6. La devolución de una diezmilésima parte
El on es una deuda y debe ser pagada, pero en el Japón toda devolución cae en una categoría totalmente aparte. Los japoneses encuentran nuestra moral —en cuya ética y en cuyos vocablos ambiguos, como obligación y deber, se confunden las dos categorías— tan extraña como nos parecerían a nosotros los acuerdos financieros de una tribu cuyo idioma no hiciera distinción entre «deudor» y «acreedor» en transacciones monetarias. Para ellos, la deuda primaria y siempre presente llamada on se sitúa en un plano que nada tiene que ver con el tipo de devolución activa y tensa expresada a través de toda una serie de conceptos distintos. Estar en deuda (on) no es una virtud, pero sí lo es el hecho de pagarla. La virtud comienza cuando el individuo se dedica a la tarea de expresar de modo activo su agradecimiento.
CUADRO ESQUEMÁTICO DE LAS OBLIGACIONES
JAPONESAS Y SUS RECÍPROCOS
I. On: obligaciones contraídas pasivamente.—Uno «recibe un on»; uno «lleva un on»; es decir, on son las obligaciones desde el punto de visa del receptor pasivo.
ko-on.—On recibido del emperador.
oya on.—On recibido de los padres.
mushi on.—On recibido del amo de uno.
shi no on.—On recibido del profesor de uno.
on recibido en todas las relaciones entabladas en el curso de la vida de cada cual.
Nota: Todas estas personas de quienes uno recibe un on se convierten en on jin de uno, ‘el hombre on’.
II. Recíprocos del on.—Uno «paga» estas deudas, «devuelve estas obligaciones» al hombre on; es decir, estas obligaciones son consideradas desde el punto de vista de la devolución activa.
A. Gimu.—La devolución de estas obligaciones todavía no es más que parcial y no hay límite de tiempo.
chu.—Deber hacia el emperador, la ley, el Japón.
ko.—Deber hacia los padres y los antepasados (por implicación, hacia los descendientes).
nimmu.—Deber hacia el trabajo propio.
B. Giri.—Se considera que estas deudas deben ser pagadas con equivalencia matemática al favor recibido y tienen un límite de tiempo.
1. Giri-hacia-el-mundo.
Deberes hacia el señor feudal.
Deberes hacia la familia del cónyuge.
Deberes hacia personas con las que no hay lazos de parentesco como consecuencia del on contraído, p. ej., tras recibir un regalo en dinero, un favor, una ayuda en el trabajo (como un «trabajo conjunto»).
Deberes hacia personas con las que existe una relación de parentesco (tías, tíos, sobrinos, sobrinas), por el on recibido, no directamente de ellas, sino de antepasados comunes.
2. Giri-hacia-el-nombre-de-uno.—Ésta es la versión japonesa de die Ehre(8).
El deber de «limpiar» la reputación personal de un insulto o una imputación de fracaso, es decir, el deber de atenerse a una enemistad o una vendetta heredada por vinculaciones familiares (N. B. A este tipo de venganza no se la considera una agresión).
El deber hacia uno mismo que obliga a no admitir el fracaso (profesional) o la ignorancia.
El deber de cumplir los cánones sociales japoneses, p. ej., observar el comportamiento respetuoso requerido, no vivir por encima del nivel que le corresponde a cada cual, reprimir toda demostración emotiva en ocasiones inapropiadas, etc.
Los norteamericanos comprenderán mejor la idea que los japoneses tienen de la virtud si recuerdan la analogía establecida con las transacciones financieras, pues entonces cabe hablar de la existencia de «sanciones» similares a las que se han establecido en Estados Unidos contra las faltas de pago de las transacciones de propiedad. En estos casos, un hombre no puede eludir su obligación. No existen circunstancias atenuantes cuando una persona se apropia de algo que no es suyo. Es inconcebible la idea de que pagar o dejar de pagar una deuda a un banco se deba simplemente a un impulso. Por otra parte, el deudor es tan responsable de los intereses acumulados como del dinero que en un principio pidió prestado. Para nosotros, sin embargo, el patriotismo y el amor a nuestra familia son algo bien distinto a todo esto. El amor es un asunto del corazón y es mejor cuando se da libremente. El patriotismo, en el sentido de poner los intereses de nuestro país por encima de cualquier otra cosa, lo consideramos como algo bastante quijotesco o, incluso, incompatible con nuestra naturaleza humana falible, a menos que el país se vea atacado por las fuerzas armadas de algún enemigo. Si bien carecemos del postulado básico japonés acerca de la gran deuda contraída automáticamente por todo hombre y mujer al nacer, creemos que un hombre debe sentir compasión y ayudar a sus padres necesitados, que no debe pegar a su mujer, y que ha de mantener a sus hijos. Pero estas cosas no son consideradas cuantitativamente, como si se tratase de una deuda de dinero, y nadie espera recibir recompensa alguna. En el Japón, sin embargo, tienen el mismo carácter que tiene la solvencia financiera en Estados Unidos, y las sanciones que conllevan son tan fuertes como las que existen en Estados Unidos para el pago de deudas o de los intereses de una hipoteca. Éstos no son asuntos a los que se deba atender solamente en momentos críticos —por ejemplo, en caso de guerra o de la grave enfermedad de un padre—; son la sombra constante de cada uno, igual que lo son la hipoteca que pesa sobre un pequeño granjero de Nueva York o la preocupación que siente un financiero de Wall Street al ver que sube la bolsa tras haber vendido a la baja.
Los japoneses dividen en categorías específicas, y con reglas propias, aquellas devoluciones del on ilimitadas tanto en la cantidad como en el tiempo, y aquellas que tienen una equivalencia cuantitativa y han de pagarse en ocasiones especiales. Las devoluciones sin límites de la deuda se llaman gimu y de ellas dicen: «Uno nunca devuelve ni la diezmilésima parte de (este) on». El gimu de uno reúne dos tipos distintos de obligaciones: la devolución del on de cada cual a sus padres, que es ko, y la devolución del on al emperador, que es chu. Ambas obligaciones son ineludibles, forman parte del destino universal que le ha tocado al hombre; de hecho, a la escolaridad elemental en el Japón se la llama «educación gimu», porque ninguna otra palabra expresa tan adecuadamente el sentido de obligatoriedad. Los percances de la vida pueden modificar los detalles del gimu de cada cual, pero el gimu incumbe automáticamente a todos los hombres y está por encima de toda circunstancia fortuita.
Ambas formas de gimu son incondicionales. Al hacer de estas virtudes algo absoluto, el Japón se aleja de los conceptos chinos acerca del deber hacia el Estado y de la piedad filial. El sistema ético chino ha sido repetidamente adoptado en el Japón desde el siglo XVII, y chu y ko son palabras chinas; sin embargo, los chinos no hicieron de estas virtudes algo incondicional. China postula una virtud que destaca sobre las demás y que implica a la vez compasión y lealtad. Normalmente se traduce por «benevolencia» (jen), pero incluye casi todo lo que los occidentales entienden por buenas relaciones interpersonales. Un padre debe tener jen, y si un gobernante no lo tiene, está justificado que su pueblo se subleve contra él. Esta virtud es condición previa al ofrecimiento de la lealtad personal. El ejercicio del cargo del emperador y el de sus funcionarios depende de que ellos actúen con jen. La ética china aplica esta fórmula a todas las relaciones humanas.
Este postulado ético chino nunca fue aceptado en el Japón. El gran erudito japonés Kanichi Asakawa, hablando de este contraste en los tiempos medievales, dice: «En el Japón, semejantes ideas eran claramente incompatibles con su soberanía imperial, y por eso nunca fueron aceptadas por completo, ni siquiera como teorías»[13]. De hecho, el jen se convirtió en el Japón en una virtud fuera de la ley y se vio enteramente degradada de la alta posición que ocupaba en la ética china. En el Japón se pronuncia jin (se escribe con el mismo signo que usan los chinos), y «hacer jin» , o su variante «hacer jingi», está muy lejos de ser una virtud exigida incluso en las esferas más altas. Su exclusión del sistema ético ha sido tan rotunda que significa algo hecho al margen de la ley. Puede ser, en realidad, un acto laudable, como firmar una lista de suscripción destinada a la caridad pública u otorgar gracia a un criminal. Pero se recalca que es algo que rebasa los límites normales de lo que se le pide a una persona. Es un acto que no se le exigía.
«Hacer jingi» se usa también en otro sentido de «fuera de la ley», pues se emplea para designar la virtud entre «gángsteres». El honor entre los ladrones del período Tokugawa, espadachines especializados en asaltos por sorpresa —eran hombres que portaban una sola espada, en contraste con los samuráis, que llevaban dos espadas—, consistía en «hacer jingi». Cuando uno de estos forajidos pedía refugio a otro que le era desconocido, éste, para no acarrearse la venganza de la banda a la que pertenecía el malhechor en apuros, se lo otorgaba, y así «hacía jingi». En el uso moderno, «hacer jingi» ha caído todavía más bajo. Aparece con frecuencia en discusiones sobre actos punibles: «Los obreros —afirman los periódicos— todavía hacen jingi y han de ser castigados. La policía debe de acabar con el jingi en todos los rincones y escondrijos del Japón donde florece». Se refieren, por supuesto, al «honor entre ladrones» que florece entre los extorsionistas y gángsteres. Es al contratista, en especial, al que se le acusa de hacer jingi cuando, como el «padrone» italiano en los puertos norteamericanos a principio de siglo, entra en relaciones ilegales con obreros inexpertos y se enriquece «arrendándolos»(9).
La degradación del concepto chino de jen apenas podía caer más bajo[14]. Los japoneses han reinterpretado y degradado la virtud crucial del sistema chino sin sustituirla por algo que condicione al gimu; por ello, la piedad filial en el Japón se convirtió en un deber que había que cumplir, aunque ello significara transigir con los vicios o las injusticias de un padre. Solamente puede abolirse si entra en conflicto con la obligación de cada uno hacia el emperador, pero, desde luego, no porque el padre de uno sea indigno o porque destruya la propia felicidad.
En una película reciente, una madre encuentra cierta cantidad de dinero que su hijo casado, un maestro rural, ha reunido en una colecta entre los aldeanos para redimir a una colegiala que va a ser vendida a una casa de prostitución por sus padres, pues debido a la gran carestía que padece la región están a punto de perecer de hambre. La madre del maestro roba el dinero, a pesar de no necesitarlo, ya que es propietaria de un restaurante. Su hijo sabe que ella lo ha cogido, pero es él quien debe cargar con la culpa. Su esposa descubre la verdad, deja una nota responsabilizándose de la pérdida del dinero y se suicida ahogándose junto con su hijo. El asunto se hace público, pero el papel desempeñado por la madre en la tragedia no suscita comentario alguno. El hijo, que ha cumplido con la ley de la piedad filial, se marcha solo a Hokkaido para fortalecer su carácter y poder enfrentarse con pruebas semejantes que le aguarden en el futuro. Es un héroe virtuoso. Mi compañero japonés protestó enérgicamente contra mi veredicto, inconfundiblemente americano, según el cual la persona responsable de la tragedia era la madre por haber robado. Afirmó que la piedad filial, a menudo, entra en conflicto con otras virtudes. Sin embargo, si el héroe hubiera sido más inteligente, quizá habría encontrado la manera de reconciliarlas sin perjudicar su dignidad personal. Ahora bien, de haber acusado a su madre, aunque sólo fuese ante sí mismo, habría perdido el honor.
Tanto la novela como la vida real están llenas de los pesados deberes que la piedad filial impone al joven casado. Excepto en los círculos «modan»(10), se da por descontado que en las familias respetables los padres eligen las esposas de sus hijos, normalmente a través de los buenos oficios de algún mediador. Es la familia, y no el hijo, quien se preocupa más por hacer una buena elección, no solamente por las transacciones económicas implicadas en el asunto, sino porque la mujer elegida entrará en la genealogía familiar y perpetuará la línea mediante sus hijos. Es costumbre de los mediadores preparar un encuentro que parezca fortuito entre los dos jóvenes, en presencia de sus padres, sin que ellos se hablen. Ocurre a veces que los padres de un joven deciden prepararle un matrimonio de conveniencia; en tal caso, el padre de la muchacha se beneficiará económicamente, mientras que a los padres del hijo les supondrá una gran ventaja el hecho de unirse con una familia de buena posición. Algunas veces deciden elegir a una muchacha simplemente por sus buenas cualidades personales. Sea como sea, la deuda que un hijo contrae por el on paterno no le permite discutir la decisión de los padres, y aun después de estar casado la devolución continúa. Si el hijo es el heredero de la familia, seguramente vivirá con sus padres, y es proverbial que la suegra no vea con buenos ojos a la nuera. Encuentra en ella toda clase de defectos; puede incluso echarla y romper el matrimonio, aunque el joven marido sea feliz con su esposa y no pida más que vivir a su lado. Las novelas, y la vida misma, destacan tanto el sufrimiento del marido como el de la mujer. El marido, por supuesto, cumple con el ko al someterse a la ruptura de su matrimonio.
Una japonesa «modan», que ahora está en Estados Unidos, acogió en su casa de Tokio a una joven esposa embarazada cuya suegra la había obligado a dejar a su afligido marido. La muchacha estaba enferma y desilusionada, aunque no culpaba a su marido. Gradualmente, empezó a demostrar interés hacia el niño que iba a tener. Pero cuando nació éste se presentó la suegra, acompañada de su silencioso y sumiso hijo, a reclamarlo. Éste, por supuesto, pertenecía a la familia del marido, y la suegra se lo llevó, si bien se deshizo inmediatamente del pequeño, dejándole al cuidado de otros.
Esto es un ejemplo de lo que en ocasiones puede exigir la piedad filial, y es el pago que se les debe a los padres. En Estados Unidos, un caso como el que acabamos de narrar sería considerado como muestra de interferencias ajenas en la felicidad legítima del individuo. Pero el japonés no puede pensar en ello como algo «ajeno» debido al postulado de la deuda y la obligación. Estos casos, comparables a nuestras historias de hombres honrados que han pagado a sus acreedores mediante esfuerzos personales increíbles, nos hablan de personas verdaderamente íntegras que han ganado el derecho a respetarse a sí mismos, que se han demostrado a sí mismos ser lo suficientemente fuertes como para aceptar frustraciones personales. Tales frustraciones, por muy nobles que sean, pueden dejar un rastro de resentimiento, sin embargo, y vale la pena señalar que el proverbio asiático acerca de las «cosas odiosas», que en Birmania, por ejemplo, incluye «el fuego, el agua, los ladrones, los gobernadores y hombres malvados», en el Japón comprende a «los terremotos, el trueno y el Viejo (el cabeza de familia, el padre)».
La piedad filial no abarca, como en China, la línea de antepasados que viene de siglos atrás, ni tampoco a todos los descendientes contemporáneos de aquellos antepasados que forman el vasto y proliferante clan. Los japoneses veneran solamente a los antepasados más recientes. Tienen que renovar las letras de las lápidas sepulcrales anualmente para mantener su identidad, pero dejan de hacerlo cuando ya no se acuerdan de aquella persona, y tampoco guardan tablillas de ella en el santuario familiar. Los japoneses concentran su veneración en los que han conocido personalmente, pues lo que a ellos les preocupa es el «aquí» y el «ahora». Muchos escritores han comentado su falta de interés en especulaciones sobre lo intangible y en la reproducción de imágenes de objetos no presentes, y su versión de la piedad filial contribuye a reforzar esta afirmación, cuando se la contrasta con la de China. La importancia de su sistema reside en que limita las obligaciones del ko a los parientes vivos.
Pero la piedad filial, tanto en China como en el Japón, es mucho más que deferencia y obediencia a los padres y a los antepasados. El cuidado de un niño, que los occidentales consideran parte del instinto maternal y de la responsabilidad paterna, lo consideran ellos parte de la piedad a los antepasados. Los japoneses son muy explícitos en esta cuestión: uno paga sus deudas a los antepasados al transmitir a los hijos propios el cuidado que uno mismo recibió antes. No existe una palabra para expresar el concepto «obligación de un padre hacia sus hijos»; semejantes deberes se enmarcan en el ko a los padres y a los padres de éstos. Dentro de la piedad filial se incluye el cúmulo de responsabilidades que recaen sobre el cabeza de familia: mantener a su familia, educar a los hijos y hermanos menores, administrar las propiedades, dar asilo a parientes que lo necesiten y mil deberes cotidianos semejantes. En el Japón, la limitación drástica de la familia institucionalizada reduce grandemente el número de personas hacia quienes se tiene este gimu. Si muere un hijo, la piedad filial le obliga a uno a mantener a la viuda y a los hijos. También es obligación dar asilo en determinados casos a una hija que ha enviudado. Pero no es gimu acoger a una sobrina viuda; si uno lo hace, está cumpliendo una obligación muy diferente. Es gimu criar y educar a los hijos propios, y si alguien decide hacerse cargo de la educación de un sobrino, la costumbre es adoptarlo legalmente como hijo; sin embargo, si el muchacho retiene el estatus de sobrino, no es gimu.
La piedad filial no requiere que la ayuda sea prestada con deferencia y bondad cariñosa, ni siquiera cuando se trata de los más cercanos de la generación descendiente. A las viudas jóvenes se las llama «parientes de arroz frío», lo cual significa que cuando ellas comen el arroz ya se ha enfriado, y que han de estar a la completa disposición de todos los miembros de la familia y aceptar con profunda obediencia cualquier decisión sobre sus asuntos personales. Ellas y sus hijos son los parientes pobres, y cuando, en algunos casos particulares, viven en mejores condiciones, no es porque el gimu obligue al cabeza de familia a darles un tratamiento especial. Un gimu entre hermanos tampoco implica que las obligaciones mutuas deban cumplirse con cariño: con frecuencia se elogia a un hombre por haber cumplido sus obligaciones hacia un hermano menor, aun cuando es sabido que se odian a muerte.
El mayor antagonismo se da entre la suegra y la nuera. La nuera entra en el hogar como una extraña. Es su deber enterarse de cómo le gusta a su suegra que se hagan las cosas y luego aprender ella misma a hacerlas. En muchos casos, la suegra da a entender de forma explícita que la muchacha no es lo bastante buena para su hijo, y en otros se muestra bastante celosa. Pero, como dice el refrán japonés, «la nuera odiada sigue trayendo al mundo nietos queridos»; por eso el ko siempre está presente. La joven nuera es, en apariencia, infinitamente sumisa, pero, generación tras generación, estas suaves y amables criaturas se convierten, a su vez, en suegras tan exigentes y criticonas como sus suegras lo fueron antes con ellas. Mientras son esposas jóvenes no pueden expresar su agresividad, pero no se convierten por ello en seres humanos auténticamente apacibles. En años posteriores descargan contra sus propias nueras el resentimiento acumulado. Las muchachas japonesas de hoy hablan abiertamente de las ventajas de casarse con un muchacho que no sea el heredero de la familia, por no tener que vivir con una suegra dominante.
«Trabajar para el ko» no significa necesariamente conseguir un clima de ternura en la familia. En ciertas culturas, éste es el objeto que persigue la ley moral entre los miembros de la familia, pero en el Japón no es así. Como dice un escritor japonés: «Precisamente porque estiman en alto grado la institución familiar, los japoneses no dan mucha importancia a los miembros individuales o a los lazos familiares que los unen entre sí»[15]. Esto no siempre es verdad, por supuesto, pero sirve como imagen del conjunto. Lo más importante son las obligaciones y la devolución de la deuda, por lo cual los mayores cargan con grandes responsabilidades, mas una de ellas es asegurarse de que quienes están bajo su tutela realicen los sacrificios requeridos. Si los jóvenes se resienten de ello, poco importa. Deben obedecer a sus mayores o habrán fracasado en el gimu.
Este marcado resentimiento entre los miembros de la familia, tan típico de las relaciones filiales en el Japón, no se da en la otra gran obligación que, como la piedad filial, es también gimu: la fidelidad al emperador. Los estadistas japoneses hicieron un buen trabajo al aislar al emperador como jefe sagrado y apartarlo del tumulto de la vida; sólo de esta forma pudo unir a todo el pueblo para servir sin ambivalencias al Estado. No era suficiente hacerle un padre de su pueblo, porque el padre, a pesar de todas las obligaciones que se le deben, es una figura por la que posiblemente se siente «cualquier cosa menos una gran estimación». El emperador tenía que ser un «padre sagrado», apartado de toda consideración secular. La fidelidad de un hombre al emperador —chu, la virtud suprema— debe convertirse en una contemplación extática de un mítico «padre bueno» no contaminado por contactos con el mundo. Los primeros estadistas Meiji escribieron, tras haber visitado las naciones de Occidente, que en todos estos países la historia nacía de los conflictos entre el gobernante y el pueblo, y que esto era indigno del «espíritu» del Japón. Volvieron y escribieron en la Constitución que el gobernante tenía que «ser sagrado e inviolable», y que no se le podía responsabilizar por la actuación de sus ministros. Tenía que servir como símbolo supremo de la unidad japonesa, no como un jefe de Estado al que se le pueden exigir responsabilidades. Puesto que el emperador no había sido un gobernante ejecutivo durante unos siete siglos, fue fácil perpetuar su papel secundario. Los estadistas Meiji necesitaban únicamente inculcar en el espíritu de los japoneses esa altísima virtud incondicional, el chu. En el Japón feudal, chu era la obligación hacia el jefe secular —el Shogun—, y su larga historia enseñó a los estadistas Meiji qué medidas debían adoptar para conseguir su objetivo, la unificación espiritual del Japón. En aquellos siglos, el Shogun había sido el generalísimo y el gobernante principal, pero, a pesar del chu que se le debía, hubo frecuentes conspiraciones contra su supremacía y contra su vida. La fidelidad hacia él entraba a menudo en conflicto con las obligaciones hacia el señor feudal de cada uno, de manera que la fidelidad suprema era en ocasiones menos sentida que la situada a un nivel más bajo. Después de todo, la fidelidad al propio señor feudal estaba basada en lazos visibles y la fidelidad al Shogun podía parecer fría en comparación con ella. En épocas turbulentas, los mercenarios lucharon también para derribar al Shogun y establecer en su lugar al propio señor feudal. Los profetas y dirigentes de la Restauración Meiji habían luchado durante un siglo contra el Shogun Tokugawa bajo el lema de que el chu se le debía al emperador, recluido en un oscuro segundo plano —un personaje cuyos rasgos cada persona podía dibujar por sí misma, según sus propios deseos—. La Restauración Meiji fue la victoria de este partido, y precisamente esa transferencia del chu del Shogun al simbólico emperador fue lo que justificó el uso del término «restauración» en el año 1868. El emperador continuó en su reclusión. Investía a Sus Excelencias con su autoridad, pero él no dirigía el Gobierno ni el Ejército, ni dictaba personalmente la política a seguir. El mismo tipo de consejeros, aunque elegidos con más cuidado, seguían controlando el Gobierno. La verdadera conmoción se produjo en el plano espiritual, pues el chu se convirtió en la devolución de la deuda que todo hombre tiene con el «jefe sagrado» —sumo sacerdote y símbolo de la unidad y perpetuidad del Japón.
La facilidad con que el chu fue transferido al emperador se debió en gran parte a la creencia tradicional de que la Casa Imperial descendía de la diosa del Sol, aunque esta atribución de divinidad no era tan importante como pensaban los occidentales. Sin embargo, incluso los intelectuales japoneses que rechazaban totalmente esta creencia no se oponían al chu hacia el emperador, e incluso para la masa popular que aceptaba la idea del origen divino de aquél esta idea no significaba lo mismo que para los occidentales. Kami, la palabra que se traduce como «dios», significa literalmente ‘cabeza’; es decir, pináculo de la jerarquía. Los japoneses no hacen una separación tan radical entre lo humano y lo divino como los occidentales, y cualquier japonés se convierte en kami después de morir. El chu en los tiempos feudales se les debía a los jefes supremos de la jerarquía, a quienes no se les atribuía ninguna divinidad. Mucho más importante para la transformación del chu del emperador fue la existencia de una sola dinastía imperial en toda la historia del Japón. Es inútil que los occidentales protesten de que esta continuidad fuera una mixtificación porque las reglas de sucesión no encajaban con las de Inglaterra o Alemania. Las reglas eran reglas japonesas, y según ellas, la sucesión no se había roto «desde las edades eternas». El Japón no tuvo, como China, treinta y seis distintas dinastías en su trayectoria histórica. El Japón era un país que, a pesar de todos los cambios, no había destruido jamás su armonía social; el modelo había sido siempre el mismo. Fue este argumento, y no el del parentesco divino, el que explotaron las fuerzas anti-Tokugawa durante los cien años anteriores a la Restauración. Mantenían que el chu se le debía a quien estuviera en la cima de la jerarquía; es decir, solamente al emperador. Hicieron de él el sumo sacerdote de la nación, y ese papel no implica necesariamente la divinidad. Pero era más importante que descender de una diosa.
En el Japón moderno se han hecho toda clase de esfuerzos para personalizar el chu y dirigirlo específicamente a la figura del emperador. El primer emperador después de la Restauración fue una persona merecedora de todo respeto, y durante su largo reinado se convirtió fácilmente en un símbolo para sus súbditos. Sus escasas apariciones en público fueron escenificadas con todos los atributos de la veneración. Ni un solo murmullo salía de la muchedumbre al prosternarse ante él. No alzaban sus ojos para mirarle. Todas las ventanas de las casas, por encima de la planta baja, permanecían cerradas, porque ninguna persona podía mirar desde arriba al emperador. Sus contactos con los altos consejeros se atenían a un protocolo jerárquico similar. El emperador no «convocaba» a sus administradores —la manera de referirse a este hecho era decir que unas cuantas Excelencias, especialmente privilegiadas, «tenían acceso» a él—. Sus edictos no aludían a asuntos políticos controvertidos, se referían a asuntos de ética, de austeridad, o bien estaban encaminados a poner punto final a un problema y así tranquilizar a su pueblo. Cuando se hallaba en el lecho de muerte, todo el Japón se transformó en un templo donde los fieles no hacían otra cosa que rogar por él.
El emperador se convirtió de este modo en un símbolo situado fuera del alcance de las controversias internas. De la misma manera que la lealtad a las «Barras y Estrellas» está en Estados Unidos por encima y más allá de los partidos políticos, así el emperador era «inviolable». El comportamiento del norteamericano ante la bandera está rodeado de un ritual que consideraríamos inapropiado para cualquier ser humano. Los japoneses, sin embargo, daban la mayor importancia a la humanidad de su símbolo supremo —podían quererle y ser correspondidos—. Se extasiaban cuando él «dirigía sus pensamientos hacia ellos». Dedicaban sus días a «aliviar su corazón». En una cultura basada tan plenamente en los lazos personales como ha sido la japonesa, el emperador era un símbolo de lealtad mucho más importante que una bandera. Los estudiantes de magisterio eran suspendidos si afirmaban que el deber más importante del hombre es el amor a la patria; tenían que decir que lo más importante era la devolución de la deuda hacia la persona del emperador.
El chu crea un sistema doble de relación súbdito-emperador. El súbdito se relaciona directamente con el emperador sin intermediarios; él, personalmente, «alivia su corazón» mediante sus acciones. Las órdenes del emperador, sin embargo, las recibe a través de todos los intermediarios que existen entre ambos. La frase «habla en nombre del emperador» invoca el chu y es quizá una razón más poderosa que la que pueda invocar cualquier otro Estado moderno. Lory describe un incidente ocurrido durante las maniobras del Ejército en tiempo de paz, cuando un oficial salió con su regimiento, dando órdenes de que nadie bebiera de su cantimplora sin mandarlo él —en el entrenamiento del Ejército japonés se da gran importancia a la capacidad de marchar durante cincuenta o sesenta millas sin interrupción, bajo condiciones difíciles—. Ese día, veinte hombres cayeron de sed y agotamiento durante la marcha, y cinco de ellos murieron. Cuando examinaron sus cantimploras se comprobó que no las habían tocado. «El oficial había dado la orden. Él había hablado en nombre del emperador»[16].
En la administración civil el chu lo justifica todo, desde la muerte hasta los impuestos. El recaudador de impuestos, el policía, los funcionarios locales de alistamiento, son instrumentos mediante los cuales el súbdito puede hacer entrega de su chu. El punto de vista de los japoneses es que obedecer la ley es una devolución de su deuda más elevada, el ko-on. El contraste con las costumbres tradicionales de Estados Unidos no podía ser mayor. A los norteamericanos, cualquier ley nueva, desde la luz roja del semáforo que prohíbe avanzar hasta los impuestos sobre la renta, les parece una injerencia en la libertad del individuo y en los asuntos de cada cual. Las leyes federales son doblemente sospechosas porque interfieren también en la libertad de cada Estado para hacer sus propias leyes. Los norteamericanos consideran que estas leyes son impuestas por los burócratas de Washington, y muchos ciudadanos opinan que protestar con fuerza contra ellas es lo menos que pueden hacer para conservar el respeto a sí mismos. Por eso los japoneses creen que somos un pueblo sin ley. Nosotros pensamos que ellos son un pueblo sumiso sin idea alguna de lo que es la democracia. Sería más cierto decir que la dignidad de los ciudadanos, en los dos países, va unida a distintas actitudes; en nuestro país depende de que cada cual maneje sus propios asuntos, y en el Japón depende de que el ciudadano pague lo que debe a sus benefactores acreditados. Ambas soluciones tienen sus inconvenientes: en nuestro caso, la dificultad de conseguir que se acepten las regulaciones del Estado, incluso cuando van en beneficio de todo el país, y en el suyo, la dificultad de vivir tan endeudado que toda la existencia de una persona se ve ensombrecida por ello. Probablemente, todo japonés, en algún momento de su vida, ha imaginado maneras de vivir dentro de la ley y con todo evitar lo que se pide de él. También ellos admiran ciertas formas de violencia, acción directa y venganza privada que a los norteamericanos no les gustan. Pero estas reservas —o cualquier otra que pueda aducirse— no ponen en entredicho la fuerza que tiene el chu sobre los japoneses.
Cuando el Japón capituló el 14 de agosto de 1945, el mundo tuvo una demostración casi increíble de su naturaleza. Muchos occidentales familiarizados con el Japón habían mantenido que jamás se rendiría; sería ingenuo, insistían, imaginar que sus ejércitos dispersados por Asia y las islas del Pacífico iban a entregar pacíficamente sus armas. Gran parte de las fuerzas armadas japonesas no habían sufrido ninguna derrota local y estaban convencidas de la rectitud de su causa. Las propias islas japonesas también estaban llenas de irreconciliables, y un ejército de ocupación, cuya vanguardia tendría que ser necesariamente pequeña, corría el riesgo de sufrir una matanza cuando avanzara más allá del alcance de su artillería naval. Durante la guerra, los japoneses no se habían detenido ante nada; son un pueblo guerrero. Estos analistas norteamericanos no habían tenido en cuenta el chu. En cuanto el emperador les habló cesó la guerra. Antes de que su voz se escuchara por la radio, los que no querían rendirse habían puesto un cordón de hombres alrededor del palacio e intentaron evitar la proclamación. Pero una vez leída la aceptaron todos. Ningún comandante estacionado en Manchuria o Java, ningún Tojo en el Japón se opuso. Nuestras tropas desembarcaron en los aeródromos y fueron recibidas con cortesía. Los corresponsales extranjeros, como escribiría uno de ellos, quizá desembarcaron por la mañana acariciando sus pistolas, pero al mediodía las habían dejado a un lado y por la tarde ya estaban comprando chucherías. Los japoneses se dedicaban a «aliviar el corazón del emperador» siguiendo los caminos de la paz; una semana antes lo habían hecho rechazando al bárbaro incluso con lanzas de bambú.
No había ningún misterio en esto, excepto para aquellos occidentales que no podían reconocer la gran variedad de emociones que influyen en la conducta del hombre. Algunos habían declarado que la única alternativa era el exterminio total. Otros dijeron que el Japón solamente podía salvarse si los liberales se hacían con el poder y derribaban el Gobierno. Cualquiera de estos análisis tendría sentido tratándose de una nación occidental que lucha en una guerra total y cuenta con el apoyo del pueblo. Sin embargo, se equivocaron en cuanto al Japón por atribuirle modos de acción que eran esencialmente occidentales. Algunos de estos profetas todavía pensaban, tras meses de ocupación pacífica, que todo estaba perdido porque no se había producido ninguna revolución de tipo occidental o porque «los japoneses no sabían que estaban derrotados». Ésta es una buena filosofía social, pero estrictamente occidental, basada en reglas occidentales acerca de lo que es justo y apropiado. El Japón, sin embargo, no es Occidente. No utilizó ese último recurso de las naciones occidentales: la revolución. Tampoco utilizó el hosco sabotaje contra el ejército enemigo de ocupación. Utilizó su propia fuerza: su capacidad para responder al chu pagando el enorme precio de la rendición incondicional antes de perder por completo sus fuerzas. Sin embargo, con este enorme pago adquirió algo que valoraba por encima de todo: el derecho a decir que fue el emperador quien había dado la orden, aunque esa orden fuese la de capitular. Incluso en la derrota, la ley más alta seguía siendo el chu.