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Roberta se preparaba para una noche especial. Por primera vez iría al Savoy, la sala de baile más elegante de Londres. Carroll Gibbons dirigía su orquesta, la Savoy Hotel Orpheans, y la pista se hallaba llena de amantes en tiempos de guerra, listos para aprovechar su oportunidad.

La había invitado Billy, el corneta de la orquesta de Geraldo que tantas veces se la había comido con los ojos durante los ensayos en la BBC. A veces también tocaba para los Savoy Orpheans, y eso le daba acceso libre al Savoy en sus noches de fiesta. Ella se había presentado allí con su mejor vestido de satén.

Ambos eran buenos bailarines. Sus cuerpos se rozaban, los dedos de él entrelazados con los suyos, mientras se deslizaban con gracia por los brillantes suelos, encantados de haberse conocido.

El romance con Billy la llevaba de cabeza. Después de todas esas miradas estudiadas en la sala de ensayos, un día se habían encontrado cara a cara en un pub de Fitzrovia. «¿Os conocéis?», preguntó alguien y ambos sonrieron, porque ya tenían la sensación de conocerse.

La primera conversación fue delicada, ya que ambos querían que el otro estuviera a gusto, casi compadecerse de la vida de ese otro. Los dos estaban casados, «felizmente casados» por supuesto. Él vivía en Brockley, a unas cuantas paradas de tren desde el puente de Londres, y quería a su mujer, aunque ella había «perdido el interés» por él. (Roberta lo escuchaba con ojos de complicidad, a sabiendas de que ambos estaban fabricando excusas.) La diabetes le había cerrado las puertas del ejército. Aportaba su granito de arena al país a través de la música.

Ambos estuvieron de acuerdo en que eso ya era suficiente. Los nazis habían prohibido el jazz, tildándolo de degenerada música de negros. Solo tocar música de baile era ya una rebelión. Solo sentir el estremecimiento que esas melodías provocaban en el cuerpo, como el roce de una pantera, era ya una declaración contra Hitler. Una declaración que Roberta abrazó con prontitud. Era una bailarina seductora, lánguida e íntima, que mecía sus caderas y sus brazos al ritmo de la música, algo que excitaba a todos los hombres con quienes compartía un baile.

Billy estaba fascinado, y quería encontrar un lugar en Londres donde pudieran estar juntos. Dijo a su esposa que debía alquilar una habitación en la ciudad para las noches en que no llegaba al último tren. Con tanta gente fuera de la ciudad, abundaban las habitaciones libres. Estaba la emoción de fingir que estaban casados y de dar el nombre de Smith, «para que sea obvio que es mentira». Un casero les mostró estudios amueblados en Maida Vale y St. John's Wood. Casas abandonadas llenas de cuartos vacíos. Al final se quedaron con uno en Notting Hill, un estudio de una sola habitación en Linden Gardens, amueblado con una gran cama y unas sillas viejas. Daba a la parte trasera de otros edificios, y había una mujer que solía sentarse en la salida de incendios para dar de comer a las palomas. La llamaban la mujer de los pájaros.

Atrancaron la puerta e hicieron el amor ante un espejo colgado en la pared, algo que los excitaba a ambos. A sus treinta y siete años, ella saboreaba un tardío arrebato de sensualidad. Disfrutaba de sus pechos llenos que se estremecían al tacto. Sentía, por primera vez, la agradable redondez de sus formas, olvidándose de sus imperfecciones: ese grosor de sus muslos, que había considerado excesivo, y que ahora tenía la virtud de incrementar aún más la excitación de Billy. La cintura de él tampoco era ya la de un joven, y el vello de su pecho tenía hebras grises, detalles que a ella la conmovían.

Parecía un absurdo tan grande no disfrutar un rato juntos cuando la muerte podía sobrevenirles en cualquier momento… Eso fue lo que se dijeron al separarse de buena mañana, con la vista puesta ya en el próximo encuentro.