34
Llevaba toda la mañana lloviendo en Ashton Park. Si ese día alguien se sentía enfadado con el mundo, podía echarle la culpa al tiempo, pensó Thomas. Ruth lo acompañaba al comedor, ya que ambos salían de sus respectivas clases en el ala oeste.
— Es una tormenta de verano — dijo Ruth— , pero intensa para el mes de julio.
— Tenemos muchas clases de lluvia en Ashton Park: lenta, rápida, suave, torrencial. Personalmente me inclino por la «breve».
Ella se rió, pero no le siguió la broma.
Sus conversaciones habían ganado en fluidez en los últimos tiempos, pero de vez en cuando seguían atascándose. Era como hallarse en orillas opuestas de un río profundo, pensaba Thomas. Entre ellos se cruzaban rápidas corrientes bajo una superficie tranquila, pero aún no sabían cómo llegar hasta el otro.
— ¿Qué hará cuando se marche de aquí, después de la guerra?
— No puedo ni imaginar ese momento.
— Pero acabará, sin duda. ¿Qué planes tiene para entonces?
— Supongo que regresaré a Londres.
— ¿Seguirá enseñando? Es usted una maestra innata.
— Gracias, pero… estoy disfrutando tanto aquí que no sé si podré adaptarme a un colegio normal en Londres.
— Creo que debería probar algo distinto. Una chica como usted necesita salir, ver gente…
— He sido feliz aquí, no he echado nada de menos hasta ahora.
— Pero no se debe cerrar la puerta al mundo cuando se es tan joven.
¿Qué quería decirle? Ruth asistía perpleja a esas oblicuas conversaciones: algo se ocultaba detrás de sus palabras, pero ambos dejaban en manos del otro la tarea de descifrar su significado. Esos encuentros la dejaban emocionada y nerviosa a la vez, se dijo cuando salió al jardín después de comer.
Desde la ventana del estudio, Thomas vio a Ruth pasando ante el reloj de sol antes de perderse en el bosque; aún estaba aturdido por la charla que habían mantenido esa mañana.
Estaba enamorado de ella, era así de simple. Las habitaciones sin ella eran cuartos vacíos. En cuanto entraba Ruth, se le paraba el corazón.
Veía su cara en todas partes. El cielo era ella, y el césped, y la propia luz. Habían tenido que pasar años para encontrar algo así, largos años de espera para descubrir esa inspiración desconocida, y ahora, por fin, ese deseado anhelo se había hecho realidad. Sus ganas de amar eran tan agudas que le tensaban todos los nervios. Amor. Si existiera una palabra más elevada, más trascendente, él la habría usado.
«Ruth, Ruth, Ruth.» Repetía su nombre una y otra vez, incluso en voz alta. Temía que se le escapara mientras dormía. «Ruth.» No importaba que no pudiera andar. No importaba que ella no le correspondiera. Nada importaba más allá de la alegría de saber que ella existía y que podría verla de nuevo. Su cara, sus cabellos, sus manos. Nada podía frenar el júbilo que este amor, esta pasión, arrancaban de él. Era una conmoción que afectaba a todo su ser: se sentía lleno, rebosante hasta la extenuación. Eso que antes habían sentido tantos otros, y de lo que él solo había oído hablar, lo poseía ahora por completo.
Pero la euforia era fugaz. Seguía habiendo otros momentos, horas bajas en que esa felicidad se hacía pedazos. Días en que ella ni siquiera lo miraba cuando se cruzaban, días en que su esperanza se fundía.
Él no se atrevía a tocarla. Podía hacer el amor con Elizabeth a pesar de que le habría importado muy poco no volver a rozar su piel. Pero Ruth estaba fuera de su alcance. Quería acariciarle la mejilla, pasar los dedos por su pelo. Quería mirarla a los ojos y verlos abiertos ante él, como ventanas del alma. Era consciente del fuego que desprendía su mirada, de que debía intentar ocultársela al mundo para que nadie adivinara que esas llamas que despedía eran la expresión de su pasión por Ruth.
En la misma angustia reconocía que era amor. Todos esos años esperando llegar a sentir algo, obligado a fingir, a representar el papel de enamorado, y ahora, por fin, había alguien que hacía nacer en él ese sentimiento de manera espontánea.
Lo amaba todo en ella. Su generosidad, su fe, su fortaleza. Su semblante pálido, casi transparente. Su elocuente timidez. La dubitativa curva de su cuello, ese gesto de incertidumbre tan suyo. La sensibilidad que se leía en sus manos cuando las movía al hablar. Su torpe franqueza, que despertaba en él las ganas de estrecharla en sus brazos. Su ternura.