30

Las veladas en que Elizabeth bebía hasta perder la conciencia, Thomas se sentía libre para pensar en Ruth sin preocuparse de que su semblante lo traicionara. Esa noche, Elizabeth se había desplomado en la cama a las diez. Quizá despertara de madrugada y se desnudara para acostarse de nuevo, o quizá permaneciera vestida hasta la mañana siguiente.

Elizabeth no quería que le buscara ayuda. Negaba tener problema alguno, negaba ser alcohólica: según ella, se limitaba a recurrir a la bebida unas cuantas veces por semana, al anochecer, normalmente en el dormitorio. La ebriedad se apoderaba de ella rápidamente después de una botella de vino. Si luego añadía otros licores, se desmayaba. Era un ritual secreto que tenía lugar a puerta cerrada: su dependencia al olvido que proporcionaba el alcohol.

Mientras ella dormía, Thomas permanecía sentado en su habitación, consolándose con plácidas reflexiones de su amor por Ruth. ¿Cuándo se había percatado de ese amor por vez primera? Usando la metáfora de Stendhal, ¿cuándo había cristalizado el amor que sentía por ella? Había sido algo que se había apoderado de él, no algo que hubiera buscado. Al principio había abierto una simple fisura en su corazón… pero aun así la ternura había echado raíces, hasta que llegó el momento en que ya no pudo negar la evidencia: estaba enamorado.

Al echar la vista atrás, Thomas creía que el momento en cuestión había surgido un lluvioso día de marzo en que los profesores se habían congregado en la biblioteca. Recordaba todos los instantes de esa tarde. El tumulto de sillas antes de que diera comienzo la reunión. Thomas estaba situado al lado de su esposa, y allí, sentada a una mesa cercana, estaba Ruth, que casualmente quedaba dentro de su campo visual. No decía gran cosa, pero se mantenía muy quieta y con la espalda derecha.

La observó y se preguntó, no sin cierta culpa, si ella podría leer en su mente. Ruth no miró en momento alguno en su dirección, ni él lo esperaba, aunque presentía una atracción entre ambos… ¿era algo cierto, o lo estaba imaginando?

De reojo observó la serena belleza de su rostro; un aura de luz parecía realzar la curva de su mejilla. La visión causó en él una profunda impresión.

El tiempo se paralizó mientras las voces seguían hablando; él no quería salir de esa estancia, deseaba que la reunión durara para siempre en aquel tono monótono, solo por tener la posibilidad de seguir contemplándola.

Se preguntó cómo podía haber vivido sin esos sentimientos. Un mechón del cabello de Ruth, que ella llevaba recogido detrás de las orejas, se soltó e invadió su perfil. Y cuando ella lo echó hacia atrás con la mano, Thomas se estremeció, con solo pensar en una caricia de esos mismos dedos.

Fue el día en que reconoció a Ruth como lo que era: la primera mujer a la que había querido amar. ¿Cómo podía no haberse percatado de eso al instante? Había tardado semanas, meses, en comprender que su cara, su alma, sus actos, eran todo lo que él había buscado en una mujer.

Y, sin embargo, aquello había sido solo el principio. Primero había existido el júbilo de reconocer el amor como tal, pero eso no había tardado en dar paso a la decepción, en cuanto se planteó lo absurdo de sus sentimientos.

Pensó en la gente, personas corrientes que se conocían, se cortejaban y, al saberse enamoradas, se casaban y procreaban.

Quizá esa era la imagen que habían dado él y Elizabeth, aunque siempre había sido un fingimiento. Y ahora… ahora que sentía por Ruth lo que un hombre debe sentir, era incapaz de decirlo. ¿Cómo podía él enturbiar la vida de esa joven sin tener nada que ofrecerle? Pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar en ella, de esperar lo imposible, de desear estrecharla en sus brazos.

Elizabeth se removió en la cama y Thomas la observó con ojos fríos. Lo sentía por ella, y también se sentía culpable. Pero era una compasión lejana, sepultada desde hacía ya tiempo por sus propios pesares. Veía sus bellos rasgos, su cabello oscuro, pero nada de eso lo conmovía ya: ella estaba fuera de él, ya no ocupaba un lugar en su corazón.

Podía sentirse culpable por Elizabeth, pero ella jamás podría amputar el amor hacia Ruth, por ridículo que este fuera.