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Una de las pinches de cocina de Ashton era una chica de mejillas lozanas llamada Sarah, de Newcastle. Tras muchos meses en el colegio, se había hartado de vivir alejada del bullicio de la ciudad y rodeada de docenas de críos, así que había optado por aceptar un empleo en una fábrica de municiones y se había despedido. Se buscó a una chica del pueblo para reemplazarla, que, al ser de allí, dormía en su propia casa, con lo que la habitación del ala oeste asignada a Sarah quedó libre.

Los niños pasaban horas explorando la gran casa y buscando comida. Anna y Beth echaron un vistazo al que había sido el cuarto de Sarah. El lugar estaba vacío, a excepción de una silla, una cama individual sin hacer y un viejo armario.

Anna abrió el armario, cuya puerta cedió con un crujido y, para su alegría, encontró una caja de galletas Huntley & Palmer. La abrieron al instante. Aún quedaba una capa entera de galletas que no estaban reblandecidas. Anna y Beth cogieron tres cada una y luego devolvieron la caja al armario; salieron corriendo al jardín a disfrutar del festín.

Nadie las había visto. Era su secreto. Siempre que tuvieran hambre, podían ir a la antigua habitación de Sarah y matar el gusanillo con unas cuantas galletas.

Una tarde de otoño, mientras la mayoría de los niños estaba en el jardín, Anna decidió hacer una visita al armario de las galletas. Cerró la puerta de la habitación y buscó la caja, y luego se sentó en el armario abierto dispuesta a comerse las últimas que quedaban sin saber muy bien si debía dejar alguna para Beth.

De repente oyó un ruido, de manera que se apresuró a cerrar la caja. Los pasos se acercaban. Se metió en el armario y cerró la puerta. No consiguió encajarla del todo, quedó un resquicio abierto, pero se acurrucó a un lado.

Alguien entró en el cuarto y cerró la puerta con llave. A través del resquicio de la puerta del armario, Anna distinguió la silla de ruedas del señor Ashton, y a la señorita Weir, que la empujaba. Después ambos se dirigieron hacia el otro lado de la cama, desapareciendo de su campo visual. Anna ya no pudo ver nada más. Solo oír.

La sangre se le agolpaba en los oídos con tanta fuerza que la niña temió que pudieran oírla. Quería salir y pedir disculpas por comerse las galletas, pero habían cerrado la puerta con llave. Tendría que permanecer escondida y asegurarse de no toser. Aterrada, contuvo la respiración.

Fue entonces cuando hasta ella llegaron murmullos suaves, suspiros, respiraciones aceleradas, crujidos de cama: sonidos que apenas podía interpretar, pero que al mismo tiempo intuía que eran un secreto.

Anna se quedó sentada dentro del armario, temblando, con la cabeza apoyada en las manos. Nunca antes había sentido una vergüenza igual. No quería escuchar todo eso, quería gritar, y se le habían dormido las piernas. Pero se mantuvo encerrada, tensa, acurrucada como una bolita, esperando a que terminara todo.

Levantó un poco la cabeza y por la ranura captó el detalle de unos hombros desnudos apoyados en la cama. Se apresuró a desviar la mirada, pero los extraños sonidos, una clase de gemidos que nunca antes había oído, prosiguieron sin tregua.

Durante al menos veinte minutos más se quedó quieta, sintiéndose débil, mareada, enferma, atrapada. Pero luego todo terminó. Los amantes se vistieron, sin hablar demasiado. Oyó abrirse la puerta, los oyó salir.

Anna esperó en silencio, sin atreverse a realizar movimiento alguno. Hasta que, por fin, se escabulló fuera del armario y huyó. Corrió por el pasillo y salió a los jardines, recorrió los bancos de hierba y se dirigió sin detenerse hasta su lugar favorito, junto a los álamos. Los árboles, mecidos por la brisa, le proporcionaron ese sosiego más profundo y más tranquilo que solo emana de la naturaleza, y no de los hombres.

¿El señor Ashton y la señorita Weir? ¿Cómo podía ser? No se atrevería a contar a nadie lo que había oído.

Para Thomas y Ruth ese fue solo un encuentro más de entre los muchos y apasionados momentos íntimos a los que se veían abocados. Porque para ambos, cada nuevo día traía consigo la esperanza de acariciar la piel del otro. Hasta el momento solo habían podido robar algunos ratos para estar juntos, siempre a plena luz, en aquel cuarto desmantelado… pero aun así se sentían como en el cielo.

Thomas se decía que, para dos personas que se han deseado en secreto durante tanto tiempo, no podía haber goce mayor que el roce de sus pieles, que recorrer los semblantes con los dedos, que el calor de un abrazo. Si sus relaciones con Elizabeth habían sido algo en lo que nunca llegó a implicarse del todo, ahora, con Ruth, se impregnaban de toda la pasión del verdadero anhelo. Se buscaban con los ojos, cada molécula de él se fundía con ella; desnudaban sus cuerpos hasta llegar al alma, ambos entrelazados en un impulso íntimo de amor mutuo.

El descubrimiento del cuarto vacío de la doncella, al que Ruth podía llevarlo sin problemas, había sido un regalo del cielo. Fue él quien se dio cuenta de que ese lugar podía ser su refugio y quien se lo había propuesto a Ruth.

Cuando llegaron a la habitación encontraron una llave en la cerradura, esperándolos. Thomas cerró la puerta por dentro.

El espacio entre ellos se llenó de electricidad. Era la primera vez que conseguían estar a solas, juntos, y el silencio zumbaba a su alrededor, como si alguien hubiera movido un diapasón en el aire. Ruth bajó las persianas y se volvió hacia Thomas. La intimidad empezó en aquel instante.

Siguieron haciendo el amor en aquella habitación siempre que les era posible; el tiempo solo servía para aumentar las ganas de ambos. Se acostaban en aquella vieja cama individual y se palpaban, al principio con rubor. Hasta el día de la consumación. A partir de ahí su deseo se volvió franco y desinhibido.

Como él le había dicho que no podía tener hijos, nunca se preocuparon de tomar precauciones.