1. Destino: el Japón
El Japón fue el enemigo más enigmático con que se enfrentaran los Estados Unidos en una contienda. En ninguna otra guerra contra un enemigo poderoso había sido necesario tener en cuenta unos modos de actuar y de pensar tan profundamente diferentes. Al igual que la Rusia zarista antes que nosotros, en 1905, luchábamos contra una nación perfectamente armada y adiestrada que no pertenecía a la tradición cultural de Occidente. Era obvio que para los japoneses no existían las convenciones bélicas que las naciones occidentales habían llegado a aceptar como hechos humanos naturales, lo cual convertía a la guerra del Pacífico en algo más que una serie de desembarcos en las playas isleñas, en algo más que un insuperable problema logístico: en realidad, el problema principal estaba en la propia naturaleza del enemigo. Debíamos, ante todo, entender su comportamiento para enfrentarnos con él.
Las dificultades eran grandes. Todas las descripciones del carácter japonés que se han hecho durante los setenta y cinco años desde que el Japón abriera sus puertas al mundo van acompañadas de la frase «pero también son…», con una frecuencia nunca empleada al describir otra nación del mundo. Cuando algún observador competente escribe sobre cualquier otra nación y dice que sus habitantes son corteses en grado sumo, no se le ocurre añadir «pero también son insolentes y autoritarios»; si dice que son rígidos en sus normas de comportamiento, no agrega «pero también se adaptan fácilmente a las innovaciones, por extrañas que éstas sean»; si dice que un pueblo es dócil, no explica a continuación que es difícil de controlar desde arriba. Si afirma que es leal y generoso, no dice después «pero también traicionero y rencoroso». Cuando dice que los nativos de un país son valientes por naturaleza, no nos habla a continuación de su timidez. Si comenta que actúan teniendo siempre en mente las opiniones de los demás, no agrega que tienen una conciencia rigurosísima. Al describir la disciplina estricta de un ejército, no se contradice a continuación explicando la forma en que los soldados actúan por su cuenta, llegando incluso a la insubordinación. Si describe a un pueblo que estudia con pasión la cultura de Occidente, no menciona su ferviente conservadurismo. Cuando escribe un libro sobre una nación consagrada al culto popular de la estética, que concede grandes honores a actores y artistas y que hasta el cultivo de los crisantemos considera como un arte, no es corriente que necesite un libro adicional sobre el culto a la espada y el supremo prestigio del guerrero.
Sin embargo, todas estas contradicciones constituyen la trama y urdimbre de los libros sobre el Japón, y son ciertas. Tanto la espada como el crisantemo forman parte de la imagen. Los japoneses son, a la vez, y en sumo grado, agresivos y apacibles, militaristas y estetas, insolentes y corteses, rígidos y adaptables, dóciles y propensos al resentimiento cuando se les hostiga, leales y traicioneros, valientes y tímidos, conservadores y abiertos a nuevas formas, preocupados excesivamente por el «qué dirán» y, sin embargo, propensos al sentimiento de culpa, incluso cuando los demás no saben que han dado un paso en falso; soldados en extremo disciplinados, pero con tendencia también a la insubordinación.
En el momento en que para los Estados Unidos llegó a ser tan importante comprender al Japón, estas contradicciones y muchas otras igualmente notorias no podían pasarse por alto. Nos enfrentábamos con una serie de interrogantes: ¿Qué harían los japoneses? ¿Sería posible que capitularan sin tener que invadirles? ¿Deberíamos bombardear el palacio del emperador? ¿Qué podíamos esperar de los prisioneros de guerra japoneses? ¿Qué debíamos decir en nuestra propaganda a las tropas japonesas y a los habitantes del Japón, con objeto de salvar vidas americanas e impedir la decisión japonesa de luchar hasta el último hombre? Hubo violentos desacuerdos entre aquellos que mejor conocían a los japoneses. Cuando llegara la paz, ¿sería necesario imponer al pueblo japonés una ley marcial perpetua para mantener el orden? ¿Debía prepararse nuestro Ejército para luchar contra grupos irreductibles atrincherados en las escarpaduras de cada montaña japonesa? ¿Tendría que producirse en el país una revolución del tipo de la Revolución Francesa o de la rusa para que fuera posible la paz internacional? ¿Quién la llevaría a cabo? ¿Sería el exterminio de los japoneses la única alternativa? Las respuestas eran de vital importancia.
En junio de 1944 fui designada para realizar un estudio sobre el Japón. Se me pidió que utilizara todas las técnicas posibles de la antropología cultural para explicar cómo eran los japoneses. Durante los primeros días de aquel verano, nuestra ofensiva contra el Japón había empezado a mostrarse en su verdadera magnitud. En los Estados Unidos se decía que la guerra duraría por lo menos tres años, acaso diez, quizá más. En el Japón se aseguraba que iba a durar cien. Afirmaban que los americanos habían tenido victorias locales, pero que Nueva Guinea y las islas Salomón se hallaban a miles de millas de sus propias islas. Sus comunicados oficiales apenas habían admitido las derrotas navales, y los japoneses seguían considerándose vencedores.
Pero en junio la situación empezó a cambiar. Se abrió el segundo frente en Europa, y la prioridad militar que el Alto Mando había concedido al teatro europeo durante dos años y medio resultó por fin beneficiosa. Se preveía el final de la guerra contra Alemania. En el Pacífico, nuestras fuerzas desembarcaron en Saipán, gran operación que presagiaba ya la consiguiente derrota japonesa. A partir de ese momento, nuestros soldados iban a enfrentarse con el Ejército japonés en puntos cada vez más próximos. Y sabíamos muy bien, por la lucha en Nueva Guinea, en Guadalcanal, en Birmania, en Attu, Tarawa y Biak, que nos enfrentábamos a un enemigo formidable.
Por tanto, en junio de 1944 era vital hallar respuesta a una multitud de preguntas sobre nuestro enemigo, el Japón. Era importante saber si la solución al conflicto sería militar o diplomática, si sería resuelto por medio de la alta política o por medio de octavillas arrojadas detrás de las líneas japonesas. En la lucha desesperada que el Japón estaba llevando a cabo, nos era necesario conocer no sólo los objetivos y motivaciones de quienes ostentaban el poder en Tokio, no sólo la larga historia del Japón y las estadísticas económicas y militares; también debíamos saber hasta qué punto podía contar su Gobierno con el pueblo. Debíamos tratar de comprender la mentalidad de los japoneses, sus emociones y las líneas de conducta correspondientes a esas formas de pensar y sentir. Había que conocer las motivaciones que se ocultaban tras sus actos y opiniones. Debíamos dejar de lado, por el momento, las premisas sobre las que nosotros, americanos, actuábamos y evitar por todos los medios el suponer que, en una situación determinada, ellos reaccionarían del mismo modo que nosotros.
Mi tarea era difícil. Los Estados Unidos y el Japón estaban en guerra, y en tiempo de guerra resulta fácil condenar las actitudes del enemigo, pero difícil tratar de ver cómo percibe el enemigo las cosas a través de sus propios ojos. Y, sin embargo, esto era lo que había que hacer. La cuestión era determinar cómo se comportarían los japoneses, no cómo nos habríamos comportado nosotros en su lugar. Había que intentar utilizar el comportamiento japonés en la guerra como una ventaja que se me ofrecía para comprenderles, no como una desventaja. Y tenía que considerar este comportamiento como un problema cultural, no como un problema militar. En la guerra, como en la paz, los japoneses actuaban según su carácter. ¿Qué particularidades de su modo de vida y de pensar se podían deducir de la forma en que hacían la guerra? La manera en que sus líderes alentaban el espíritu guerrero o animaban a los desalentados, la forma en que utilizaban a sus soldados en el campo de batalla, todas estas cosas mostraban lo que a su juicio constituía sus puntos más fuertes, de los que sacarían mayor provecho. Había que seguir el curso de la guerra para ver paso a paso cómo se revelaban en ella los japoneses.
El hecho de que nuestras dos naciones estuvieran en guerra significaba inevitablemente una gran desventaja. Significaba que debía renunciar a la técnica más importante del antropólogo cultural: la inspección sobre el terreno. Era imposible vivir la vida japonesa, observar los esfuerzos y tensiones de la vida diaria, ver con mis propios ojos qué problemas eran cruciales y cuáles no. No podía contemplarles en el complicado proceso de tomar decisiones. No podía ver cómo educaban a sus hijos. El único estudio antropológico que existía sobre una aldea japonesa, Suye Mura, de John Embree, era de valor incalculable, pero muchas de las cuestiones con las que nos enfrentábamos en 1944 no se habían planteado cuando se realizó dicho estudio.
Como antropóloga cultural, a pesar de estas dificultades, tenía confianza en ciertas técnicas y postulados que podían utilizarse. Al menos, no tenía que renunciar a uno de los principales instrumentos del antropólogo; es decir, al contacto directo con la gente que uno está estudiando. En los Estados Unidos vivían muchos japoneses que habían sido educados en el Japón, y podía interrogarles sobre los hechos concretos de sus propias experiencias, determinar cómo los juzgaban, llenar con sus descripciones muchas lagunas que, como antropóloga, consideraba esenciales para entender una cultura. Otros científicos sociales que estudiaban el Japón lo hacían en las bibliotecas, analizando estadísticas o acontecimientos pasados y siguiendo el desarrollo de los acontecimientos a través de los escritos y emisiones radiadas de la propaganda japonesa.
Yo tenía la seguridad de que muchas de las respuestas que ellos buscaban se hallaban ocultas en las normas y valores de la cultura japonesa y podían encontrarse de modo más satisfactorio allí, en contacto con personas que de hecho la habían vivido.
Esto no excluía el que yo leyera y me guiara constantemente por los juicios de algunos occidentales que habían vivido en el Japón. La amplia literatura sobre la cultura japonesa y el gran número de buenos observadores occidentales que habían estado en este país suponían para mí una ventaja que no tiene el antropólogo que va a las fuentes del Amazonas o a las mesetas de Nueva Guinea para estudiar una tribu sin cultura escrita. Al carecer de lenguaje escrito, estas tribus no han podido plasmar sobre el papel su personalidad. Los comentarios de los occidentales son escasos y superficiales. Nadie conoce su historia pasada. En sus trabajos de campo, el antropólogo debe descubrir sin ayuda alguna de estudios anteriores el funcionamiento de su vida económica, hasta qué punto está estratificada su sociedad, cuáles son los valores más altos de su vida religiosa. Al estudiar el Japón, me sentía heredera de numerosos investigadores. En los textos antiguos se hallaban recogidas descripciones muy detalladas de su vida. Hombres y mujeres europeos y americanos habían reflejado las experiencias vividas allí, y los japoneses habían escrito sobre sí mismos páginas verdaderamente reveladoras. Al revés de lo que sucede con muchos pueblos orientales, los japoneses tienen una gran tendencia a escribir sobre sí mismos. Escribieron sobre las trivialidades de su vida, lo mismo que sobre sus programas de expansión mundial. Y eran notablemente francos. Claro está que no daban una imagen completa. Nadie lo hace. Un japonés que escriba sobre el Japón pasa por alto cuestiones verdaderamente cruciales, pero que son para él tan diáfanas e invisibles como el aire que respira; y lo mismo hacen los americanos cuando escriben sobre los Estados Unidos.
Pero sea como fuere, los japoneses se han mostrado siempre muy aficionados a revelar sus pensamientos.
Leí esta literatura como Darwin dice que leía cuando estaba trabajando en sus teorías sobre el origen de las especies, anotando todo aquello que no lograba comprender. ¿Qué necesitaría saber para entender la yuxtaposición de ideas en un discurso pronunciado en la Dieta? ¿A qué respondía la repulsa de un acto que parecía trivial y la fácil aceptación de otro que parecía ultrajante? Yo leía haciéndome siempre la misma pregunta: Hay algo absurdo en esta imagen. ¿Qué necesitaría saber para entenderla?
Fui también a ver películas escritas, filmadas y producidas en el Japón; películas de propaganda; películas históricas; películas sobre la vida contemporánea en Tokio y en los pueblos rurales. Las comenté después con japoneses que las habían visto en el Japón y que veían al héroe, a la heroína y al rufián como los japoneses los ven, no como los veía yo. Allí donde yo me desconcertaba era evidente que a ellos no les ocurría lo propio. Las tramas, las motivaciones, no eran como yo las veía, pero tenían sentido por el modo en que la película estaba construida. Lo mismo que sucedía con las novelas, había mucha más diferencia de lo que parecía entre lo que esas películas significaban para mí y lo que significaban para los nativos del Japón. Algunos de estos japoneses eran propensos a defender sus convencionalismos, mientras que otros odiaban todo lo japonés, y es difícil decir de qué grupo aprendí más. Pero todos estaban de acuerdo con la imagen íntima que las películas daban de la forma en que se regula la vida en el Japón, tanto si la aceptaban como si la rechazaban con amargura.
En la medida en que el antropólogo busca su material y su comprensión directamente entre la gente cuya cultura está estudiando, hace lo mismo que han venido haciendo los observadores occidentales más capacitados que han vivido en el Japón. Si esto fuera todo cuanto un antropólogo puede ofrecer, nada podría esperar yo añadir a los valiosos estudios que los residentes extranjeros han hecho sobre los japoneses. Pero el antropólogo cultural tiene, como resultado de su adiestramiento, ciertas condiciones que parecen justificar el intento de ofrecer su propia contribución en un campo tan cultivado por observadores e investigadores.
El antropólogo conoce muchas culturas de Asia y del Pacífico. Existen en el Japón multitud de normas sociales y costumbres que guardan un estrecho paralelismo, incluso con las tribus primitivas de las islas del Pacífico. Algunos de esos paralelismos se encuentran en Malasia, otros en Nueva Guinea, otros en Polinesia. Es interesante, naturalmente, especular sobre si ello es indicio de antiguas migraciones o contactos, pero el problema de esa posible relación histórica no era el motivo por el que el conocimiento de estas similitudes pudiera interesarme. Se trataba, más bien, de que yo conocía cómo funcionaban estas instituciones en aquellas culturas más primitivas, y ello podía darme una clave para deducir diversos aspectos de la vida japonesa a partir de las similitudes o diferencias que encontrara. Sabía también algo de Siam, de Birmania y de China, en el continente asiático, y podía, por tanto, comparar el Japón con otras naciones que forman parte de esta gran herencia cultural. Los antropólogos han demostrado una y otra vez en sus estudios de pueblos primitivos lo valiosas que pueden ser estas comparaciones culturales. Por ejemplo, una tribu puede tener en común con sus vecinos un 90 por ciento de sus costumbres, y, sin embargo, haberlas renovado, adoptando un sistema de vida y un cuadro de valores que no comparte con ninguno de los pueblos que viven a su alrededor. En este proceso quizá haya tenido que rechazar algunas estructuras fundamentales que, por muy insignificantes que sean en comparación con la totalidad, proyectan el curso de su desarrollo futuro en una dirección única. Nada le es más útil al antropólogo que estudiar los contrastes que encuentra entre pueblos que, en su conjunto, comparten muchos rasgos fundamentales.
Los antropólogos han tenido que acostumbrarse también a grandes contrastes entre su propia cultura y las demás, refinando y adaptando sus técnicas a este problema concreto. Saben por experiencia lo mucho que difieren entre sí las situaciones con que los hombres tienen que enfrentarse en distintas culturas y la forma en que las diversas tribus y naciones definen el significado de estas situaciones. En un pueblo ártico o en un desierto tropical se encontraron con normas tribales de responsabilidad familiar o de intercambio económico que la imaginación más despierta jamás podría haber inventado. Pero el antropólogo ha tenido que investigar no sólo los detalles de estas relaciones de parentesco o de intercambio, sino cuáles fueron las consecuencias de las mismas, para el comportamiento de la tribu, y de qué forma cada generación estaba condicionada desde la infancia a comportarse como lo hicieran sus antepasados.
Esta preocupación profesional por las diferencias, su condicionamiento y consecuencias podía muy bien utilizarse en el estudio del Japón. De sobra conocidas son las profundas diferencias culturales entre los Estados Unidos y el Japón. Tenemos incluso un dicho popular que afirma que los japoneses lo hacen todo al revés que nosotros. Tal convicción a propósito de las diferencias sólo es peligrosa si el investigador se contenta con decir simplemente que estas diferencias son tan fantásticas que «es imposible entender a esa gente». El antropólogo sabe por experiencia que incluso el comportamiento más extraño puede llegar a entenderse; él, más que ningún otro científico social, ha visto en las diferencias más una ventaja que una dificultad para su tarea. Ninguna otra cosa le ha llevado a prestar tanta atención a ciertas instituciones y pueblos como el hecho de que fueran sumamente extraños. Y como en la forma de vida de la tribu que estuviera estudiando no había nada que pudiera dar por supuesto, ello le obligaba a observar no sólo algunos aspectos espigados aquí y allá, sino todo el conjunto. En los estudios de las naciones occidentales, una persona que no esté adiestrada en el análisis comparativo de las culturas pasará por alto grandes zonas del comportamiento. Da por supuestas tantas cosas que no explora la gama de costumbres triviales de la vida diaria ni esas normas, aceptadas de antemano, sobre cuestiones cotidianas que, proyectadas en la panorámica nacional, tienen más influencia en el futuro de la nación que los tratados firmados por los diplomáticos.
El antropólogo ha tenido que desarrollar técnicas especiales para estudiar las trivialidades de la vida cotidiana, porque dentro de una tribu dichas trivialidades son completamente distintas de las equivalentes en su propio país. Para comprender la extrema malicia de una tribu o la extrema timidez de otra, al tratar de predecir la forma en que actuarían o sentirían en una situación dada, vio que debía basarse en observaciones y detalles que, por lo general, no se tienen en cuenta cuando se trata de naciones civilizadas. Tenía motivos para creer que esas observaciones y detalles eran esenciales y sabía el tipo de investigaciones que podrían revelarlas.
Merecía la pena intentarlo en el caso del Japón. Sólo cuando uno ha observado los detalles intensamente humanos de la rutina cotidiana de cualquier pueblo, puede apreciar en toda su importancia la premisa del antropólogo de que el comportamiento humano en una tribu primitiva o en una nación civilizada se aprende en la vida diaria. Por muy extraño que sea un acto, por muy caprichosa que parezca su opinión, la forma en que un hombre siente y piensa guarda siempre alguna relación con su experiencia. Cuanto más asombrada estaba yo ante un aspecto del comportamiento, tanto más fuerte era mi convicción de que en algún sector de la vida japonesa existía un motivo que condicionaba esta rareza. Si la investigación me llevaba a detalles triviales de la vida diaria, tanto mejor. Era en esos detalles donde la gente aprendía.
Como antropóloga cultural, partía también de la premisa de que incluso los fragmentos más aislados de comportamiento tienen alguna relación sistemática entre sí. Tuve, pues, muy en cuenta la forma en que centenares de pequeños detalles encajan al final dentro de unas pautas generales. Toda sociedad humana tiene que trazarse una especie de coordenadas vitales: aprobar ciertas formas de enfrentarse con las situaciones y ciertos modos de resolverlas. La gente que vive en dicha sociedad considera esas soluciones como fundamentos del universo y las incorpora, cualesquiera que sean las dificultades. Una vez aceptado un sistema de valores con arreglo al cual vivir, el individuo no puede mantener durante mucho tiempo, sin peligro de caer en la ineficacia y en el caos, una parcela separada de su vida en la que piense y se comporte con arreglo a un sistema de valores opuesto. Dentro de una sociedad, los hombres tratan de buscar una mayor conformidad, una justificación y unas motivaciones comunes. Sin este grado de coherencia todo el entramado se desmoronaría.
El comportamiento económico, las estructuras familiares, los ritos religiosos y los objetivos políticos se entrelazan, por tanto, unos con otros. En un sector, los cambios pueden ocurrir más rápidamente que en otros y someter a estos últimos a una gran tensión, pero la tensión misma surge de la necesidad de coherencia. En las sociedades que no conocen todavía la escritura y cuyo empeño se centra en el dominio sobre otros pueblos, la voluntad de poder se expresa en las prácticas religiosas no menos que en las transacciones económicas y en sus relaciones con otras tribus. En las naciones civilizadas que conocen de antiguo la escritura, la Iglesia establecida conserva necesariamente el lenguaje de épocas pasadas, cosa que no ocurre en las tribus sin escritura, pero, en cambio, renuncia a su autoridad en los campos que pudieran interferir con la creciente aprobación pública del poder económico y político. Las palabras permanecen, pero el significado se altera. Los dogmas religiosos, las prácticas económicas y políticas, no se circunscriben a pequeños compartimientos estancos, sino que fluyen por encima de sus supuestas fronteras y sus aguas se mezclan inextricablemente unas con otras. Como esto se cumple siempre, cuanto más extienda el investigador su estudio a aspectos aparentemente diversos —como el económico, el sexual, el religioso o el cuidado de los niños— tanto mejor podrá seguir la marcha de los acontecimientos en la sociedad que estudie. Planteará hipótesis y obtendrá datos de cualquier sector de la vida. Y aprenderá a ver las exigencias de cualquier nación —tanto si se manifiestan en términos políticos, económicos o morales— expresadas en forma de hábitos y modos de pensar aprendidos en su experiencia social. Este libro, pues, no se ocupa específicamente de la religión o de la vida económica, la política o la familia en el Japón. Examina los supuestos del japonés sobre el comportamiento en la vida y los describe tal como se manifiestan en cualquiera de las actividades sometidas a examen. Este libro habla de las características peculiares gracias a las cuales el Japón es una nación de japoneses.
Uno de los handicaps del siglo XX es que todavía seguimos aferrados a conceptos vaguísimos y llenos de prejuicios, no sólo respecto a las características que hacen del Japón una nación de japoneses, sino respecto a las de cualquier otro país. Como nos falta ese conocimiento, cada país se equivoca en lo que atañe a los demás. Tememos estar separados por diferencias irreconciliables cuando el problema se reduce, en realidad, a una fruslería, y hablamos de propósitos comunes cuando la nación que tenemos enfrente, en virtud de su historia y de su sistema de valores, piensa en una forma de actuar completamente distinta de la que nosotros tenemos en mente. No nos paramos a determinar cuáles son sus hábitos y valores. Si lo hiciéramos, descubriríamos que cierta forma de actuar no es necesariamente malévola por el hecho de no ser la que nosotros conocemos.
No es posible confiar a ciegas en lo que cada país dice acerca de sus propios hábitos de pensamiento y acción. Todos los países, a través de sus escritores, han tratado de dar una imagen de sí mismos. Pero no es cosa fácil.
Las lentes a través de las cuales las diversas naciones contemplan la vida son muy distintas. O digámoslo así: resulta muy difícil ser consciente de nuestros propios ojos. Debido a mecanismos de enfoque y perspectiva, cada país tiene una visión propia de la vida, sobre la cual no se interroga por considerarla reflejo del mundo tal como la voluntad divina lo estableció. Si no podemos pretender que un hombre que usa gafas conozca la fórmula para hacer lentes, tampoco podemos esperar que las naciones analicen su propio punto de vista sobre el mundo. Cuando queremos saber algo sobre gafas, se le enseñan a un óptico las materias necesarias para que pueda facilitarnos la fórmula de cualquier clase de lentes que le llevemos. Algún día se reconocerá que ésta es, precisamente, la tarea que las naciones del mundo contemporáneo han de reservar para quienes se dedican a las ciencias sociales.
Esta tarea requiere cierta dureza y, a la vez, cierta generosidad. Requiere una dureza que la gente de buena voluntad, seguramente, habrá condenado en ocasiones. Estos defensores de un «mundo uniforme» han tratado de convencer a la gente de todos los rincones de la tierra de que las diferencias entre Oriente y Occidente, blancos y negros, cristianos y mahometanos, son superficiales y de que todos los seres humanos tienen una mentalidad similar. A este punto de vista se le llama a menudo «fraternidad humana». No comprendo por qué la creencia en esta fraternidad significa no poder afirmar que los japoneses tienen su propia versión sobre cómo entender la vida y que los americanos tienen la suya. A veces da la impresión de que los pensadores «bondadosos» sólo pueden basar su doctrina de buena voluntad en un mundo compuesto de pueblos que no son sino una reproducción del mismo negativo. Pero exigir esta uniformidad como condición para respetar a otra nación es tan absurdo como exigírselo a la propia mujer o a los propios hijos. Los «duros» se alegran de que existan diferencias y las respetan. Su objetivo es un mundo en el cual puedan existir las diferencias, un mundo en el que Estados Unidos pueda ser todo lo «americano» que quiera, sin por ello amenazar la paz del mundo, y donde Francia pueda ser Francia y Japón pueda ser Japón bajo las mismas condiciones. Impedir la maduración de cualquiera de estas actitudes respecto a la vida, mediante interferencias externas, parece injustificable a cualquier investigador para el cual las diferencias no han de ser necesariamente una espada de Damocles que amenaza al mundo. Tampoco debe temer que, al adoptar esa actitud, esté contribuyendo a congelar el mundo en su actual situación. Fomentar las diferencias culturales no supondría un mundo estático. Inglaterra no dejó de ser «inglesa» porque a la época isabelina le sucediese la de la reina Ana y a ésta la época victoriana. Gracias precisamente a que los ingleses mantenían su propia personalidad pudieron afirmarse, en diferentes generaciones, diversas normas y actitudes nacionales.
El estudio sistemático de las diferencias nacionales requiere cierta generosidad al mismo tiempo que cierta dureza. El estudio comparativo de las religiones logró florecer sólo cuando los hombres se hallaron lo suficientemente seguros de sus propias convicciones como para mostrarse inusitadamente generosos. Podían ser jesuitas, estudiosos del árabe o descreídos, pero en ningún caso fanáticos. El estudio comparativo de las culturas tampoco puede florecer cuando los hombres se colocan en una actitud tan defensiva respecto a su propia forma de vida que la consideran, por definición, la única solución posible. Estos hombres nunca conocerán el verdadero amor a su propia cultura, que procede del conocimiento de otras formas de vida. Voluntariamente rechazan una experiencia grata y enriquecedora. Estando a la defensiva, no tienen otra alternativa que exigir la adopción, por parte de otras naciones, de sus soluciones particulares. Como americanos, proponen nuestros principios favoritos a todas las naciones. Pero otras naciones no pueden adoptar de la noche a la mañana nuestras formas de vida, de la misma manera que a nosotros nos sería imposible hacer cálculos en unidades de doce en vez de diez o mantenernos en posición de descanso sobre un solo pie, como hacen en ciertas tribus del África oriental.
Este libro trata, pues, de los hábitos que la gente considera propios de los japoneses y da por supuestos. Trata de aquellas situaciones en que un japonés puede recurrir a la cortesía y de aquellas en que no puede hacerlo, de cuándo se siente avergonzado y cuándo turbado, de lo que se exige a sí mismo. La fuente ideal de cuanto se afirma en este libro sería el proverbial hombre de la calle. Cualquier persona. No significaría que este «cualquiera» se hubiese encontrado personalmente en cada circunstancia determinada, sino que habría reaccionado de igual modo bajo las mismas condiciones. El objetivo de un estudio como éste es describir actitudes de pensamiento y comportamiento profundamente enraizadas. Y aunque no se logre del todo, éste fue, sin embargo, el ideal con el cual emprendí la obra.
En un estudio de estas características se llega pronto a un punto en el cual el testimonio de gran número de nuevos informantes no proporciona mayor validez. Por ejemplo, no hace falta hacer un estudio estadístico de todo el Japón para saber quién debe inclinarse al saludar y cuándo o ante quién debe hacerlo; cualquiera puede informar acerca de las circunstancias en que habitualmente se hace y, tras confirmarlo en dos o tres ocasiones, no es necesario pedirle a un millón de japoneses más información sobre el asunto.
El investigador que intenta descubrir los supuestos sobre los que el Japón construye su modo de vida se enfrenta con una tarea mucho más difícil que la comprobación estadística. Lo verdaderamente importante para él es informar de cómo estas prácticas y juicios generalmente aceptados se convierten en el prisma a través del cual los japoneses contemplan la existencia. Debe explicar la forma en que los supuestos sociales afectan el foco y la perspectiva desde los cuales ven el mundo, y ha de hacerlo de un modo inteligible para los americanos, que ven la existencia desde un ángulo muy diferente. En esta tarea de análisis, la piedra de toque no es necesariamente la opinión de Tanaka San, el «hombre de la calle» japonés, ya que Tanaka San no declara explícitamente sus supuestos, y las interpretaciones descritas para el lector americano le parecerán, sin duda, excesivamente elaboradas.
En los estudios sobre sociedades realizados por americanos no se ha tenido por costumbre adjudicarle un lugar al análisis de las premisas sobre las que están construidas las culturas civilizadas. La mayor parte de los estudios suponen que estas premisas son evidentes por sí mismas. Los sociólogos y los psicólogos se preocupan por la «dispersión» de la opinión y la conducta, y el material técnico preferente es la estadística. Someten a análisis estadísticos numeroso material de censo, gran número de respuestas a cuestionarios o a preguntas de entrevistadores, mediciones psicológicas, etc., con el fin de colegir la independencia o interdependencia de ciertos factores. En el campo de la opinión pública, la valiosa técnica de encuestar al país utilizando una muestra de la población seleccionada por medios científicos ha adquirido un nivel alto de perfección en Estados Unidos. Es posible determinar cuántas personas están a favor o en contra de determinado candidato a un cargo público o de determinada política. Los defensores y los detractores pueden ser clasificados como población rural, o urbana, de renta baja o renta alta, republicanos o demócratas. En un país con sufragio universal, en el que las leyes son redactadas y promulgadas por los representantes del pueblo, los resultados obtenidos tienen gran importancia práctica.
Un americano puede encuestar a un grupo de compatriotas y entender los resultados, pero esto se debe a una circunstancia previa tan evidente que nadie la menciona: sabe muy bien cómo se desarrolla la vida en Estados Unidos y la da por supuesta. Los resultados de la consulta no hacen sino ampliar una información que ya conocíamos. Al tratar de comprender a otro país es esencial un estudio previo, sistemático y cualitativo de los hábitos y supuestos de sus habitantes, para poder realizar la encuesta con éxito.
Preparando con cuidado el muestreo, una encuesta puede descubrir cuántas personas están a favor o en contra del Gobierno. Pero ¿eso qué nos dice de ellos si no sabemos qué concepto tienen del Estado? Sólo de este modo podemos saber qué es lo que las diversas facciones discuten entre sí, ya sea en la calle o en la Dieta. Los supuestos que tenga una nación sobre el Gobierno son de importancia más general y permanente que el número de afiliados a cada partido. En Estados Unidos, el Gobierno, tanto en opinión de los republicanos como de los demócratas, es casi un mal necesario que limita la libertad individual; los empleos estatales, excepto tal vez en época de guerra, no alcanzan la misma categoría social que un trabajo equivalente en una empresa privada. Esta interpretación del Estado está muy lejos de la japonesa e incluso de la de muchas naciones europeas. Ante todo, necesitamos saber exactamente cuál es su idea del Gobierno. Su punto de vista se trasluce en las costumbres, en los comentarios sobre las personas que han alcanzado el éxito, en los mitos de su historia nacional, a través de los discursos en las fiestas nacionales; puede estudiarse en estas manifestaciones indirectas, pero requiere necesariamente un estudio sistemático.
Los supuestos básicos que cualquier nación tiene sobre la vida y las soluciones que ha sancionado pueden ser estudiados con la misma atención y minuciosidad que ponemos en averiguar qué proporción de la población votará o no en unas elecciones. El Japón era un país cuyos supuestos fundamentales merecía la pena explorar. Una vez hube comprendido en qué aspectos mis supuestos occidentales no se adaptaban a sus criterios sobre la vida, y me hube hecho una idea de las categorías y símbolos que utilizaban, descubrí que muchas de las contradicciones que los occidentales están acostumbrados a ver en el comportamiento japonés dejaban de ser contradicciones. Empecé a comprender cómo era posible que los japoneses consideraran ciertas oscilaciones violentas de su comportamiento como partes integrantes de un sistema congruente consigo mismo. Trataré de explicar por qué. A medida que trabajaba con ellos empezaron a utilizar frases e ideas extrañas, que con el tiempo resultaron tener profundas implicaciones y estar llenas de resonancias antiquísimas. La virtud y el vicio, tal como los entiende Occidente, habían sufrido un enorme cambio. Era un sistema singular. No era budismo, ni tampoco confucionismo. Era japonés —la fuerza y la debilidad del Japón—.