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En noviembre se produjo una helada en Ashton, y antes de que algún miembro del personal pudiera impedirlo, los niños más intrépidos ya estaban patinando en sillas de mimbre sobre la gruesa capa de hielo que cubría el lago. Disfrutaron de un único día de gracia antes de que el lago helado fuera declarado lugar prohibido.

En cuanto las clases les dejaban un rato libre, los evacuados se dedicaban a deambular por el parque, ensuciándose las botas. Anna disfrutaba pisoteando las hojas, pero se preguntaba cuánto tiempo más duraría ese destierro.

En un extremo del campo de juegos se alzaba un roble sombrío que había recibido el impacto de un rayo, y cuyas ramas carbonizadas se elevaban hacia el cielo como si rezaran. Los chicos jugaban a pillar a menudo por esa zona, pero Anna no podía evitar cierta desazón siempre que contemplaba la forma inhóspita de aquel árbol: había algo en él que la dejaba en silencio… y que daba paso a una tremenda añoranza.

La siguiente carta que envió a su casa fue más triste que las otras.

Cuando Roberta la leyó, se planteó la posibilidad de ir a buscar a su hija y llevársela a casa, ahora que Londres aún seguía siendo un lugar seguro. Todas las noches escrutaba el cielo en busca de bombarderos y aguardaba esas apocalípticas incursiones aéreas, pero nada sucedía. El lechero repartía la leche, ella iba a trabajar, la BBC ponía música y, sin embargo, Londres vivía en alerta.

«Las bombas llegarán», advertían los periódicos. Roberta se decía una y otra vez que las cartas de su hija no denotaban exactamente infelicidad; por tanto, quizá fuera mejor dejarla donde estaba, decidió mientras planchaba la blusa para el día siguiente.

La echaba de menos todos los días. Pero tampoco podía negar que estaba empezando a disfrutar del sorprendente sabor que destilaba su nueva vida. Todo el mundo se encontraba ahora en un cruce de caminos, y ella tenía la sensación de que algo la aguardaba a la vuelta de la esquina. Roberta era de origen irlandés, de Galway, y a veces se preguntaba si esos cielos variables propios de la costa occidental no le habrían dado un ramalazo de clarividencia, ya que podía presentir ciertas cosas: se le daba bien captar los pensamientos y ánimos ajenos. Se entendía bien con los extraños porque adivinaba lo que pensaban, lo que sentían. Su vitalidad era tal, y tan contagiosa, que habría podido convencer a sus amigos de que bajaran a bailar a la calle si se le hubiera antojado.

Había llegado a Fulham siendo una niña, cuando su madre viuda, Iris, encontró trabajo como doncella en un caserón de Chelsea. Iris se ocupó de inculcar a su hija cosas como aplomo y alegría de vivir, y Roberta la acompañó más de una vez a pulir los suelos de parquet de la casa familiar que los Wyndham tenían en los Boltons.

Le encantaba esa mansión. Los grandes ventanales de guillotina se abrían a medio acre de jardines plagados de rosas y las inmensas estancias donde se celebraban las fiestas poseían la brillante solidez que les conferían los cuadros y muebles antiguos. Fue allí donde Roberta aprendió a apreciar las cosas buenas. Se preocupaba de tener siempre las uñas limpias, el cabello reluciente y los zapatos enlustrados. Cuando se cruzaba con algún invitado, notaba que este la miraba con aprobación. Poseía una elegancia innata.

Con veintidós años encontró un empleo en una pequeña empresa familiar de Fulham Broadway dedicada al negocio de la restauración de muebles. Tenía buenas manos, y la experiencia con su madre en los Boltons le había dado buen gusto para las antigüedades. El dueño no tardó en percatarse de sus espontáneas habilidades sociales y Roberta fue rápidamente ascendida al trato con clientes. Iba a las casas y los asesoraba en las obras. En los casos en que el trabajo podía hacerse in situ, ella acudía a reemplazar fragmentos de chapa o piel de antiguos escritorios y mesas, y trabajaba a solas en cuartos de techos altos rodeada de antigüedades frágiles de gran valor.

Lewis, el hijo del dueño, le echó el ojo desde la primera semana. Se sentía atraído por la seguridad que emanaba de esa chica de paso firme, que no se arredraba ante nada, tenía estilo y adoraba bailar. La llevó a tantos bailes como ella quiso y bailaron hasta no poder más. Un día Roberta lo miró a los ojos y en ellos leyó una inconfundible devoción: él era lo bastante romántico para arriesgarse al rechazo.

Esa confianza emocional la ganó. Se casaron, y poco después llegó su hija, Anna. Roberta sufrió una grave hemorragia durante el parto y se le advirtió que un nuevo embarazo podría poner en peligro su vida. Pero no les importó: ambos estaban encantados con su niña.

Se instalaron en una casita adosada de Fulham, e Iris les regaló su adorado y viejo piano. Anna se convirtió en el centro de las esperanzas de Roberta: alguien a quien transmitir su ánimo y su entusiasmo. Le enseñó a tocar el piano y bailó por la calle con ella. Es más, le enseñó a estar alegre: ese era el mayor talento de Roberta.

Pero ahora, sin Anna y sin Lewis, esa alegría no tenía público. Su vida laboral continuaba, pero parecía una actividad absurda. ¿Qué sentido tenía reparar muebles en casas que podían ser bombardeadas en cualquier momento?

Hasta entonces solo habían vivido falsas alarmas. Ni aviones, ni incursiones… Nada, excepto sacos de arena, calles vacías y maniobras aéreas. Noches como esa, de cortinas corridas y soledad. Roberta se acostó con las sábanas entre las piernas y pensó en su marido, en su pelo recién cortado y sus gestos mesurados. Sentía hacia él ternura, lealtad y amor familiar… pero poca pasión. Su cuerpo estaba en pleno florecimiento y ella no podía sofocar las ansias de una presencia nueva en su vida: la de un hombre apasionado, más fogoso que Lewis.

Por la mañana se encaminó a Regent's Park, donde la esperaban para que restaurara una mesa en una de sus mansiones. Llegó a las columnatas del Outer Circle; bajo el cielo encapotado las casas despedían un hechizador brillo de marfil.

Llamó al timbre y un ama de llaves de mirada altiva la guió hasta el estudio. Allí estaba la mesa: nogal con marquetería de bronce. Los años de luz solar que se derramaba por los ventanales habían combado un poco la madera, y los detalles de bronce habían saltado de las estrías. También faltaba chapa en algunos bordes. Roberta puso manos a la obra con su caja de herramientas: alicates, cola y piezas de madera de varios tamaños y colores.

Esa inmensa mansión se percibía desierta. Sin más sonido que el tictac del reloj y de algún coche que circulaba por las inmediaciones, Roberta admiró la vista de Regent's Park: el quiosco, los parques vacíos, los árboles que no podían ofrecer su sombra a nadie. El lago, bruñido como un espejo, inmóvil y desapasionado. Sintió la comezón de la lejanía, como si todo estuviera lejos, como si no tuviera nada: ni marido, ni hija, ni vida propia.

Estoy demasiado sola, se dijo. Terminó su trabajo tan deprisa como pudo, deseosa de salir de aquella casa que la oprimía con su silencio. Ya en la calle, evitó cruzar por el parque porque sin niños le resultaba demasiado melancólico y en su lugar bajó por Park Crescent hacia Oxford Circus.

— Roberta…

Se volvió y se encontró con Martha Cox, una antigua conocida de cuando ella y Lewis eran novios y frecuentaban las salas de baile.

— Trabajo aquí en la esquina, en la BBC… Ese edificio que parece un transatlántico — le explicó Martha.

— ¿Y qué haces allí?

— Ordeno los archivos de música: los discos se caen de los estantes. Oye, ¿por qué no te unes a nosotras? Una chica acaba de dejar el trabajo para irse a los Wrens.

Al oír a Martha, Roberta se ilusionó al instante ante la posibilidad de hacer algo distinto: algo relacionado, por tenue que fuera esa relación, con los esfuerzos bélicos. Restaurar mesas en casas vacías le pareció de repente menos útil que escoger discos para que los oyera una nación que necesitaba consuelo para soportar esos malos tiempos.

Cogidas del brazo, las dos mujeres se encaminaron al mostrador de recepción, donde Roberta concertó una entrevista.

Esperaba que su suegro lo entendiera; al fin y al cabo, la empresa no estaba tampoco en su mejor momento. Y, aunque apenas se permitía reconocerlo, ella tenía sus propias necesidades. Parte de ella deseaba un cambio, y se dijo que no encontraría mejor ocasión que esta. Con el paso de los días, sus anhelos románticos también se iban haciendo más intensos. Le costaba no mirar a la cara a todo hombre con el que se cruzaba, por si alguno le devolvía la mirada. No quería poner en peligro su matrimonio ni su hogar, pero si veía de reojo a algún desconocido con aspecto interesante no podía evitar pensar en cómo sería ser admirada por ojos nuevos, ser amada por alguien distinto.