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Lewis y Anna hicieron lo posible por habituarse a su nueva vida en Fulham. La casa estaba cubierta de polvo y de suciedad, y la primera noche se limitaron a acostarse sin prestar atención al miserable estado del lugar. Pero eso les dio precisamente la oportunidad de realizar una tarea juntos, y al día siguiente fregaron, limpiaron y barrieron hasta que la casa volvió a parecerse al hogar de antaño.

Lewis se vino abajo en varias ocasiones durante ese día al pensar en su esposa muerta, pero no dejó que Anna lo viera. Una tarde, entró en el cuarto de Anna y la encontró hecha un ovillo en la cama, abrazada a su osito y sollozando abrazada a un retrato de su madre. Él se sentó a su lado y la acarició, conteniendo a duras penas las lágrimas.

— No deberías haber pasado por todo esto — le dijo— . Lo siento tanto. No imaginas cuánto lo siento.

Entonces, mientras Anna lloraba en sus brazos, se le ocurrió que su propio dolor por la pérdida de Roberta no era nada comparado con el pesar que sentía porque Anna se hubiera quedado sin su madre. La gente de Ashton Park la había tratado bien, pero eso no era suficiente; su hija había estado sola durante demasiado tiempo. Deseó consolar a Anna, ayudarla, pero sabía que a quien de verdad necesitaba la niña era a su madre. Y los años de infancia que le habían robado.

Lewis era un hombre paciente y organizado. Buscó el colegio que quedaba más cerca y matriculó en él a Anna. Luego empezó a trabajar en un instituto de Wimbledon, con horario flexible para así poder estar a su lado cuando volviera de la escuela. Lavaba la ropa de ambos y se ocupaba de la casa; se levantaba antes para preparar el desayuno de los dos.

Amaba a su hija. Ocuparse de los aspectos prácticos de su vida era su forma de demostrarlo.

Anna estaba sorprendida por los sentimientos que la embargaban. El dolor por la ausencia de su madre renació debido al extraño silencio que reinaba en la casa, la ausencia de conversaciones y de risas. Su padre era amable, pero parco en palabras.

Pero lo que no había podido sospechar era lo mucho que echaría de menos Ashton Park, y sin embargo así era. Escribió cartas a sus amigas, ansiosa de recibir noticias, pero se dio cuenta de que las breves respuestas de estas no la satisfacían. Solo poco a poco admitió para sus adentros que lo que quería leer eran noticias sobre el señor Ashton. Porque era a él a quien echaba de menos.

Sabía sin lugar a dudas que él le había cobrado afecto, que incluso la había mimado un poco. Pero ahora que ya no estaba allí, solo podía pensar que otra niña ocuparía su puesto de favorita. Y la idea iba acompañada de una punzada de celos.

Lewis llegó a casa una tarde y la encontró sentada en la cocina: era la viva imagen de la melancolía. Le preguntó qué le pasaba, pero ella se negó a decirlo: no podía revelar sus sentimientos a nadie, y menos aún a su padre. De manera que él asumió, como siempre, que había que achacar esa tristeza a su incapacidad como padre y la falta de una figura materna en la vida de Anna.

Un domingo por la mañana, Anna decidió que no había nada malo en escribir al señor Ashton: si él no quería contestar, no lo haría. Pasó tres días redactando la carta una y otra vez, luego la echó al correo y se dedicó a esperar respuesta.

Esta llegó a su debido tiempo. Era breve, educada pero simpática, y llena de bromas sobre las travesuras de un nuevo perro que tenían en la escuela llamado Harold. La firma decía: «Afectuosamente». Anna respondió con una descripción de su casa, de su nuevo colegio y añadió muchas frases cariñosas hacia su padre. Utilizó la misma despedida al final de la carta, «afectuosamente», siguiendo el ejemplo de su maestro. La respuesta llegó diez días más tarde, esta vez con una carta más larga, centrada en las grietas que había deducido del alegre relato de Anna sobre su vida escolar: sobre todo, enfatizaba que debía estar segura de sus propias capacidades y proseguir con la lectura. La firmaba diciendo «con todo mi amor». Anna se pasó varios días leyendo y releyendo la carta solo para intentar dilucidar si ese amor era en serio o se trataba de una frase hecha.

Pero no la contestó, porque no sabía qué decir; tampoco se la mostró a su padre. Era una carta cariñosa pero definitiva: no había nada más que él pudiera decirle, ni indicaba el menor deseo de recibir respuesta. De manera que ella apreció la carta, pero se la tomó como el final firmado de su relación con el señor Ashton. A partir de ese momento se limitó a pensar en él, albergando el consuelo secreto de que quizá él siguiera preocupándose por ella, a pesar de que no se vieran nunca más.

Su nueva vida familiar iba tomando forma y empezaba a sentirse más cómoda con su padre. Este le relataba historias de sus meses en el desierto occidental, donde hacía tanto calor que podían freírse huevos en las capotas de los jeeps; donde el horizonte parecía eterno y las noches eran como telas de terciopelo bordadas de mil estrellas. Le contaba que nunca olvidaría el viaje por la carretera de la costa, ni el día que descendió a una ardiente playa de arena con un mar tan azul y tan claro que le había hecho gritar de júbilo.

Le ahorraba las partes más desagradables. Conducir viejos convoyes por kilómetros de parajes desérticos, sin saber en qué momento podía estallar una mina y hacerte volar por los aires. Los encuentros con tanques abandonados y cadáveres cubiertos de moscas. El joven soldado alemán al que había visto muerto junto a un jeep bombardeado, con la foto de un bebé sonriente en la mano. El día en que su propio jeep había volcado en una duna, dejándolo aullando de dolor y con una pierna magullada.

Todo eso parecía pertenecer a otro mundo. Estaban en Londres, una ciudad cambiante: muchos edificios y personas habían desaparecido sin dejar rastro.

En el verano de 1944, cuando Hitler lanzó las letales bombas V1, Lewis se planteó la posibilidad de volver a enviar a Anna fuera de la ciudad, pero ella le rogó que le permitiera quedarse. No más separaciones familiares. De manera que se refugiaron en el sótano de la casa y siguieron con su nueva vida. Desayunaban juntos y luego cada uno partía a cumplir con sus responsabilidades; se reencontraban al anochecer y escuchaban la radio.

Una vez al año, padre e hija acudían a la tumba de Roberta, en Putney Vale, para llevarle flores. Permanecían allí con expresión solemne durante unos minutos, sentados en el silencioso cementerio. A veces Anna no podía evitar las lágrimas al ver el nombre de su madre en la lápida.

Algunas personas solían decirle a Anna, con buena intención, que su madre seguía con ella a pesar de haber muerto, como una estrella en el cielo. Pero siempre que elevaba la vista hacia el cielo nocturno lo único que veía era un espacio vacío: una inmensidad que eliminaba la menor esperanza de contacto o cercanía. Eras tú y el universo: resultaba imposible realizar la menor conexión. Todos esos himnos escolares que hablaban de constelaciones cantantes o de la música de las esferas significaban bien poco para ella entonces. Solo había un espacio oscuro y frío, interminable, rasgado por los aterradores zumbidos de las bombas de Hitler.

Pero hasta estas se esfumaron, por fin sustituidas por el repiqueteo de las campanas de las iglesias de Londres que anunciaban alegremente la caída de Berlín. La guerra terminó, y Anna, como millones de personas más en todo el mundo, siguió adelante con su vida.