el complot por todo lo alto. El espectáculo fue organizado meticulosamente. Para divertir al Shogun hizo que uno de sus samurái danzara ante él, tras ordenarle que en el momento culminante de la danza clavara su espada en el Shogun. Por el giri hacia su daimio, el samurái no podía negarse en manera alguna a cumplir las órdenes. Su chu sin embargo, le prohibía levantar la mano contra el Shogun. En la película, la danza describe perfectamente el conflicto. Debe y, al mismo tiempo, no debe hacerlo. Casi llega a clavar la espada, pero no es capaz. A pesar del giri, el chu es demasiado fuerte. La danza degenera, y el grupo que acompaña al Shogun empieza a desconfiar. Se levantan de sus asientos justamente cuando el daimio, desesperado, ordena la demolición de la casa. Hay peligro de que el Shogun, aunque haya escapado a la espada del bailarín, perezca entre las ruinas de la fortaleza. En este momento aparece el danzante, que guía al Shogun y a su grupo a través de los pasajes subterráneos para que puedan escapar a salvo. El chu ha vencido al giri. El portavoz del Shogun, en gratitud, ruega al guía que vaya con ellos a Tokio, rodeado de honores. El guía, sin embargo, se vuelve para mirar la casa que se desploma. «Es imposible —dice—. Me quedo. Es mi gimu y mi giri». Entonces los deja y se va a morir entre las ruinas. «Con su muerte ha satisfecho a la vez el chu y el giri. En la muerte los dos coinciden».
Los relatos de tiempos antiguos no confieren un lugar central a los conflictos entre las obligaciones y los «sentimientos humanos». En cambio, en los últimos años se ha convertido en tema fundamental. Las novelas modernas hablan del amor y de la bondad, a los que se debe renunciar por el gimu y el giri, y se tiende no a minimizar esta temática, sino a resaltarla cada vez más. De la misma manera que sus películas de guerra nos parecen propaganda pacifista, estas novelas dan la sensación de reflejar el ruego por una mayor apertura que permita vivir de acuerdo con los dictados del propio corazón. Desde luego, son un testimonio de este deseo. Pero, una y otra vez, cuando los japoneses se refieren a los argumentos de las novelas y películas ven en ellos un significado distinto al que imaginamos nosotros. Nosotros simpatizamos con el héroe porque está enamorado o acaricia alguna ambición personal; ellos lo condenan por débil, por haber dejado que estos sentimientos se interpongan entre él y su gimu o giri. Los occidentales suelen pensar que es un signo de fuerza rebelarse contra los convencionalismos y elegir la felicidad, a pesar de los obstáculos. Pero en la moral japonesa los fuertes son los que ignoran la felicidad personal y cumplen con sus obligaciones. La fuerza del carácter, piensan ellos, se demuestra en la conformidad, no en la rebelión. Consecuentemente, los argumentos de sus novelas y películas suelen tener en el Japón un significado diferente del que nosotros les damos al contemplarlas con ojos occidentales.
Los japoneses usan el mismo tipo de valoración para juzgar tanto sus propias vidas como las de personas que han conocido. Juzgan que un hombre es débil si presta atención a sus deseos personales cuando están en pugna con el código de obligaciones. Así se evalúa toda clase de situaciones, pero la más opuesta a la ética occidental se refiere a la actitud del hombre hacia su esposa. La esposa sólo ocupa una posición tangencial al «círculo de ko», pero sus padres están en el centro de él. Por tanto, su deber es claro. Un hombre de carácter moral fuerte obedece al ko y acepta la decisión de su madre de que se divorcie de su esposa. Demuestra ser un hombre aún «más fuerte» si ama a su esposa y ella le ha dado un hijo. Según la expresión japonesa, «el ko le hace colocar a su esposa e hijo en la categoría de extraños». Entonces su comportamiento hacia ellos, en el mejor de los casos, entra en el «círculo del jin». En el peor, se convierten en personas que no tienen nada que reclamarle. Incluso aunque un matrimonio sea feliz, la esposa no está situada en el centro de los círculos de las obligaciones. Por esta razón, un hombre no debe poner sus relaciones con ella en el mismo nivel en que están sus sentimientos hacia sus padres o hacia su país. En los años treinta hubo un escándalo general cuando cierto eminente liberal habló en un discurso de lo feliz que era al volver al Japón y mencionó el reencuentro con su esposa como uno de los motivos de su alegría. Debía haber hablado de sus padres, del Fujiyama o de su dedicación a la causa nacional del Japón. A la esposa no le correspondía estar en este mismo nivel.
Los propios japoneses de la era moderna han demostrado no estar de acuerdo con su código moral, que insiste tan firmemente en separar los diferentes niveles y «círculos». Gran parte del adoctrinamiento japonés ha consistido en hacer del chu la virtud máxima. Al igual que los estadistas simplificaron la jerarquía poniendo al emperador en la cima, eliminando al Shogun y a los señores feudales, así en el ámbito de la moral se esforzaron en simplificar el sistema de obligaciones reuniendo todas las virtudes menores bajo la categoría del chu. Con estas medidas intentaron unificar el país bajo «el culto al emperador» y reducir el atomismo de la ética japonesa. Su deseo era explicar que, al cumplir con el chu, uno cumplía con todos sus otros deberes. Querían que fuera la piedra angular de una estructura moral y no un círculo sobre un gráfico.
La declaración mejor y más autorizada sobre este programa es el Rescripto Imperial a los Soldados y Marinos promulgado por el emperador Meiji en 1882. Éste y otro rescripto acerca de la educación son un auténtico evangelio para los japoneses. No hay lugar para libros sagrados en las religiones japonesas. El sintoísmo no tiene ninguno, y los cultos del budismo japonés convierten en dogma su desengaño con los textos, o bien los sustituyen por la repetición de frases como «Gloria a Amida» o «Gloria al Loto del Libro». Los rescriptos Meiji de amonestación son, sin embargo, su libro sagrado. Se leen como un ritual sacro, ante un público silencioso y reverentemente inclinado, y se les trata como si fueran pergaminos sagrados, sacándolos del santuario para ser leídos y volviendo a colocarlos en su sitio, con muestras de respeto, antes de que se retire el público. Algunos hombres elegidos para leerlos se han suicidado por cometer una equivocación al recitar una frase. El Rescripto para Soldados y Marinos se dirigía principalmente a los hombres de las Fuerzas Armadas. Se lo aprendían al pie de la letra y meditaban con recogimiento sobre él durante diez minutos todas las mañanas. Se les leía ritualmente en los días de fiesta más importantes, y también cuando los nuevos reclutas entraban en los cuarteles o cuando se marchaban los que habían terminado su período de entrenamiento, y en ocasiones similares. Asimismo, se les enseñaba a los muchachos del grado medio escolar y cursos siguientes.
El Rescripto para Soldados y Marinos es un documento de varias páginas. Está cuidadosamente ordenado por temas, y es claro y específico. A un occidental, sin embargo, le parece un extraño rompecabezas. Sus preceptos le parecen contradictorios. La bondad y la virtud son tratadas como metas verdaderas y descritas en términos que los occidentales pueden entender. Pero luego el Rescripto previene a los oyentes de que no sean como los héroes de la antigüedad que murieron deshonrados porque, «perdiendo de vista el verdadero camino del deber público, tuvieron fe en las relaciones privadas». Ésta es la traducción oficial y, aunque no es literal, es bastante fiel a las palabras del texto original. «Debéis, pues —continúa el Rescripto—, estar seriamente advertidos mediante estos ejemplos» de los héroes de la antigüedad.
La «advertencia» no es comprensible sin un conocimiento del esquema japonés de obligaciones. El Rescripto entero muestra el propósito oficial de minimizar el giri y elevar el chu. Ni una sola vez aparece en el texto la palabra giri en su sentido más familiar. En lugar de nombrar el giri se resalta que hay una Ley Superior, el chu, y una Ley Inferior, que consiste en «tener fe en las relaciones privadas». La Ley Superior, se esfuerza el Rescripto en probar, es suficiente para dar validez a todas las virtudes. «La rectitud —dice— es el cumplimiento del gimu». Un soldado que siente el chu tiene inevitablemente «un valor auténtico» que significa «colocar la afabilidad ante todo en el trato diario e intentar ganar el amor y el respeto de los demás». Si se cumplen estos preceptos, nos da a entender el Rescripto, no será necesario invocar el giri. Las obligaciones que no caen bajo el gimu pertenecen a la Ley Inferior, y un hombre no debe someterse a ellas sin antes estudiarlas cuidadosamente.
Si queréis […] mantener vuestra palabra (en las relaciones privadas) y (también) cumplir con vuestro gimu […] debéis considerar cuidadosamente desde el principio si podréis hacerlo o no. Si […] os dejáis atar por obligaciones imprudentes, quizá os encontréis en una posición en la que sea imposible avanzar o retroceder. Si estáis convencidos de que no vais a poder cumplir con vuestra palabra y actuar realmente (lo cual acaba de definir el Rescripto como el cumplimiento del gimu), sería mejor que abandonaseis vuestro compromiso (privado) en seguida. Desde los tiempos antiguos ha habido repetidos ejemplos de hombres y héroes insignes que, abrumados por la mala fortuna, perecieron, dejando un nombre manchado a la posteridad, sencillamente porque, al esforzarse en ser fieles a los asuntos inferiores, no supieron discernir entre el bien y el mal respecto a los principios fundamentales o porque, perdiendo de vista el camino verdadero del deber público, fueron fieles a sus relaciones privadas.
Toda esta instrucción sobre la superioridad del chu sobre el giri está escrita, como dijimos, sin mencionar el giri, pero todos los japoneses conocen la frase «No pude obrar correctamente (gi) debido al giri», y el Rescripto lo parafrasea con las palabras «Si estáis convencidos de que no podréis mantener vuestra palabra (vuestras obligaciones personales) y obrar correctamente…». Con autoridad imperial dice que en una situación semejante un hombre debe abandonar el giri, recordando que es una Ley Inferior. La Ley Superior, si él obedece sus preceptos, le seguirá manteniendo virtuoso.
Este libro sagrado dedicado a exaltar el chu es un documento básico en el Japón. Es difícil decir, sin embargo, si su detracción indirecta del giri ha debilitado el arraigo popular de esta obligación. Los japoneses citan frecuentemente otras partes del Rescripto —«La rectitud es el cumplimiento del gimu»; «Se puede realizar cualquier cosa si el corazón es sincero»— para explicar y justificar sus propios actos y los actos de otros. Pero, aunque a menudo sería muy apropiado hacerlo, pocas veces mencionan las amonestaciones contra la fidelidad en las relaciones personales. El giri continúa siendo hoy una virtud con gran autoridad, y decir de un hombre que «no sabe lo que es el giri» es una de las censuras más duras que se pueden hacer en el Japón.
No es tarea fácil simplificar la ética japonesa mediante la introducción de una Ley Superior, pues los japoneses —y ellos mismos se han jactado frecuentemente de esto— no tienen una virtud generalizada que les sirva como piedra de toque de su buen comportamiento. En la mayoría de las culturas, los individuos se respetan a sí mismos en proporción al grado que hayan alcanzado cualidades tales como la buena voluntad, la capacidad para manejar su dinero o el éxito en las empresas que emprenden. Establecen como meta algún objetivo vital, como la felicidad, el poder sobre los demás, la libertad o el cambio social. Los japoneses tienen códigos más particularistas. Incluso cuando hablan de la Ley Superior —tai setsu—, ya sea en los tiempos feudales o en el Rescripto a los Soldados y Marinos, es solamente en el sentido de que las obligaciones hacia alguien situado en un alto puesto jerárquico deben anular las obligaciones hacia otra persona situada en un puesto inferior. Siguen siendo particularistas. Para ellos la Ley Superior no es, como generalmente ha sido para los occidentales, lealtad a la lealtad en oposición a la lealtad a una persona o a una causa particular.
Cuando el japonés moderno ha intentado colocar una virtud moral suprema por encima de los «círculos», ha elegido habitualmente la «sinceridad». El conde Okuma, al hablar sobre la ética japonesa, dijo que la sinceridad (makoto) «es el precepto de todos los preceptos; el fundamento de las enseñanzas morales puede estar implícito en esta única palabra. Nuestro antiguo vocabulario está vacío de términos éticos, excepto por esta palabra, makoto»[30]. Los novelistas modernos que en los primeros años de este siglo celebraron el nuevo individualismo occidental llegaron a sentirse insatisfechos con las fórmulas occidentales e intentaron ensalzar la sinceridad (generalmente magokoro) como la única «doctrina» verdadera.
Esta insistencia moral sobre la sinceridad tiene el apoyo del propio Rescripto para Soldados y Marinos. El Rescripto comienza con un prólogo histórico, un equivalente japonés a los prólogos norteamericanos que nombran a Washington, Jefferson y a los Padres Fundadores. En el Japón ese texto llega a su clímax al invocar al on y al chu: «Nosotros (el emperador) somos la cabeza y vosotros sois el cuerpo. Dependemos de vosotros como de los brazos y de las piernas. Podremos defender nuestro país, y devolver el on a nuestros antepasados, sólo si cumplís con vuestras obligaciones».
Siguen luego los preceptos: 1) La virtud suprema es cumplir las obligaciones del chu. Un soldado o marinero, por muy experto que sea, es sólo un títere en una crisis si no tiene un chu fuerte; una compañía de soldados que no tenga chu no es más que un tropel inútil. «Así, no dejéis que las opiniones actuales os lleven por mal camino, no os mezcléis en política, sino cumplid el chu con sencillez, recordando que el gi (la rectitud) es más pesado que una montaña, mientras que la muerte es más ligera que una pluma». 2) El segundo mandato es observar las apariencias y el comportamiento exterior, es decir, en lo referente al grado en el Ejército. «Considerad las órdenes de los superiores como si fueran directamente emitidas por Nosotros», y tratad a los inferiores con consideración. 3) El tercero es el valor. El verdadero valor está en contraste con «los bárbaros actos sangrientos» y se define como «no despreciar nunca a un inferior ni temer a un superior. Los que aprecian el verdadero valor deben, en sus relaciones diarias, poner en primer lugar la afabilidad e intentar ganar el amor y la estimación de los demás». 4) El cuarto mandato es una prevención contra la «fe en las relaciones privadas», y 5) El quinto es un llamamiento a la frugalidad:
Si no hacéis de la simplicidad vuestra meta, os convertiréis en afeminados y frívolos, y os encariñaréis con una vida lujosa y extravagante; y, por último, os haréis egoístas y sórdidos, y os hundiréis en el grado de mayor vileza, de tal modo que ni la lealtad ni el valor valdrán para salvaros del desprecio del mundo […] Acosados por la ansiedad de que esto pueda suceder, reiteramos Nuestra prevención.
El párrafo final del Rescripto llama a estos cinco preceptos «el Gran Camino del Cielo y de la Tierra y la ley universal de la humanidad». Son «el alma de nuestros soldados y marinos». Y, a su vez, el «alma» de estos cinco preceptos «es la sinceridad. Si el corazón no es sincero, las palabras y los actos, por buenos que sean, serán simplemente apariencia y no valdrán nada. Si el corazón es sincero, se puede conseguir todo». Los cinco preceptos serán así «fáciles de cumplir». Es típicamente japonés que la sinceridad vaya al final, después de que todas las demás virtudes y obligaciones hayan sido explicadas. Los japoneses no basan la virtud, como hacen los chinos, en los dictados de un corazón benévolo; establecen primero un código de deberes y luego añaden, al final, la necesidad de llevarlos a cabo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la voluntad y la inteligencia que uno tiene.
La sinceridad tiene el mismo significado en las enseñanzas de la gran secta budista del Zen. En el gran compendio del Zen elaborado por Suziki aparece un diálogo entre el discípulo y el Maestro:
MONJE.— Entiendo que, cuando un león ataca a su oponente, sea una liebre o un elefante, hace uso exhaustivo de su poder; le ruego que me explique cuál es este poder.
MAESTRO.—El espíritu de la sinceridad (literalmente, el poder de no-engañar).
La sinceridad, es decir, el no-engañar, significa «entregar el ser entero de uno», técnicamente conocido como «el ser entero en acción»… por lo cual nada se deja en reserva, nada se expresa bajo disfraz y nada se malgasta. Cuando una persona vive así, se dice que es un león de melena dorada, es el símbolo de la virilidad, de la sinceridad, de la entereza del corazón; es divinamente humano.
Ya nos hemos referido de pasada a los significados especiales de la palabra «sinceridad» en japonés. Makoto no significa lo mismo que sinceridad en inglés. Significa a la vez mucho menos y mucho más. Los occidentales siempre han comprendido rápidamente que quiere decir mucho menos que en su lenguaje, y a menudo han dicho que cuando un japonés se refiere a la insinceridad de alguien quiere decir solamente que no está de acuerdo con él. Existe cierta verdad en esto, porque al llamar a un hombre «sincero» en japonés no significa que esté actuando «genuinamente» de acuerdo con el amor o el odio, con la determinación o la consternación que predominen en su alma. La clase de aprobación que los norteamericanos expresan al decir «Estaba sinceramente contento de verme», «Le complació sinceramente», les es extraña a los japoneses. Ellos tienen toda una serie de expresiones proverbiales que desdeñan semejante «sinceridad». Dicen en son de burla: «Mira la rana, que cuando abre la boca enseña todo lo que hay dentro de ella»; «Como una granada, que cuando se abre enseña todo lo que hay en su corazón»; es una vergüenza para cualquier hombre «dar rienda suelta a sus sentimientos» porque se «desenmascara». Estas asociaciones con la palabra «sinceridad», que son tan importantes en Estados Unidos, no entran en el significado de la misma en el Japón. Cuando el muchacho japonés acusó al misionero norteamericano de insinceridad, no se le ocurrió pensar que el norteamericano quizá se sentía «genuinamente» asombrado por el proyecto del pobre muchacho de irse a Norteamérica sin tener un céntimo. Cuando en la década pasada los estadistas japoneses acusaban a Estados Unidos e Inglaterra de insinceridad —como hacían constantemente—, no es que pensaran que las naciones occidentales actuaban de forma contraria a sus sentimientos reales. Ni siquiera les acusaban de hipócritas, lo que hubiera sido una acusación menor. De la misma manera, cuando el Rescripto a los Soldados y Marinos dice «la sinceridad es el alma de estos preceptos», no significa que la virtud que ha de regir a todas las demás sea la franqueza, según la cual un hombre actuará y hablará de acuerdo con los dictados de su conciencia. Ciertamente, no quiere decir que esté obligado a ser sincero, por mucho que difieran sus convicciones de las de los demás.
No obstante, makoto tiene significados positivos en el Japón, y como los japoneses dan tanto énfasis al papel ético de este concepto, es importante que los occidentales conozcan el sentido en que lo usan. El significado básico de makoto está muy bien expresado en el relato de Los cuarenta y siete ronin. La «sinceridad» aparece en este cuento como un signo de adición añadido al giri. «Giri más makoto» está en contraste con el «simple giri» y significa «giri como un ejemplo para las edades eternas». Según la frase japonesa contemporánea, «makoto es lo que le da su persistencia». El «le» se refiere, según el contexto, a cualquier precepto del código japonés o a cualquier actitud que se origina del espíritu nipón.
Su significado en los campos de internamiento japoneses durante la guerra era exactamente igual al que se le da en Los cuarenta y siete ronin y demuestra hasta qué punto se lleva la lógica y cuán opuesto puede llegar a ser el significado que le dan los norteamericanos. La acusación habitual de los Issei projaponeses (inmigrantes en Norteamérica nacidos en el Japón) contra los Nisei pro-Estados Unidos (la segunda generación de las familias de inmigrantes) era su falta de makoto. En su opinión, los Nisei carecían de esa cualidad anímica gracias a la cual el espíritu japonés —tal como era definido oficialmente en el Japón durante la guerra— «persistía». Los Issei no estaban en absoluto aludiendo a que el pronorteamericanismo de sus hijos fuera hipocresía. Todo lo contrario, pues sus acusaciones de insinceridad eran aún más sentidas cuando los Nisei se alistaron voluntarios en el Ejército de Estados Unidos y a todos era evidente que su apoyo al país de adopción lo provocaba un entusiasmo genuino.
Uno de los significados básicos de «sinceridad» tal como lo usan los japoneses expresa el afán de seguir el «camino» trazado por las normas y el «espíritu japonés». Cualquiera que sea el significado especial que makoto tenga en un contexto particular, siempre se puede interpretar como elogio de alguno de los aspectos convenidos de dicho espíritu y como guía aceptada en el terreno de las virtudes. Una vez comprendido el hecho de que la «sinceridad» no tiene el mismo significado que en Norteamérica, es una palabra muy útil que ha de tenerse en cuenta cuando aparezca en los textos japoneses, porque identifica casi indefectiblemente aquellas virtudes positivas a las que los japoneses dan verdadera importancia. Makoto se usa constantemente para elogiar a una persona desinteresada, lo cual refleja la dura condena de la ética japonesa contra los que acumulan beneficios. El beneficio —cuando no es consecuencia natural de la jerarquía— se considera resultado de una explotación, y el mediador que ha decidido obtener ganancias valiéndose de su oficio se convierte en el odiado prestamista. De él se dice siempre que «le falta sinceridad». Makoto también se utiliza constantemente como término de elogio para un hombre que está libre de pasiones, y esto refleja las ideas japonesas de autodisciplina. Un japonés digno de ser llamado sincero, además, nunca se expone al riesgo de insultar a una persona si no tiene intención de provocar un acto agresivo, y ello refleja el dogma de que un hombre es responsable de las consecuencias marginales de sus actos tanto como del acto mismo. Finalmente, sólo aquel que es makoto puede «dirigir a su pueblo», usar sus talentos de modo efectivo y librarse de conflictos psíquicos. Estos tres significados, y muchos otros, manifiestan con bastante simplicidad la homogeneidad de la ética japonesa; reflejan el hecho de que en el Japón un hombre puede ser eficiente y no tener conflictos solamente cuando se rige por las normas de su código.
La «sinceridad» japonesa, con su pluralidad de significados, no es, pues, la virtud que simplifica la ética japonesa, a pesar del Rescripto y del conde Okuma. No supone un «cimiento» para su moralidad, ni tampoco le da un «alma». Es sólo un exponente que, apropiadamente situado detrás de cualquier número, lo eleva a una potencia más alta. A2 dará 9 o 159, o b o x, lo mismo da. Y de la misma manera, makoto eleva a una potencia más alta cualquier artículo del código japonés. No es, por así decirlo, una virtud aparte, sino el entusiasmo de un fanático por su creencia. A pesar de lo que hayan intentado hacer los japoneses con su código, éste continúa siendo atomístico, y el principio de la virtud es, al igual que antes, equilibrio entre una jugada buena en sí misma y otra que también lo es. Es como si hubieran establecido su ética a semejanza de una partida de bridge. El buen jugador es el que acepta las reglas y juega de acuerdo con ellas, y se distingue del mal jugador por el hecho de que es disciplinado en sus cálculos, pudiendo seguir las indicaciones de los otros jugadores con total conocimiento de lo que significan bajo las reglas del juego. Juega, como diría un norteamericano, según el Hoyle(15), y hay una serie interminable de detalles que debe tener en cuenta en cada movimiento. Las contingencias que puedan surgir están previstas en las reglas del juego, y el tanteo es acordado previamente. Las buenas intenciones, en el sentido norteamericano, no cuentan.
En cualquier idioma, los contextos en los cuales la gente habla de perder o ganar el respeto a sí misma arrojan luz sobre su concepto de la vida. En el Japón «respetarse a sí mismo» es siempre mostrarse como un jugador generoso. Esto no significa, como ocurre en su uso inglés, adaptarse conscientemente a una norma de conducta digna —no someterse servilmente a otro, no mentir, no levantar falso testimonio—. En el Japón, el autorrespeto (jicho) es literalmente «un ser que es sólido», y su opuesto, «un ser que es ligero y flotante». Cuando un hombre dice: «Usted debe respetarse a sí mismo», quiere decir: «Usted debe tener la suficiente astucia como para medir todos los factores que hay en una situación determinada y no hacer nada que pueda ser criticado o que disminuya sus posibilidades de éxito». «Respetarse a sí mismo» implica a veces un comportamiento opuesto al que suscitaría en Estados Unidos. Un empleado dice: «Debo respetarme a mí mismo (jicho)», y esto significa no que deba defender sus derechos, sino que ha de callar ante sus jefes cualquier cosa que pueda causarle dificultades. «Usted debe respetarse a sí mismo» tuvo este mismo significado también en el sector político. Significaba que «una persona sólida» no podía respetarse a sí misma si se entregaba a algo tan temerario como «pensamientos peligrosos». No implicaba, como en Estados Unidos, que, aunque un pensamiento sea peligroso, el autorrespeto de un hombre le exigiera pensar según sus propios razonamientos y su propia conciencia.
«Debes respetarte a ti mismo», repiten constantemente los padres cuando reprenden a sus hijos adolescentes, y significa que deben respetar los cánones sociales y no defraudar las esperanzas que los demás tienen puestas en ellos. Así, a las jovencitas se les amonesta para que se sienten sin moverse, con las piernas correctamente colocadas, y a los muchachos, para que aprendan a seguir las indicaciones de los demás, «porque ésta es la edad en que va a decidirse vuestro futuro». Si los padres les dicen: «No te comportaste como una persona que se respeta a sí misma», se les reprocha a los hijos por haber cometido alguna incorrección y no porque carecieran del valor suficiente para defender sus derechos.
Un agricultor que no puede pagar su deuda al prestamista dice: «Debería haberme respetado a mí mismo», pero no significa que se acuse de pereza ni de adular servilmente a su acreedor. Significa que debería haber previsto la emergencia y haber tenido más cuidado. Un hombre de cierta categoría en la comunidad se dice: «El respeto a mí mismo requiere esto», y ello no quiere decir que deba cumplir con determinados principios de veracidad y honradez, sino que ha de llevar el asunto teniendo siempre en cuenta la posición de su familia; debe poner todo el peso de su estatus en el asunto.
Un ejecutivo que dice de su firma «Debemos demostrar autorrespeto» se refiere a la necesidad de redoblar la prudencia y la vigilancia. Un hombre que habla sobre la necesidad de vengarse utiliza la frase «Vengarme con autorrespeto», y esto no se refiere a que deba quemar vivo a su enemigo o a cualquier regla moral que tenga la intención de seguir; equivale a decir: «Llevaré a cabo una venganza perfecta», es decir, meticulosamente preparada y teniendo en cuenta todos los factores de la situación. La frase más fuerte que se puede decir en japonés es «Doblar el autorrespeto con el autorrespeto», lo cual significa elevar la cautela a la enésima potencia. Significa no tomar nunca una decisión apresurada, calcular la forma de no utilizar ni más ni menos esfuerzo que el estrictamente necesario para alcanzar una meta.
Todos estos significados de autorrespeto caben dentro de la concepción japonesa de la vida —un mundo en el que hay que moverse con gran cuidado y «según el Hoyle»—. Esta manera de definir el autorrespeto no le permite a un hombre utilizar una coartada para su fracaso basada en las buenas intenciones. Cada movimiento tiene sus consecuencias, y uno no debe actuar sin tener esto en cuenta. Está bien ser generoso, pero es necesario recordar que quien recibe el favor sentirá que le han obligado a «llevar un on». Hay que ser precavido. Se puede criticar a una persona, pero ha de hacerse sólo si se tiene la intención de aceptar todas las consecuencias del reconocimiento del otro. Una burla, como aquella de la que el joven artista acusaba al misionero norteamericano, es inadmisible precisamente porque las intenciones del misionero eran buenas; no tuvo en cuenta el significado completo de su movimiento sobre el tablero de ajedrez. Esto, en opinión japonesa, muestra una carencia absoluta de disciplina.
La firme identificación de la circunspección con el respeto a uno mismo supone, por tanto, el observar atentamente las indicaciones que aparezcan en los actos de los demás y ser muy consciente de que le están juzgando a uno. «Se cultiva el autorrespeto (uno tiene jicho) —dicen— debido a la sociedad». «Si no existiera la sociedad, uno no necesitaría respetarse a sí mismo (cultivar jicho)». Éstas son afirmaciones límites sobre la aprobación interna del recto comportamiento y que, al igual que los proverbios populares de muchas naciones, exageran el caso, porque los japoneses, a veces, reaccionan con la misma vehemencia que un puritano ante la acumulación personal de culpabilidad. Pero estas manifestaciones señalan con acierto qué es lo que más preocupa al japonés: para él tiene mayor importancia la vergüenza que la culpa.
En los estudios antropológicos de diferentes culturas es importante hacer una distinción entre aquellas que se basan en el temor a la vergüenza y las que se basan en el miedo a la culpabilidad. Una sociedad que inculca normas absolutas de moralidad y confía en el desarrollo de la conciencia en el hombre es por definición una cultura basada en el miedo a sentir culpa, pero un miembro de una sociedad semejante puede, además, como ocurre en Estados Unidos, sufrir por la vergüenza que siente debido a una torpeza que ha cometido, aunque no sea en modo alguno pecado. Quizá se sienta mortificado por no ir vestido adecuadamente para una ocasión concreta, o por haber dicho algo inoportuno. En una cultura en la que la vergüenza es una de las penalidades más serias, la gente se siente mortificada por actos que a nosotros, por el contrario, nos causarían una sensación de culpabilidad. Este malestar puede ser muy intenso y no se alivia, como la culpabilidad, mediante la confesión y la expiación. Un hombre que ha pecado puede sentir alivio al desahogarse. Este artificio de la confesión ha sido utilizado como nuestra terapia secular y por numerosos grupos religiosos que tienen muy poco en común. Sabemos que alivia. Sin embargo, cuando la vergüenza es el mayor castigo, un hombre no siente alivio exponiendo públicamente su falta, aunque sólo sea ante un confesor. Mientras su mal comportamiento no «se haga público», no necesita preocuparse y la confesión le parece más bien una forma de buscarse problemas. Las culturas «de la vergüenza» no utilizan la confesión, ni siquiera ante los dioses. Sus ceremonias son más para atraer la buena suerte que para la expiación.
Las verdaderas culturas «de la vergüenza» se apoyan sobre sanciones externas para el buen comportamiento, no sobre una convicción interna de pecado, como en las verdaderas culturas «de culpabilidad». La vergüenza es una reacción ante las críticas de los demás. Un hombre se avergüenza cuando es abiertamente ridiculizado y rechazado, o cuando él mismo se imagina que le han puesto en ridículo. En cualquier caso, es una poderosa sanción. Pero requiere un público, o por lo menos un público imaginario. La culpabilidad, no. En una nación donde el honor significa adaptarse a la imagen que uno tiene de sí mismo, una persona puede sentirse culpable, aunque nadie esté enterado de su mala acción, y posiblemente logre liberarse de la sensación de culpabilidad confesando su pecado.
Los primeros puritanos que se establecieron en Estados Unidos intentaron basar su moral sobre la culpabilidad, y todos los psiquiatras saben los problemas que los norteamericanos contemporáneos tienen con sus conciencias. Pero la vergüenza es una carga cada vez más pesada en Estados Unidos, y la culpabilidad se siente hoy con menos fuerza que en épocas anteriores. En Estados Unidos esto se interpreta como una relajación de la moral. Hay mucho de verdad en ello, pero se debe al hecho de no haberle exigido a la vergüenza que ocupe el lugar de la moralidad. La aguda mortificación personal que acompaña a la vergüenza no la ensartamos en nuestro sistema moral fundamental.
Los japoneses, sí. La incapacidad de seguir las explícitas indicaciones que llevan al buen comportamiento, de lograr un equilibrio entre las obligaciones o de prever contingencias es una vergüenza (haji). La vergüenza, dicen, es la raíz de la virtud. Un hombre que es sensible a esto podrá cumplir todas las reglas del buen comportamiento. «Un hombre que sabe lo que es la vergüenza» se traduce a veces como «hombre virtuoso» y otras como «hombre de honor». En la ética japonesa, la vergüenza ocupa el mismo lugar influyente que «una conciencia limpia», «estar a bien con Dios» y evitar el pecado ocupan en la ética occidental. Los japoneses —excepto los sacerdotes que conocen los Sutras indios— no están familiarizados con la idea de la reencarnación, que depende de los méritos de uno en esta vida, y, a excepción de algunos conversos cristianos bien instruidos, no creen en el premio o el castigo después de la muerte, ni en un cielo o un infierno.
La primacía de la vergüenza en la vida japonesa significa, como lo significa en cualquier tribu o nación que la siente profundamente, que toda persona ha de estar atenta al juicio de los demás sobre sus actos. Con sólo imaginar cuál será el veredicto, orienta su comportamiento en esa dirección. Cuando todo el mundo juega siguiendo las mismas reglas y se apoya mutuamente, el japonés se siente despreocupado y cómodo. Juegan con fanatismo cuando se trata de cumplir la «misión» del Japón. Pero son especialmente vulnerables cuando intentan exportar sus virtudes a países extranjeros, donde sus normas formales sobre el buen comportamiento se derrumban. Fracasaron en su misión de «buena voluntad» a Asia, y su resentimiento ante la actitud mostrada hacia ellos por los chinos y los filipinos fue, desde luego, sincero.
También muchos japoneses que han venido a Estados Unidos para estudiar o por razones de negocios, sin dejarse influir por sentimientos nacionalistas, a menudo han sentido profundamente el «fracaso» de su cuidadosa educación al intentar vivir en un mundo menos rígidamente estructurado. Sus virtudes, pensaban, no eran muy exportables. Y no se refieren al lugar común de que es muy difícil para cualquier hombre cambiar de cultura. Intentan decir algo más, y a veces comparan las dificultades de su propia adaptación a la vida norteamericana con las dificultades menores de chinos y siameses que han conocido. El problema específico japonés, como ellos lo ven, es que han sido educados para confiar en una seguridad que depende de que los demás reconozcan los matices implicados en el cumplimiento de un código. Cuando los extranjeros no se percatan de estos cánones sociales, el japonés se siente perdido. Intentan encontrar unos cánones sociales igualmente meticulosos que rijan la vida de los occidentales; y cuando no los encuentran, algunos sienten cólera y otros miedo.
Nadie ha descrito mejor las experiencias vividas en una cultura menos exigente que la propia que la señorita Mishima en su biografía, My Narrow Isle[31]. Había intentado ansiosamente venir a una universidad norteamericana y consiguió vencer la resistencia de su familia, muy tradicional, a aceptar el on de una beca norteamericana. Fue a Wellesley. Los profesores y las chicas —dijo— eran enormemente amables, pero esto complicó aún más las cosas.
Mi orgullo por la perfección de mis modales, una característica universal de los japoneses, fue amargamente herido. Estaba irritada conmigo misma por no saber comportarme correctamente aquí y también porque todo cuanto me rodeaba parecía burlarse de mi educación anterior. A excepción de esta vaga, pero profunda sensación de irritación, no había ninguna otra emoción dentro de mí.
Se sentía
un ser caído de otro planeta con sentidos y sentimientos que no servían para nada en este otro mundo. Mi educación japonesa, que requiere que cada movimiento del cuerpo sea elegante y que cada palabra se ajuste a una etiqueta, me hizo extremadamente susceptible y consciente de mí misma en este ambiente, en el que me encontraba completamente a ciegas, socialmente hablando.
Dos o tres años después empezó a sentirse cómoda y a aceptar las gentilezas que le ofrecían. Los norteamericanos, pensó, se comportaban con lo que ella llama «refinada familiaridad». Pero «la familiaridad había sido arrancada de mí, como si fuera una impertinencia, cuando tenía tres años».
La señorita Mishima compara a las jóvenes japonesas con las chinas que conoció en Norteamérica, y sus comentarios nos muestran cuán distintamente les afectó Estados Unidos. Las muchachas chinas tenían
una compostura y una sociabilidad que no eran frecuentes en las japonesas. Estas jóvenes chinas de la clase alta me parecían ser las criaturas más educadas del mundo, poseedoras todas y cada una de ellas de una elegancia rayana en la majestuosidad y actuando como si fueran las verdaderas dueñas del universo. Su audacia y soberbia compostura, ni siquiera turbadas por esta gran civilización de la maquinaria y la velocidad, contrastaban grandemente con la timidez y la hipersensibilidad de nosotras las japonesas. Todo ello era señal de que existía alguna diferencia fundamental en la educación social.
La señorita Mishima, al igual que muchos otros japoneses, se sentía como un jugador de tenis experto a quien inscriben en un torneo de croquet. Su calidad de experto no contaba. Sentía que lo que había aprendido no podía utilizarlo en su nuevo ambiente. La disciplina a la que había sido sometida era inútil; los norteamericanos vivían perfectamente sin ella.
Sin embargo, una vez que los japoneses han aceptado, aunque sólo sea hasta cierto grado, las reglas menos codificadas que rigen el comportamiento en Estados Unidos encuentran difícil imaginar que puedan adaptarse de nuevo a las restricciones de su antigua vida en el Japón. A veces se refieren a él como a un paraíso perdido, a veces como a un «arnés», otras como a una «prisión» o como a «una maceta pequeña» que contiene un árbol enano. Mientras las raíces del pino en miniatura se mantuvieron dentro de los confines de la maceta, el resultado era una obra de arte que añadía a la belleza de un jardín encantador. Pero una vez plantado en tierra abierta, el pino nunca puede ser devuelto a la maceta. Ellos sienten que ya no pueden volver a ser un ornamento en ese jardín japonés. Ya no reunirían las condiciones. Han experimentado, en su forma más aguda, el dilema japonés de la virtud.